La investigación tuvo lugar una semana después. Para Jenny fue una semana de un dolor generalizado.
En el depósito de cadáveres, se quedó mirando la camilla. El rostro de Kevin aparecía mutilado, pero aún resultaba reconocible, con su larga y recta nariz, la curva de la frente, el recio cabello rojo oscuro. Destellaron por ella los recuerdos del día de su boda, en Santa Mónica.
—Yo, Jennifer, te acepto a ti, Kevin… Hasta que la muerte nos separe.
A partir de ahora, su vida ya no se relacionaría más con aquel hombre. «Oh, Kevin, ¿por qué tuviste que seguirme hasta aquí?».
—¿Mrs. Krueger?
La voz del sheriff Gunderson la apremió para que realizase la identificación.
Se le hizo un nudo en la garganta. Aquella mañana no había sido capaz de tragar ni siquiera el té.
—Sí —susurró—, es mi marido…
Se escuchó una baja y dura risa detrás de ella.
—Erich, oh, Erich, no quería decir…
Pero ya se había ido y se escuchaban sus fuertes pisadas sobre el suelo de baldosas. Cuando Jenny llegó al coche, ya estaba allí, con rostro pétreo; no le habló a su mujer durante todo el viaje de regreso a casa.
Durante la investigación, la misma pregunta fue hecha una docena de veces, de formas diferentes:
—Mrs. Krueger, Kevin MacPartland le contó a varias personas que usted le había invitado a ir a su casa en ausencia de su marido…
—No lo hice…
—Mrs. Krueger, ¿cuál es el número de teléfono de su casa?
Ella se lo facilitó.
—¿Conoce el número telefónico del teatro «Guthrie»?
—No lo conozco…
—Permítame decírselo o refrescarle tal vez la memoria. Es el 555-2824. ¿Le resulta familiar?
—No.
—Mrs. Krueger, tengo aquí una copia de la factura telefónica del mes de marzo de la granja Krueger. En esta factura aparece una llamada al teatro «Guthrie», en fecha nueve de marzo. ¿Puede negar haber hecho esa llamada?
—Sí, lo niego.
—¿Es éste su abrigo, Mrs. Krueger?
—Sí, lo regalé…
—¿Tiene usted una llave de la residencia Krueger?
—Sí, pero la he perdido…
«El abrigo —pensó—. Naturalmente, estaba en el bolsillo del abrigo».
Le contó esto mismo al fiscal.
Este alzó algo, una llave; el llavero tenía sus iniciales, J.K. La llave se la había dado Erich.
—¿Es ésta su llave?
—Así parece…
—¿Se la entregó a alguien, Mrs. Krueger? Díganos la verdad…
—No, no lo hice…
—Esta llave fue encontrada en la mano de Kevin MacPartland.
—Eso es imposible.
En el estrado, Maude, con tono patético y obstinado, repitió la misma historia que le había contado a Jenny.
—Dijo que su ex esposa deseaba verle y yo le indiqué la carretera. Estoy muy segura de la fecha. Llegó la noche después de que fuese matado el perro de mi hijo.
Clyde Toomis apareció en el estrado incómodo, sin revelar demasiado pero obviamente honesto.
—Le dije a mi mujer que ya tenía su propio y buen abrigo de diario para el invierno. La reñí por haberlo aceptado. Volví a dejar ese abrigo marrón en el armario que se encuentra en el vestíbulo de la cocina de la «Granja Krueger». Yo mismo en persona, el mismo día en que mi mujer llegó con él a casa…
—¿Sabía Mrs. Krueger esto?
—No sé cómo pudo pasarlo por alto… El armario no es muy grande y lo dejé justo al lado de esa chaqueta de aquí que lleva siempre.
«No me di cuenta —pensó Jenny—, aunque es posible, simplemente, que no prestara atención».
Erich también testificó. Las preguntas fueron breves y respetuosas:
—Mr. Krueger, ¿estuvo usted en casa la noche del lunes, nueve de marzo?
