Soñó con una paloma. En cierta forma, parecía terriblemente ominosa. Volaba por toda la casa y tenía que atraparla. No debía permitir que estuviese allí. Se desplazó a la habitación de las niñas y Jenny la siguió. Volaba frenéticamente, dando vueltas y más vueltas por la habitación. Se le escapó de las manos y voló hasta la habitación del bebé. Se posó en la cuna. Jenny comenzó a gritar, no, no, no…
Se despertó con lágrimas en el rostro y se precipitó hacia el bebé. Éste dormía plácidamente.
Erich había dejado una nota en la mesa de la cocina.
He seguido tu consejo.
Permaneceré pintando en la cabaña durante unos cuantos días.
En el desayuno, Tina hizo una pausa mientras tomaba sus cereales y preguntó:
—Mamá, ¿por qué no me hablaste cuando entraste anoche en mi cuarto?
Aquella tarde, Rooney se detuvo para hacer una visita y fue ella la primera en darse cuenta de que el bebé tenía fiebre.
Rooney y Clyde habían estado cenando el día de Navidad con Maude y Joe.
—Joe se está poniendo muy bien —informó Rooney a Jenny—. El haberse ido a Florida al salir del hospital, le ha sentado muy bien, y también a Maude. Ambos están morenos y saludables. Joe podrá quitarse el aparato ortopédico el mes próximo.
—Me alegro mucho…
—No es de extrañar que Maude diga que está muy contenta de encontrarse ahora en casa. Me ha dicho que Erich ha sido auténticamente generoso con ellos. Pero supongo que ya lo sabes. Ha pagado hasta el último centavo de las facturas médicas y les regaló además un cheque de cinco mil dólares… Escribió a Maude que se sentía responsable.
Jenny estaba dando las últimas puntadas a la colcha. Alzó la vista.
—¡Responsable!
—No sé qué quiso decir. Pero Maude me contó que siente mucho que el bebé no se haya desarrollado bien. Dice que recuerda haberte dicho cosas terribles…
Jenny recordó las palabras espantosas que Maude había proferido.
—Supongo que Joe admitió que aquella mañana tenía una fuerte resaca; insiste en que, probablemente, fue él el que mezcló el veneno con la avena.
—¿Joe ha dicho eso?
—Así es. De todos modos, creo que Maude deseaba que te pidiese disculpas en su nombre. Sé que cuando regresaron la semana pasada, Joe acudió en persona a hablar con el sheriff. Joe está realmente preocupado por todos los rumores que corren acerca de este accidente. Ya sabes, a causa de las tonterías que dijo sobre haberte visto. Afirma que no sabe por qué llegó a decir aquellas cosas.
«Pobre Joe —pensó Jenny—. Tratando de hacer un daño irreparable, y luego poniendo aún peor las cosas al sacarlas de nuevo a la luz».
—Vaya, Jenny, ¿te das cuenta de que tu colcha está casi acabada? Y es de veras bonita. Y ha sido necesario para ello mucha paciencia.
—Estoy contenta de haber podido hacerla —replicó Jenny.
—¿La colgarás en el comedor, cerca de la de Caroline?
—Aún no lo he pensado.
Hoy no había pensado en muchas cosas, excepto en la posibilidad de que fuese sonámbula. En su sueño había tratado de expulsar a una paloma de la habitación de las niñas. ¿Pero había estado, realmente, en la habitación?
Se habían producido ya muchos episodios parecidos durante los pasados meses. La próxima vez que fuese a visitar al doctor Elmendorf, hablaría con él acerca de todo. Tal vez sí que necesitase alguna forma de asesoramiento…
«Tengo tanto miedo», pensó.
Había comenzado a dudar si Erich la perdonaría alguna vez la notoriedad que le había hecho tomar. No importaba lo esforzadamente que lo intentasen, pues nunca volvería a quedar todo en orden. Y a pesar de lo que Erich dijese, creía que, subconscientemente, no estaba seguro de que el bebé fuese su hijo. Jenny no podía vivir con aquello entre ambos.
Pero el bebé era un Krueger y merecía la mejor atención médica que la fortuna de Erich pudiese conseguir para él. Una vez se le hubiese hecho la operación al bebé y saliesen las cosas bien, en cuanto todo estuviese arreglado, Jenny se marcharía de esta casa. Trató de visualizar su vida en Nueva York, trabajando en la galería de arte, con la guardería, el tener que recoger a las niñas, el apresurarse hasta su casa para preparar la cena… No sería fácil. Pero nada era fácil y muchas mujeres conseguían salir airosas. Y cualquier cosa sería mejor que esta terrible sensación de aislamiento, este sentimiento de perder el contacto con la realidad.
