—Oh, no, no… —canturreó la voz de Rooney—. Caroline nunca hubiera lastimado al bebé, cariñito…
Corrió hacia Tina.
—Caroline siempre solía poner las manos en torno del rostro de Erich cuando era pequeño. Así…
Con gentileza, colocó las palmas en las mejillas del muñeco.
—Y se hubiera reído y dicho. «Caro, caro». Eso significa querido…
Rooney se enderezó y miró a su alrededor. Ahora sus pupilas eran enormes.
—Jenny, es como te dije. Ha vuelto. Tal vez supo que el niño estaba enfermo y quiso ayudar.
La voz de Erich fue muy baja:
—Sácala de aquí, Clyde…
Clyde agarró a Rooney por el brazo.
—Vamos… Y permanece en silencio.
Rooney se apartó.
—Jenny, diles cómo he estado viendo a Caroline. Diles que te lo conté. Diles que no estoy loca.
Jenny trató de levantarse del sillón. Clyde estaba lastimando a Rooney. Sus dedos se hundían en el delgado brazo. Pero sus piernas no podían sostenerla. Trató de hablar, pero las palabras no le salieron. Las pequeñas manos de Tina encima de la boca y narices del muñeco…
Fue Luke quien le hizo aflojar los dedos a Clyde.
—Déjala sola, hombre… Por el amor de Dios, ¿no puedes ver que todo esto ha sido demasiado para ella?
Su tono resultaba tranquilizador.
—Rooney, ¿por qué no te vas a casa y te tumbas? Ha sido también un día terrible para ti…
Rooney no pareció oírle.
—La he estado viendo una y otra vez. A veces, por la noche, me escabullo después de que Clyde se queda dormido, porque quiero hablar con Caroline. Apuesto algo a que sabe adonde se fue Arden. Y la veo entrar en la casa. En una ocasión, la vi junto a la ventana del cuarto del bebé. La luz de la luna brillaba encima de ella, tan claramente como la luz del día. Quiero que me hable alguna vez. Tal vez crea que le tengo miedo. Pero ¿por qué debería tenerlo? Si Caroline se encuentra aquí, eso significa que aunque Arden esté muerta, será capaz de regresar. ¿No es verdad?
Se apartó de Clyde y corrió hacia Jenny. Poniéndose de rodillas colocó los brazos alrededor de la otra mujer.
—Eso significa que tal vez el bebé regresará también. ¿No sería maravilloso? Jenny, ¿me dejarás tomarlo en brazos cuando vuelva?
Eran casi las dos. Sus pechos estaban llenos de leche. El doctor Elmendorf los había vendado para detener la lactancia, pero, en las horas en que había alimentado al bebé, se le llenaban de nuevo. Dolían, pero estaba contenta de tener aquel dolor físico. Servía de contrapeso a la agonía de la pena. El frágil cuerpo de Rooney estaba temblando. Jenny alargó las manos y colocó los brazos en torno de aquellos delgados hombros.
—No va a regresar, Rooney —le contestó—. Ni Caroline ni Arden. Tina estaba soñando.
—Claro que lo estaba —profirió Mark con brusquedad.
Luke y Clyde alzaron a Rooney.
—Necesita un sedante —explicó Luke—. La llevaré en coche contigo al hospital.
El mismo Luke también parecía enfermo.
Emily y Mark se quedaron un poco más. Emily hizo dolorosos esfuerzos por hablar con Erich acerca de su pintura.
—Tengo una exposición en Houston para febrero —le contó Erich—. Me llevaré conmigo a Jenny y a las niñas. El cambio nos sentará bien a todos.
Mark se sentó al lado de Jenny. Había un tranquilo consuelo en todo él. Jenny sentía su compasión, y aquello la ayudaba.
Después de que Mark y Emily se fuesen, Jenny consiguió preparar una cena para las niñas y Erich. De alguna forma, consiguió las fuerzas necesarias para preparar a las niñas para irse a la cama. Tina chapoteó en la bañera. Mientras la bañaba, Jenny pensó en acunar al bebé en el hueco de su brazo. Luego cepilló los largos y gruesos rizos de Beth. El bebé estaba perdiendo su oscuro cabello. Hubiera sido rubio. Escuchó sus oraciones:
—Dios mío, bendice a Nana y a nuestro bebé en los cielos.
