Lentamente, Jenny anduvo a través de los cuartos del piso de abajo por segunda vez. Erich no se había equivocado en volver a poner en su sitio ni el menor jarrón, o lámpara, en su exacto lugar original. Incluso había encontrado la adornada y fea escultura de una lechuza, que Jenny había escondido en un armario que no se usaba encima de la estufa.
Esperaba esto, pero un rechazo tan absoluto de sus deseos y de sus gustos no dejaba de conmocionarla. Finalmente, se hizo café y volvió a la cama. Temblando, se colocó bien los cobertores a su alrededor y se echó hacia atrás, contra las almohadas, reclinada contra el macizo cabezal del lecho. Sería otro frío y lúgubre día. El cielo se veía gris y brumoso; un fuerte golpe de viento tamborileó contra los cristales de la ventana.
Era el 8 de marzo, el trigesimoquinto cumpleaños de Erich, y el vigesimoquinto de lo de Caroline. ¿La última mañana de su vida, se había despertado Caroline en esta cama, apesadumbrada por tener que abandonar a su único hijo? ¿O se había despertado contando las horas que le quedaban para salir de esta casa?
Jenny se frotó la frente. Le dolía sordamente. Una vez más su sueño fue inquieto. Había estado soñando con Erich. Siempre había tenido aquella misma expresión en su cara, una expresión que ella nunca comprendía por completo. Una vez pasado este aniversario, y cuando regresase a la casa, le hablaría con la mayor tranquilidad. Le pediría que fuesen juntos en busca de consejo. Si se negaba, tendría que considerar el llevarse con ella a las niñas a Nueva York.
¿Dónde?
Tal vez su empleo aún estuviese disponible. Quizá Kevin le prestaría unos centenares de dólares para el billete del avión. Prestar… Era él quien le debía cientos y cientos… Fran le permitiría a ella y a las niñas quedarse en su casa durante un breve período de tiempo. Constituía una terrible inconveniencia el pedírselo a alguien, pero Fran era una buena chica…
«No tengo un céntimo —pensó Jenny—, pero no se trata de eso. No quiero abandonar a Erich. Le amo. Quiero pasar con él el resto de mi vida».
Estaba aún helada. Una ducha caliente serviría de ayuda. Y podría ponerse aquel cálido suéter de rombos de colores. Se encontraba en el armario.
Jenny lanzó una mirada hacia el armario, y comprendió qué la había estado preocupando de forma subconsciente.
Cuando se levantó, había tomado su bata del armario. Pero anoche la había dejado tirada en el banquito del tocador. La banqueta había sido apartada de la coqueta. Y ahora formaba el apropiado ángulo.
No era de extrañar que hubiese soñado con el rostro de Erich. De forma subconsciente, debía de haberse dado cuenta de que se encontraba en la habitación. ¿Y por qué no se había quedado? Se estremeció. Sintió que le hormigueaba la piel. Pero no era a causa del frío. Tenía miedo. ¿Miedo a Erich, de su propio marido? «Claro que no —se dijo a sí misma—. Temo su rechazo. Vino a verme y luego me dejó. ