—¡Beth!
Jenny cerró los ojos y apretó los nudillos contra la boca. Beth aún estaba viva. Hubiese planeado lo que hubiese planeado Erich hacerles, aún no había ocurrido. El recuerdo del cuadro, con Beth y Tina rígidas como muñequitas, con sus cinturones de pana en torno de sus cuellos… No podía apartarlo de su memoria…
Sintió las manos de Mark, aquellas fuertes manos en los hombros, dándole fuerzas. Alzó un poco el auricular para que él escuchase también.
—Hola, Beth, cariño…
Trató de parecer desenfadada y complacida. Resultaba tan duro no gritar: «Beth, ¿dónde estás?».
—¿Lo pasas bien con papá?
—Mamá, eres muy mala. Entraste anoche en nuestro cuarto y no quisiste hablar con nosotras. Y tapaste con mucha fuerza a Tina…
La quejumbrosa voz de Beth era lo suficiente aguda como para que Mark la oyese. Jenny vio la agonía en sus ojos, y supo que se reflejaba también en los suyos. Tapar con fuerza a Tina. No. No. Por favor. Dios mío… No. El bebé. Y ahora Tina…
—Tina chilló muy fuerte…
—¿Que Tina gritó…?
Jenny trató de combatir aquellas oleadas de vértigo. No debía desmayarse.
—Déjame hablar con ella, Bethie. Te amo, Ratoncita…
Ahora Beth comenzó a llorar.
—Yo también te quiero mucho, mamá. Por favor, ven pronto…
—Mamá…
Ahora eran los impotentes sollozos de Tina.
—Me hiciste daño. Tenía la manta encima de la cara…
—Tina, lo siento… Lo siento mucho…
Jenny trató de que su voz no se demudase.
—Lo siento, Tina…
Se escuchó un ruido mientras apartaban el teléfono y luego los quejidos de Tina.
—Jenny, ¿por qué estás tan trastornada? Las niñas han estado soñando. Es sólo que te echan mucho de menos, lo mismo que yo, cariño…
—Erich…
Jenny supo que estaba gritando.
—¿Dónde estás, Erich? Por favor, te lo prometo. Firmaré aquella confesión. Firmaré cualquier cosa. Pero, por favor, necesito a mis niñas…
Sintió el apretón de la mano de Mark en sus hombros, precaviéndola.
—Me refiero a que necesito a mi familia, Erich.
Se forzó a que su voz sonase calmada, se mordió los labios para no apremiarse a rogarle que no las lastimara.
—Erich, podemos ser tan felices… No sé por qué hacía aquellas cosas tan extrañas dormida, pero prometiste hacerte cargo de mí. Estoy segura de que lo haré todo mejor.
—Ibas a abandonarme, Jenny. Sólo fingías amarme…
—Erich, regresa a casa y hablaremos. O permíteme enviarte la carta. Dime dónde estás…
—¿Has hablado con alguien acerca de nosotros?
Jenny miró a Mark. Este movió la cabeza, aconsejándole que dijese que no.
—¿Y por qué tendría que contarle a nadie cosas nuestras?
—Intenté telefonearte ayer tres veces por la tarde. Y no estabas…
—Erich, hacía tanto tiempo que no tenía noticias tuyas… Necesitaba tomar un poco de aire fresco. Esquié un rato, quiero poder esquiar junto a ti otra vez. Nos divertimos mucho, ¿te acuerdas?
—Intenté telefonear a Mark anoche. Y tampoco estaba en casa. ¿Te encontrabas con él?
—Erich, estaba en casa. Siempre he estado esperándote.
Ahora gritaba Tina. Como telón de fondo, Jenny podía oír de nuevo aquellos ruidos de la carretera, como unos camiones de gran tonelaje al cambiar las marchas en una pendiente. ¿Podía haberse presentado Erich anoche en la granja? Y si era así, ¿habría acudido a la cabaña? No, si hubiese estado en la cabaña, y hubiera visto la ventana con el cristal roto, se habría percatado de que la había registrado alguien y ahora no la telefonearía.