Le cerró los ojos mientras oleadas de dolor corrían sobre ella.
En el piso de abajo, Erich tenía preparado un coñac.
—Bébete eso, Jenny. Te ayudará a relajarte.
La atrajo a su lado. Jenny no se resistió. Las manos de él corrieron a través de su cabello. En una ocasión, aquel ademán la había electrizado.
—Jen, ya has oído al doctor. El bebé no hubiera resistido la operación quirúrgica. Realmente, se encontraba mucho más enfermo de lo que sabíamos.
Jenny escuchó, aguardando a que su entumecimiento se alejara. «No trates de hacerlo más fácil, Erich —pensó—. Nada de lo que puedas decir importa lo más mínimo».
—Jenny, estoy preocupado. Me cuidaré de ti. Pero Emily es una chismosa. Ahora mismo, lo que Tina ha dicho lo debe de saber toda la ciudad.
La rodeó con los brazos.
—Gracias a Dios, Rooney es una testigo no fiable y Tina es una menor… De otro modo…
Jenny trató de apartarse de él. Las manos de su marido la sujetaron con fuerza. Su voz fue tan suave, tan hipnóticamente gentil…
—Jenny, estoy terriblemente preocupado por ti. Todo el mundo se ha dado cuenta de lo muchísimo que te pareces a Caroline. Se enterarán de lo que ha contado Tina. Oh, cariño, mío, ¿no comprendes lo que dirán?
Muy pronto se despertaría y se encontraría de regreso en el apartamento. Nana estaría allí.
—Ahora, Jen, estás hablando de nuevo en sueños. Debes de haber tenido una pesadilla. Has abusado terriblemente de la mente, querida.
Pero Jenny no se encontraba en el apartamento. Se hallaba en aquel salón gélido y atiborrado de muebles y escuchaba la increíble sugerencia de que la gente pensaría que ella había matado a su propio bebé.
—El problema es, Jen, que has sido una sonámbula. ¿Cuántas veces han preguntado las niñas por qué no les hablabas cuando entrabas de noche en su habitación? Resulta del todo verosímil que estuvieses en el cuarto del bebé, tal vez acariciando la cara del niño. Tina no comprendió lo que vio. Tú misma le dijiste al doctor Elmendorf que sufrías de alucinaciones. Me lo contó todo.
—¿Te llamó?
—Sí. Está muy inquieto. Dice que te niegas a visitar a un psiquiatra.
Jenny miró por encima de él, hacia las cortinas. El encaje parecía una telaraña. En una ocasión, había quitado estas cortinas, tratando ciegamente de cambiar la sofocante atmósfera de esta casa. Y Erich las había vuelto a colocar.
Ahora las cortinas parecían encerrarla, enredarla, sofocándola.
Algo. Cerró los ojos contra el recuerdo de las manitas de Tina cubriendo la cara del muñeco, presionándolas hacia abajo.
Alucinante. ¿Había imaginado su cara, la sensación de un cabello colgando sobre el lecho? ¿Todas aquellas noches, había estado imaginándolo?
—Erich, estoy muy confundida. No sé ya lo que, realmente, es nada. Incluso antes de todo esto. Pero ahora, me voy a ir. Y me llevaré a las niñas.
—Imposible, Jenny. Estás demasiado trastornada. Por ti, por ellas, no puedes estar sola. Y no lo olvides. Las niñas, legalmente, son Krueger. Son tanto hijas mías como tuyas…
—Yo soy su madre, su madre natural y tutora.
—Jenny, por favor, recuerda esto. A los ojos de la ley, tengo tantos derechos como tú. Y créeme, si intentas alguna vez abandonarme, conseguiré la custodia. ¿Crees que cualquier tribunal te las concederá, con la reputación que tienes en esta comunidad?
—¡Pero son mías! El bebé era tuyo y no quisiste darle tu nombre. Las niñas son mías y las deseas… ¿Por qué?
—Porque te deseo a ti. No importa lo que hayas hecho, no importa lo mala que seas. Te deseo. Caroline ardía en deseos de abandonarme, pero te conozco a ti, Jenny. Nunca dejarás a las niñas. Y ésa será la razón de que estemos siempre juntos. Vamos a empezar de nuevo. Regresaré a tu cuarto esta noche.
