Rooney entró mientras Jenny se estaba tomando su segunda taza de café después del desayuno. Jenny se dio la vuelta ante el leve raido que hizo la puerta.
—¡Oh!
—¿La he asustado?
El tono de Rooney pareció complacido. Sus ojos eran vagos; su frágil pelo, alborotado por el viento, se extendía en torno de su cara, parecida a la de un pájaro.
—Rooney, esa puerta estaba cerrada. Pensé haberte dicho que se suponía que no tenías llave…
—Debo de haber encontrado una.
—¿Dónde? La mía se ha perdido.
—¿He encontrado la suya?
«Naturalmente —pensó Jenny—. En aquel abrigo que le regalé. Estaba en el bolsillo. Gracias a Dios que no admití ante Erich haberla perdido».
—¿Puedo recuperar mi llave, por favor?
Y le tendió la mano.
Rooney pareció intrigada.
—No sabía que hubiera una llave en su abrigo. Le devolvimos la prenda.
—Yo no lo tengo entendido así.
—Sí. Clyde lo hizo por mí. Lo devolvió él mismo. La he visto llevándolo.
—No está en el armario —replicó Jenny.
«¿Y qué importa?», pensó.
Intentó una nueva aproximación.
—Déjame ver tu llave, Rooney, por favor…
Rooney sacó del bolsillo un pesado llavero. Aquel gran montón de llaves aparecían todas con su individualización: casa, granero, despacho, cuadras…
—Rooney, ¿no son ésas las llaves de Clyde?
—Supongo que sí.
—Debes devolverlas. Clyde se pondrá furioso si tienes sus llaves.
—Dice que no debería hacerlo…
Así que era de este modo como Rooney entraba en la casa. «Tendré que decirle a Clyde que esconda las llaves —pensó Jenny—. Erich montaría en cólera si se entera de que Rooney puede llevárselas».
Jenny se quedó mirando con piedad a Rooney. En las tres semanas que siguieron a la visita del sheriff, no había visitado a Rooney y, en realidad, había tratado de evitar toparse con ella.
—Siéntate y permíteme servirte una taza de té —la apremió.
Por primera vez, se dio cuenta de que Rooney llevaba un paquete debajo del brazo.
—¿Qué traes ahí?
—Me dijo que podía hacerles los peleles a las niñas. Lo prometió…
—Sí, claro. Déjame verlos.
Vacilando, Rooney abrió el papel de embalar y extrajo dos peleles con los pantalones de pana de color azul violeta. El cosido era muy bueno; los bolsillos en forma de fresa, aparecían bordados de rojo y verde. Jenny se percató de que las tallas resultaban perfectas.
—Rooney, son maravillosos —le dijo con sinceridad—. Coses estupendamente…
—Me alegro de que le gusten. Hice a Arden una falda con este tejido y me sobró un poco. Iba a coserle también una chaqueta, pero fue entonces cuando se marchó. ¿No le parece bonito este color azul suave?
—En efecto… Y quedará muy bonito con su pelo…
—Deseaba que usted viese el tejido antes de empezarlo. Pero cuando me presenté aquella noche, usted estaba a punto de salir y no quise molestarla…
¿Que estaba a punto de salir de noche? «No es demasiado probable —pensó Jenny—, pero dejémoslo pasar».
Estaba contenta de tener la compañía de Rooney. Aquellas semanas habían parecido interminables. Sin cesar, estuvo pensando en Kevin. ¿Qué le habría sucedido? Conducía muy rápido. Y llevaba un coche extraño. Aquel día las carreteras se encontraban heladas. ¿Podría haber tenido un accidente, sin lastimarse él, pero haberse estrellado con aquel coche prestado? ¿Podría haberle acometido el pánico y decidir marcharse de Minnesota? Pero siempre se le presentaba un hecho irrefutable. Kevin jamás habría abandonado el teatro «Guthrie».
Se sentía tan mal… Debería decirle a Erich que se hallaba embarazada. Consultar a un médico…
Pero aún no. No hasta que se resolviese algo relativo a Kevin. La noticia del futuro bebé debía ser algo alegre. Y no lo sería, si se hacía saber en aquella tensa y hostil atmósfera.
La noche de la fiesta de la cena, Erich había insistido en que se lavase a mano cada pieza de porcelana y cristal, y en que todas las ollas estuvieran bien limpias antes de irse arriba.