—Jenny, pensaré en regresar. Simplemente, quédate en casa. No salgas. No esquíes. Quiero que estés exactamente ahí. Y algún día, abriré la puerta y apareceré y seremos de nuevo una familia. ¿Lo harás, Jenny?
—Sí, Erich, sí. Te lo prometo.
—Mamá, quiero hablar con mamá…
Era Beth la que imploraba.
—Por favor, por favor…
Se produjo un brutal sonido y el teléfono comenzó a dar la señal de comunicar.
Jenny escuchó mientras Mark repetía la conversación. Jenny sólo terció en la charla cuando el sheriff preguntó:
—Pero ¿por qué habrán pensado las niñas que se trataba de usted?
—Porque ahora tiene consigo mis maletas —respondió Jenny—. Probablemente puso en ellas algunas de mis batas… Tal vez aquella roja que he echado a faltar. Llevará consigo una peluca morena. Cuando los niños están profundamente dormidos, ven lo que piensan que están viendo. Doctor Philstrom, ¿qué hará Erich a continuación?
—Jenny, cualquier cosa es posible. No puedo negarlo. Pero sospecho que, mientras aún albergue esperanzas de que te quedes con él, las niñas seguirán a salvo…
—Pero Tina…, anoche…
—Ya has recibido la respuesta. Trató de telefonearte por la tarde y estabas fuera. Intentó telefonear a Mark por la noche y tampoco pudo dar con él. Resulta extraño cómo un psicópata desarrolla casi un sexto sentido. Algún instinto le dijo que estabais juntos. En su frustración, estuvo al borde de hacerle daño a Tina.
Jenny trató de tragar a pesar de los temblores de su voz.
—Sonaba tan extraño, casi sin ilación. ¿Y si suponemos que vuelve en seguida? Tal vez es posible que decida regresar esta noche. Conoce hasta el último recoveco de su propiedad. Puede esquiar hasta aquí. Puede traer un coche que no conozcamos. Puede llegar andando por la ribera del río. Si ve alguien por aquí que no pertenezca a la casa, entonces será el fin… Todos deben marcharse. Supongamos, supongamos… que se da cuenta de que han removido la tumba de Caroline… Sabrá que han encontrado el cadáver de Arden. ¿No lo comprenden? No pueden darle a todo esto la menor publicidad. No pueden enviar avisos impresos por ahí… Ni traer a unos extraños a esta casa. La cabaña. Si se acerca a la cabaña y ve la ventana con el cristal roto…, todos esos trozos de tela clavados en los árboles…
El sheriff Gunderson miró, sucesivamente, a Mark y el doctor Philstrom.
—Obviamente, parecen estar de acuerdo… Muy bien. Mark, ¿puedes pedirles a Rooney y a Clyde que vengan aquí? Me pondré en contacto con la gente de la oficina del forense… Aún están cerniendo la tierra del cementerio.
Rooney se encontraba sorprendentemente tranquila. Jenny sabía que el doctor Philstrom la observaba con atención. Pero la preocupación de Rooney parecía sólo dirigida hacia Jenny. La abrazó, oprimió su mejilla contra la de Jenny.
—Lo sé. Oh, querida, lo sé…
Clyde había envejecido diez años durante las pasadas horas.
—He estado mirando todas las propiedades de Erich —explicó—. Lo tendré todo preparado muy pronto…
—El cuadro —dijo Jenny—. Debemos dejar otra vez ese lienzo en su sitio. Se encontraba en la pared larga del desván.
—Lo he guardado en el armario de los suministros de la oficina —respondió el doctor Philstrom—. Pero me parece que sería mejor que Mrs. Toomis conviniese en regresar y quedarse en el hospital hasta que todo esto haya acabado.
