Al amanecer comenzó a buscar la cabaña. A las cuatro de la madrugada conectó la radio para escuchar el informe del tiempo. La temperatura estaba bajando terriblemente. Era ahora de once grados centígrados bajo cero. Soplaba un fuerte viento helado procedente del Canadá. Se pronosticaba una importante tempestad de nieve. Llegaría a la zona de Granite Place al día siguiente por la tarde.
Se preparó un termo de café para llevárselo, se puso un suéter más debajo de su traje de esquiar. Tenía tan doloridos los pechos… Al pensar tanto en el bebé durante la noche, habían comenzado a darle punzadas. No podía permitirse ahora pensar en Tina y Beth. Sólo podía rezar unas entumecidas y suplicantes palabras. «Cuida de ellas por favor… No dejes que les ocurra nada…».
Sabía que la cabaña debía encontrarse a unos veinte minutos de camino desde la linde de los bosques. Comenzó por el lugar en el que Erich siempre había desaparecido entre los árboles, y anduvo de un lugar a otro desde aquel sitio. No importaba lo que aquello durase.
A las once volvió a casa, se calentó una sopa y se cambió los calcetines y mitones, se anudó otro pañuelo en torno del rostro y salió de nuevo.
A las cinco, precisamente cuando las sombras iban a alcanzar la total oscuridad, esquió sobre un montículo y llegó junto a la pequeña cabaña con lecho de cortezas, aquélla que había sido el hogar del primer Krueger al llegar a Minnesota…
Tenía aspecto de cerrada, de algo sin usar. Pero ¿qué había esperado? Que saliese humo por la chimenea, que las luces estuviesen encendidas, que… Sí. Había albergado la esperanza de que Beth y Tina estuviesen aquí con Erich…
Se quitó los esquíes de una patada y con el martillo rompió el cristal de una ventana, luego se introdujo en la cabaña por el bajo alféizar. Estaba espantosamente helada, con el profundo frío de los lugares sin calentar y a los que no les da el sol. Parpadeando y ajustando su visión a la penumbra, Jenny anduvo hacia las otras ventanas, corriendo las persianas y mirando a su alrededor.
Vio una estancia de unos siete metros de largo, una estufa «Franklin», una desgastada alfombrilla oriental, un sofá… Y pinturas…
Parecía que cada centímetro cuadrado de las paredes estuviese cubierto con el arte de Erich. Incluso aquella escasa luz no podía ocultar el exquisito poder y belleza de su obra. Y como siempre, la conciencia de su genio la calmó. Los temores que había albergado durante la noche, de repente parecieron ridículos.
La tranquilidad de los temas que había elegido: el henil en una tormenta de invierno, la liebre, con la cabeza alta y preparada para huir a los bosques, el ternero que buscaba a su madre… ¿Cómo una persona que pintaba así, con tanta sensibilidad, con tanta autoridad, podía ser tan hostil, tan suspicaz…?
Estaba de pie delante de un archivador lleno de lienzos. Algo en el que estaba encima captó su visión. Sin comprender, comenzó a hurgar con rapidez entre los lienzos archivados. La firma en la esquina de la derecha. No estaba en letras mayúsculas y garrapateado como la de Erich, sino delicadamente escrita con finas pinceladas, una firma más acorde con los apacibles temas de los cuadros: Caroline Bonardi. Y en cada uno de los lienzos.
Comenzó a examinar los cuadros de la pared. Los enmarcados llevaban la firma de Erich Krueger. Los que carecían de marco, Caroline Bonardi.
Pero Erich había dicho que Caroline poseía muy escaso talento…
Sus ojos oscilaron de una a otra, de una pintura enmarcada con la firma de Erich, a otra sin enmarcar y firmado por Caroline. El mismo empleo de una luz difusa, el mismo pino como telón de fondo, la misma mezcla de colores. Erich estaba copiando la obra de Caroline.
No.
