El final de la primavera resultó cálido, con chaparrones por la tarde, y toda la rica y abundante tierra se hizo recia y verde. Los poblados alfalfares, ahora decorados con floraciones azules, estaban ya preparados para el primer corte de la temporada.
El ganado se alejó de los heniles, feliz de poder hozar en aquellos inclinados campos que llevaban a la orilla del río. Las ramas de los árboles se unieron unas a otras, vestidas con unas hojas que lograban formar un muro verde en la linde de los bosques. En ocasiones, los venados atravesaban aquel muro, se detenían, escuchaban y luego desaparecían hacia las protectoras ramas de los árboles.
Incluso la casa se iluminó con el buen tiempo. Por espesas que fuesen, las pesadas cortinas no podían soportar las delicadas brisas que traían el aroma de los lirios, de las violetas, de los girasoles y de las rosas, que penetraban en el interior de la casa.
Para Jenny el cambio fue muy bienvenido. La calidez del sol primaveral pareció penetrar en el frío constante de su cuerpo. El aroma de flores en la casa casi superó el penetrante olor a pino. Por las mañanas, podría salir de la cama, abrir las ventanas y retreparse contra las almohadas, disfrutando de la fresca y delicada brisa.
Las píldoras para los mareos matinales fueron de escasa ayuda. Cada mañana se veía acometida por las náuseas. Erich insistió en que se quedase en la cama. Le traía té y galletas saladas y, al cabo de un rato, la sensación se apaciguaba.
Erich se quedaba ahora todas las noches en la casa.
—No quiero que estés sola, cariño, y ya lo tengo todo preparado para la exposición de San Francisco.
Debía marcharse el veintitrés de mayo.
—Para entonces, el doctor Elmendorf dice que, probablemente, te sentirás mejor.
—Yo también lo espero así. ¿Estás seguro de que no interrumpes tu trabajo?
—Claro que sí. Es muy agradable pasar más tiempo con las niñas. Y hay que enfrentarse a esto, Jen. Entre Clyde en la granja y en la dirección de los trabajos, así como con el padre de Emily en el Banco, puedo arreglármelas bien con mi tiempo.
Ahora era Erich el que se llevaba a las niñas al establo por las mañanas y luego las acompañaba sobre sus ponis. Rooney acudía con regularidad. El suéter que Jenny estaba tejiendo le salía muy bien, y ya le estaba enseñando a Jen a hacer una colcha con labores de varios colores.
Jenny seguía aún sin poder explicarse cómo su abrigo había llegado al coche de Kevin. ¿Y si suponíamos que Kevin se había acercado e intentando entrar por la puerta del porche occidental? Podía no encontrarse cerrada. ¿Y si hubiera entrado? La puerta del armario se hallaba muy cerca de allí. Tal vez se dejó llevar por el pánico. A fin de cuentas, no sabía si el ama de llaves dormía o no en la casa. Tal vez se llevara su abrigo, planeando insinuar así que había visto a Jenny, luego se alejó con el coche, tomó el desvío equivocado, metiendo la mano en el bolsillo con la esperanza de encontrar allí dinero, pero sacando en vez de ello la llave, tras todo lo cual el coche acabaría precipitándose por la ribera del río.
Pero esto dejaba sin explicar lo de la llamada telefónica…
Después de dormir la siesta, a las niñas les gustaba mucho pasear por los campos. Jenny se sentaba en el porche occidental, y las observaba mientras sus dedos tejían los ovillos de lana o se dedicaban a los cuadrados de colores. Rooney había traído cosas del desván, tejidos que se habían empleado para vestidos hacía mucho tiempo, una bolsa de retales, una pieza de algodón de color azul oscuro.
—John me compró todo este paño azul para que hiciese las cortinas del dormitorio de atrás, cuando se instaló allí. Le previne de que se encontraría muy a oscuras. Odiaba admitirlo, pero me las hizo quitar al cabo de un par de meses. Luego hice las que ahora aparecen allí…
Por alguna razón, Jenny no se permitía sentarse en la mecedora de Caroline. En vez de ello, eligió un sillón de mimbre, de alto respaldo y cómodos cojines. De todos modos, Caroline se había sentado en este porche, cosiendo, observando a su hijo jugar en aquellos campos.
Ya no echaba en falta la compañía. Ahora siempre se negaba a las sugerencias de Erich de cenar en alguno de los restaurantes locales.
—Aún no, Erich. No puedo resistir el olor de la comida…
Erich comenzó a llevarse con él a las niñas cuando salía a sus quehaceres. Luego regresaban charloteando acerca de las personas con las que se habían encontrado, los lugares en que se habían detenido para visitarlos y en otros sitios se tomaban leche y pastelillos.
En la actualidad, Erich siempre dormía en el dormitorio de atrás.