—Quiero estar con Clyde —replicó Rooney—. Deseo quedarme con Jenny. Me encuentro muy bien. ¿No lo ve? Lo sé todo…
—Rooney se quedará conmigo —repuso Clyde tajantemente.
El sheriff Gunderson se acercó a la ventana.
—Este lugar es una confusión de pisadas y marcas de neumáticos —explicó—. Lo que necesitamos es una buena tormenta de nieve que lo cubra todo. Crucen los dedos… Esta noche debe presentarse una…
*****
La tormenta comenzó a principios de la noche. Unos finos y rápidos copos de nieve comenzaron a alcanzar la casa, los graneros y los campos. El viento sopló y esparció los móviles copos de nieve, amontonándolos con rapidez y haciéndolos crecer contra los árboles y los edificios.
A la mañana siguiente, en piadosa acción de gracias, Jenny observó la relumbrante blancura del exterior. La tumba violada tenía encima una capa de nieve y todas las huellas que conducían hacia la cabaña habían sido borradas. Si Erich se presentaba por aquí no albergaría ningún tipo de sospechas; incluso Erich, que instantáneamente sentía la presencia de un libro fuera de su sitio, un jarrón que se hubiese desplazado unos milímetros, no encontraría nada que le sugiriese que hubieran visitado todos ellos la cabaña.
Durante la noche, abriéndose paso por las peligrosas carreteras, el sheriff Gunderson y dos de sus ayudantes habían regresado. Uno de ellos conectó los teléfonos a un dispositivo que controlaba las llamadas telefónicas que se produjesen y luego proporcionó a Jenny un walkie-talkie y le enseñó su manejo. El otro hombre hizo copias de todos los documentos que Clyde había sacado de los archivos, de las páginas y páginas de declaraciones del impuesto sobre la renta, que indicaban las posesiones de Krueger: escrituras, contratos de alquiler, edificios de oficinas, almacenes. Todos los originales fueron dejados otra vez en los archivos y las copias serían estudiadas detenidamente por los investigadores, que comenzarían a buscar posibles lugares donde ocultarse.
Jenny se negó de plano a permitir que un policía se quedase en la casa.
—Erich abriría la puerta y entraría. Supongamos que se percata de que aquí hay alguien más. Y así haría… No me es posible. No quiero arriesgarme.
Comenzó a registrar los días, con la conciencia de cómo los segundos se convertían en minutos, los minutos se arrastraban hasta constituir cuartos de hora, medias horas… Había encontrado la cabaña el día quince. Por la mañana del dieciséis, habían abierto la tumba y telefoneado Erich. La tormenta de nieve concluyó el día dieciocho. Por toda Minnesota comenzó a limpiarse la nieve. Las líneas de teléfono quedaron bloqueadas durante el día diecisiete y parte del dieciocho. ¿Y si suponíamos que Erich había intentado telefonear? Se percataría de que no era culpa de Jenny el que no pudiese dar con ella. Toda la zona de Granite Place, donde la granja se hallaba localizada, resultó afectada con mayor violencia que el resto del país.
«Que no esté enfurecido —rogó—. No le permitas que lo pague con las niñas».
Por la mañana del día diecinueve, vio a Clyde acercarse a la casa. Ya no llevaba erguidos la cabeza y el pecho. Se inclinaba hacia delante mientras andaba por la recientemente abierta senda, con el rostro bajo, no sólo para protegerse contra el viento, sino como si soportase una invisible carga que parecía estar llevando.
Entró por el vestíbulo de la cocina y comenzó a dar pisotones para quitarse de encima el frío.
—Acaba de telefonear…
—¡Erich! Clyde, ¿por qué no ha pasado la llamada? ¿Por qué no me ha dejado hablar con él?
—No deseaba hablar con usted. Sólo quería saber si las líneas habían quedado interrumpidas por aquí anoche. Me preguntó si usted había salido o no. Mrs. Krueger… Jenny…, está extraño… Me dijo que yo tenía un tono raro. Le repliqué que no sabía a qué se refería; que había estado muy atareado tratando de alimentar a todo el ganado después de la tormenta. Eso pareció satisfacerle. Luego contó que el otro día… ¿Te acuerdas que llamó poco después de que encontrásemos a Arden?
