Jenny volvió a casa el último día de enero. Beth y Tina parecían unas extrañas, curiosamente silenciosas, curiosamente petulantes.
—Siempre permaneces fuera, mamá…
Pasaba más tiempo con ellas, por las noches y los fines de semana en Nueva York, que aquí durante el año anterior.
¿Cuánto sospechaba Erich de la llamada de Fran? Jenny se había mostrado evasiva:
—Me di cuenta, de repente, de que hacía siglos que no hablaba con Fran por lo que descolgué el teléfono… ¿No resulta maravilloso que me telefoneara a su vez?
Había llamado a Fran después de que Erich se fuera aquella noche del hospital. Fran se mostró exultante.
—Tengo una amiga que dirige una Escuela de Enfermeras cerca de Red Bank, Nueva Jersey. Es maravillosa y sabe mucho de jardines de infancia. Le dije que tú podías enseñar música y arte, y tiene un empleo si lo deseas. Ya te está buscando un apartamento…
Jenny esperó el momento oportuno.
Erich estaba preparando la exposición en Houston. Comenzó a traerse cuadros de la cabaña.
—A éste le llamaré La proveedora —explicó, mientras alzaba un óleo sobre un lienzo en tonos azules y verdes.
En lo alto de las ramas de un olmo se veía un nido. Una pajarita volaba hacia el árbol, con un gusano en el pico. Las hojas protegían el nido, por lo que era imposible ver a los pajarillos. Pero, en cierto modo, el espectador sentía su presencia.
—La idea para este cuadro se me ocurrió aquella primera noche en la Segunda Avenida, cuando llegué a tu lado mientras llevabas a las niñas —le explicó Erich—. Tenías una expresión muy decidida en el rostro, y se podía decir que te mostrabas ansiosa de llevarte a las niñas a casa y darles de comer.
Su tono era afectuoso. La rodeó con los brazos.
—¿Te gusta?
—Es maravilloso.
La única ocasión en que no se ponía nerviosa con Erich era cuando estudiaba su obra. Éste era el hombre del que se había enamorado, el artista cuyo maravilloso talento podía captar en un instante la sencillez de la vida diaria, y las complicadas emociones que llevaba aparejada aquella simplicidad.
Los árboles como telón de fondo. Reconoció la línea de pinos noruegos que crecían cerca del cementerio.
—Erich, ¿acabas de terminar esta pintura?
—Sí, cariño.
Jenny señaló algo.
—Pero este árbol ya no está. Hiciste cortar la mayor parte de los olmos que estaban cerca del cementerio, a causa del olmo holandés que enfermó la primavera pasada.
—Comencé a pintar empleando ese árbol de fondo, pero no podía hacerle expresar lo que quería decir. Luego, un día vi a un pájaro que volaba con comida para sus crías y me acordé de ti. Tú inspiras todo lo que hago, Jenny.
Al principio, una declaración como aquélla hubiera fundido su corazón. Pero ahora sólo le causaba miedo. Invariablemente era seguida de una observación que la reduciría a unos nerviosos temblores durante el resto del día.
La observación no tardó en presentarse. Erich cubrió la pintura.
—Voy a enviar treinta lienzos. Los transportistas los recogerán mañana por la mañana. ¿Estarás aquí para asegurarte de que se los llevan todos?
—Naturalmente que estaré aquí. ¿Dónde más podría estar?
—No te pongas de uñas, Jenny. Pensé que Mark trataría de verte antes de irse.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Luke tuvo un ataque cardíaco cuando regresó a Florida. Pero eso no le da derecho a tratar de romper nuestro matrimonio.
—Erich, ¿de qué estás hablando?
—Luke me llamó el pasado jueves. Ha salido del hospital. Me sugirió que tú y las niñas le visitaseis en Florida. Mark se va hoy para pasar una semana con él. Luke ha tenido la osadía de pensar que yo te dejaría viajar a Florida con Mark…
—Qué amable de su parte…
Jenny sabía que el ofrecimiento había sido rechazado.
—No fue amabilidad para él. Luke sólo deseaba que fueses allá para apartarte de mí. Y así se lo dije.
—¡Erich!
—No te sorprendas, Jenny. ¿Por qué crees que Mark y Emily han dejado de verse?
—¿Que han dejado de verse?
—Jenny, ¿por qué estarás siempre tan ciega? Mark le dijo a Emily que se había percatado de que no estaba interesado en casarse, y que no resultaba justo hacerla perder su tiempo…
—No sabía eso.
—Un hombre no hace una cosa así, a menos que tenga alguna otra mujer en la cabeza.
—No necesariamente…
—Mark está loco por ti, Jenny. Si no hubiera sido por él, el sheriff hubiese ordenado una investigación acerca de la muerte del bebé. ¿Tampoco sabes eso?
—No, no lo sé.
Toda aquella calma difícilmente conseguida en el hospital la estaba abandonando. Tenía la boca seca y las manos sudorosas. Sentía cómo temblaba.
—Erich, ¿qué estás diciendo?
—Digo que había un hematoma cerca de la ventanilla derecha de la nariz del niño. El forense afirmó que, probablemente, fue anterior a la muerte. Mark insistió en que se había mostrado muy brusco cuando intentó volver a la vida al bebé.
El recuerdo de Mark sosteniendo a aquella pequeña forma destelló a través de su mente.
Erich se encontraba ahora de pie a su lado, con los labios contra su oído.
—Mark lo sabe. Tú lo sabes. Yo lo sé. El bebé tenía hematomas, Jenny.
—¿Qué me estás diciendo?
—Nada, cariño. Sólo te estaba previniendo. Ambos sabemos cuan delicada era la piel del bebé. La última noche, la forma en que agitaba los puños. Probablemente, se lastimó él mismo. Pero Mark mintió. Es igual que su padre. Todo el mundo sabe lo que sentía por Caroline. Incluso ahora, cuando viene aquí se sienta en el sillón de orejas para poder mirar el cuadro de Caroline. Iba a llevar a Caroline al aeropuerto aquel último día. Todo lo que Caroline tenía que hacer era chascar los dedos y él aparecía en seguida. Y ahora Mark cree que puede hacer lo mismo. Pero no es así. He llamado a Lars Ivanson, el veterinario de Hennepin Grove. Empezará a cuidarse de los animales. Mark Garrett no pondrá nunca más los pies en esta granja.
—Erich, no puedes decir en serio todo eso.
—Oh, claro que puedo. Sé que no te lo propusiste, pero le alentaste, Jenny. Lo he visto. ¿Cuántas veces se presentó por el hospital?
—Acudió dos veces. Una, para decirme que el bebé estaba de nuevo en su tumba. Y otra vez para traerme unas frutas que Luke había encargado en Florida para mí. Erich, ¿no lo comprendes? Lees demasiado en las situaciones más simples y más inocentes. ¿Y adónde conduce todo esto?
No aguardó respuesta. Salió del cuarto y abrió la puerta que daba al porche occidental. El último sol se estaba deslizando detrás de los bosques. El viento vespertino hacía columpiar ya la mecedora de Caroline. No era de extrañar que Caroline se sentase allí. También ella se veía obligada a salir de la casa.
Aquella noche Erich se metió en la cama poco después que ella. Jenny se puso rígida, no queriendo aproximarse a él. Pero Erich, simplemente, se dio la vuelta para su lado y se puso a dormir. Jenny sintió con alivio que el cuerpo de su marido se quedaba lacio.
No vería más a Mark. Para cuando regresase de Florida, ella estaría en Nueva Jersey. ¿Tenía razón Erich? ¿Había estado enviando alguna clase de señales a Mark? ¿O era, simplemente, que él y Emily habían decidido que no estaban hechos el uno para el otro, y Erich, siempre suspicaz, había intuido más cosas en todo eso?
