El sheriff Gunderson telefoneó veinte minutos después.
—Jenny, la compañía telefónica ha localizado parcialmente la llamada. Tenemos la zona desde donde llamó. Se encuentra alrededor de Duluth.
Duluth. En la parte norte del Estado. A cerca de seis horas de coche desde aquí. Eso significaba que, si había permanecido en aquella zona, había salido de allí a eso de mediodía para poder mirarla por la ventana a las ocho de la noche.
¿Y quién había permanecido con las niñas durante las horas en que se había encontrado fuera? ¿O las había dejado solas? ¿O ya no estaban vivas? No había hablado con ellas desde el día dieciséis, hacía casi ya dos semanas.
—Está empezando a destrozarse —replicó Jenny sin entonación.
El sheriff Gunderson no trató de ofrecerle unas hueras simpatías.
—Sí, creo que es así.
—¿Y qué puede usted hacer?
—¿Quiere que lo hagamos público? ¿Que pasemos la noticia a las emisoras de televisión, a los periódicos?
—Dios mío, no. Eso sería tanto como firmar los certificados de defunción de las niñas.
—Entonces mantendremos una sección especial rastreando la zona de Duluth. Y queremos que acuda un detective a su casa. Su propia vida puede encontrarse en peligro.
—Rotundamente no. Se enteraría…
Había pasado la medianoche. El 28 de febrero se convertía en el 1 de marzo. Jenny recordó la infantil superstición que había tenido. Si te quedabas dormido diciendo «liebre, liebre» en la última noche del mes, y te despertabas por la mañana en el primer día del nuevo mes diciendo «conejo, conejo», conseguirías tu deseo. Nana y ella habían hecho un juego de todo aquello.
—Liebre, liebre —dijo Jenny en voz alta en la silenciosa habitación.
Alzó la voz:
—Liebre, liebre…
En un alarido, gritó:
—Liebre, liebre, quiero a mis niñas, quiero a mis niñas…
Sollozando, se derrumbó sobre las almohadas.
—Quiero a Beth, quiero a Tina…
Por la mañana, tenía los ojos tan hinchados que apenas podía ver. De alguna forma se vistió, se fue al piso de abajo, preparó café y aclaró la taza y el platito. Sólo el pensamiento de comida la ponía enferma y no tenía objeto dejar el lavaplatos ocupado con sólo una taza y su platillo.
Deslizándose en su chaquetón de esquí se apresuró afuera y anduvo por el alrededor, hasta la ventana del lado sur de la casa, la que daba a la zona de vida familiar en la cocina. Se veían pisadas delimitadas en la nieve debajo de la ventana, pisadas que habían llegado desde los bosques y que habían regresado a los bosques. Mientras permanecía sentada en aquella habitación, Erich estuvo aquí de pie, con el rostro aplastado contra el cristal, observándola.
El sheriff telefoneó de nuevo al mediodía.
—Jenny, le he pasado la cinta al doctor Philstrom. Cree que haríamos mejor en aprovechar la oportunidad de hacer pública la búsqueda de las niñas. Pero la decisión ha de tomarla usted.
—Déjeme pensarlo.
Deseaba preguntárselo a Mark.
Rooney llegó a las dos.
—¿Quieres coser un rato?
—Supongo que sí…
Plácidamente, Rooney eligió un sillón al lado de la estufa y sacó las dos piezas sobre las que estaba trabajando.
—Pues le vamos a ver pronto —comentó Rooney.
—¿A quién?
—A Erich, como es natural. Ya conoces aquella promesa que hizo Caroline, de que siempre se encontraría aquí el día del cumpleaños de Erich. Desde que murió Caroline, hace veintiséis años, Erich ha estado siempre en este lugar el día de su cumpleaños. Algo parecido a como le viste el año pasado. Una especie de vagabundo por aquí, como si Erich estuviese buscando algo…
—¿Y crees que se presentará este año?
—Nunca ha olvidado ninguno.
—Rooney, por favor, ayúdame, no se lo recuerdes a nadie. No hables a Clyde ni a nadie acerca de esto.
Pareciendo complacida por ser tratada como una conspiradora, Rooney asintió con entusiasmo.
—Le aguardaremos, ¿verdad, Jen?