Los lienzos enmarcados. Aquéllos eran los que él había pintado para la próxima exposición. Eran los que había firmado. Pero no eran de él. El mismo artista era el autor de todos los cuadros. Erich estaba falsificando el nombre artístico de Caroline. Por ello había quedado tan agitado cuando ella le indicó que el olmo, en uno de sus supuestos nuevos cuadros, había sido cortado hacía varios meses.
Un esbozo al carboncillo pasó ante sus ojos. Se denominaba Autorretrato. Era una miniatura del Recuerdo de Caroline, probablemente el bosquejo preliminar que Caroline había hecho antes de comenzar a pintar la que sería su obra maestra.
Oh, Dios mío… Todo. Cada emoción que había atribuido a Erich a través de su obra, no era más que una mentira. Entonces, ¿por qué permanecía tanto tiempo aquí? ¿Qué es lo que hacía en este lugar? Vio la escalera y se precipitó por ella. El desván descendía con el techo y tuvo que inclinarse hacia delante en el último escalón, antes de entrar por aquella estancia.
Cuando se enderezó, un resplandor coloreado de pesadilla desde la pared posterior asaltó su visión. Conmocionada, se quedó mirando su propia imagen. ¿Un espejo?
No. El rostro pintado no se movió mientras Jenny se aproximaba a él. La luz del atardecer que entraba por la rendija de la ventana jugueteó sobre el lienzo, lanzando sombras sobre él, al igual que un dedo fantasmal que señalase algo.
Una mezcla de escenas: escenas violentas, pintadas en colores violentos. La figura central, ella misma, con la boca retorcida de dolor, mirando hacia unos cuerpos parecidos a muñecos. Beth y Tina derribadas juntas en el suelo, con sus peleles azules enmarañados, con los ojos saltándoseles de las órbitas, con las lenguas fuera, con sus cinturones de pana arrollados a las gargantas. Lejos, en la pared de detrás de su imagen, una ventana con una cortina de color azul oscuro. Avizorando a través de la abertura de la cortina, aparecía el rostro de Erich, triunfante, sádico. Y a través de todo el lienzo, en sombras verdes y negras, una figura deslizante, a medias mujer y a medias serpiente, una mujer con el rostro de Caroline, con la esclavina a su alrededor como la escamosa piel de una serpiente. La figura de Caroline se inclinaba sobre una surrealista cuna de mimbre, una cuna suspendida de un agujero del cielo, mientras las manos de la mujer, grotescas, de enorme tamaño, como si fuesen las aletas de una ballena, cubrían el rostro del bebé, con las manos del niñito apoyadas encima de su cabeza, con dedos cual estrellas, extendidos sobre la almohada.
La figura de Caroline con su abrigo castaño, reflejado en el parabrisas de un coche, con otro rostro a su lado. La cara de Kevin, exagerada, mirando, grotescamente, asustada, con su amoratada sien abombada en el parabrisas. La figura de Caroline, con su capa puesta, que sujetaba los cascos de un caballo encabritado, guiándolos para que descendieran sobre aquella figura con cabello de arena del suelo. Joe. Joe escabullándose de las pezuñas.
Jenny oyó el ruido de su garganta, un penetrante quejido, los gritos de protesta. No era Caroline la que era a medias mujer y a medias serpiente. Era el rostro de Erich que avizoraba a través del enmarañado cabello oscuro, los ojos de Erich que contemplaban salvajemente a Jenny en el lienzo.
No. No. No. Aquellas retorcidas, torturadas revelaciones, este arte… una encarnación diabólicamente brillante, al lado de la cual la elegancia al pastel del talento de Caroline se extinguía hasta la insignificancia.
Erich no había pintado los lienzos que se atribuía como propios. Pero éstos que sí había pintado, eran fruto del genio de una mente retorcida. Eran espeluznantes, terribles en su poder, maléficos… y de un loco…
Jenny se quedó mirando su propia imagen, a las caras de sus niñas, a sus ojos implorantes, mientras el cinturón se apretaba cada vez más en sus blancos y pequeños cuellos.
