El teléfono sonó, exactamente, a las ocho.
—¿Cómo has dormido, Jenny?
—Muy bien…
Era verdad. Había derivado hacia el sueño en medio de una especie de eufórica anticipación. Erich iba a regresar. Le vería de nuevo. Por primera vez desde la muerte de Nana, no se había despertado hacia el amanecer con la terrible sensación de tener el corazón dolorosamente oprimido.
—Me alegro. Yo también. Y debo también añadir que he disfrutado con unos sueños muy placenteros. Jenny, a primeras horas de la mañana he dispuesto que una limusina vaya a buscarte, a ti y a las niñas, a las ocho y cuarto. Os llevará a la guardería y a tu galería de arte. Luego pasará a recogerte por la tarde a las cinco y diez.
—Erich, eso es imposible.
—Jenny, por favor… Es una menudencia para mí. Simplemente, no puedo estar preocupándome por ti, forcejeando con esas chiquillas con el tiempo que hace.
—¡Pero, Erich…!
—Jenny, tengo prisa… Te llamaré después.
En la guardería infantil de día, Mrs. Curtis se mostró elaboradamente complacida.
—Vaya amistades tan distinguidas que tiene, Mrs. MacPartland. Me ha llamado por teléfono esta mañana. Y quiero que sepa que ya no tendrá que llevarse las niñas a otro sitio. He pensado que necesitamos conocernos mejor la una a la otra y concedernos una oportunidad para dejar arregladas las cosas. ¿No es así, niñas?
Erich le telefoneó a la galería.
—Acabo de aterrizar en Minneapolis. ¿Llegó bien el coche?
—Erich, fue una bendición… El no tener que ir con las niñas deprisa y corriendo ha sido algo muy diferente… ¿Qué le dijiste a Mrs. Curtis? No era más que ternura y bonitas palabras…
—Apuesto a que sí. Jenny, ¿dónde quieres cenar el viernes por la noche?
—Eso es igual…
—Elige un restaurante al que siempre hayas deseado ir… Algún sitio al que no hayas acudido con nadie más…
—Erich, hay miles de restaurantes en Nueva York. Los de la Segunda Avenida y Greenwich Village son mi droga estimulante habitual…
—¿Has estado en el «Lutèce»?
—Dios mío, no…
—Estupendo… Cenaremos allí el viernes por la noche.
Jenny pasó todo el día como en medio de una neblina. No la ayudó mucho el que Mr. Hartley comentase, repetidamente, cómo se había portado Erich con ella.
—Amor a primera vista, Jenny. Está colado…
Fran, la azafata de vuelo que vivía en el apartamento 4 E de su misma casa, se dejó caer por allí aquella noche. Estaba consumida por la curiosidad.
—Vi ayer en el vestíbulo a aquel magnífico tipo. Me figuré que debía de haber estado aquí. Y tienes una cita con él el viernes… ¡Caray!
Se prestó voluntaria a cuidar a las niñas de Jenny.
—Me gustaría mucho conocerle. Tal vez tenga un hermano o un primo, o algún antiguo condiscípulo universitario…
—Fran, probablemente ya no piensa más en esto y llamará para decir que lo olvidemos…
—No, no lo hará.
Fran sacudió su rizosa cabeza.
—He tenido un presentimiento…
La semana se fue arrastrando. Miércoles. Jueves. Y luego, milagrosamente, ya fue viernes.
Erich llegó a buscarla a las siete y media. Jenny había decidido llevar un vestido con mangas largas que había comprado en las rebajas. El collar de oro quedaba muy bien encima del cuello oval y, en su centro, el diamante brillaba esplendoroso sobre la seda negra. Se peinó el cabello formándose trenzas.
—Estás encantadora, Jenny.
Erich tenía un aspecto muy elegante con su traje azul oscuro a ligeras rayitas, un chaquetón azul oscuro de cachemira y un pañuelo blanco de seda.
Jenny telefoneó a Fran para que bajase, y captó el divertido resplandor en los ojos de Erich ante la abierta aprobación de Fran.