Jenny no podía confiar ni siquiera a Mark esta información. Cuando éste le telefoneó, la apremió a que el sheriff se ayudase con los medios de comunicación, pero Jenny se negó.
Finalmente, llegó a un compromiso.
—Dame una semana más, por favor, Mark.
La semana terminaría el 9 de marzo. Y el cumpleaños de Erich era el 8 de marzo…
Erich se presentaría aquí el día ocho. Jenny estaba segura de ello. Si el sheriff y Mark sospechaban que iba a venir, insistirían en ocultar a algún policía por los alrededores de la granja. Pero Erich se percataría de ello.
Si las niñas se encontraban aún con vida, ésta era la última oportunidad de conseguir que regresasen. Erich comenzaba a perder cualquier conexión que tuviese con la realidad.
Durante la semana siguiente, Jenny se movió casi como en un trance, y cada uno de sus pensamientos fue una continuada plegaria. «¡Oh, Dios misericordioso, sálvalas!». Sacó la caja de marfil que contenía las cuentas del rosario de Nana. Jenny cerró la mano alrededor del rosario. Ahora no podía concentrarse en una oración formalista.
—Nana, vamos, dilo por mí…
El día dos…, el tres…, el cuatro…, el cinco… el seis… «Que no nieve otra vez. Que las carreteras no estén impracticables…». El día siete. Por la mañana del día siete, sonó el teléfono. Una llamada de persona a persona desde Nueva York.
Era Mr. Hartley.
—Jenny, cuanto tiempo sin hablar contigo. ¿Cómo estáis tú y las niñas?
—Bien, muy bien…
—Jenny, lo siento pero tenemos un terrible problema. Se trata del «Wellington Trust», ¿te acuerdas de los que compraron la Cosecha de Minnesota y Primavera en la granja? Pagaron un montón de dinero por esos cuadros, Jenny.
—Sí…
—Pues bien, hicieron una limpieza de las pinturas. Y, Jenny, siento decirte esto, pero Erich les falsificó su nombre. Los cuadros llevan debajo otra firma: Caroline Bonardi. Me temo que se va a armar un terrible escándalo, Jenny. Los de la «Wellington» celebrarán mañana por la tarde una reunión extraordinaria. Y a continuación darán una conferencia de Prensa. Y para la noche de mañana todos los periódicos no hablarán más que de este notición…
—¡Deténgales! ¡Debe detenerles!
—¡Detenerles! Jenny, ¿cómo puedo hacer una cosa así? La falsificación de obras de arte es algo muy serio. Cuando se pagan cantidades de seis cifras por un nuevo artista… Y cuando ese artista ha ganado las recompensas de mayor prestigio en su especialidad… No puedes mantener silencio respecto de una falsificación, Jenny. Lo siento. Esto ya ha escapado de mis manos. Ahora mismo están haciendo investigaciones para descubrir quién es Caroline Bonardi. En mi calidad de amigo, deseaba que estuvieses enterada de todo esto.
—Se lo diré a Erich. Gracias, Mr. Hartley.
Mucho tiempo después de haber colgado, Jenny seguía sentada frente al aparato. No había forma de detener el relato de estos hechos. Todos los periodistas comenzarían a hablar de Erich. Las investigaciones no llevarían demasiado tiempo en descubrir que Caroline Bonardi era la hija del pintor Everett Bonardi, y la madre de Erich Krueger. Y una vez comenzasen a examinar cuidadosamente los cuadros, determinarían que todos ellos tenían ya más de veinticinco años de antigüedad.
Se fue a la cama temprano, con la esperanza de que era muy probable que Erich se presentase en la casa en las horas de oscuridad, más que de día. Se bañó como había hecho aquella primera noche, sólo que esta vez introdujo un montón de sales de baño de pino en la bañera. La fragancia del olor a pino llenó el cuarto. Dejó que su cabello colgara en el agua para que así absorbiera mejor aquel aroma. Cada mañana lavaba el camisón aguamarina. Por lo tanto, ahora se lo puso, deslizó una pastillita de jabón de pino debajo de la almohada y miró en torno del dormitorio. Nada debía encontrarse fuera de su sitio, nada debía turbar el sentido del orden que poseía Erich. Las puertas del armario ropero estaban cerradas. Movió un poco el juego de cepillos y peines. Las persianas estaban exactamente bajadas. Plegó el brocado color arándano extendido por encima del borde de encaje de las sábanas.