Cuando se metieron en la cama, Erich comentó:
—Debo decir que parecías muy alterada, Jenny. No me había percatado de que MacPartland representase tanto para ti. No, debo corregirme. Tal vez lo había presentido; tal vez ésa fuese la razón de que no me sorprendiese el que tuvieras una cita clandestina con él.
Jenny trató de explicarse, pero a sus propios oídos la explicación le pareció débil y confusa. Finalmente, pareció encontrarse demasiado cansada, demasiado alterada, para discutir más. En cuanto empezó a dormirse, Erich la rodeó con sus brazos.
—Soy tu marido, Jenny —manifestó—. Sin importarme nada, permaneceré a tu lado el tiempo que haga falta para que me digas la verdad.
—… como le iba diciendo, no quise molestarla con su visita —estaba hablando Rooney.
—Qué… Oh, lo siento…
Jenny se percató de que no estaba escuchando a Rooney. Miró al otro lado de la mesa. Los ojos de Rooney eran claros. ¿Qué porcentaje de sus problemas radicaba en su absoluta obsesión por Arden? ¿Y cuál a causa de la soledad y por no mantener contactos con el exterior?
—Rooney, siempre he deseado aprender a coser. ¿Crees poder enseñarme?
A Rooney se le iluminó el rostro.
—Oh, me gustaría mucho. Puedo enseñarle a coser, a tejer, a hacer punto, a lo que quiera…
Se fue al cabo de un momento.
—Lo reuniré todo y regresaré mañana por la tarde —prometió—. Será como en los viejos tiempos… Caroline tampoco sabía hacer ninguna de esas cosas. Yo fui quien le enseñó. Tal vez pueda confeccionar una bonita colcha antes de que le suceda algo…
*****
—Hola Jenny —la llamó alegremente Joe.
«Oh, Dios mío», pensó Jenny. Erich se encontraba a unos cuantos pasos detrás de ella con las niñas, pero aún no había doblado la esquina del establo.
—¿Cómo estás, Joe? —le preguntó nerviosa.
Algo en la voz de la mujer hizo que Joe alzase rápidamente la vista. Vio a Erich y enrojeció.
—Oh, buenos días, Mr. Krueger. Me parece que no le esperaba…
—Estoy seguro de que no…
El gélido tono de Erich hizo que el rubor de Joe aumentase aún mucho más.
—Deseo ver cómo van mis niñas con sus lecciones.
—Sí, señor. Ahora mismo sacaré los ponis.
Y se metió a toda prisa en las caballerizas.
—¿Tiene la costumbre de dirigirse a ti llamándote Jenny? —le preguntó Erich en voz baja.
—Es culpa mía —confesó Jenny.
Y luego se preguntó cuántas veces, en las últimas semanas, había empleado aquellas palabras.
Joe regresó con los caballitos. Mientras las niñas chillaban de impaciencia, ajustó las monturas.
—Conduciremos cada uno de los ponis —le explicó Erich.
—¿Y usted, Mrs. Krueger? —preguntó Joe—. ¿No quiere montar hoy?
—Aún no, Joe.
—¿No habías estado montando? —inquirió Erich.
—No. Mi espalda me ha estado doliendo un poco.
—Pues no me lo habías contado.
—No es nada.
No podía aún explicarle lo del bebé. Habían pasado ya casi cuatro semanas desde que el sheriff Gunderson se había presentado y no habían intercambiado una palabra más al respecto.
La primavera estaba a punto de apuntar. Los árboles ya tenían todos una neblina roja a su alrededor. Joe le explicó que aquello sucedía poco antes de que comenzasen a brotar las yemas. Ya había tallos de hierba que crecían a través del barro de los campos. Las gallinas comenzaban a corretear fuera del gallinero y exploraban el territorio que las rodeaba. El jactancioso cacareo de los gallos podía oírse desde detrás del granero, del henil, de los establos. Una de las gallinas había seleccionado un rincón del establo para su propio nido y estaba empollando uno de sus huevos sin incubar.
—¿Desde cuándo tienes dolores de espalda, Jenny? ¿Quieres que te vea un médico?
El tono de Erich fue amoroso y solícito.
—No. Veamos si se va solo. Ya los he padecido antes…
Había tenido tremendos dolores de espalda durante sus anteriores embarazos.
Alguien comenzó a caminar junto a ellos Se trataba de Mark. No había vuelto a verle desde la noche de la cena.
—Hola, vosotros dos… —dijo Mark.