—No.
—No tienes elección. Hemos de dejar atrás el pasado. Nunca te mencionaré de nuevo al bebé. Estaré aquí para ayudarte si comienzas a tener sonambulismo. Cuidaré de ti. Si investigan la muerte del bebé, contrataré a un abogado.
La estaba poniendo en pie. Desamparada, le permitió ayudarla a subir las escaleras.
—Mañana volveremos a poner la habitación como estaba antes —le dijo—. Haremos ver que el niño nunca nació.
Tenía que seguirle la corriente hasta que pudiera actuar. Se encontraban ya en el dormitorio. Erich abrió el cajón de abajo del gran armario. Sabía lo que Erich buscaba. El camisón aguamarina.
—Póntelo por mí, Jen. Hace tanto tiempo…
—No puedo.
Tenía miedo. Los ojos de Erich eran tan extraños… No conocía a este hombre que podía decirle que la gente creía que era una asesina, que se olvidase de que el bebé había sido enterrado hacía unas horas.
—Sí, sí que puedes. Ahora estás muy delgada. Se te ve encantadora.
Le tomó el camisón y se dirigió al cuarto de baño. Había cambiado mucho y el camisón le sentaba de nuevo bien. Se miró en el espejo de encima del lavabo. Y comprendió por qué la gente pensaba que se parecía a Caroline.
Sus ojos tenían la misma expresión triste y encantada que los de la mujer del cuadro.
*****
Por la mañana, Erich salió de la cama en silencio y comenzó a andar de puntillas por el cuarto.
—Estoy despierta —le dijo Jenny.
Eran las seis de la mañana. Hubiera sido la hora de dar de mamar al bebé.
—Trata de volver a dormirte, cariño.
Había tomado un pesado suéter de esquí.
—Iré a la cabaña. Debo acabar los cuadros para la exposición de Houston. Iremos juntos, cariño, nosotros dos y las niñas. Lo pasaremos estupendamente.
Se sentó en el filo de la cama.
—Oh, Jen, te amo…
Ella se lo quedó mirando.
—Dime que me amas, Jen…
Obediente, Jenny respondió:
—Te amo, Erich.
Era una mañana desapacible. Incluso a la hora en que las niñas habían desayunado, el sol aún seguía oculto por jirones de oscuras nubes. El aire era helado, con negras sensaciones como antes de una tormenta.
Vistió a Tina y a Beth para dar un paseo. Elsa iba a quitar el árbol de Navidad y Jenny rompió unas pequeñas ramitas.
—¿Qué vas a hacer con ésas, mamá? —le preguntó Beth.
—Pensé que podríamos ponerlas en la tumba del bebé.
El barro se había helado durante la noche. Las luminosas agujas de los pinos suavizaban la rigidez del pequeño montículo.
—Mamá, no te pongas tan triste —suplicó Beth.
—Trataré de no estarlo, Ratoncita.
Se dio la vuelta. «Si pudiera, por lo menos, sentir algo —pensó—. Estoy vacía, tan terriblemente vacía…».
En el camino de regreso a la casa, vio a Clyde que avanzaba en su coche por la carretera de la granja. Aguardó a que pasase para preguntarle por Rooney.
—No quieren dejarla regresar a casa durante algún tiempo —le explicó—. Le están haciendo toda clase de pruebas, y afirman que tal vez debería llevarla una temporada a un hospital especial. He dicho que no tenía objeto. Se ha puesto mucho mejor desde que usted llegó aquí, Mrs. Krueger. Supongo que nunca supe lo sola que se encontraba Rooney. Siempre temía abandonar la granja durante mucho tiempo. Por si acaso, de repente, Arden telefoneaba o regresaba. Pero, últimamente, se ha puesto de nuevo peor. Ya lo ve…
Clyde tragó saliva y se esforzó por reprimir las lágrimas.
—Y, Mrs. Krueger, ha salido a la luz lo que Tina dijo. El sheriff… ha estado hablando con Rooney. Le trajo una muñeca. Le dijo que le mostrase la forma en que Caroline solía acariciar el rostro del bebé, y cómo Tina dijo que la dama del cuadro había tocado al bebé. No sé qué está tramando.