Por fin, se metió en la cama. El emisor-transmisor que le había proporcionado el sheriff, y que llevaba en los bolsillos de sus tejanos, formaba un bulto debajo de la almohada. Lo metió en el cajón de la mesilla de noche.
Hora a hora, fue escuchando el tictac del reloj mientras éste señalaba el paso de la noche. «Por favor, Erich, ven», pensó. Deseaba que viniese. Si aparecía por la casa, si se hallaba a mitad de camino de aquí, el aroma de pino le atraería.
Pero cuando las primeras luces del sol comenzaron a filtrarse a través de las corridas persianas, seguía sin haber la menor señal de su presencia. Jenny se quedó en la cama hasta las ocho. La llegada del nuevo día sólo incrementó su horror. Había estado tan segura de que, durante la noche, escucharía unas débiles pisadas, que la puerta comenzaría a abrirse, de que Erich estaría mirándola, mirando a Caroline…
Ahora sólo tenía unas horas antes de las noticias de la noche por la Televisión.
El día era nublado pero, cuando encendió la radio, no dieron previsiones de nevada. No estaba segura de cómo debía vestirse. Erich era tan suspicaz… Si se presentaba y la encontraba con otras cosas puestas que no fuesen los pantalones y un suéter, podía acusarla de estar esperando a otro hombre.
Apenas se preocupaba ya de mirarse en el espejo. Aquella mañana se estudió a sí misma, vio conmocionada sus prominentes pómulos, aquella acosada expresión en sus ojos, en la forma en que le había crecido el cabello, que ahora le sobrepasaba los hombros. Se lo recogió en la nuca con un pasador. Recordó aquella noche en que se había mirado en este espejo y, mientras quitaba el vapor, había contemplado el rostro de Erich, aquellas extendidas manos de Erich que sostenían el camisón aguamarina. Los instintos de Jenny le habían prevenido algo acerca de él aquella noche, pero no les había prestado atención…
En la planta baja pasó revista a cada detalle de cada habitación. Limpió las superficies de los mármoles y apliques en la cocina. Apenas había empleado la cocina más que para prepararse una lata de sopa durante las pasadas semanas, pero Erich deseaba que todo estuviese tan reluciente como un espejo. En la biblioteca, pasó el trapo del polvo por los estantes y se percató de que, en el tercer estante, cuatro libros contando desde el extremo, existía un hueco, tal y como Erich había dicho.
¡Qué raro resultaba que se hubiese resistido durante tanto tiempo a la verdad, que se hubiese negado a enfrentarse a lo más obvio, que hubiese perdido al bebé, y tal vez a las niñas, porque no quería saber qué clase de persona era Erich!
Las nubes oscurecieron la casa hacia el mediodía; empezó a soplar el viento a las tres, emitiendo un quejumbroso ruido a través de las chimeneas, pero, al mismo tiempo, apartó las nubes por lo que, a últimas horas de la tarde, el sol volvió a surgir, iluminando los campos cubiertos de nieve, haciéndoles brillar de una forma cálida. Jenny anduvo de ventana en ventana, observando los bosques, mirando la carretera que conducía a la ribera del río, forzando la vista para ver si alguien estaba al acecho bajo el protector saliente del granero.
A las cuatro observó cómo los trabajadores contratados comenzaban a marcharse, hombres a los que, realmente, nunca había llegado a conocer. Erich jamás les permitía acercarse a la casa. Y ella nunca se acercaba a ellos en los campos. La experiencia con Joe había sido suficiente…
A las cinco, encendió la radio para escuchar las noticias. La briosa voz del comentarista informo acerca de los nuevos recortes al presupuesto, otra reunión en la cumbre en Ginebra, el intento frustrado de asesinato del nuevo presidente del Irán.