«Por una vez —pensó—, Erich puede tener razón».
*****
A la mañana siguiente, Jenny preparó una lista de las cosas que necesitaba para el viaje. Esperaba que Erich discutiese acerca de su petición de un coche, pero, inesperadamente, se mostró indiferente.
—Pero deja a las niñas con Elsa —le ordenó.
Una vez su marido se fue a la cabaña, Jenny hizo un círculo a una joyería en la sección de páginas amarillas, en donde figuraba el anuncio de: Pagamos el precio más alto por su oro. Se encontraba en unas galerías comerciales a dos ciudades de distancia. Les telefoneó y les describió el collar de Nana. Sí, estaban interesados en comprarlo. Inmediatamente telefoneó a Fran. Fran no se hallaba en casa pero había dejado el contestador automático. Dejó un mensaje, «Llegaremos a Nueva York el siete o el ocho. No telefonees aquí».
Mientras las niñas dormían la siesta, se apresuró a visitar la joyería.
Le ofrecieron ochocientos dólares por el collar. No era suficiente, pero no tenía elección.
Compró maquillaje, ropa interior y medias con la tarjeta de crédito que Erich le había dado. Y quiso hacer el alarde de enseñárselo.
El primer aniversario de bodas caía el tres de febrero.
—¿Por qué no lo celebramos en Houston, cariño? —le preguntó Erich—. Te daré allí tu regalo.
—Eso estaría muy bien.
Jenny no era lo suficiente buena actriz como para seguir la farsa de la celebración del aniversario matrimonial. Pero, oh, Dios mío, que pase pronto… La previsión de todo aquello le hizo brillar los ojos de una forma que hacía meses que no le ocurría. Tina y Beth respondieron a ello. Se habían vuelto muy tranquilas. Y ahora se animaron al hablar con ella.
—¿Te acuerdas cuando estábamos en el avión e hicimos aquel maravilloso viaje? Ahora iremos de nuevo en avión a una gran ciudad.
En aquel momento entró Erich.
—¿De qué estás hablando?
—Les cuento lo del viaje a Houston, lo divertido que será.
—Estabas sonriendo, Jenny. ¿Sabes el tiempo que hacía que no parecías tan feliz?
—Muchísimo…
—Tina, Beth, venid con papá a los almacenes. Os compraré unos helados…
Beth colocó la mano en el brazo de Jenny.
—Quiero quedarme con mamá.
—Y yo también —añadió Tina de forma decidida.
—Pues en ese caso no quiero ir —dijo Erich.
Pareció poco deseoso de dejarla sola con las niñas.
La noche del día cinco, Jenny hizo las maletas. Sólo se llevó lo que parecía razonable para tres días.
—¿Qué abrigo debo llevarme, el de pieles o el chaquetón? —le preguntó a Erich—. ¿Qué tiempo hace en Houston?
—Me parece que será mejor el chaquetón. ¿Por qué estás tan nerviosa, Jenny?
—No estoy nerviosa. Sólo es que había perdido ya la costumbre de viajar. ¿Necesitaré un vestido largo?
—Tal vez uno. Aquella falda de tafetán y la blusa irían bien. Y llévate el collar.
¿Había un retintín en su voz, estaba jugueteando con ella? Trató de hablar de forma natural:
—Es una buena idea.
Era un viaje en avión de dos horas desde Minneapolis.
—Le he pedido a Joe que nos lleve en coche hasta el aeropuerto —dijo Erich.
—¡Joe!
—Sí, ya puede comenzar a trabajar de nuevo. Le contrataré otra vez.
—Pero, Erich, después de todo lo que pasó…
—Jenny, ya hemos dejado todo aquello atrás.
—Erich, después de las habladurías, te propones contratarlo otra vez…
Se mordió los labios. ¿Y qué diferencia había en quién estuviese aquí?
