Los trozos de hielo que había en la acera hacían peligroso el caminar. Avenida de las Américas, las avenidas Quinta, Madison, Park, Lexington, Tercera. Bloques y más bloques de casas. Quien había dicho que Manhattan era una isla estrecha, nunca había corrido a través de sus resbaladizas aceras. Pero los autobuses iban tan despacio, que mejor sería seguir a pie. De todos modos, ya llegaba tarde.
La guardería se encontraba en la Calle 49, cerca de la Segunda Avenida. Eran las seis menos cuarto cuando, jadeando por haber corrido, Jenny tocó el timbre del apartamento de Mrs. Curtis. Ésta se encontraba manifiestamente enfadada, con los brazos cruzados y los labios formando una delgada línea en su larga y poco placentera cara.
—¡Mrs. MacPartland! Hemos tenido un día terrible —explicó la lúgubre dama—. Tina no ha parado de llorar. Y me había explicado que Beth sabía hacerse las cosas en el excusado, pero permítame decirle que no es así…
—Pues…, claro que sabe ir al retrete —protestó Jenny—. Probablemente, las niñas aún no se han acostumbrado a estar aquí…
—Y no van a tener la oportunidad… Sus niñas son una verdadera lata. Intente comprender mi posición, una de tres años que aún no sabe hacerse las cosas, y otra de dos que no deja de llorar, por sí mismas me ocupan todo el tiempo…
—Mamá…
Jenny ignoró a Mrs. Curtis. Beth y Tina estaban sentadas juntas en el desvencijado sofá que se encontraba en el oscurecido vestíbulo que Mrs. Curtis denominaba, pomposamente, «zona de juegos». Jenny se preguntó cuánto tiempo haría que tenían puestas sus ropas de calle. En un arrebato de ternura, las abrazó con fuerza.
—Hola, Ratoncita. Hola, Picaruela…
Las mejillas de Tina estaban humedecidas de lágrimas. Amorosamente, le alisó su suave y castaño cabello que le tapaba la frente. Ambas habían heredado los ojos color avellana de Kev y sus recias y negras pestañas, lo mismo que su pelo.
—Hoy estaba asustada —informó Beth, señalando a Tina—. No ha hecho más que chillar y chillar.
El labio inferior de Tina se estremeció. Alargó los brazos hacia Jenny.
—Y ha llegado tarde de nuevo —la acusó Mrs. Curtis.
—Lo siento.
El tono de Jenny era ausente. Los ojos de Tina se veían pesados y sus mejillas enrojecidas. ¿Incubaba ya un nuevo ataque de gripe? Era este sitio. Nunca debió haberlo elegido.
Agarró a Tina. Temerosa de que la dejasen atrás, Beth se deslizó del sofá.
—Me quedaré con las niñas hasta el viernes, lo cual ya constituye un favor —explicó Mrs. Curtis—, pero eso es todo…
Sin dar ni las buenas noches, Jenny abrió la puerta y salió al frío exterior.
Ahora era ya completamente de noche y el viento muy fuerte. Tina hundió la cabeza en el cuello de Jenny. Beth trató de protegerse la cara con el abrigo de Jenny.
—Sólo me mojé una vez —confesó.
Jenny se echó a reír.
—Oh, Ratoncito, amorcito… Sube aquí. Estaremos en nuestra calentita casa dentro de un minuto.
Pero llegaron tres autobuses llenos. Por último, desistió y echó a andar hacia el centro de la ciudad. Tina era un peso muerto. Si trataba de apresurarse, ello significaría que debería medio arrastrar a Beth. Al cabo de dos manzanas se inclinó y la tomó en brazos.
—Puedo andar, mami —protestó Beth—. Ya soy mayor…
—Ya lo sé… —convino Jenny—, pero iremos más de prisa si te llevo en brazos.
Cerrando ambas manos, trató de equilibrar a sus dos niñitas en los brazos.
—Agarraos fuerte —les dijo—, el maratón está a punto de empezar.