Por fin, se forzó a arrancar el lienzo del muro, con sus indóciles ojos agarrados a él, como si se hubiesen cerrado en torno de los fuegos del infierno.
De alguna forma consiguió ponerse los esquíes y comenzó el regreso a través de los bosques. Empezaba a caer la noche y la oscuridad se extendía por doquier. El lienzo, que captaba el viento como una vela, la azotaba en su propia y vaga ruta y la hacía rozar contra los árboles. El viento se burlaba de los constantes gritos en demanda de auxilio que escuchaba chirriar en su garganta. «Ayudadme. Ayudadme. Ayudadme».
Perdió la senda, dio vueltas en la oscuridad, vio de nuevo los perfiles de la cabaña. No. No.
Se congelaría allí, se helaría hasta morir en aquel lugar, antes de que pudiese encontrar a alguien que detuviese a Erich, si no era ya demasiado tarde. Había perdido la noción del tiempo, no sabía durante cuánto rato había estado cayéndose, tropezando y levantándose de nuevo, una y otra vez; cuánto tiempo llevaba apretando contra ella aquel maldito lienzo, durante cuánto tiempo habría vociferado. Sólo sabía que su voz se estaba quebrando en ahogados sollozos cuando, de alguna forma, vio un destello a través de un grupo de árboles, y se percató de que se encontraba en la linde de los bosques.
El destello que había percibido era el reflejo de la luna sobre la piedra de granito de la tumba de Caroline.
Con un último y terrible esfuerzo, esquió por los campos abiertos. La casa se encontraba totalmente, a oscuras, sólo la débil luz de la luna en cuarto creciente revelaba su silueta. Pero las ventanas de la oficina tenían luz. Se encaminó hacia allí, con el lienzo restallando más violentamente, ahora que no había árboles que la protegiesen del fuerte viento.
Ya no podía gritar; no se percibía ningún sonido, excepto los gemidos guturales que oía en su garganta; sus labios aún formaban las palabras: «¡Ayudadme! ¡Ayudadme!».
En la puerta de la oficina trató de hacer girar el picaporte con sus manos heladas, intentó desprenderse de los esquíes, pero no pudo conseguir que se soltaran los tirantes. Finalmente, golpeó, en la puerta con sus palos de esquí hasta que se abrió y se desmoronó en brazos de Mark.
—¡Jenny!
Su voz se quebró.
—¡Jenny!
—Agárrese, Mrs. Krueger.
Alguien le estaba quitando los esquíes de los pies. Conocía aquel fornido cuerpo, aquel recio y terminante perfil. Se trataba del sheriff Gunderson.
Mark trataba de soltarle los dedos del lienzo.
—Jenny, déjame ver esto…
Y luego su asombrada voz:
—Dios mío, Dios mío…
La propia voz de Jenny fue un gruñido de bruja:
—Erich… Erich lo ha pintado. Mató a mi bebé. Se vistió como Caroline. Beth, Tina… Quizá las haya matado también.
—¿Que Erich ha pintado esto?
La voz del sheriff reflejaba incredulidad.
Jenny se dio la vuelta hacia él.
—¿Ha encontrado a mis niñas? ¿Por qué está usted aquí? ¿Están mis hijas muertas?
—Jenny…
Mark la sujetó con fuerza, deteniendo con su mano el flujo de palabras de su boca.
—Jenny, yo llamé al sheriff porque no pude dar contigo. Jenny, ¿dónde has encontrado esto?
—En la cabaña… Y muchas pinturas… Pero no de Erich… Las pintó Caroline.
—Mrs. Krueger…
Sobre él podía descargar su dolor. Se burló de su gruesa voz.
—¿Tiene algo que decirme, Mrs. Krueger? ¿Algo que de repente haya recordado?
Jenny comenzó a sollozar.