Pesadillas. Sonambulismo. Amnesia. ¿Era posible la amnesia? Nunca había tenido problemas en el apartamento de Nueva York. Estaba cansada hasta el agotamiento al finalizar la jornada, pero siempre se dormía. No podía conceder a las niñas tiempo suficiente, pero ahora parecía como si careciese en absoluto de tiempo. Estaba tan preocupada por el bebé, que Erich había estado arrebatándole a Tina y a Beth para salir a unas excursiones, a las que ella no podía o no quería acompañarles…
«Quiero ir a mi hogar —pensó—. El hogar no era un buen sitio, tal vez ni siquiera fuese una casa o un apartamento. El hogar es un sitio en el que puedes cerrar la puerta y encontrarte en paz…».
Esta tierra… Incluso ahora… Con la nieve que caía, el viento soplando… A Jenny le gustaba la violencia del invierno. Se imaginaba la casa cuando había comenzado a arreglarla. Cuando quitara las pesadas cortinas, aquella mesa ante la ventana, las amistades que había pensado hacer, las fiestas que hubiera dado después de las vacaciones…
—Jenny, pareces tan cansada —le dijo Rooney de repente.
Trató de sonreír.
—Es sólo…
Su voz se extinguió.
—Esta es la mejor Navidad que haya pasado desde que Arden se fue. Simplemente, al ver a las niñas tan felices y al poderte ayudar con el bebé…
Jenny se percató de que Rooney nunca llamaba al bebé por su nombre.
Alzó la colcha.
—Ya está, Rooney… Acabada…
Beth y Tina estaban jugando con sus nuevos rompecabezas de dibujos; Beth alzó la mirada.
—Eso es muy bonito, mamá. Eres una tejedora muy buena.
Tina aportó su granito de arena:
—Me gusta más que la que está en la pared. Papá dijo que el tuyo no iba a ser tan bueno como el de la pared, y pensé que eso era lo que opinaba.
Inclinó la cabeza encima del libro. La menor línea de su cuerpo reflejó enfado.
Jenny no pudo por menos que sonreír.
—Oh, preciosita mía, eres una actriz consumada…
Se acercó a ella, se arrodilló y la abrazó.
Tina devolvió con fuerza el abrazo.
—Oh, mamá…
«Les concedo tan poco tiempo desde que llegó el bebé…», pensó Jenny.
—Os voy a decir una cosa —les manifestó—. Bajaremos a Calabacita durante unos minutos. Si os laváis las manos, tendréis oportunidad de tenerlo en brazos.
Rooney interrumpió sus chillidos de deleite.
—Jenny…, ¿lo podré hacer yo?
—Naturalmente. Prepararé sus cereales…
Rooney volvió al piso bajo al instante, sujetando amorosamente al bebé envuelto en una manta. Tenía aspecto de preocupación.
—Creo que tiene fiebre.
*****
A las cinco, llegó el doctor Bovitch.
—Será mejor que le llevemos al hospital.
—No, por favor…
Jenny trató de que su voz no le temblase.
El pediatra titubeó.
—Podemos aguardar hasta mañana —manifestó—. El problema es… que, en los bebés, la fiebre puede subir con mucha rapidez. Por otra parte, no me apetece mucho tener que sacarle con este frío. Muy bien. Veamos cómo se encuentra mañana por la mañana.
Rooney se quedó y les preparó la cena. Jenny dio una aspirina al bebé. Jenny, a su vez, estaba helada. ¿Había pillado un resfriado o, simplemente, se hallaba entumecida por la ansiedad?
—Rooney, dame el chal, por favor.
Se lo puso encima de los hombros y protegió con el chal al niño.
—Oh, cariño…
El rostro de Rooney aparecía ceniciento.
—¿Qué pasa, Rooney?
—Se trata del chal. No me había dado cuenta, cuando lo hice, que este color…, con tu pelo oscuro…, por un momento fue como observar aquel retrato de Caroline. Me hizo sentirme mal…
Clyde llegó a las siete y media para acompañar a Rooney a casa.