—¿Hizo usted saber sus planes de quedarse a pintar aquella noche en su cabaña?
—¿Fue usted consciente de que su mujer se había puesto en contacto con su anterior marido?
Erich podía haber estado hablando acerca de una extraña… Respondió con desapego, sopesando sus palabras, con total carencia de emociones.
Jenny permaneció sentada en primera fila, observándole. Ni por un segundo la mirada de Erich se encontró con la suya. Erich, que odiaba hasta hablar por teléfono; Erich, que era una de las personas más reservadas que nunca hubiese conocido, que se había alejado de ella porque quedó trastornado a causa de la llamada telefónica de Kevin y por la reunión de Jenny con su ex marido.
La investigación acabó. Cuando les reunió, el magistrado explicó que una grave magulladura que aparecía en la sien derecha del interfecto, podía haber sido causado durante el impacto del accidente, o bien le habría sido infligida previamente.
El veredicto oficial fue de muerte por ahogamiento.
Pero, mientras Jenny se alejaba del Juzgado, sabía el veredicto que había dictado la comunidad. Que, por lo menos, era una mujer que había estado viendo, clandestinamente, a su anterior marido.
Y que, en el peor de los casos, lo había matado.
*****
En las tres semanas que siguieron a la investigación, las cenas que Erich hizo con ella siguieron todas la misma pauta. Nunca le hablaba directamente, sino únicamente a las niñas.
Por ejemplo:
—¿Puedes decirle a mamá que me pase los panecillos, Tinker Bell?
Su tono era siempre cálido y afectuoso. Hubieran hecho falta unos oídos muy sensibles para captar la tensión existente entre ellos.
Cuando llevaba a las niñas a la cama, nunca sabía si le encontraría aún en la casa al volver al piso de abajo. Se preguntaba adónde se iría. ¿A la cabaña? ¿A casa de algunos amigos? No se atrevía a preguntárselo. Si dormía en la casa, lo hacía en el dormitorio de atrás, el que su padre había usado durante tantos años.
No había nadie con quien poder hablar. Algo le dijo que Erich debía de tener algo que ver en el asunto. En ocasiones, le atrapó mirándola con tal ternura en el rostro, que tuvo que esforzarse por no lanzarle los brazos al cuello, implorándole que la creyese.
En silencio, lamentó la pérdida de la vida de Kevin. Hubiera podido hacer muchas cosas; tenía tanto talento… Sólo que se hubiese autodisciplinado, que hubiese evitado verse comprometido con mujeres y bebido menos…
¿Pero cómo podía haber llegado al coche el abrigo de Jenny?
Una noche, fue al piso de abajo y encontró a Erich tomándose un café en la mesa de la cocina.
—Jenny —le dijo—, tenemos que hablar.
Sin saber si la emoción que sentía era de alivio o de ansiedad, Jenny tomó asiento. Una vez las niñas acomodadas, se había duchado y puesto el camisón y la bata que Nana le había regalado. Observó cómo Erich la estudiaba.
—Ese rojo queda perfecto contra tu pelo. Una nube oscura sobre escarlata. Simbólico, ¿verdad? Como oscuros secretos en una mujer escarlata. ¿Es ésa la razón de que te lo hayas puesto?
Así que aquello era «hablar»…
—Me lo he puesto porque tenía frío —replicó Jenny.
—Es muy acogedor. ¿Estás tal vez esperando a alguien?
«Qué raro —pensó—, a pesar de todo esto, lo siento sobre todo por él. ¿Qué había sido peor para él —se preguntó de repente—, la muerte de Caroline o el hecho de que Caroline estuviese planeando abandonarle?».
—No estoy esperando a nadie. Erich, si crees que lo estoy, ¿por qué no te quedas aquí cada noche y te tranquilizas al respecto?