—Jenny —imploró Mark—, no es culpa del sheriff. Debí haberme dado cuenta… Papá había comenzado a sospechar…
El sheriff estaba estudiando el lienzo, con un rostro de improviso deshinchado, con la piel colgándole de sus lacias arrugas. Sus ojos estaban fijos en el ángulo superior derecho de la pintura, en la cunita suspendida de un agujero en el cielo y en la grotesca figura, parecida a Caroline, que se inclinaba sobre ella.
—Mrs. Krueger, Erich fue a verme. Dijo que comprendía que corrían habladurías acerca de la muerte del bebé. Me urgió a que solicitara una autopsia.
Se abrió la puerta.
«Erich —pensó Jenny—. Oh, Dios mío, Erich…».
Pero se trataba de Clyde que se precipitó en el interior con expresión asustada y desaprobadora.
—¿Qué diablos está ocurriendo aquí?
Se quedó mirando el lienzo. Jenny observó su curtido rostro, que se había vuelto de color de la cabritilla blanca.
—Clyde, ¿quién está ahí? —llamó Rooney.
Sus pisadas se aproximaron, crujiendo sobre la nieve helada.
—Esconda esa cosa —suplicó Clyde—. No dejen que la vea. Aquí…
Y la metió en el armario de los suministros.
Rooney apareció en el umbral de la oficina, con el rostro un poco más lleno y ojos grandes y calmados. Jenny sintió que aquellos delgados brazos la rodeaban.
—Jenny, cuánto te he echado de menos…
A través de sus rígidos labios, Jenny consiguió responder:
—Yo también te he echado mucho de menos…
Había comenzado por acusar a Rooney de todo cuanto había sucedido. Había descartado cuanto Rooney le había contado, como si perteneciese a la imaginación de una mente enferma…
—Jenny, ¿dónde están las niñas? ¿Puedo saludarlas…?
La pregunta fue como una bofetada en pleno rostro.
—Erich está fuera con las niñas.
Sabía que su voz era temblorosa, poco natural.
—Vamos, Rooney. Ya las verás mañana. Sería mejor que te fueses a casa. El doctor te previno que te metieses en seguida en cama —la apremió Clyde.
La tomó del brazo y la empujó hacia delante, mirando por encima del hombro.
—En seguida vuelvo.
Mientras aguardaban, Jenny consiguió relatarles su búsqueda por la cabaña.
—Fuiste tú, Mark… Anoche… Yo te dije que las niñas estarían bien con Erich y tú no respondiste nada… Más tarde en la cama… supe… que estabas preocupado por ellas… Y comencé a pensar… Si no era Rooney, ni Elsa, si tampoco era yo. Y mi mente me siguió diciendo: «Mark teme por la niñas». Entonces pensé en Erich. Debía de ser Erich. Aquella primera noche… Me hizo poner el camisón de Caroline. Deseaba que yo fuese Caroline. Incluso se fue a dormir a su antigua cama. Y el jabón de pino que colocó en las almohadas. Supe que lo había hecho él. Y Kevin… Debió de escribir, o telefonear, para explicar que se presentaría en Minnesota… Erich siempre estaba jugando conmigo. Erich debía de saber que me había visto con Kevin. Habló acerca de los kilómetros de más en el cuentakilómetros del coche. Debió de haber oído las habladurías de la mujer en la iglesia…
—Jenny…
—No, déjame contártelo… Me hizo volver a aquel restaurante. Cuando Kevin amenazó con detener la adopción, le dijo a mi ex marido que viniese. Esa es la razón de que la llamada figurase en nuestro teléfono. Erich y yo tenemos la misma talla cuando yo llevo tacones. Con mi abrigo y una peluca negra… pudo parecerse a mí lo suficiente hasta entrar en el coche. Debió golpear a Kevin. Y Joe. Estaba celoso de Joe. Podía haber llegado antes a casa aquel día; sabía lo del veneno para ratas. Y mi bebé… Odiaba a mi bebé… Tal vez a causa de su pelo rojo. Exactamente desde el principio, cuando le dio el nombre de Kevin, debía ya de estar planeando matarle.