Rooney regresaría del hospital hacia el día catorce. Habían persuadido a Clyde para que la dejase quedarse seis semanas. Jenny deseó poder decirle adiós. Tal vez podría escribirle y que Fran echase al correo la carta por ella desde alguna ciudad, en uno de sus vuelos. No podía hacer nada más.
Al fin llegó el momento de marcharse. Las niñas estaban vestidas con sus abrigos de terciopelo y sus sombreros a juego. El corazón le dio a Jenny un brinco. «Las llevaré al Village para comer macarrones la misma noche en que lleguemos a Nueva York», decidió.
Desde la ventana del dormitorio apenas podía ver un trozo del cementerio. Después del desayuno se había acercado a la tumba del bebé para despedirse de él.
Erich había llevado las maletas al coche.
—Iré a buscar a Joe —le dijo—. Vamos, niñas. Dad a mamá una oportunidad de acabar de vestirse.
—Ya he terminado —le respondió—. Espera un minuto. Iré contigo.
Erich pareció no haber oído.
—Apresúrate, mamá —la llamó Beth mientras ella y Tina bajaban a toda prisa las escaleras detrás de Erich.
Jenny se encogió de hombros. «Serán cinco minutos que aprovecharé para asegurarme de que lo tengo todo». El dinero del collar se encontraba en el bolsillo de la chaqueta del traje que había guardado.
De camino hacia el piso de abajo, echó un vistazo al cuarto de las niñas. Elsa había hecho las camas y arreglado la habitación. Ahora parecía arreglada fuera de lo corriente, con una cualidad de vacío, como si diese la sensación de que las niñas ya no regresarían.
¿Había sentido Erich lo mismo?
De repente turbada, Jenny se precipitó por las escaleras, poniéndose la chaqueta. Erich regresaría de un momento a otro.
Diez minutos después, salió al porche. Empezaba a enervarse. ¿Se presentaría ahora mismo? Siempre había acudido con mucho tiempo sobrante al aeropuerto. Se quedó mirando la carretera, esforzándose por ver cualquier señal de que se acercase el coche.
Al cabo de media hora telefoneó a los Ekers. Sus dedos trastearon con el disco. Por dos veces se equivocó al llamar y tuvo que comenzar de nuevo.
Maude respondió.
—¿Qué quiere decir con eso de si ya se han ido? Vi a Erich pasar en coche por aquí hace unos cuarenta minutos con las niñas… ¿Joe? ¿Joe les iba a llevar al aeropuerto? ¿Quién le ha dado semejante idea?
Erich se había marchado sin ella. Se había llevado a las niñas y la había dejado a ella. El dinero se encontraba en el equipaje que se llevó Erich. De alguna forma, había conseguido conjeturar sus planes.
Llamó al hotel de Houston.
—Quiero dejar un mensaje para Erich Krueger. Dígale que telefonee a su mujer tan pronto como llegue.
El encargado de las reservas tenía una típica voz tejana:
—Debe de tratarse de un malentendido. Esas reservas fueron canceladas hace ya dos semanas.
*****
A las dos, Elsa fue a verla.
—Adiós, Mrs. Krueger.
Jenny estaba sentada en el salón, observando el cuadro de Caroline. No volvió la cabeza.
—Adiós, Elsa.
Elsa no se fue en seguida. Su alargada estructura permaneció en el umbral.
—Lamento tener que dejarla.
—¿Dejarme?
Sacada de su letargo, Jenny se puso en pie.
—¿Qué quieres decir?
—Mr. Krueger me dijo que él y las niñas se irían. Me explicó que ya me haría saber cuándo regresarían.
—¿Y cuándo te contó todo eso, Elsa?
—Esta mañana, cuando se metía en el coche. ¿Se va usted a quedar aquí sola?
Había una curiosa mezcla de emoción en la estólida faz. Desde la muerte del bebé, Jenny había sentido una compasión en Elsa que nunca hubiera esperado.
—Supongo que sí —respondió en voz baja.
Durante varias horas, después de que Elsa se marchase, permaneció sentada en el salón aguardando. ¿Aguardando qué? Una llamada telefónica. Erich telefonearía. Estaba segura de ello.