Aún le quedaban diez manzanas hasta llegar al centro. Luego otras dos a través de la ciudad. «No son muy pesadas —se dijo a sí misma—. Son tus hijas». Por Dios bendito, ¿dónde iba a encontrar otra guardería para el lunes siguiente? «Oh, Nana, Nana, te necesitábamos tanto…». No podría atreverse a pasar más tiempo fuera de la galería. «¿Le habría pedido Erich a Alison Spencer que cenase con él?», se preguntó.
Alguien comenzó a andar a su lado. Jenny alzó la vista y se quedó desconcertada cuando Erich alargó las manos y le tomó a Beth de los brazos. La boca de Beth formó un círculo, mitad de sorpresa y mitad de miedo. Pareciéndole que estaba a punto de protestar, le sonrió:
—Llegaremos a casa un poco más de prisa, si te llevo en brazos y hacemos carreras con mamá y Tina.
Su tono fue conspiratorio.
—Pero… —comenzó Jenny.
—¿No vas a permitir que te ayude, Jenny? —le preguntó—. Me gustaría llevar también a la pequeñita, pero estoy seguro que no querrá venirse conmigo.
—Claro que no —convino Jenny—, y, naturalmente, me siento agradecida, Mr. Krueger, pero…
—Jenny, ¿quieres hacer el favor de dejar de llamarme Mr. Krueger? ¿Por qué me abandonaste con aquella aburrida mujer de Art News? Estuve esperando que me rescatases. Cuando me di cuenta de que te habías marchado, recordé dónde se encontraba la guardería. Aquella espantosa mujer me dijo que ya habías salido de allí, pero conseguí que me diera tu dirección. Decidí caminar hasta tu apartamento y llamar al timbre. Luego, exactamente delante de mí, vi a una chica preciosa que necesitaba ayuda, y aquí estamos…
Jenny sintió el brazo de él sujetándole firmemente el codo. De repente, en vez de sentirse fatigada y deprimida se notó absurdamente feliz. Le miró a los ojos.
—¿Haces esto cada noche? —le preguntó Erich.
Su tono era a un tiempo de preocupación y de incredulidad.
—Por lo general, conseguimos subir a un autobús cuando hace mal tiempo —explicó—. Esta noche todos venían llenos, puesto que apenas si dejaban sitio para el conductor…
La manzana comprendida entre las avenidas Lexington y Park estaba llena de casas de cuatro pisos con inclinados y altos pórticos.
Jenny señaló la primera casa del lado norte.
—Ésa es…
Miró la calle con afecto. Para ella, las hileras de casitas ofrecían una sensación de tranquilidad: casas de casi cien años, construidas cuando Manhattan aún tenía barrios de hogares unifamiliares. La mayor parte de estas casas habían ya desaparecido, reducidas a escombros para dejar sitio a los rascacielos.
En el exterior de su edificio, trató de darle las buenas noches a Erich, pero éste se negó a que le despidieran.
—Quiero verlo —le dijo.
Con desgana, Jenny le precedió al estudio situado en la planta baja. Había puesto unas fundas a los muebles con un alegre dibujo amarillo y naranja, en la primitiva y ajada tapicería de segunda mano; una alfombra de un castaño oscuro cubría la mayor parte del desgastado suelo de parqué; las vigas se apoyaban en el pequeño cuarto de vestir, situado delante del cuarto de baño, y estaban casi escondidas por la puerta con lumbrera. Unas litografías de Chagall ocultaban parte de la desconchada pintura de la pared, y unas plantas alegraban el alféizar sobre el fregadero de la cocina.
Contentas de ser liberadas, Beth y Tina entraron corriendo en la habitación.
Beth se dio la vuelta.
—Estoy muy contenta de encontrarme en casa, mamá —manifestó.
Luego se quedó mirando a Tina:
—Tina también está contenta de haber llegado a casa.
Jenny se echó a reír.
—Oh, Ratoncita, ya sé qué quieres decir. Verá —le explicó a Erich—, es un sitio muy pequeño pero me encanta.
—Comprendo el porqué. Es muy alegre.