«Yo sí lo sé —pensó Jenny—. Erich tiene razón. Emily no ha podido aguardar a esparcir la historia entre la gente de la ciudad…».
*****
El sheriff Gunderson llegó tres días después.
—Mrs. Krueger, tengo que prevenirla de lo que pueda decir. Tengo un permiso para exhumar el cadáver del bebé. El médico forense practicará la autopsia.
Jenny permaneció de pie y observó cómo las aguzadas palas abrían la tierra recientemente helada, y cómo el pequeño ataúd era cargado en un coche fúnebre.
Sintió que había alguien de pie a su lado. Era Mark.
—¿Por qué te torturas de ese modo, Jenny? No deberías estar aquí.
—¿Qué están buscando?
—Quieren asegurarse de que no hay hematomas o señales de presión en el rostro del bebé.
Jenny se acordó de las largas pestañas proyectando sombras sobre las pálidas mejillas, de la pequeña boca, de la vena azul en un lado de su nariz. La vena azul. No se había percatado nunca de ella hasta aquella mañana en que la descubriese.
—¿Te percataste de alguna clase de moretones? —le preguntó.
Mark conocía la diferencia entre un hematoma y una vena…
—Cuando intenté la respiración boca a boca, apreté con fuerza su rostro. Puede haber algunas…
—¿Les contaste esto?
—Sí.
Jenny se volvió hacia él. El viento no era muy fuerte, pero cada ráfaga de aire le producía nuevos escalofríos.
—Les dijiste esto para protegerme. No era necesario.
—Les dije la verdad —manifestó.
El coche fúnebre entró en la enfangada carretera.
—Regresa a la casa —le apremió Mark.
Jenny trató de analizar sus sensaciones, mientras caminaba dificultosamente al lado de Mark a través de la nieve que caía de nuevo. Era tan alto… Nunca se había percatado de lo acostumbrada que se había vuelto a la relativamente escasa talla de Erich. Kevin había sido tan alto, más de metro ochenta. Mark… ¿Cuánto mediría? ¿Uno noventa?
Tenía dolor de cabeza. Los pechos le ardían. ¿Por qué no dejaba de manar la leche? Ya no era necesaria. Podía sentir cómo se le humedecía la blusa. Si Erich hubiese estado en la casa se habría sentido mortificado. Odiaba el desorden. Era tan limpio… Y tan íntimo en sus cosas… Si no se hubiese casado con ella, los Krueger no se habrían visto arrastrados por el lodo…
Erich creía que Jenny había convertido su nombre en motivo de escándalo y, sin embargo, seguía alegando que la amaba. Le gustaba que Jenny se pareciese a Caroline. Esa era la razón de que siempre le pidiese que se pusiera el camisón aguamarina. Tal vez cuando actuaba como sonámbula trataba de parecerse a la madre de su marido para complacerle.
—Me imagino que lo estoy intentando —dijo.
Su propia voz la desconcertó. No sabía que había hablado en voz alta.
—¿Qué dices, Jenny? ¡Jenny!
La mujer se caía, no podía impedir el derrumbarse. Pero algo la detuvo en el instante en que su cabello rozaba con la nieve.
—¡Jenny!
Mark la sostenía, la llevaba en brazos. Jenny confió en no resultar demasiado pesada.
—Jenny, estás ardiendo…
Quizás aquella fuese la razón de que no pudiese mantener de forma equilibrada sus pensamientos. No era sólo la casa. Oh, Dios, cómo odiaba aquella casa…
Jenny conducía un coche. Erich la sujetaba. Recordó este coche. Era la «rubia» de Mark. Llevaba libros…
—Un shock de fiebre láctea —explicó el doctor Elmendorf—. La dejaremos aquí.
Era muy agradable flotar, tan bonito el llevar una de aquellas batas hospitalarias. Odiaba el camisón aguamarina.
Erich entraba y salía de su cuarto.
—Beth y Tina están bien. Te envían besitos.
Finalmente, Mark trajo el mensaje que Jenny más necesitaba.
—El bebé está otra vez en el cementerio. No le molestarán más…
—Gracias…
Los dedos de él se cerraron sobre las manos de Jenny.
—Oh, Jenny…
Aquella noche había tomado dos tazas de té y un gran pedazo de tostada.