¿Procedían aquellos roncos y secos sollozos de ella? No podía dejar de hablar. Tenía que soltarlo todo…
—Algunas veces, creí sentir a alguien que se inclinaba sobre mí. Había abierto el panel corredizo. Debía de llevar peluca. La noche en que fui a tener el bebé. Le desperté. Toqué los párpados de Erich. Fue aquello lo que me asustó. Era lo mismo que sentía cuando alargaba las manos en la oscuridad… Aquel suave párpado y las gruesas pestañas…
Mark la estaba acunando en sus brazos.
—Era mi hijo… Era mi hijo…
—Mrs. Krueger, ¿podría encontrar el camino de regreso a la cabaña?
El tono del sheriff Gunderson era apremiante.
Una oportunidad de hacer algo…
—Sí, si comenzamos desde el cementerio…
—Jenny, no puedes —protestó Mark—. Seguiremos tus huellas.
Pero no podía permitirles ir sin ella. De alguna forma les condujo, a Mark, al Sheriff y a Clyde. Encendieron las lámparas de petróleo, que bañaron a la cabaña en un suave resplandor Victoriano, que sólo acentuó el mordiente frío. Se quedaron mirando la delicada firma: Caroline Bonardi.
Luego comenzaron a buscar en los armarios. Pero no había documentos personales; las alacenas estaban vacías, excepción hecha de platos y cubertería.
—¡Debe de guardar en alguna parte sus materiales de pintura! —estalló Mark.
—Pero si el desván está vacío… —replicó desesperanzada Jenny—. No hay nada allí, excepto los lienzos, y el lugar es tan pequeño…
—No puede ser pequeño —objetó Clyde—. Es del tamaño de la casa. Debe de haber una partición.
Había una zona de almacenamiento que ocupaba la mitad del tamaño de aquella estancia para cuarto trastero, accesible por una puerta en el rincón del lado oeste, una puerta que Jenny no había advertido en la habitación en penumbra. Esa zona tenía una serie de archivadores para lienzos; docenas y docenas de pinturas de Caroline aparecían por allí; un caballete, un armario con artículos de pintura; dos maletas. Jenny se percató de que hacían juego con el neceser que había encontrado en el desván de la casona. Una larga capa verde y una peluca oscura aparecían dobladas en una de las maletas.
—La esclavina de Caroline —dijo Mark en voz baja.
Jenny comenzó a hurgar entre los armarios. Pero sólo contenían suministros de pintura: carboncillos, trementina, pinceles y lienzos en blanco. Nada, nada que pudiera indicar adonde se había ido Erich.
Clyde comenzó a buscar dentro de un cajón con lienzos que estaba cerca de la puerta.
—Mire…
Su grito estaba empañado de horror. Había sacado un lienzo. Tenía los lóbregos tonos verdes del agua estancada. Un collage surrealista de Erich cuando niño y de Caroline. Las escenas se sucedían, se superponían unas a otras. Erich con un palo de hockey en la mano. Caroline inclinada sobre un ternero; Erich la empujaba; el cuerpo de ella caía en una tina, no, en el depósito general; sus ojos que miraban hacia su hijo. El extremo del palo de hockey empujando hacia el depósito la lámpara del techo. El rostro infantil de Erich con apariencia demoníaca, riendo ante la agonizante figura que estaba en el agua.
—Mató a Caroline —gimió Clyde—. Cuando tenía sólo diez años, mató a su propia madre.
—¿Qué dice?
Todos se dieron la vuelta. Rooney se encontraba en el umbral del desván, una Rooney con unos ojos muy grandes y ya no sosegados.
—¿Cree que no puedo yo también decir algo al respecto? —preguntó.