—No quiere que salga sola de aquí por la noche —le confesó Rooney—. Dice que no le gustan mis tontas charlas después de haber andado sola por ahí.
—¿Qué clase de charlas tontas? —le preguntó Jenny ausente.
El bebé estaba durmiendo. Su respiración sonaba pesada.
—Ya sabes —prosiguió Rooney, bajando su tono hasta un susurro—. Una vez, en uno de mis ataques, en los que apenas profiero palabras, le dije a Clyde que había visto a Caroline muchas veces dando vueltas por aquí. Clyde se puso auténticamente histérico.
Jenny se estremeció. Rooney parecía encontrarse tan bien… No había hablado de haber visto a Caroline desde que naciese el bebé.
Se produjo un fuerte golpe en la puerta y Clyde penetró en el vestíbulo de la cocina.
—Vamos, Rooney —dijo—, ya es hora… Quiero mi cena…
Rooney acercó los labios al oído de Jenny.
—Oh, Jenny, tienes que creerme, ella está aquí. Caroline ha regresado. Es comprensible, ¿no te parece? Desea ver a su nieto…
Durante las siguientes cuatro noches, Jenny colocó la cuna al lado de su cama. Un vaporizador hacía circular aire caliente y húmedo; una pequeña luz para la noche le hacía posible a Jenny, entre sus retazos de sueño, ver que el bebé estuviese bien tapado, que respirase con facilidad.
El médico regresó cada mañana.
—Me interesa localizar cualquier señal de neumonía —explicó—. En un bebé, un constipado puede llegar a los pulmones en pocas horas.
Erich no regresó de la cabaña. Durante el día, Jenny bajó al bebé y le colocó en la cuna grande al lado de la estufa. De este modo podía observarle durante todo el rato y, al mismo tiempo, estar con Beth y Tina.
La posibilidad de que fuese sonámbula asustaba a Jenny. «Dios mío, ¿puedo errar por ahí fuera, de noche?». A cierta distancia, pasaría por Caroline, especialmente si llevaba el chal arrebujado.
Y si era sonámbula, ello explicaría las alegaciones de Rooney de haber visto a Caroline, la pregunta de Tina de «¿Por qué no me hablas cuando entras en mi cuarto?», la certeza absoluta de Joe de que la había observado entrar en el coche de Kevin.
El día de Nochevieja, la sonrisa del médico resultó alentadora.
—Creo que ya lo ha superado. Eres una buena enfermera, Jenny. Ahora debes descansar un poco. Déjalo de nuevo en su cuarto. Si no le apetece comer durante la noche, no le despiertes…
Después de dar de mamar al bebé a las diez, Jenny llevó de nuevo la cuna de mimbre al cuarto del bebé.
—Te echaré de menos, Calabacita —le dijo—. Pero es magnífico que te hayas curado del resfriado.
Los ojos del bebé, de un profundo azul oscuro, parecieron mirarla solemnemente bajo sus largas y negras pestañas.
—¿Sabes que ya tienes ocho semanas de vida? —le preguntó—. Eres un chico ya mayorcito…
Le ató las cintas de su largo camisón.
—Ahora da todas las patadas que quieras —le sonrió—. Estarás tapado aunque no quieras…
Durante un largo minuto lo oprimió contra ella, olisqueando el débil aroma a talco.
—Hueles tan bien… —susurró—. Buenas noches, Calabacita…
Dejó el panel corredero abierto ligeramente y se metió en la cama. El año nuevo comenzaría dentro de unas pocas horas. Esta noche hacía un año, Fran y algunas otras personas de su edificio habían acudido a su piso. Sabían que no se encontraba muy bien. Era el primer año nuevo que Nana no estaba con ella.
Fran bromeó acerca de Nana.
—Probablemente está en el cielo, asomada por una ventana y tocando una matraca.
Se habían reído juntas.
—Será un buen año para ti, Jen —le había dicho Fran—. Lo siento en los huesos…
¡Un buen año! Cuando, finalmente, regresase a Nueva York, le diría a Fran que se hiciese revisar los huesos. Que sus vibraciones eran muy malas…
¡Pero el bebé! Hacía muy poco importante todo lo que había pasado durante este año. «Me lo llevaré conmigo», pensó rápidamente. Era un buen año.