—Sí.
—Dijo que había estado pensando en ello. Dijo que debería haberme encontrado en aquel momento en el despacho, que la llamada tenía que haber sido tomada primero allí. Jenny, es como si estuviese observándonos. Parece saber todo lo que estamos haciendo.
—¿Y qué le respondiste?
—Le dije que había ido a buscar a Rooney al hospital aquella mañana y que no había estado en la oficina, por lo que, por la noche, las llamadas siguieron pasando a la casa. Luego me preguntó si Mark había estado metiendo las narices por aquí; ésa fue la forma en que lo planteó: «Meter las narices por aquí».
—¿Y qué le respondiste?
—Le expliqué que el doctor Ivanson había inspeccionado a los animales y que si debía haber avisado en lugar de ello a Mark… Me respondió que no…
—Clyde, ¿mencionó a las niñas?
—No, señora… Sólo me dijo que había estado telefoneando y que deseaba que permanecieses en la casa aguardando la llamada. Jenny, he intentado seguir hablando con él para que pudiesen rastrear dónde se encontraba, pero habló muy de prisa y colgó en seguida.
Mark telefoneó cada día.
—Jenny, deseo verte…
—Mark, Clyde tiene razón. Se muestra raro. Preguntó específicamente por ti. Por favor, mantente alejado.
Por la tarde del día veinticinco, Joe se presentó en la casa.
—Mrs. Krueger, ¿está bien Mr. Krueger?
—¿Qué quieres decir con eso, Joe?
—Me ha telefoneado para ver cuáles eran mis sentimientos. Deseaba saber si había estado viéndote. Le dije que sólo te encontré por casualidad una vez. No le conté que te habías presentado por nuestra casa. Ya sabes lo que quiero decir. Me contó que deseaba que volviese a trabajar para él cuando ya estuviese dispuesto, pero que si me acercaba a ti, o incluso se enteraba de que te llamaba Jenny y te tuteaba, dispararía contra mí con el mismo fusil que había empleado para matar a mis perros. Dijo mis perros. Lo cual significa que mató también al otro. Parecía estar loco. Creo que no será bueno, ni para ti ni para mí, que continúe por aquí… Dime qué debo hacer…
Parecía estar loco. Y ahora amenazaba a Joe de una forma abierta. La desesperación anestesió el terror de Jenny.
—Joe, ¿le has dicho a alguien esto, se lo has contado a tu madre?
—No. No quiero preocuparla.
—Joe, te suplico que no le cuentes a nadie lo de esta llamada. Y si Erich vuelve a telefonear, mantente muy calmado y normal con él. Dile que el médico desea que aguardes unas semanas más, pero no le digas que te niegas a trabajar para él. Y, Joe, por el amor de Dios, no le digas que has vuelto a verme.
—Jenny, algo va muy mal, ¿no es verdad?
—Sí…
Carecía de objeto el negarlo.
—¿Dónde están, él y tus hijas?
—No lo sé.
—Comprendo… Jenny, te juro ante Dios que puedes confiar en mí.
—Sé que puedo… Y si te telefonea de nuevo, házmelo saber en seguida, por favor…
—Lo haré…
—Y, Joe… Si… Quiero decir que es posible que regrese… Si le ves a él o al coche… Necesito que me lo comuniques al instante.
—Lo haré. Elsa vendrá a cenar a nuestra casa con el tío Josh. Habla mucho de ti, cuenta lo encantadora que has sido…
—Pues nunca actuó como si fuese de su agrado.
—Tenía miedo de Mr. Krueger. Le dijo que supiera cuál era su sitio y que mantuviese la boca cerrada, y que se asegurase de que nada se movía o se cambiaba de sitio en la casa…
—Nunca comprendí por qué trabajaba para nosotros, dada la forma en que Erich la había tratado.