Tina y Beth estuvieron encantadas con las muñecas que Erich les había traído. Jenny miró a las caras hermosamente pintadas de las muñecas, con unos párpados que se abrían y cerraban, las manos con hoyuelos, el rizado cabello, y las comparó con los andrajosos regalos que Kevin había elegido para las navidades.
Se percató de la mueca que hizo Erich cuando le tendió su más bien gastado abrigo de invierno, y por un momento deseó haber aceptado la sugerencia de Fran de que le tomase prestado su chaquetón de pieles. Pero Nana siempre le había dicho que no debía tomar nada prestado.
Erich alquiló una limusina para la noche. Ella se retrepó contra la tapicería y Erich alargó una mano en busca de las suyas.
—Jenny, te he echado de menos. Han sido los días más largos de mi vida…
—Yo también te he echado mucho de menos.
Era la simple verdad, pero deseó no haber tenido un tono de voz tan fervoroso.
En el restaurante, echó un vistazo alrededor de las otras mesas, localizando rostros de celebridades.
—¿Por qué estás sonriendo, Jenny? —le preguntó Erich.
—Un shock cultural. Desequilibrios de viaje en reactor, eso de pasar de un estilo de vida a otro. ¿No te percatas de que ninguna persona de las que están aquí ha oído hablar nunca de la guardería infantil de Mrs. Curtis?
—Confiemos en que no…
En sus ojos se reflejó una expresión de divertida ternura.
El camarero les sirvió champaña.
—El otro día llevabas también ese collar, Jenny. Es maravilloso. ¿Te lo regaló Kevin?
—No. Fue Nana…
Erich se inclinó sobre la mesa; sus delgados y bien esculpidos dedos rodearon los de ella.
—Me alegra saberlo. En caso contrario, me hubiera estado preocupando durante toda la noche. Y ahora puedo disfrutar viéndotelo llevar.
En un francés excelente, discutió el menú con el jefe de los camareros. Jenny le preguntó dónde había aprendido a hablar aquel idioma.
—En el extranjero. He realizado unos cuantos viajes. Finalmente, me percaté de que era más feliz y me encontraba menos solo cuando estaba pintando en la granja. Pero estos días lo he pasado muy mal.
—¿Por qué?
—Me sentía solitario porque me faltabas tú.
*****
El sábado visitaron el Zoo. Infinitamente paciente, Erich fue de un lado a otro con las niñas en los hombros, e incluso volvieron tres veces a la sección de los monos.
En el almuerzo, le cortó la comida a Beth mientras Jenny preparaba el plato de Tina. Le dijo que se acabase la leche, prometiendo terminarse él su «Bloody Mary» y, con burlona solemnidad, meneó la cabeza ante los retorcidos labios de Jenny.
A pesar de las protestas de Jenny, insistió en que cada una de las niñas seleccionase uno de los famosos animales disecados de «Rumpelmayer», y pareció dichosamente inconsciente del tiempo interminable que Beth se tomó para llegar a una decisión.
—¿Estás seguro de que no tienes seis críos en tu granja de Minnesota? —le preguntó Jenny cuando al final salieron a la calle—. Nadie adquiere de forma natural esa clase de paciencia con los niños.
—Fui criado por alguien que sí tenía ese tipo de paciencia, y eso es todo lo que sé…
—Desearía haber conocido a tu madre.
—Y yo a tu abuela…
—Mamá —inquirió Beth—, ¿por qué tienes ese aspecto tan feliz?
*****
El domingo, Erich llegó con dos botitas de patines sobre hielo para Tina y Beth, y se fue con ellas a patinar a la pista del «Rockefeller Center».
Aquella noche llevó a Jenny a Park Lane para una cena tranquila. Después de tomarse el café, ambos se quedaron silenciosos. Finalmente, Erich dijo:
—Han sido un par de días muy dichosos, Jenny.
—Sí.