—Me alegra mucho ver cómo se siente mejor, Mrs. Krueger.
La enfermera era auténticamente amable. ¿Por qué aquella amabilidad le hacía desear llorar? Estaba acostumbrada a dar por sentado que ella gustaba a la gente.
La fiebre se convirtió en una febrícula persistente.
—No le dejaré irse a casa hasta que hayamos eliminado por completo esa fiebre —insistió el doctor Elmendorf.
Lloró mucho. A menudo, cuando se adormecía se despertaba con las mejillas inundadas de lágrimas.
El doctor Elmendorf comentó:
—Mientras esté aquí, me gustaría que el doctor Philstrom tuviese unas charlas con usted…
El doctor Philstrom era psiquiatra…
Se sentó al lado de su lecho, un hombrecillo que parecía oficinista de un Banco.
—Tengo entendido que le acometen una serie de pesadillas.
Todos deseaban demostrar que estaba loca.
—Ya no las he tenido más…
Y era cierto. En el hospital, había comenzado a dormir durante toda la noche. Cada día se empezaba a sentir más fuerte, más ella misma. Se percató de que aquella mañana incluso bromeaba con la enfermera.
La tarde fue más dura. No quería ver a Erich. El sonido de sus pisadas en el vestíbulo le volvió húmedas y pegajosas las manos.
Había traído a las niñas para que la vieran. No las dejaron entrar en el hospital, pero Jenny se acercó a la ventana y las saludó. En cierto modo, parecían melancólicas cuando le devolvieron el saludo.
Aquella noche tomó una cena completa. Quería que le volviesen las fuerzas. Ya no había nada que la retuviera en la «Granja Krueger». No había forma en que ella y Erich recuperasen lo que una vez habían tenido. Planearía la forma de marcharse. De algún modo, en aquel viaje, ella, Beth y Tina dejarían a Erich y tomarían un avión para Nueva York. Erich podría ser capaz de conseguir la custodia de las niñas en Minnesota, pero, en Nueva York, no se las entregarían.
Vendería el collar de Nana para conseguir un poco de dinero. Un joyero había ofrecido a Nana mil cien dólares por él hacía años. Si reunía una cantidad así, sería suficiente para comprar los billetes de avión y ayudarse hasta que consiguiese un empleo.
Alejada de la casa de Caroline, del cuadro de Caroline, de la cama de Caroline, del camisón de Caroline, del hijo de Caroline, sería de nuevo ella misma: capaz de pensar con calma, intentando reunir y luego dejar a buen recaudo todos aquellos espantosos pensamientos que no hacían más que ascender a la superficie de su mente. Había tantos de ellos, tantas impresiones que parecían acabarla…
Jenny se quedó dormida, con un indicio de sonrisa en los labios, con las mejillas apoyadas en las manos.
Al día siguiente telefoneó a Fran. Oh, bendita, bendita libertad, saber que nadie descolgaría la extensión que había en la oficina…
—Jenny, no has respondido a mis cartas. Pensé que me habías proyectado al espacio exterior…
No se molestó en explicar que nunca las había recibido.
—Fran, te necesito.
Tan rápidamente como le fue posible, se lo explicó:
—Tengo que salir de aquí.
La espontánea risa habitual de Fran desapareció.
—Las cosas van mal, Jenny. Puedo oírlo en tu voz.
Más tarde se lo contaría a Fran todo. Ahora, simplemente, se mostró de acuerdo.
—Las cosas van mal…
—Confía en mí. Volveré a llamarte.
—Telefonea después de las ocho. Es cuando acaba la hora de las visitas.
Fran llamó a las siete y diez de la tarde siguiente. En cuanto sonó el teléfono, Jenny supo lo que había sucedido. Fran no había tenido en cuenta la diferencia horaria. Eran las ocho y diez en Nueva York. Erich estaba sentado junto a su cama. Sus cejas se alzaron mientras le tendía el teléfono. La voz de Fran era vibrante, alentadora.
—Tengo grandes planes…
—Fran, cómo me alegra oírte.
Se volvió hacia él.
—Erich, es Fran, dile hola.
Fran captó la onda.
—Erich, ¿cómo estás? Me ha apenado saber que Jenny no se encuentra bien…
En cuanto colgaron, Erich preguntó:
—¿Qué planes, Jenny?