—Y ahora un comunicado que acaba de llegar. El «Wellington Trust Fund» ha anunciado una asombrosa falsificación de obras de arte. El conocido artista de Minnesota, Erich Krueger, que se había convertido en el más importante pintor norteamericano desde Andrew Wyeth, ha estado falsificando su nombre en la obra que estaba presentando como propia. El verdadero artista es Caroline Bonardi. Ha quedado determinado que Caroline Bonardi era la hija del difunto y bien conocido pintor de retratos Everett Bonardi, y madre del propio Erich Krueger.
Jenny apagó la radio. En cualquier momento, el teléfono comenzaría a sonar. Al cabo de unas horas los periodistas revolotearían por aquí. Erich les vería, tal vez hubiese escuchado el diario hablado de la radio, sabría que todo había acabado. Y se tomaría su venganza final sobre Jenny, si es que aún no lo había hecho.
A ciegas, salió de la cocina. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer? Sin saber adónde iba, entró en el salón. El sol de la tarde se extendía por la estancia, iluminando el retrato de Caroline. La acometió una desolada piedad hacia aquella mujer, que había conocido aquella misma desconcertante impotencia. Se puso a estudiar el cuadro: Caroline sentada en el porche, con aquella capa verde envuelta sobre el cuerpo, con los delgados zarcillos de su cabello rozándole la frente. La puesta del sol, la pequeña figura de Erich muchacho que corría hacia su madre.
La figura que corría hacia ella…
Los rayos del sol se difundían a través del cuarto. Sería una brillante puesta de sol, con unas nubes rojas, anaranjadas, púrpuras y negras que irradiaban luces de tintes diamantinos.
La figura que corría hacia ella…
Erich se encontraba allá afuera, en algún lugar de esos bosques. Jenny estaba segura de ello. Y sólo había una forma de forzarle a abandonarlos.
El chal que Rooney había confeccionado para ella… No, no era lo suficiente grande, pero si llevaba también algo más… ¿La manta del Ejército que había sido del padre de Erich y que se encontraba en la cómoda de cedro? Era casi del mismo color que la capa de Caroline.
Tras subir a la carrera los dos tramos de escaleras que la separaban del desván, abrió la cómoda de cedro, metió allí las manos y dejó a un lado los antiguos uniformes de la Segunda Guerra Mundial. En el fondo se encontraba la manta del Ejército, de color caqui, pero con una forma no muy diferente a la de una capa. ¿Unas tijeras? Tenía unas en la cesta de la costura.
El sol estaba bajando cada vez más. Dentro de unos minutos se hundiría en el horizonte.
En el piso de abajo, con manos temblorosas hizo un agujero en medio de la manta, un agujero del tamaño suficiente para meter por él la cabeza, y se arrebujó la prenda a su alrededor. Luego se echó el chal por encima de los hombros. La manta caía en torno de ella, cubriéndola hasta el suelo como una capa.
Su cabello… Ahora era más largo que el de Caroline, pero, en el cuadro, Caroline se lo había dejado suelto con una especie de cola de caballo. Jenny se detuvo delante del espejo de la cocina, se retorció el cabello, se hizo unos pequeños rizos con los dedos y luego los apretó con un gran pasador. Caroline tenía la cabeza un poco inclinada hacia un lado; apoyaba las manos en el regazo, la mano derecha encima de la izquierda…
Jenny salió por la puerta occidental del porche. «Soy Caroline —pensó—. Debo andar igual que Caroline, sentarme igual que ella. Voy a mirar la puesta de sol como ella siempre lo hacía. Y miraré a mi niñito que llegará corriendo hacia mí».
Abrió la puerta y, sin apresurarse, salió al duro y frío aire. Tras cerrar la puerta, anduvo hacia la mecedora y la situó para colocarla frente a la puesta de sol. Y después se sentó en ella.
Recordó haber movido el chal para que se plegase encima del brazo izquierdo de la mecedora, tal y como aparecía en el cuadro. Inclinó la cabeza para que se hallase en el ángulo correcto hacia la derecha. Dobló las manos sobre su regazo, hasta que la mano derecha encajó encima de la palma de la mano izquierda. Y luego, lenta, muy lentamente, comenzó a mecerse en el balancín.
El sol se deslizó desde detrás de la última nube. Ahora era un intenso globo, muy bajo en el cielo, a punto de caer por el horizonte, iba bajando, bajando, bajando, y el cielo se difuminaba de colores.