Estaba mirando uno de los lienzos que sostenía Clyde, pero más allá de las pinturas ahora reveladas en el cofre. Incluso con las distorsiones, Jenny reconoció el rostro de Arden. Arden avizorando por la ventana de la cabaña. Una figura con una capa y cabello oscuro y el rostro de Erich detrás de ella. Unas manos alrededor del cuello de Arden, con unos dedos no pegados a las manos. Arden que yacía en una tumba encima de un ataúd, mientras la tierra era arrojada con una pala sobre su brillante falda azul, con el nombre de la lápida detrás de su cabeza: Caroline Bonardi Krueger. Y en el rincón aquella zigzagueante firma: Erich Krueger.
—Erich mató a mi niñita —gimió Rooney.
De algún modo consiguieron regresar hacia la casa. La mano de Mark sujetaba a Jenny con fuerza; un silencioso Mark, que no intentaba ofrecer unas inútiles palabras de consuelo.
*****
Ya en la oficina del sheriff, Gunderson descolgó el teléfono.
—Existe la posibilidad de que todos creamos que lo que él ha hecho es la fantasía de una mente enferma. Pero hay una forma de asegurarnos de todo ello, y no podemos desperdiciar un minuto en averiguarlo.
El cementerio fue de nuevo violado. Unos focos bañaron las lápidas con una luz sobrenaturalmente brillante. Las taladradoras se hundieron en el helado suelo de la tumba de Caroline. Rooney lo observaba todo, ahora con una sorprendente calma.
Al mirar hacia allí, vieron trozos de una lana azul mezclados con la tierra.
Una voz de hombre habló desde la tumba.
—Arden está aquí. Dios mío, aparten a su madre…
Clyde abrazó a Rooney, obligándola a retirarse.
—Por lo menos, lo sabemos —explicó.
*****
Ya de vuelta en la casa, comenzó a filtrarse en ella la luz del día. Mark hizo café. ¿Cuándo había Mark comenzado a sospechar que las niñas se encontraban en peligro al lado de Erich? Jenny se lo preguntó así.
—Jenny, después de que te dejase anoche en tu casa, llamé a papá. Sabía lo trastornado que había quedado acerca de lo que Tina había dicho, de cómo la dama del cuadro había cubierto al bebé. Me admitió que había sabido que, de niño, Erich era un psicópata. Caroline le había confiado la obsesión que tenía Erich hacia ella. Le había descubierto observándola mientras dormía, guardando el camisón de ella debajo de la almohada, envolviéndose con su esclavina. Lo llevó a un médico, pero John Krueger se negó en redondo a permitirle que le sometiese a un tratamiento. John afirmó que ningún Krueger padecía problemas emocionales; que era únicamente Caroline quien le había echado a perder; que en el hecho de pasarse tanto tiempo con él radicaba el auténtico problema. Caroline se encontraba entonces al borde de una depresión nerviosa. Hizo la única cosa que le fue posible. Renunció a la custodia, en el bien entendido de que John enviaría a Erich a un internado. Caroline confiaba en que una atmósfera diferente le ayudaría. Pero después de que ella murió, John rompió su promesa. Erich no recibió jamás ningún tipo de ayuda. Cuando papá se enteró de lo que Tina decía acerca de la dama del cuadro, cuando oyó que Rooney contaba haber visto a Caroline, comenzó a sospechar lo que había sucedido. Creo que el comprobarlo fue lo que produjo su ataque al corazón. Deseé que hubiese confiado en mí… Naturalmente, carecía de todo tipo de pruebas. Pero ésa fue la razón de que me dijese que apremiase a Erich para que te permitiese, a ti y a las niñas, ir a visitarle.
—Mrs. Krueger…
La voz del sheriff Gunderson reflejó vacilación. ¿Temía que aún siguiese echándole la culpa de todo?
—El doctor Philstrom, del hospital, se encuentra aquí… Le hemos pedido que echase un vistazo a lo que se encuentra en la cabaña. Desea hablar con usted.