Cuando se despertó, el sol mandaba una clara y fría luz que avisaba que afuera el día era gélido. El pequeño reloj de porcelana de encima de la mesilla de noche señalaba las ocho menos cinco.
El bebé había dormido durante toda la noche, y se había pasado la hora de su toma de las seis. Saltó de la cama, corrió el tabique y se precipitó a la cuna de mimbre.
Las largas pestañas lanzaban tranquilas sombras sobre las pálidas mejillas. Una vena azul, en un lado de su naricita, aparecía oscura sobre la translúcida piel. Los brazos del bebé estaban echados por encima de su cabeza; sus manecitas se veían abiertas, con los dedos extendidos en forma de estrella.
Pero el bebé no respiraba…
*****
Después recordó haber gritado, recordó haber corrido con el bebé en los brazos, precipitarse en camisón y descalza a través de la nieve hasta la oficina. Erich, Clyde, Luke y Mark estaban allí. Mark le quitó el bebé de los brazos y le puso la boca encima de los delgados labios.
*****
—Muerte en la cuna, Mrs. Krueger —le explicó el doctor Bovitch—. Era un bebé muy enfermo. No sé cómo hubiera podido sobrevivir a la operación. Esto ha sido más sencillo para él.
Rooney no hacía más que lamentarse:
—¡Oh, oh, no, oh, no…!
—Nuestro pequeñín —gimoteó Erich.
«Mi pequeñín —pensó ferozmente Jenny—. Si hasta le negaste tu nombre…».
—¿Por qué Dios se ha llevado a nuestro bebé al cielo? —preguntaban Tina y Beth.
Sí, ¿por qué?
—Me gustaría enterrarle con tu madre, Erich —le dijo Jenny—. En cierto modo estaría menos solo si le dejásemos allí.
Los brazos le dolían y se sentía vacía.
—Lo siento, Jenny —respondió Erich con firmeza—. No puedo turbar la tumba de Caroline…
Tras una Misa de los Ángeles, Kevin MacPartland Krueger fue situado cerca de los tres bebés que se habían perdido en otras generaciones. Con ojos secos, Jenny observó cómo era bajado el pequeño ataúd. La primera mañana en esta granja se había quedado mirando aquellas tumbas y se preguntó cómo cualquiera podía soportar la pena de perder a un niño…
Y ahora la pena era suya.
Comenzó a sollozar. Erich la rodeó con los brazos. Pero ella se los apartó.
Luego desfilaron hacia la casa. Mark, Luke, Clyde, Emily, Rooney, Erich, la misma Jenny. Hacía tanto frío… Elsa estaba dentro. Había preparado unos emparedados. Sus ojos estaban rojos e hinchados. «Así que Elsa tiene sentimientos», pensó amargamente.
Y luego quedó avergonzada.
Erich les condujo al salón delantero. Mark estaba al lado de Jenny.
—Jenny, bébete esto. Te calentará…
El coñac le ardió en la garganta. No había probado el alcohol desde el momento en que supo que se encontraba embarazada. Y ahora ya no importaba…
Entumecida, se sentó y se fue tomando el coñac. Resultaba tan difícil de tragar…
—Estás temblando —le dijo Mark.
Rooney lo oyó.
—Traeré el chal…
«El verde no —pensó Jenny—, no el que usé para arropar al bebé».
Pero Rooney se lo estaba ya echando encima de los hombros, colocándolo bien a su alrededor.
Los ojos de Luke estaban fijos en ella. Y sabía el por qué. Trató de quitarse el chal.
Erich había permitido que Tina y Beth trajesen sus cunitas al salón para que pudiesen estar con los demás. Parecían muy asustadas.
Beth dijo:
—Mira, mamá, ésta es la forma en que Dios cubre a nuestro bebé en el cielo.
Y amorosamente, le subió al muñeco la manta hasta el mentón. Había un silencio total en la habitación.
Luego se oyó la voz de Tina, dulce y clara.
—Y ésta es la forma en que aquella dama —y señaló al cuadro— cubrió al bebé la noche en que Dios se lo llevó al cielo.
Lenta, deliberadamente, abrió las palmas de las manos y las oprimió sobre la cara del muñeco.
Jenny escuchó un brusco y fuerte jadeo. ¿Había salido de sus propios labios? Todo el mundo estaba ahora mirando el cuadro, y luego, en un solo ademán, cada cabeza se volvió y unos ojos que ardían e interrogaban miraron con fijeza a la niña.