—Es por el dinero que le pagaba… Elsa afirma que trabajaría para el diablo por un salario tan elevado…
Joe apoyó la mano en el pomo de la puerta.
—Y en cierto modo ha estado trabajando para el diablo, ¿no te parece así, Jenny?
*****
«Febrero no es el mes más corto del año —pensó Jenny—. Parece durar una eternidad». Día tras día, minuto tras minuto. Aquellas horas de la noche, tumbada en la cama, observando el perfil del bol contra la oscuridad. Cada noche se ponía el camisón de Caroline y guardaba una pastilla de jabón de pino debajo de la almohada, para que la cama conservara siempre aquel sutil olor a pino.
Si Erich aparecía alguna noche, en silencio y furtivamente, si entraba en esta habitación, este camisón, este aroma le haría sentirse seguro…
Cuando se dormía, soñaba incesantemente en las niñas. En sueños, la aguardaban. La llamaban «Mamá, mamá» y se precipitaban sobre la cama, presionando sus pequeños y contoneantes cuerpos contra ella, y luego, cuando trataba de rodearlas con los brazos, era cuando Jenny se despertaba…
Nunca soñaba con el bebé. Era como si el mismo y total compromiso que había asumido en la conservación del leve flamear de vida en aquel cuerpecito, perteneciese ahora a Tina y a Beth.
Había memorizado la confesión; una y otra vez pasaba ante su mente. «No soy responsable…».
Durante el día, nunca se hallaba muy alejada del teléfono. Para pasar el tiempo, empleaba la mayor parte de las mañanas dedicada a la limpieza de la casa. Quitaba el polvo, enceraba, fregaba, barría, pulía la plata. Pero nunca empleaba la aspiradora por miedo a perderse la primera llamada del teléfono.
La mayor parte de las tardes se presentaba por allí Rooney, una silenciosa y diferente Rooney para la cual la espera había concluido.
—Estaba pensando en que deberíamos comenzar unas colchas para las camas de las niñas —sugirió—. Mientras Erich siga pensando que puede regresar aquí, encontrarte y formar de nuevo una familia contigo y con las niñas, no les hará el menor daño. Pero, mientras tanto, debes tener, por lo menos, atareadas las manos. De otro modo, te volverías loca. Por lo tanto, empecemos con las colchas…
Rooney subió al desván para traer la bolsa con todos los retales de tejido que aún quedaban. Y comenzaron a coser. Jenny pensó en la leyenda de las tres hermanas que tejían, medían y cortaban trozos de tiempo. «Pero somos sólo dos en vez de tres —pensó—. Erich es el tercero. Es él el que puede cortar el hilo de la vida».
Rooney clasificaba los trozos de tejido en unos ordenados montones encima de la mesa de la cocina.
—Vamos a hacerlas muy brillantes y alegres —explicó—, por lo tanto no debes emplear colores oscuros.
Volvió a meter en la bolsa todos aquellos retazos que había desechado.
—Éste era de un mantel viejo que tenía Mrs. Krueger. Y éste es de la madre de John. Caroline y yo solíamos reírnos de que a alguien pudiese gustarle unas cosas con una apariencia tan deprimente. Y esta lona era de una pieza que había comprado para hacer un cobertor para la mesa de las meriendas campestres. Era durante el verano en que Erich tenía cinco años. Y, oh, no sé por qué no tiré el resto de este tejido azul. ¿Te acuerdas que te conté que hice las cortinas para aquella gran habitación trasera? Cuando estaban colocadas te parecía encontrarte metida en una cueva. Toda la habitación se hallaba tan oscura… Pues…
Lo metió en el saco.
—Nunca sabías dónde podías poner por allí las manos…
Comenzaron a coser. A Jenny le parecía que, al acabarse las esperanzas, de Rooney, ésta había perdido intensidad. Todo lo decía en la misma clave mediana.