Sabía que se encontraba ultrajada y furiosa, pero no sentía emoción, sino únicamente piedad hacia él. Parecía tan turbado, tan vulnerable… Cada vez que se enfadaba, tenía un aspecto más joven, casi el de un muchacho…
—Erich, siento todo lo que ha pasado. Sé que la gente transmite habladurías por ahí, y sé lo perturbador que debe de ser para ti. No tengo la menor explicación lógica a lo que ha sucedido…
—Tu abrigo…
—No sé cómo llegó hasta el coche.
—Y esperas que me lo crea…
—Yo te creería a ti…
—Jenny, quiero creerte, pero no puedo. Sin embargo, creo esto… Si conviniste en dejar a MacPartland venir aquí, tal vez querías prevenirle de que se mantuviese alejado de nosotros. Puedo aceptar una cosa así: Pero no puedo vivir con una mentira. Admíteme que le invitaste a venir aquí, y yo lo olvidaré todo. Puedo imaginar lo que sucedió… No querías traerle a la casa, por lo que le llevaste en coche al camino sin salida que conduce al río. Lo previniste y tenías tu llave en la mano. Tal vez intentó propasarse. ¿Forcejeasteis? Te quitaste el abrigo y saliste del coche. Tal vez, cuando quiso meter la marcha atrás pusiese la primera velocidad. Jenny, esto es comprensible. Pero dímelo… No me mires, simplemente, con esos ojos grandes e inocentes… No me mires con expresión de cordero degollado… Admite que eres una mentirosa y te prometo que nunca más te lo mencionaré. Nos amamos mucho… Todo nuestro amor aún está aquí…
Por lo menos, Erich estaba siendo totalmente honesto. Jenny se sintió como si se encontrase sentada en lo alto de una montaña, mirando hacia un valle, observando lo que estaba ocurriendo, cual una desinteresada espectadora.
—Me sería mucho más fácil hacer lo que deseas —observó—. Pero es divertido… somos la suma total de nuestras vidas… Nana despreciaba las mentiras. Incluso mostraba desdén hacia la mentira de tipo social. «Jenny —solía decirme—, no te evadas. Si no quieres ir a una cita con alguien, limítate a decir que gracias pero no, no que tienes un dolor de cabeza o deberes de Matemáticas. La verdad sirve mejor a todos…».
—Pero aquí no estamos hablando de deberes escolares de Matemáticas —replicó Erich.
—Me voy a la cama, Erich —replicó Jenny—. Buenas noches…
No tenía sentido continuar de aquella forma.
Hacía muy poco tiempo, se dirigían al piso de arriba estrechamente abrazados. Pensar que había puesto reparos con aquel camisón aguamarina… Retrospectivamente, aquello resultaba tan poco importante…
Erich no respondió ni siquiera cuando su mujer empezó a subir por la escalera con lentitud, dándole una oportunidad de decir algo…
Se quedó dormida rápidamente, pues el agotamiento la acogotaba, la forzaba a unos sueños turbadores. Dormía inquieta, siempre muy poco por debajo del nivel de la conciencia, sabiendo que daba vueltas y vueltas en la cama. Soñaba de nuevo; esta vez se encontraba en el coche, forcejeaba con Kevin, éste deseaba la llave…
Luego, Jenny se hallaba en los bosques, vagaba por ellos, buscando… Adelantaba los brazos para evitar la cercanía de los árboles y tocaba una carne.
Sus dedos sentían el trazado de una frente, la suave membrana de un párpado. Un pelo largo le rozaba la mejilla.
Mordiéndose los labios para reprimir el grito que intentaba escaparse de su garganta, se incorporó y tanteó nerviosa en busca de la luz de la mesilla de noche. Encendió la lamparilla y miró a su alrededor acongojada. No había nadie. Estaba sola en la cama, en el cuarto.
Se retrepó contra las almohadas, con el cuerpo temblándole desenfrenadamente. Incluso sus músculos faciales se le retorcían.
«Me estoy volviendo loca —pensó—. Estoy perdiendo la razón».
Durante el resto de la noche, no apagó la luz y los primeros rayos del amanecer se estaban filtrando a través de las persianas, cuando se quedó finalmente dormida.