—Jen, es más fácil de este modo. Puedo permanecer apartado de ti, si no me encuentro demasiado cerca, pero me es imposible permanecer tumbado a tu lado, noche tras noche, sin ponerte la mano encima. Además tienes un sueño muy inquieto. Probablemente dormirás mejor sola.
Ella debería de estarle agradecida por ello, pero no era así. Las pesadillas seguían presentándose con regularidad, y una y otra vez tenía la sensación de estar tocando carne, un rostro en la oscuridad, de sentir unos largos cabellos contra sus mejillas. Pero no se atrevía a contárselo. Seguramente, habría creído que estaba loca.
El día anterior a la partida hacia San Francisco, Erich sugirió que Jenny fuese al establo con él. Las náuseas matinales no se habían presentado durante dos días.
—Me gustaría que estuvieses allí cuando las niñas montan. Últimamente no estoy demasiado satisfecho con Joe.
Aquello le originó un calambre de tensión.
—¿Por qué?
—He escuchado rumores de que sale a beber por ahí cada noche con su tío. Josh Brothers resulta, en la actualidad, una mala influencia para Joe. Digas lo que digas al respecto, a mí no me gusta que las niñas salgan con Joe. Tendré que desembarazarme de él.
Mark se encontraba en el establo. Su, por lo general, voz calmada era hoy más bien alta y fría.
—¿No sabes lo peligroso que es dejar el veneno para ratas a dos metros de las provisiones de avena? ¿Y si alguna parte del veneno se mezcla con la comida? Esos caballos se volverían locos. ¿Qué diablos pasa contigo últimamente, Joe? Permíteme decirte que, si esto sucede otra vez, recomendaré a Erich que te despida. Esas niñas montan en los ponis cada día. El caballo de Erich es bastante difícil de manejar incluso para un consumado jinete como él. Si le das a Barón un poco de estricnina en el pienso, pisoteará a cualquiera que se acerque a él…
Erich soltó el brazo de Jenny.
—¿De qué se trata?
Un Joe con el rostro enrojecido, y con aspecto de encontrarse al borde de las lágrimas, admitió:
—Iba a preparar el veneno en las trampas. Dejé la caja aquí cuando comenzó a llover y luego se me olvidó.
—Quedas despedido —le dijo Erich con voz inalterada.
Joe se quedó mirando a Jenny. ¿Había algún significado en su expresión o, simplemente, le imploraba? No estaba segura.
Jenny dio un paso hacia delante y asió la mano de Erich.
—Por favor, Erich. Joe ha sido maravilloso con las niñas. Le echarán terriblemente de menos.
Erich estudió el rostro de su mujer.
—Si esto significa tanto para ti —le replicó secamente. Y luego se volvió hacia Joe—: Cualquier error, Joe, un solo error, una puerta del cubículo abierta, un perro merodeando por mis propiedades, cualquier cosa de ese tipo…
Miró despectivamente hacia la caja del veneno para ratas.
—Eso es todo… ¿Lo has comprendido?
—Sí, señor —susurró Joe—. Gracias, señor. Muchas gracias, Mrs. Krueger.
—Y asegúrate de que sea siempre Mrs. Krueger —gritó Erich—. Jenny, no quiero que las niñas monten hasta que yo regrese. ¿Queda claro?
—Sí…
Jenny se mostró de acuerdo con él. Joe tenía un aspecto lastimoso. En su frente se veía un moretón.
Mark salió del establo con ellos.
—Tienes un nuevo ternero en la vaquería, Erich. Ésa es la razón de que me encuentre aquí. Vigila a Joe. Anoche tuvo otra pelea…
—¿Y por qué diablos se pelea? —preguntó Erich con irritación.
El rostro de Mark se ensombreció.
—Si le das a una persona no acostumbrada al licor un poco de whisky con cerveza, ya no se necesitan demasiadas excusas…
—Vente a almorzar con nosotros —le sugirió Erich—. Hace mucho tiempo que no te vemos.
—Por favor, ven —murmuró Jenny.
Anduvieron juntos hasta la casa.
—Entrad vosotros dos —sugirió Erich—. Mark, sírvenos un jerez, ¿quieres? Yo voy a la oficina a recoger el correo.
—Estupendo…
Aguardó hasta que Erich se hubiese alejado lo suficiente como para no poder oírles, y luego habló con rapidez:
—Dos cosas, Jenny. Me he enterado de la buena noticia del bebé… Felicidades. ¿Cómo te encuentras?
—Ahora ya mucho mejor.
—Jenny, tengo que prevenirte. Fuiste amable al salvarle a Joe el empleo, pero te equivocas. La razón de que tenga tantas peleas es que se muestra excesivamente explícito en lo referente a lo que siente por ti. Te adora, y los tipos que merodean por las noches por los bares se burlan de él por esto. Lo mejor sería que Joe se mantuviera lo más alejado posible de esta granja.
—¿Y de mí?
—Rotundamente, sí…