Sus modales parecían desenvueltos. No había nada que indicase que había estado pensando en lo que sucediera durante la fiesta de la cena.
—Quédate un momento y observa la forma en que mis niñas montan en sus ponis —le invitó Erich.
Durante las pasadas semanas, Tina y Beth habían realizado rápidos progresos con los ponis. Jenny sonrió inconscientemente ante sus caras de deleite, mientras se sentaban muy erguidas, sosteniendo las riendas con arrobada concentración.
—Parecen muy buenas —comentó Mark—. Llegarán a ser excelentes amazonas.
—Adoran a estos animales.
Erich las dejó que guiasen los ponis.
—Nunca había visto a Erich tan feliz. Mostró a todo el mundo sus cuadros, en casa de los Hanover, la otra noche. Emily sintió mucho que tú no pudieras.
—¿Que no pudiera qué? —repitió Jenny—. ¿Qué tenía que hacer?
—Asistir a la fiesta de los Hanover. Erich explicó que no te encontrabas bien. ¿Ya has visitado a un médico? He entreoído que hablabas de tu espalda. Y el desmayo de aquella noche, Jenny. ¿No es algo inusual? ¿Tienes antecedentes de perder el conocimiento?
—No, nunca me he desmayado. Y veré pronto a un doctor.
Se sintió mejor cuando advirtió que Mark la contemplaba con atención. En cierto modo, aquello no le importaba. Fuesen cual fuesen las conclusiones a las que hubiese llegado, acerca de la posible visita de Kevin, y de su supuesto estado de viudez, no la había condenado.
¿Debía decirle que no tenía la menor idea acerca de la fiesta de Emily? ¿Y de qué serviría aquello? «Erich nos ha dejado encontrarnos porque sabía que Mark, probablemente, mencionaría lo de la fiesta —pensó—. Erich deseaba que me enterase. ¿Por qué?». ¿Era, simplemente, otra forma de intentar herirla, castigarla, ante las habladurías que rodeaban el nombre de los Krueger? ¿Cuánta gente de su comunidad lo sabía? Estaba segura de que Emily se lo había contado todo a su familia y amistades, lo referente a la visita del sheriff.
Si Erich creía que la gente pensaba que había cometido un error, y se apiadaban de él, se pondría furioso. Recordó su ira cuando Elsa sugirió que había sido Erich quien había manchado la pared.
Erich era un perfeccionista.
Mientras Mark se daba la vuelta para marcharse, Erich le dijo:
—Nos veremos esta noche.
«¿Esta noche? —se preguntó Jenny—. ¿Otra fiesta? ¿Negocios de alguna clase?».
Fuese lo que fuese, no quería enterarse de qué se trataba.
Las niñas corrieron hacia ella una vez hubieron desmontado.
—Papá montará pronto a Barón junto a nosotras —explicó Beth—. ¿Querrás cabalgar con nosotras, mamá?
Joe condujo los ponis a las caballerizas.
—Hasta la próxima, Mrs. Krueger —saludó.
Estuvo segura que ya nunca más la volvería a llamar Jenny…
—Vamos, querida —le dijo Erich al mismo tiempo que la tomaba del brazo—. ¿No están preciosas mis princesitas?
Mis princesas. Mis niñas. Mis hijas. No nuestras, sólo mis. ¿Cuándo había comenzado aquello? Jenny se percató de que la emoción que comenzaba a experimentar era la de los celos… «Dios mío —pensó—, no permitas que empiece a preocuparme por esto. La única cosa en la vida que tengo ahora es que mis hijas son tan felices…».
Estaban casi en la casa, cuando un automóvil entró en el paseo de coches, un coche con una luz destellante en el techo. El sheriff Gunderson.
¿Tendría alguna noticia acerca de Kevin? Se forzó a sí misma a no apresurarse, a no permitir que su rostro mostrase ansiedad. Mientras el sheriff salía del coche, Erich entrelazó su brazo con el de ella. Con la otra mano, llevaba a Tina. Beth corría delante de ellos. «El devoto marido al lado de su mujer en época de problemas —pensó Jenny—. Ésta será la impresión que recibirá el sheriff».
El rostro de Wendell Gunderson estaba ceñudo. Incluso se perfiló una mayor formalidad en sus modales cuando saludó a Erich. Deseaba hablar a solas con Jenny.
Se dirigieron a la biblioteca. Jenny pensó cómo, en las primeras semanas, aquélla había sido su estancia favorita. El sheriff ignoró el sofá y eligió el sillón de respaldo recto.