—Bueno, no lo mire demasiado… —repuso Jenny—. La administración de la casa ha dejado envejecer las cosas. El edificio va a ser adquirido por una cooperativa para venderlo y ya hace tiempo que no gastan dinero en él…
—¿Vas a comprar tu apartamento?
Jenny comenzó a abrir la cremallera del abrigado traje para la nieve de Tina.
—No tengo la menor oportunidad. Costará sesenta y cinco mil dólares, si puede creerlo… Por esta habitación… Nos marcharemos en cuanto nos desahucien y ya buscaremos sitio en alguna parte…
Erich tomó entre sus brazos a Beth.
—Vamos a quitar estas pesadas prendas…
Con rapidez, la despojó de la chaqueta y luego dijo:
—Ahora, a ver si nos ponemos de acuerdo. Me he autoinvitado a cenar, Jenny. Si tienes otros planes para esta noche, puedes echarme a patadas. En otro caso, dime dónde hay un supermercado.
Permanecieron de pie juntos, dándose la cara.
—¿Qué me contestas, Jenny? —le preguntó—. ¿El supermercado o la puerta?
La mujer pensó que detectaba un deje de ansiedad en la pregunta. Antes de que pudiera responder, Beth le estiró de la pierna a Erich.
—Puedes leerme si quieres —le invitó.
—Queda decidido —manifestó con brío Erich—. Me quedo. No tienes nada más que decir, mamá.
Jenny pensó: «Realmente, desea quedarse. Honestamente, quiere estar con nosotras». Aquella comprobación suscitó inesperadas oleadas de placer a través de ella.
—No hay necesidad de ir a la compra —le respondió—. Si le gusta el redondo de carne, estamos muy bien surtidas.
Jenny sirvió Chablis y después puso las noticias de la televisión para él mientras bañaba y daba de comer a las niñas. Luego, Erich les leyó un cuento y Jenny preparó la cena. Mientras ponía la mesa y probaba una ensalada, Jenny miró de soslayo al sofá. Erich estaba sentado, con una niña en cada brazo, leyendo Los tres osos, con apropiada y declamatoria voz. Tina empezó a adormecerse y, rápidamente, se la sentó en su regazo. Beth escuchaba arrobada, con unos ojos que nunca abandonaban el rostro de él.
—Ha sido bueno, muy bueno —anunció cuando Erich hubo terminado—. Lees casi tan bien como mamá…
Erich alzó una ceja hacia Jenny, sonriendo triunfalmente.
Una vez las niñas estuvieron ya en la cama, cenaron en la mesita con vistas al jardín. La nieve del patio estaba aún blanca. Los desnudos árboles brillaban con el reflejo de las luces de la casa. Unas recias y altas siempreverdes casi cubrían la cerca que separaba la propiedad de los patios contiguos.
—Ya ve —le explicó Jenny—, el campo dentro de la ciudad… Una vez que las niñas están ya tranquilas, me suelo sentar aquí con el café y me imagino que contemplo mi gran propiedad… «Turtle Bay», a unas diez manzanas arriba de aquí; es una zona muy bonita. Las casas de cuatro pisos tienen unos jardines magníficos. Esto es una especie de burla de esa zona, pero me sabrá muy mal que llegue el día de la mudanza.
—¿Y adónde irás?
—Aún no estoy segura, pero me quedan seis meses por delante antes de tener que preocuparme. Encontraremos algo. ¿Qué le parece un café?
Sonó el timbre. Erich pareció molesto. Jenny se mordió los labios.
—Probablemente se trate de Fran, del piso de arriba. Está ahora entre un novio y el siguiente, y, se deja caer por aquí una noche sí y otra no…
Pero se trataba de Kevin. Llenó el umbral, como un magnífico muchacho, con su caro suéter de esquí, una larga bufanda negligentemente caída sobre el hombro y su cabello rojizo oscuro bien cortado, el rostro atezado…
—Entra, Kevin —le dijo Jenny, tratando de no transparentar su exasperación.