¿Y cómo haría frente a aquella llamada? ¿Admitiendo que había planeado abandonarle? Eso Erich ya lo sabía. Estaba segura de ello. ¿Prometiendo quedarse con él? No confiaría en esta promesa.
¿Dónde se había llevado a las niñas?
La estancia se fue oscureciendo. Debía de encender alguna luz. Pero, de alguna manera, el esfuerzo resultaba demasiado grande. Salió la luna. Brillaba a través de los encajes de las cortinas, arrojando un rayo parecido a una telaraña sobre el cuadro.
Finalmente, Jenny se dirigió a la cocina, se preparó café, se sentó al lado del teléfono. A las nueve comenzó a sonar. Su mano tembló y apenas pudo sostener el auricular.
—Diga…
Su voz fue tan baja que se preguntó si la oirían.
—¡Mamá! —La voz de Beth sonó desde muy lejos—. ¿Por qué no has querido hoy venirte con nosotras? Nos lo prometiste.
—Bethie, ¿dónde estás?
Un sonido del teléfono al ser movido.
La voz de Beth fue sustituida por una protesta.
—Quiero hablar con mamá.
Tina la interrumpió.
—Mamá, no hemos hecho un viaje en avión, y tú dijiste que lo haríamos.
—Tina, ¿dónde estás?
—Hola, querida…
Era la voz de Erich, cálidamente solícita. Tina y Beth gimoteaban como telón de fondo.
—Erich, ¿dónde estás? ¿Por qué has hecho esto?
—¿Que por qué he hecho qué, cariño? ¿Impedir que me arrebatases a mis niñas? ¿Guardarlas del peligro?
—¿Peligro? ¿De qué estás hablando?
—Jenny, ya te dije que cuidaría de ti. De veras. Pero nunca permitiré que te vayas y te lleves a mis niñas.
—No lo haré, Erich. Tráelas a casa…
—Eso no es suficiente. Jenny, ve al escritorio. Trae papel de escribir y una pluma. Te aguardo.
Las niñas estaban aún llorando. Pero Jenny no pudo escuchar nada más. Sonidos de una carretera. El motor de un camión. Debía de llamar desde una cabina telefónica en la autopista.
—Erich, ¿dónde estás?
—Te he dicho que consigas papel y pluma. Yo te dictaré. Tú escribes. Apresúrate, Jenny.
El escritorio eduardiano se cerraba con una gran llave dorada. Mientras intentaba hacerle dar vueltas, la sacó y se le cayó. Desconcertada, se inclinó y la recogió. El súbito aflujo de sangre le hizo sentir mareos. Mientras trataba de apresurarse hacia el teléfono, tuvo que apoyarse contra la pared.
—Estoy preparada, Erich.
—Es una carta para mí. Querido Erich…
Sosteniendo el aparato telefónico entre el hombro y la oreja, garrapateó las dos palabras.
Erich habló despacio:
Me percato de que me encuentro muy enferma. Sé que me comporto constantemente como una sonámbula. Creo que he hecho cosas terribles que no puedo recordar. Mentí cuando dije que no había entrado en el coche con Kevin. Le pedí que viniese aquí para tratar de persuadirle de que nos dejase tranquilas. No quise golpearle con tanta fuerza.
De forma mecánica fue escribiendo, obsesionada por no enfurecerle. El significado de las palabras se fue filtrando poco a poco en ella.
—Erich, no quiero escribir eso. No es cierto.
—Déjame acabar. Limítate a escuchar.
Ahora habló con rapidez.
Joe amenaza con contar que me vio en el coche. Yo no podía permitir que hablase. He soñado que mezclé el veneno con la avena. Pero sé que no se trató de un sueño. Creí que aceptarías el bebé, pero sabías que no era tuyo. Creí que sería mejor para nuestro matrimonio que el bebé no viviese. Estaba requiriendo toda mi atención. Tina me vio con el bebé. Vio cómo oprimía mis manos sobre su cara. Erich, prométeme que nunca me dejarás a solas con las niñas. No soy responsable de mis actos…
La pluma se le cayó de los dedos.
