La casa estaba atestada, pero Jenny vio a todo el mundo como unas vagas sombras contra una pantalla. El sheriff Gunderson, la gente de la oficina del forense, que marcaban con tiza la silueta del cadáver de Erich y lo retiraban, los periodistas que se habían presentado después de que se supiese la noticia de la falsificación artística, y que se habían quedado para aquel artículo aún mucho más importante. Llegaron a tiempo de poder hacer fotografías a Erich, envuelto aún en la capa, con la peluca salpicada de sangre y la curiosa expresión en paz de su cara, propia de la muerte.
Se les permitió acudir a la cabaña y fotografiar y filmar los preciosos cuadros de Caroline, así como los torturados lienzos de Erich.
—Cuanta más sensación de urgencia hemos dado a la investigación, más gente ha querido ayudar —explicó Wendell Gunderson.
Mark estaba allí. Fue él quien le quitó la manta y su blusa, limpió la herida, la desinfectó y la vendó.
—Esto bastará de momento. Sólo es una herida en sedal, gracias a Dios…
Jenny se estremeció ante el toque de aquellos largos y gentiles dedos, a través de todo su punzante dolor. Si había alguna ayuda posible, ésta llegaría a través de Mark.
Encontraron el coche en el que había llegado Erich, lo hallaron escondido en una de las sendas para tractores de la granja. Había alquilado el coche en Duluth, a seis horas de distancia en automóvil. Por lo menos, había dejado a las niñas hacía trece horas. ¿Dónde las había abandonado?
Durante toda la noche, la carretera apareció atestada de coches. Llegaron Maude y Joe Ekers. Maude, con su fuerte y capaz volumen se inclinó sobre Jenny.
—Lo siento…
Unos cuantos minutos después, Jenny la escuchó trastear al lado del fogón. Y luego se percibió olor a perfumado café.
Apareció el pastor Barstrom.
—John Krueger se preocupaba tanto por Erich… Pero nunca me explicó el porqué. Y, desde entonces, Erich parecía estarlo haciendo todo muy bien.
El informe del tiempo:
—Una tormenta avanza hacia Minnesota y las Dakotas.
Una tormenta. «Dios mío… ¿Tendrán suficiente calor mis hijas?».
Clyde se acercó a ella.
—Jenny, debes ayudarme. Están hablando de llevarse otra vez a Rooney al hospital.
Al fin, salió de su letargo.
—Me salvó la vida. Si no hubiese disparado contra Erich, éste me habría matado.
—Explicó a uno de los periodistas que lo había hecho por Arden —dijo Clyde—. Jenny, ayúdame. Si la encierran, Rooney no podrá soportarlo. Me necesita. Y yo la necesito a ella.
Jenny se levantó del sofá, se apoyó contra la pared y fue en busca del sheriff. Éste estaba telefoneando.
—Imprima más avisos. Póngalos en todos los supermercados, en cada gasolinera. Que los distribuyan por toda la frontera con el Canadá.
Cuando colgó, Jenny le dijo:
—Sheriff, ¿por qué trata de llevarse a Rooney al hospital?
La voz del sheriff sonó suavemente:
—Jenny, trate de pensar en ello. Rooney intentó matar a Erich. Estaba aguardándole allí fuera con una pistola.
—Intentaba protegerme a mí. Sabía el peligro que corría. Me salvó la vida.
—Muy bien, Jenny. Veré lo que puedo hacer…
Sin decirle nada, Jenny rodeó a Rooney con los brazos. Rooney había amado a Erich desde el momento en que nació. A pesar de lo que hubiera dicho, no había disparado contra él a causa de Arden. Había matado a Erich para salvarle la vida a Jenny. «Yo no hubiera podido matarle a sangre fría —pensó—. Ni tampoco Rooney».
La noche pasó con lentitud. Se investigaron de nuevo todas las propiedades. Empezaron a llegar docenas de falsas informaciones. La nieve principió a caer, unos oscilantes y mordientes copos.
Maude preparó unos emparedados. Jenny no pudo tragar nada. Pero, al fin, se bebió un poco de consomé. A medianoche, Clyde se llevó a Rooney a casa. Maude y Joe se marcharon.
El sheriff comentó:
—Estaré en mi despacho durante toda la noche. La llamaré si nos enteramos de algo.
Sólo Mark se quedó.
—Debes de estar cansado. Vete a casa…
Mark no le respondió. En vez de ello, fue a buscar mantas y almohadas. Obligó a Jenny a tumbarse en el sofá, al lado de la estufa, y echó un nuevo leño en la chimenea. Luego se acomodó en el gran sillón.
En la penumbra, Jenny se quedó mirando la cuna llena de maderos que se hallaba al lado del sillón. Se había negado a rezar después de la muerte del bebé. No se había percatado de lo amarga que se había mostrado. Pero, ahora… Ahora aceptó su pérdida. «Pero, por favor, déjame a las niñas».
¿Se podía romper un acuerdo con Dios?
