Erich regresó a casa el tres de junio. Llamó la noche del día dos.
—Jen, me he portado de una forma tan miserable. Querida, lo daría todo por no haberte trastornado así…
Jenny sintió que el nudo de su tensión se aflojaba. Era lo que Mark decía, que, llegado el momento, las habladurías desaparecerían. Si pudiese aferrarse a este pensamiento…
—Está bien… Superaremos todo esto…
—¿Cómo te encuentras, Jen?
—Bastante bien.
—¿Comes mejor?
—Lo intento. ¿Cómo ha ido la exposición?
—Muy, pero que muy bien… El «Gramercy Trust» ha comprado tres óleos. Los precios han sido altos. Y las críticas muy buenas…
—Me alegro. ¿A qué hora sale tu avión?
—A eso de las once. Estaré en casa entre las dos y las tres. Te quiero tanto, Jen…
Aquella noche la habitación pareció menos amenazadora. Tal vez todo saldrá bien, se dijo a sí misma. Por primera vez durante varias semanas, durmió sin soñar.
Estaba sentada a la mesa del desayuno con Tina y Beth cuando comenzaron los chillidos, una espantosa cacofonía de salvajes sonidos de humano dolor.
—¡Mamá!
Beth saltó de su silla y corrió hacia la puerta.
—Quedaos aquí —ordenó Jenny.
Se apresuró hacia aquellos sonidos. Procedían del establo. Clyde salía en aquel momento de la oficina con un fusil en la mano.
—Apártese, Mrs. Krueger, quítese de ahí…
Pero ella no pudo. Joe. Era Joe el que estaba gritando…
Se encontraba en el departamento del caballo, agazapado contra la pared trasera, tratando frenéticamente, de hurtar el cuerpo de aquellos azotantes cascos. Barón retrocedía sobre sus patas traseras, los ojos se le salían de las órbitas, las pezuñas con las aguzadas herraduras volaban por los aires. Joe sangraba por la cabeza y uno de sus brazos le colgaba laciamente a un costado. Mientras le observaba, se derrumbó en el suelo y las patas delanteras de Barón le atraparon el pecho.
—Oh, Dios mío, Dios mío…
Escuchó su propia voz que lloraba, que rezaba, que suplicaba. Fue empujada a un lado.
—Sal de su camino, Joe. Voy a disparar…
Clyde apuntó mientras los cascos retrocedían de nuevo. Se produjo la detonación del fusil, seguida por un agudo relincho de lamento. Barón se quedó como una estatua en el aire; luego se derrumbó encima de la paja del cubículo.
De alguna manera, Joe consiguió oprimirse contra la pared, para evitar el aplastante peso del animal caído. Ahora estaba rígido, con la respiración jadeante, con los ojos inmovilizados por la conmoción, con el brazo grotescamente retorcido. Clyde dejó caer el fusil y corrió hacia él.
—¡No le mueva! —le gritó Jenny—. Llame a una ambulancia. ¡Rápido!
Tratando de evitar el cuerpo de Barón, Jenny se arrodilló al lado de Joe, acariciándole la frente con la mano, enjugándole la sangre de los ojos, oprimiéndole el desgarrón que tenía en el arranque del cabello. Los hombres acudieron corriendo desde los campos. Jenny pudo oír el ruido de una mujer que sollozaba. Maude Ekers.
—Joey, Joey…
—Mamá…
—Joey…
Llegó la ambulancia. Los eficientes enfermeros vestidos de blanco ordenaron que todo el mundo se retirase. Luego Joe fue colocado en la camilla, con los ojos cerrados, el rostro ceniciento. Un enfermero murmuró en voz muy baja:
—Creo que se está muriendo…
Maude Ekers profirió un grito.
Los ojos de Joe se abrieron y quedaron fijos en Jenny. Su voz resultó asombrosamente clara:
—Nunca le he dicho a nadie que la vi meterse en el coche aquella noche, de veras, no lo he hecho —profirió.
Maude se volvió hacia Jenny, mientras subía a la ambulancia después que hubiesen introducido a su hijo:
—Si mi chico se muere, será culpa suya, Jenny Krueger —le gritó—. ¡Maldigo el día que llegó aquí! ¡Maldigo a todas las mujeres Krueger por lo que habéis hecho a mi familia! ¡Maldita sea, a saber a quién pertenecerá el niño que lleva en el vientre!
La ambulancia se alejó a toda prisa, con el quejido de la sirena interrumpiendo la paz de aquella mañana veraniega.
*****
Erich llegó a casa unas horas después. Fletó un avión para que trajese a un cirujano de tórax de la «Clínica Mayo», y luego telefoneó para solicitar enfermeras particulares. A continuación, se dirigió al establo y se acuclilló al lado de Barón, con su mano acariciando aquel ágil y bello cuerpo del exánime animal.
Mark ya había hecho analizar el balde de la avena. El informe fue que aparecía estricnina mezclada con la avena.
Más tarde, el sheriff Gunderson apareció ante la puerta principal con su ya familiar coche.
—Mrs. Krueger, media docena de personas oyeron a Joe decir que no había contado el que la había visto a usted entrar en el coche aquella noche. ¿Qué quería decir con esto?
—No comprendí a qué se refería.
—Mrs. Krueger, usted estaba presente hace poco tiempo, cuando el doctor Garrett amonestó a Joe por dejar el veneno para ratas muy cerca de la avena. Sabía los efectos que produciría en Barón. Oyó que el doctor Garrett prevenía a Joe de lo que la estricnina enloquecería a Barón.
—¿Le ha contado a usted eso el doctor Garrett?
—Me dijo que Joe había tenido poco cuidado con el veneno para las ratas, y que usted y Erich estuvieron presentes cuando amonestó a Joe.
—¿Qué está tratando de decir?
—No puedo decir nada, Mrs. Krueger. Joe alega que confundió las cajas. Pero yo no lo creo. Nadie le cree…
—¿Vivirá Joe?
—Es demasiado pronto para decirlo. Pero, aunque sobreviva, estará muy delicado durante un largo período de tiempo. Si puede superar los próximos tres días, lo trasladarán a la «Clínica Mayo».
El sheriff se dio la vuelta para marcharse.
—Como dice su madre, por lo menos allí estará a salvo…