—Una vez que encontremos a Erich, haremos un auténtico funeral por Arden. Lo más duro ahora para mí es pensar en el pasado, y recordar cómo Erich me alentó a que creyese que Arden aún vivía. Clyde estuvo siempre diciendo que no podía haberse escapado. Debí haberlo sabido. Supongo que lo supe. Pero cada vez que comenzaba a decir que creía que mi Arden se encontraba ya en el cielo, Erich me decía: «No lo creo yo así, Rooney». Fue tan cruel al mantener mis esperanzas de esa forma… De ese modo nunca dejó curarse la herida… Te lo digo de verdad, Jenny, no merece vivir…
—Rooney, por favor, no hables de ese modo.
—Lo siento, Jenny.
El sheriff Gunderson telefoneaba cada noche.
—Hemos comprobado todas las fincas rústicas. Hemos entregado fotos a la Policía de esas zonas, con la condición de que no las hagan públicas y, que si le ven a él o al coche, no le detengan. No se encuentra en ninguno de los lugares que figuran en su declaración del patrimonio para la renta.
Trató de ofrecerle un cauteloso consuelo.
—Dicen que la falta de noticias son buenas noticias, Mrs. Krueger… Ahora mismo las niñas pueden estar jugando en una playa de Florida, tostándose bonitamente al sol…
«Dios quiera que estén allí». Pero Jenny no creía en ello.
Mark telefoneaba cada noche. Hablaban sólo durante un minuto o dos, más o menos.
—Nada, Jen.
—Nada.
—Muy bien. No quiero ocupar la línea. Cuelga, Jenny.
Y colgaba. Jenny trataba de establecer alguna pauta para pasar sus días. Las noches, ya fuesen insomnes o pobladas de torturantes sueños, la mantenían en la cama hasta el amanecer. Hacía días que no había salido de la casa. Un programa de televisión de primeras horas de la mañana representaba un ejercicio de yoga. Fielmente, se sentaba delante del aparato a las seis y media y, mecánicamente, seguía la prescrita rutina del día.
A las siete llegaba el Buenos días, Norteamérica. Se forzó a escuchar las noticias, a oír educadamente las entrevistas. Un día, mientras miraba, proyectaron en la pantalla las fotos de niños desaparecidos. Algunos de ellos llevaban perdidos muchos años. Amy… Roger… Tommy… Linda… José… Uno tras otro… Cada uno de ellos representaba un corazón roto. Algún día añadirían a Elizabeth y Christine…, «llamadas Beth y Tina», a la lista.
—Su padre adoptivo se las llevó consigo el seis de febrero, hace tres años. Si alguien tiene noticias…
Las noches tenían también un ritual. Se sentaba en la sección familiar de la cocina y leía, o trataba de ver la televisión. Por lo general, daba vueltas al mando y dejaba el televisor en donde se había detenido. Sin verlas, soportaba comedias, partidos de hockey, viejas películas. Trataba de leer, pero páginas después se percataba de que no había entendido ni lo más mínimo.
La última noche de febrero resultó particularmente inquieta.
Parecía como si el silencio de la casa resultara en particular discordante. La risa enlatada durante un programa, en el que se representaba a una pareja que se tiraban baratijas el uno al otro, le hizo apagar el televisor. Permaneció sentada mirando ante sí, sin ver nada. Sonó el teléfono. Sin auténticas esperanzas ya, lo descolgó.
—Diga…
—Jenny, soy el pastor Barstrom de los Luteranos de Sión… ¿Cómo se encuentra?
—Muy bien, muchas gracias.
—Confiamos en que Erich le haya hecho llegar nuestro pésame por la pérdida de su bebé. Deseaba visitarla, pero Erich sugirió que pospusiera el verla. ¿Está Erich ahí?
—No. Se encuentra fuera. Pero no estoy segura de cuándo piensa regresar.