Pero él no dijo nada de regresar. Jenny volvió la cabeza y miró hacia Central Park, que ahora brillaba con la combinación de las luces de las calles, las farolas y las ventanas de los apartamentos que lo bordeaban.
—El parque es siempre muy bonito, ¿verdad?
—¿Lo echarías mucho de menos?
—¿Echar de menos qué…?
—Minnesota tiene una clase diferente de belleza.
¿Qué estaba diciendo Erich? Volvió a mirarle de frente. En un ademán espontáneo, sus manos se encontraron y sus dedos se enlazaron.
—Jenny, esto es algo de sopetón pero es lo correcto. Si insistes, vendré a Nueva York cada fin de semana durante seis meses, o un año, y te cortejaré. Pero ¿es eso necesario?
—¡Erich, si apenas me conoces!
—Siempre te he conocido. Cuando eras un solemne bebé; nadabas a los cinco años; ganaste una medalla al buen comportamiento en los grados quinto, sexto y séptimo.
—Contemplar un álbum de fotos no significa que me conozcas.
—Yo creo que sí. Y me conozco a mí mismo. Siempre he comprendido lo que andaba buscando, confiado en que cuando topase con ello lo reconocería. Y tu sientes lo mismo. Admítelo.
—Ya he cometido un error. Pensé hacer bien las cosas cuando lo de Kevin.
—Jenny, no eres justa contigo misma. Eras muy joven. Me dijiste que constituía la primera cita de la que te habías preocupado. Y no te olvides de que, por maravillosa que fuese tu abuela, habías notado la falta de un hombre en tu vida, un padre, un hermano. Estabas preparada para enamorarte de Kevin.
Ella consideró las cosas.
—Supongo que eso es verdad.
—Y las niñas. No les hagas perder su infancia, Jenny. Son tan felices cuando estás con ellas… Y creo que podrían ser felices a mi lado. Cásate conmigo, Jenny. Y pronto…
Una semana atrás, ella no le conocía. Sintió la calidez de la mano de él, se miró en sus interrogativos ojos, sintió que los suyos propios reflejaban también aquel mismo halo de amor.
Y supo, sin la menor duda, cuál sería la respuesta.
*****
Estuvieron sentados hasta el amanecer en el apartamento, hablando.
—Deseo adoptar a las niñas, Jenny. Mis abogados tienen preparados los documentos necesarios para que los firme MacPartland.
—No creo que se desprenda de las niñas.
—Pues yo supongo que sí lo hará. Quiero que lleven mis apellidos. Cuando tengamos una familia propia, no deseo que Beth y Tina se sientan extrañas. Seré un buen padre para ellas. Y él es peor que malo. Le son indiferentes. A propósito, ¿qué clase de alianza de compromiso te regaló MacPartland?
—No me regaló ninguna.
—Estupendo. Haré arreglar para ti el anillo de Caroline.
El miércoles por la noche, por teléfono, Erich le contó que había concertado verse con Kevin el viernes por la tarde.
—Creo que es mejor que sea a solas, cariño.
Durante toda la semana, Tina y Beth no cesaron de preguntar cuándo regresaría «Mr. Kruer». Cuando llegó al apartamento el viernes por la noche, corrieron a echarse en sus brazos. Jenny sintió lágrimas de felicidad en sus ojos mientras Erich las abrazaba.
Tras cenar en el «The Four Seasons», Erich le manifestó cómo había ido su sesión con Kevin.
—No estuvo muy amistoso. Me temo que sea más bien un expoliador, cariño. No te quiere a ti o las niñas, pero no desea que nadie más te tenga a ti. Sin embargo, le persuadí de que era algo en su propio interés. Completaremos las formalidades a fines de mes. Luego la adopción aún necesitará seis meses para llevarse completamente a cabo. Nos casaremos el tres de febrero; eso será casi un mes después del día en que nos conocimos.
Luego abrió un maletín.
—Esto me recuerda una cosa…
Jenny había quedado muy sorprendida de que se llevase aquel maletín a la mesa de la cena.