«¡Qué oportunidad! —pensó—. Por el cielo que lo ha conseguido».
Su marido entró en la habitación y la besó fugazmente. De repente, se sintió incómoda, sabiendo que los ojos de Erich no la perdían de vista.
—¿Están las niñas en la cama, Jen? —le preguntó Kevin—. Qué mala pata… Confiaba en verlas. Oh, tienes compañía…
Su voz cambió, se hizo formalista, casi inglesa. «Siempre el actor», pensó Jenny. El ex marido encontrándose con el nuevo amigo de la ex esposa en una comedia de alcoba… Presentó a los hombres y éstos asintieron con la cabeza, el uno al otro, sin la menor sonrisa.
Kevin, aparentemente, decidió alegrar la atmósfera.
—Huele muy bien aquí, Jen. ¿Qué has estado cocinando?
Examinó la parte superior del fogón.
—Caray, qué redondo de carne más estupendo…
Lo probó.
—Excelente. No puedo imaginar cómo he permitido que te alejases de mí…
—Fue un terrible error —replicó Erich, con voz helada.
—Claro que lo fue —convino con facilidad Kevin—. Bueno, mira, no quiero molestar… Sólo pensé que podía dejarme caer por aquí al pasar. Oh, Jen, ¿podría hablar contigo afuera un momento?
La mujer sabía exactamente de qué deseaba hablarle. Era el día de la paga. Confiando en que Erich no se percatase de ello, se deslizó el bolso del brazo al salir hacia el vestíbulo.
—Jen, me he pasado de la raya con eso del regalo de Navidad para ti y las niñas, y estoy muy mal de dinero. Debo el alquiler y el casero está comenzando a ponerse desagradable. Sólo necesito que me dejes treinta dólares, durante una semana o dos.
—Treinta dólares… Kevin, no puedo…
—Jen, los necesito.
Reluctante, se sacó el monedero.
—Kevin, tenemos que hablar. Creo que voy a perder mi empleo…
Él se apoderó con rapidez de los billetes. Tras metérselos en un bolsillo, se dio la vuelta hacia la puerta exterior.
—Ese viejo payaso nunca permitirá que te vayas, Jen. Conoce las buenas cosas cuando las tiene. Debes desenmascararle y pedirle un aumento. Nunca contratará a nadie por lo que te paga. Hasta otra…
Jenny regresó al apartamento. Erich estaba quitando la mesa, haciendo correr el agua en el fregadero. Agarró la cacerola con lo que aún quedaba del redondo de carne y se dirigió al cubo de la basura.
—Eh, guárdelo —protestó Jenny—. Las niñas lo podrán cenar mañana por la noche…
De forma deliberada, acabó tirándolo.
—No, después de que ese actor ex marido tuyo lo ha tocado ya no lo querrán…
La miró directamente a los ojos.
—¿Cuánto le has dado?
—Treinta dólares. Me los devolverá…
—¿Quieres decir que le permites venir aquí, darte un beso, bromear acerca de cómo te abandonó y pirárselas luego con tu dinero para gastarlo en algún bar de lujo?
—No tiene suficiente para pagar el alquiler…
—No te engañes a ti misma, Jenny. ¿Cuán a menudo hace eso? Supongo que todos los días de paga…
Jenny sonrió tímidamente.
—No, el mes pasado se olvidó. Mira, Erich, por favor, deja los platos. Puedo hacerlo yo.
—Hoy ya has trabajado demasiado.
Silenciosamente, Jenny tomó un paño de cocina. ¿Por qué había elegido Kevin esta noche para presentarse? Qué loca era al darle dinero…
La rígida desaprobación en el rostro de Erich y en su comportamiento, comenzó a suavizarse. Le quitó de las manos el paño de cocina.
—Deja eso… —le sonrió.