—¡No!
—Cuando escribas y firmes esa declaración, Jenny, regresaré. La guardaré en una caja fuerte. Nadie sabrá nunca nada de ella.
—Erich, por favor. ¿De verdad sientes lo que dices?
—Jenny, puedo permanecer varios meses fuera, años si es necesario. Ya lo sabes. Te telefonearé dentro de una semana o dos. Piensa en todo esto.
—No puedo.
—Jenny, sé lo que has hecho.
Su voz se hizo cálida.
—Nos amamos el uno al otro, Jenny. Ambos lo sabemos. Pero no puedo arriesgarme a perderte y tampoco arriesgar contigo a las niñas.
El teléfono hizo un clic. Jenny se lo quedó mirando y también al arrugado papel que tenía en la mano.
—Oh, Dios mío —dijo—, por favor, ayúdame. No sé qué debo hacer…
*****
Llamó a Fran.
—No vamos a ir.
—Jenny, ¿por qué no? ¿Qué va mal?
La comunicación era muy mala. Incluso la, por lo general, fuerte voz de Fran sonaba muy remota.
—Erich se ha llevado a las niñas para un viaje. No estoy segura de cuándo regresarán.
—Jenny, ¿quieres que vaya por ahí? He conseguido cuatro días de permiso.
Erich se pondría furioso si Fran se presentaba. Había sido la llamada telefónica de Fran en el hospital la que le alertara respecto de los planes de su mujer.
—No, Fran, no vengas. Ni siquiera telefonees. Sólo reza por mí. Por favor…
*****
No podía dormir en el dormitorio principal. Ni tampoco en ningún otro sitio del piso superior: el largo y oscuro vestíbulo, las puertas cerradas, el cuarto de las niñas al otro lado del dormitorio principal, la habitación donde el bebé había dormido durante aquellas escasas semanas.
En vez de ello, se tumbó en el sofá, al lado de la estufa de hierro y se tapó con el chal que Rooney había confeccionado. La calefacción se desconectó, automáticamente, a las diez. Decidió encender la estufa. La madera estaba en la cuna. La cuna se movió mientras alargaba las manos hacia ella. «Oh, Calabacita», murmuró, recordando aquellos solemnes ojos que le habían devuelto la mirada con tanta fijeza, el puñito que había cerrado en torno de su dedo.
No podía escribir aquella carta. La próxima vez que Erich tuviese un acceso de celos podría entregársela al sheriff. ¿Cuánto tiempo permanecería fuera?
Oyó como el reloj daba la una…, las dos…, las tres… En algún momento posterior se quedó adormecida. Un sonido la despertó. La casa crujía y gemía como si se asentase. No, lo que ahora escuchaba eran pasos. Alguien andaba por el piso de arriba.
Tenía que enterarse. Lentamente, paso a paso, fue subiendo las escaleras. Se arrebujó bien con el chal contra el intenso frío. El rellano estaba vacío. Se acercó al dormitorio principal y encendió una lámpara. Allí no había nadie.
En la antigua habitación de Erich, la puerta estaba abierta, una rendija. ¿No estaba antes cerrada? Entró y encendió la lámpara del techo. Nadie.
Y, sin embargo, había algo, una sensación de presencia. ¿Qué era? El aroma a pino. ¿Era más fuerte de nuevo? No podía estar segura.
Se acercó a la ventana. Necesitaba abrirla, respirar aire fresco. Con las manos en el alféizar, miró hacia abajo.
Una figura estaba de pie afuera, en el patio, la figura de un hombre que alzaba la mirada hacia la casa. La luz de la luna se reflejó en su rostro. Era Clyde. ¿Qué estaba haciendo allí? Le saludó.
Pero Clyde se dio la vuelta y echó a correr.