En algún momento de la noche, Jenny comenzó a adormecerse. Pero los latidos de su hombro la mantuvieron al borde del estado de vigilia. Sentía que se removía incansablemente, emitiendo apagados ruidos de dolor. Y luego todo se tranquilizó y el dolor y el desasosiego desaparecieron. Al cabo de un rato, cuando abrió los ojos, se encontró inclinada contra Mark, con el brazo de éste rodeándola y arropada en la colcha. Algo jugueteaba con ella. Algo en su subconsciente trataba de salir a la superficie, algo desesperadamente importante la estaba eludiendo. Era una cosa que tenía que ver con aquel último lienzo en el que Erich la observaba, con su rostro avizorando a través de una ventana.
A las siete, Mark manifestó:
—Voy a preparar unas tostadas y café.
Jenny se fue al piso de arriba y se duchó, haciendo muecas de dolor mientras el chorro de agua le alcanzaba el esparadrapo que llevaba en el hombro.
Rooney y Clyde estaban en la casa cuando bajó. Tömaron café juntos mientras miraban por la televisión las noticias nacionales. Las fotos de las niñas aparecerían en Hoy y en Buenos días, Norteamérica.
Rooney había traído los retales.
—¿Quieres coser, Jenny?
—No, no puedo.
—A mí me ayuda. Estamos haciendo unas colchas para las camas de las niñas —le explicó a Mark—. Y encontraremos a las niñas…
—¡Rooney, por favor!
Clyde intento tranquilizarla.
—Mirad… Ved qué bonitos y brillantes colores… Nada de cosas oscuras en mis colchas… Oh, aquí está el reportaje.
Se quedaron mirando cómo Jane Pauley empezaba su informe:
—Una falsificación artística, que ayer por la tarde convulsionó el mundo del arte, ha demostrado ser una parte muy pequeña de una historia mucho más dramática. Erich Krueger…
Observaron cómo aparecía el rostro de Erich en la pantalla. La foto era la misma del opúsculo de la galería: el cabello rizado y de un dorado bronceado, los oscuros ojos azules, la media sonrisa. Presentaron filmaciones de la granja, una instantánea de cuando comenzaban a retirar el cadáver. Ahora Tina y Beth sonreían en la pantalla.
—Y esta mañana, estas dos niñitas se han perdido… —explicó Jane Pauley—. Al morir, Erich Krueger le dijo a su mujer que sus niñas estaban aún vivas. Pero la Policía no está tan segura de que pueda ser creído. El último lienzo que pintó parece sugerir que Tina y Beth están muertas.
Toda la pantalla quedó llena con el último cuadro. Jenny miró a las lacias figuras como muñecas, a su propia y torturada imagen que miraba, a Erich observándolas desde la ventana, y riéndose mientras echaba hacia atrás la cortina.
Mark saltó para apagar el televisor.
—Le dije a Gunderson que no les dejase tomar fotos en la cabaña.
Rooney se había puesto en pie de un salto.
—¡Debiste haberme mostrado ese cuadro! —gritó—. Debiste habérmelo mostrado. No lo comprendes… Las cortinas… ¡Las cortinas azules!
¡Las cortinas! Era aquello lo que había estado acosando la memoria de Jenny. Rooney desparramó los retales en la mesa de la cocina, aquel tejido de un azul oscuro, con su débil dibujo aún visible en el cuadro.
—Rooney, ¿dónde las ha puesto Erich?
Todos estaban gritando lo mismo: ¿Dónde?
Rooney, totalmente consciente del precioso conocimiento que albergaba, tiró de la manga a Mark, gritando muy excitada:
—Mark, ya sabes… El pabellón de pesca de tu padre. Erich siempre solía ir allí contigo. Tú no tenías cortinas en el cuarto de los huéspedes. Dijo que tenía demasiada claridad. Y yo le di éstas hace ocho años.
—Mark, ¿pueden estar allí? —preguntó a gritos Jenny.
—Es posible. Papá y yo no hemos estado en ese pabellón desde hace un año. Erich tiene una llave.
—¿Y dónde se encuentra el pabellón?
—Está… en la zona de Duluth… En una pequeña isla. Eso encaja… Sólo que…
—¿Sólo que…?
Jenny pudo oír el ruido de la nieve que chocaba contra la ventana.
—El pabellón carece de calefacción central.
Clyde tradujo en palabras el miedo que todos tenían ahora:
—¿Esa casa no tiene calefacción central, y me estás diciendo que las niñas tal vez se encuentren en este momento allí y solas?
Mark se precipitó hacia el teléfono.
Treinta minutos después, el jefe de Policía de Hathaway Island les devolvió la llamada.
—Las hemos encontrado.
Con agonía, Jenny escuchó la pregunta de Mark:
—¿Están las dos bien?
Jenny agarró el teléfono para escuchar la respuesta.
—Sí, pero por los pelos. Krueger había amenazado con castigarlas si hacían algún intento de salir de la casa. Pero llevaba tanto tiempo fuera, y el lugar estaba tan helado, que la chica mayor decidió correr el riesgo. Consiguió abrir la puerta. Acababan de abandonar la casa en busca de su madre, cuando las encontramos. No hubieran resistido ni media hora con esta tormenta. Aguarde un momento.
Jenny escuchó cómo trasladaban el teléfono y luego dos voces que decían:
—Hola, mamá.
Los brazos de Mark la sostuvieron con fuerza mientras Jenny comenzaba a sollozar.
—Ratoncita. Tinker Bell. Os amo. Os amo tanto…