—A ver qué tal te queda…
Se trataba de un solitario de esmeraldas. Mientras Erich se lo deslizaba en un dedo, Jenny se quedó mirando la ardiente belleza de aquella perfecta piedra.
—Decidí que no había que arreglarla —le confió—. Realmente, es perfecta, tal y como está.
—Es maravillosa, Erich.
—Y, cariño, será mejor que también lo aprovechemos para esto.
Sacó un rimero de papeles.
—Cuando mis abogados prepararon los documentos de la adopción, insistieron en hacerse también cargo del contrato prematrimonial…
—¿El contrato prematrimonial? —le preguntó Jenny con voz ausente.
Estaba absorta admirando aquel anillo. No era un sueño. Era algo real… Había sucedido. Iba a casarse con Erich. Casi se echó a reír al pensar en la reacción de Fran.
—Jenny, es demasiado perfecto… Es bien parecido, rico, con talento, te adora. Dios mío, no puede quitarte los ojos de encima. Está loco por las niñas. Permíteme decirte que algo debe salir mal… Es posible que sea un jugador, un borracho o bígamo…
Casi estuvo a punto de contárselo a Erich, pero luego se decidió a no hacerlo. Sabía muy bien que el insolente humor de Fran no se avenía muy bien con Erich.
—¿Qué estaba diciendo ahora?
—Se trata sólo de que soy más bien un hombre rico. Mis abogados no estaban muy contentos respecto de que las cosas hubieran ido de una forma tan rápida… Aquí, simplemente, se dice que si rompiéramos nuestras relaciones antes del transcurso de diez años, los intereses Krueger permanecerían intactos.
Jenny quedó sorprendida.
—Si nosotros rompiéramos, Erich, yo no desearía nada de ti.
—Antes preferiría morirme que perderte, Jen. Se trata sólo de una formalidad.
Dejó los documentos encima de su bandeja.
—Naturalmente, puedes hacer que tus abogados se lo estudien meticulosamente. En realidad, me han instruido respecto de que te diga que aunque tú, o ellos, estéis satisfechos con todas sus cláusulas, no debes devolverlos por correo antes de retenerlos durante dos días.
—Erich, no tengo abogado.
Se quedó mirando la página de encima, quedó desconcertada ante la jerga legal y sacudió la cabeza. De forma incongruente, recordó la costumbre de Nana de revisar, atentamente, la cuenta del tendero y su ocasional grito triunfal de:
—Me ha cargado dos veces los limones.
Nana realizaría un riguroso escrutinio de cualquier documento como éste antes de firmarlo.
—Erich, no quiero tener que pasar por todo esto. ¿Dónde he de firmar?
—Ya te he puesto unas cruces, cariño.
Rápidamente, Jenny garrapateó su nombre. Resultaba obvio que los abogados de Erich temían que pudiese casarse por su dinero. Supongo que no podía de ningún modo echarles la culpa, pero aquello la dejó incómoda.
—Y, cariño, además de esta previsión, aquí hay un fideicomiso para cada una de las niñas, las cuales lo heredarán cuando lleguen a los veintiún años. Entrará en efecto tan pronto como la adopción se haya ultimado. También prevé que tú heredarás todo cuanto yo tenga a mi fallecimiento.
—No hables ni siquiera de eso, Erich.
Este volvió a meter todos los documentos en el maletín.
—Vaya una cosa tan poco romántica que hay que hacer —explicó—. ¿Qué desearás para nuestro quincuagésimo aniversario de bodas, Jen?
—Darby y Joan.
—¿Qué?
—Son las figuritas «Royal Doulton». Un anciano y una anciana que están sentados en una mecedora muy a gusto, uno al lado del otro. Siempre me han agradado.
A la mañana siguiente, cuando Erich se presentó por la casa llevaba una caja de regalo debajo del brazo. Las dos figuras estaban dentro. Y aquello, más que el anillo, le dio seguridad a Jenny acerca del resto de su vida…