—Comprendo… ¿Le recordará que nuestro centro para ciudadanos mayores está casi completado? Como donante de mayor enjundia, deseaba asegurarme de que supiera que el día de la inauguración será el diez de marzo. Es un hombre muy generoso, Jenny.
—Sí. Le diré que ha telefoneado usted. Buenas noches, pastor.
El teléfono sonó a las dos menos cuarto. Estaba tumbada en la cama, con un montón de libros a su lado, confiando en que alguno de ellos la ayudaría a pasar la noche.
—Jenny…
—Sí…
¿Era Erich? Tenía una voz muy diferente, aguda, tensa.
—Jenny, ¿con quién estabas hablando por teléfono? A eso de las ocho. Sonreías mientras hablabas.
¿A eso de las ocho?
Trató de parecer pensativa, intentando no gritar las palabras: ¿Dónde están Beth y Tina?
—Veamos…
Hizo una pausa para retrasar el asunto. ¿El sheriff Gunderson? ¿Mark? No podía mencionar a ninguno de los dos. El pastor Barstrom.
—Erich, ha telefoneado el pastor Barstrom. Deseaba hablar contigo, invitarte a la apertura del centro para ciudadanos de la tercera edad…
Las manos le sudaban, la boca le temblaba, aguardaba su comentario. Que se mantuviese al teléfono. Tal vez de aquella forma pudiesen localizar la llamada.
—¿Estás segura de que se trataba del pastor Barstrom?
—Erich, ¿por qué te iría a decir esto?
Se mordió los labios.
—¿Cómo están las niñas?
—Muy bien…
—Déjame hablar con ellas.
—Están muy cansadas. Ya las he metido en la cama. Esta noche parecías muy agradable, Jenny…
Esta noche parecías muy agradable…
Sintió que comenzaba a temblar.
—Sí. Estuve ahí. Miraba por la ventana. Debías haberte imaginado que me encontraba ahí. Si me amases, te lo habrías imaginado…
En la oscuridad, Jenny miró aquel cuenco de cristal, mágico, verde.
—¿Y por qué no entraste?
—No quería hacerlo. Sólo deseaba asegurarme de que aún continuabas ahí, aguardándome.
—Te estoy aguardando, Erich, y estoy aguardando a las niñas. Si no quieres venir por aquí, déjame ir a mí y estar contigo.
—No… Aún no… ¿Te encuentras ahora en la cama Jenny?
—Sí, claro…
—¿Y qué camisón llevas puesto?
—El que te gusta… Lo llevo muchísimas veces…
—Tal vez debí haberme quedado.
—Tal vez deberías… Hubiera deseado que lo hicieras.
Se produjo una pausa. Como telón de fondo, podía escuchar sonidos de tráfico. «Debe de llamar siempre desde el mismo teléfono. Ha estado afuera de la ventana».
—No le dijiste al pastor Barstrom que estoy loco por ti.
—Claro que no. Ya sabe lo mucho que nos amamos el uno al otro.
—Jenny, he tratado de telefonear a Mark pero su línea estaba ocupada. ¿Estabas hablando con él?
—No, no lo he hecho.
—Realmente estuviste hablando con el pastor Barstrom…
—¿Y por qué no le telefoneas y se lo preguntas?
—No. Te creo, Jenny, seguiré intentando ponerme en contacto con Mark. Ahora recuerdo que tiene un libro mío… Quiero que me lo devuelva. Corresponde al tercer estante de la biblioteca, el cuarto desde el extremo derecho.
La voz de Erich empezó a cambiar, se hizo más gimoteante, más apenada. Había algo raro en aquello.
Ya lo había escuchado otra vez. Aquellos gritos agudos que casi la habían destruido con sus acusaciones.
—¿Es Mark tu amante? ¿Le gusta nadar? Puta. Sal de la cama de Caroline. Sal de ahí ahora mismo…
Luego se produjo un clic.
A continuación el silencio.
Luego apareció el tono de marcar, un claro e impersonal zumbido que pareció irradiar desde el auricular hasta su propia mano…