—Jenny, ¿me puedes contar, exactamente, lo que Erich te dijo la última vez que te telefoneó? —le preguntó el doctor Philstrorn.
—Estaba enfadado porque intenté explicarle que tal vez estuviese equivocado respecto de mí.
—¿Mencionó a las niñas?
—Dijo que estaban bien.
—¿Cuánto tiempo hace desde que las permitió hablar contigo?
—Nueve días.
—Comprendo… Jenny, seré honesto contigo. Esto no puede ser bueno, pero, al parecer, Erich debió de pintar este último lienzo antes de desaparecer con las chiquillas. Y se ven en él un montón de detalles. Aunque haya estado en la cabaña —y sabemos que estuvo—, se encuentran allí unas tijeras con trozos de piel pegados a ellas. Es muy probable que pintara ese cuadro antes de marcharse con las niñas.
Una ráfaga de esperanza.
—¿Quieres decir que pueden no estar muertas?
—No quiero alentarte injustificadamente. Pero piensa en ello. Erich aún sigue fantaseando con vivir contigo, en tenerte bajo su total poder una vez posea la confesión firmada. Sabe que sin las niñas no puede retenerte. Así, hasta que se dé cuenta de que una unión contigo carece de esperanzas, existe aún una posibilidad, sólo una posibilidad…
Jenny se puso en pie. «Tina, Beth. Si estuvieseis muertas, lo sabría. De la misma forma que supe que Nana no pasaría de aquella última noche. De la forma en que supe que algo le iba a suceder al bebé».
Pero Rooney no lo había sabido. Rooney llevaba diez años aguardando a que Arden regresase a casa. Y, durante todo ese tiempo, el cadáver de Arden había estado enterrado en un lugar que podía verse desde las ventanas de Rooney…
Cuan a menudo había visto a Rooney de pie sobre la tumba de Caroline… ¿Era que algo la compelía a dirigirse allí? ¿Algo profundamente inmerso en su subconsciente le había dicho que también estaba visitando la tumba de Arden?
Preguntó al doctor Philstrom acerca de esto, se lo preguntó muy seria, escuchando su propia voz que parecía la de una chiquilla.
—¿Es esto posible, doctor?
—No lo sé, Jenny. Creo que Rooney, instintivamente, sospechaba que Arden no se habría marchado de forma deliberada. Conocía bien a su hija.
—Quiero a mis niñas —dijo Jenny—. Y las quiero ahora… ¿Cómo debe odiarme Erich para querer hacerles daño?
—Estás hablando de un hombre por completo irracional —replicó el doctor Philstrom—. Un hombre que te deseaba porque tenías un desconcertante parecido con su madre, pero que ya te odiaba por reemplazarla; que no podía confiar en tu amor hacia él, porque se percibía a sí mismo como alguien a quien no se podía amar y que vivía con un pavor mortal a perderte.
—Vamos a pasar los correspondientes avisos, Mrs. Krueger —le dijo el sheriff—. Ya hemos repartido sus retratos por todas las aldeas de Minnesota y en todos los Estados fronterizos. Conseguiremos la cobertura de la Televisión. Alguien debe de haberles visto. Clyde está buscando en todos los archivos de las propiedades de Erich. Registraremos todos los lugares que posea. No lo olvide. Sabemos que estuvo allí, por lo menos, una vez, y eso fue sólo cinco horas después de telefonearle a usted. Nos concentraremos en un radio de viaje en coche de cinco horas a partir de este lugar.
El timbrazo del teléfono les hizo pegar a todos un salto. El sheriff Gunderson alargó la mano para descolgarlo. Pero un instinto le hizo a Jenny apartar la mano del sheriff.
—Diga…
Su voz fue tan insegura… ¿Sería Erich? «Oh, Dios mío, ¿puede ser Erich?».
—Hola, mamá…
Era Beth…