Vertió vino en unas copas limpias y las llevó al sofá. Ella se sentó a su lado, atentamente consciente de una profunda pero vaga intensidad en él. Trató de analizar sus propios sentimientos, pero no pudo hacerlo. Dentro de un momento, Erich se iría. Mañana por la mañana regresaría a Minnesota. Mañana por la noche, a esta misma hora, ella estaría aquí de nuevo. Pensó en la felicidad en el rostro de las niñas cuando Erich les había leído el cuento, el bendito alivio que sintiera cuando Erich apareció a su lado y le quitó a Beth de los brazos. El almuerzo y la comida habían sido muy alegres, como si con su sola presencia pudiera Erich hacer desaparecer la preocupación y la soledad.
—Jenny.
Su voz era tierna.
—¿En qué estás pensando?
La mujer trató de sonreír.
—No sé en qué estaba pensando. Era… Sólo algo alegre, supongo.
—No sé cuándo he tenido esa alegría. Jenny, ¿estás segura de que no sigues aún enamorada de Kevin MacPartland?
Ella quedó tan asombrada que se echó a reír.
—¡Dios santo, no…!
—Entonces, ¿por qué le das dinero con tanta facilidad?
—Supongo que se trata de una errónea sensación de responsabilidad. La preocupación de que tal vez lo necesite para pagar el alquiler.
—Jenny, mañana temprano he de tomar el avión. Pero puedo regresar a Nueva York para el fin de semana. ¿Estás libre el viernes por la noche?
Iba a regresar para verla… La misma deliciosa sensación de alivio y placer que experimentara cuando, de repente, Erich había aparecido en la Segunda Avenida, la llenó de nuevo ahora.
—Estoy libre. Buscaré una canguro…
—¿Y qué te parece el sábado? ¿Crees que las niñas disfrutarían si vamos al Zoo de Central Park, si no hace demasiado frío? Y luego podemos llevarlas a almorzar a «Rumpelmayer's», ¿no te parece?
—Les encantaría. Pero, Erich, realmente…
—Lo único que lamento es no poder quedarme en Nueva York durante una temporada. Tengo una reunión en Minneapolis respecto a unas inversiones que estoy planeando realizar. ¿Oh, podría…?
Había localizado el álbum de fotos en un estante debajo del mueble bar.
—Si quieres… Pero no es algo terriblemente excitante.
Bebieron un poco de vino mientras él inspeccionaba el libro.
—Esa soy yo al salir del orfanato —le explicó—. Fui adoptada. Ésos son mis nuevos padres…
—Parecen una pareja de maravilloso aspecto.
—No los recuerdo en absoluto. Murieron en un accidente automovilístico cuando yo sólo tenía catorce meses. Después de eso, siempre estuve con Nana.
—¿Éste es un retrato de tu abuela?
—Sí. Tenía cincuenta y tres años al nacer yo. Me acuerdo cuando iba a primer grado y llegué a casa con una cara muy larga porque los chicos hacían tarjetas para el «Día del Padre» y yo no tenía padre… Me dijo: «Escucha, Jenny. Yo soy tu madre, yo soy tu padre, yo soy tu abuela, yo soy tu abuelo… Soy todo lo que necesitas. ¡Y me harás a mí una tarjeta de felicitación para el "Día del Padre"»!
Sintió que el brazo de Erich le rodeaba los hombros.
—No es de extrañar que también la eches de menos…
Jenny se apresuró a continuar:
—Nana trabajaba en una agencia de viajes. Hicimos algunos viajes estupendos. Mira, aquí estamos en Inglaterra. Yo tenía quince años. Y aquí nuestro viaje a Hawai…
Cuando llegaron a las fotos de su boda con Kevin, Erich cerró el álbum.
—Se está haciendo tarde —manifestó—. Debes de estar muy cansada…
En la puerta, le asió a Jenny ambas manos y se las llevó a los labios. La mujer se había quitado las botas y estaba descalza sobre las medias.
—Incluso así eres igual que Caroline —le dijo, sonriendo—. Pareces tan alta con tacones y casi baja sin ellos… ¿Eres una fatalista, Jenny?
—Lo que ha de ser, será. Supongo que eso es lo que creo.
—Así es.
Y la puerta se cerró tras de él.