Jenny siguió meciéndose.
Colores púrpuras, rosados, carmesíes, anaranjados, dorados, y las ocasionales nubes que ondulaban como gasas, con el viento soplando con suficiente fuerza como para hacer avanzar las nubes, y también oscilar los pinos en la linde de los bosques…
Meciéndose, atrás y adelante. «Observa el sol. Todo lo que importa es la puesta de sol. El muchachito muy pronto saldrá de los bosques para reunirse con su madre… Vamos, muchachito. Ven, Erich».
Escuchó un gemido, que fue haciéndose más fuerte y chillón.
—¡Ay… demonios… demonios de la tumba… Alejaos… Alejaos…!
Una figura salía pesadamente de los bosques. Una figura que sujetaba un fusil. Una figura envuelta en una oscura capa verde, con un largo cabello negro que el viento enmarañaba, una figura de ojos fijos y rostro desfigurado en una mueca de miedo…
Jenny se levantó. La figura se detuvo, alzó el fusil y apuntó con él.
—¡Erich, no dispares!
Jenny se tambaleó hasta la puerta y giró el picaporte. La puerta se hallaba cerrada. Se había cerrado detrás de ella. Alzando la manta del Ejército, tratando de no tropezar con sus colgantes extremos, comenzó a correr, zigzagueando por los escalones del porche, y luego a través de los campos, mientras escuchaba el sonido de los disparos que la seguían. Una ardiente sensación la alcanzó en el hombro derecho, algo cálido se extendió por su brazo. Se tambaleó, pero no había ningún sitio adonde correr.
Aquel grito extraño la seguía.
—¡Diablos… Diablos…!
La vaquería se alzaba a la derecha. Erich nunca había ido por allí, no desde que Caroline murió. Frenéticamente; abrió la puerta, la puerta que conducía a la antecámara donde se guardaban las cubas de la leche.
Erich estaba muy cerca detrás de ella. Jenny se precipitó a la zona interior, en el granero mismo. Las vacas estaban allí procedentes de los pastos, ya habían sido ordeñadas. Permanecían en sus cubículos, observando con benigno interés, paciendo la paja de los pesebres que tenían delante de ellas.
A ciegas, corrió hasta el extremo del establo, tan lejos como pudo llegar. Apareció el depósito del agua, el redil para los nuevos terneros. El depósito se hallaba seco. Se dio la vuelta para enfrentarse a Erich.
Éste se situó a sólo tres metros de distancia. Se detuvo y comenzó a reírse. Se puso el arma en el hombro y apuntó con la misma precisión que había mostrado cuando disparara contra el cachorro de Joe. Quedaron mirándose el uno al otro, como imágenes en un espejo, con las mismas capas de un verde oscuro, el mismo largo cabello negro. El pelo de él también aparecía sujeto en una cola de caballo, con sus propios rizos rubios escapándose por debajo de la peluca, confiriendo la impresión de que tenía unos ricitos en la frente.
—¡Diablos… Diablos…!
Jenny cerró los ojos.
—Oh, Dios mío…
Oyó cómo el arma disparaba y luego un chillido que se convirtió en un gemido. Pero no de sus labios. Jenny abrió los ojos. Era Erich el que se estaba derrumbando en el suelo. Era Erich el que sangraba por la nariz y por la boca, era Erich el que tenía unos ojos que se estaban poniendo vidriosos mientras la peluca se teñía de sangre.
Detrás de él, Rooney bajó una pistola.
—Esto es por Arden —le dijo en voz baja.
Jenny se hundió sobre sus rodillas.
—Erich, las niñas, ¿están aún vivas?
Sus ojos no veían, pero asintió:
—Sí…
—¿Hay alguien con ellas?
—No… Solas…
—Erich ¿dónde están?
Sus labios trataron de formar unas palabras.
—Están…
Alargó la mano en busca de la de ella, retorció sus dedos en torno del pulgar de Jenny.
—Lo siento, mamá. Lo siento, mamá… No quería…, no quería… hacerte… daño…
Sus ojos se cerraron. Su cuerpo dio un último y violento estremecimiento, y Jenny sintió cómo se aflojaba la presión sobre su mano.