—Mrs. Krueger, no ha habido la menor noticia de su ex marido. La Policía de Minneapolis se está haciendo cargo de esta desaparición de la mejor forma posible. No existen evidencias de que planease marcharse. En un cajón de su escritorio se encontraron doscientos dólares en efectivo; se llevó sólo un pequeño maletín cuando se fue. Todos los que trabajan en el «Guthrie» están de acuerdo en que no tenía intenciones de dejar perder la oportunidad que había logrado. Me percato de que la última vez todo hubiera sido más fácil de haber insistido en hablar a solas con usted. Por favor, dígame la verdad, porque, una vez las investigaciones se encuentren plenamente en marcha, le prometo que la verdad saldrá a la luz. ¿Telefoneó usted a Kevin MacPartland la tarde del lunes, nueve de marzo?
—No lo hice.
—¿Le vio la noche del lunes, nueve de marzo?
—No le vi.
—Salió de Minneapolis a las cinco y media. Conduciendo seguido hasta aquí, podría haber llegado a eso de las nueve. Presumimos que pudo detenerse por el camino para comer algo. ¿Dónde estuvo usted entre las nueve y media y las diez de la noche del lunes?
—En la cama. Apagué la luz antes de las nueve. Estaba muy cansada.
—¿Insiste en que no le vio?
—En efecto…
—La telefonista de «Guthrie» ha confirmado que su ex marido recibió una llamada de una mujer. ¿Existe alguna mujer que pudiera haberle llamado en su nombre? ¿Alguna amiga íntima?
—Aquí no tengo amistades íntimas —replicó Jenny—, ni masculinas ni femeninas.
Se puso en pie.
—Sheriff, nadie desea más que yo encontrar a Kevin MacPartland. Es el padre de mis hijas. Nunca ha existido el menor indicio de animosidad entre nosotros. Por lo tanto, ¿me quiere explicar adónde quiere ir a parar? ¿Me está sugiriendo que invité a Kevin a venir aquí, sabiendo que mi marido planeaba encontrarse fuera? Y si cree esto, ¿me está insinuando que tengo algo que ver con su desaparición?
—No sugiero nada, Mrs. Krueger. Sólo le estoy pidiendo que me cuente todo lo que sepa. Si MacPartland estaba, en efecto, de camino hacia aquí, y no se ha dejado ver, eso nos concede un punto de partida. Si estuvo aquí, y sabemos el momento de su partida, eso nos da algo más. ¿Comprende lo que necesito? Me imagino lo embarazosa que aquella noche pudo resultar para usted, pero…
—No creo que tengamos nada más que discutir —le cortó Jenny.
Dándose abruptamente la vuelta, salió de la biblioteca. Erich se encontraba en la cocina con las niñas. Había preparado unos bocadillos de jamón y queso. Los tres se hallaban comiendo en muy buena armonía. Jenny vio que no habían preparado un sitio para ella.
—Erich, creo que el sheriff ya se dispone a marcharse —le dijo—. Tal vez quieras verle afuera.
—Mamá…
Beth parecía intranquila.
«Oh, Ratoncita —pensó Jenny—, qué buen oído tienes».
Trató de sonreír.
—Vaya, hoy habéis estado estupendas con los ponis…
Acercándose al frigorífico, se sirvió un vaso de leche.
—¿Ahora ya lo sabes mejor, mamá? —le preguntó Beth.
—¿Qué he de saber mejor?
Jenny tomó en brazos a Tina y se sentó a la mesa con la niñita en el regazo.
—Papá le dijo a Joe, cuando estábamos en nuestros ponis, que, aunque tú no lo supieses bien eso de que Joe debía llamarte Mrs. Krueger, Joe si debería saberlo…
—¿Papá ha dicho eso?
—Sí… —replicó Beth de una forma positiva—. ¿Y sabes qué más dijo?
Jenny bebió un poco de su leche.
—No… ¿Qué…?
—Dijo que, cuando Joe regresase hoy a su casa para almorzar, encontraría un nuevo cachorrillo que papá ha comprado para él, puesto que Randy se ha escapado. ¿Podremos ir a ver al cachorrillo, mamá?
—Claro que sí. Nos acercaremos allí después de que hayáis dormido la siesta.
«Así que Randy “se ha escapado”», pensó.
Aquella era la versión oficial de lo que le había ocurrido al pobrecillo cachorro…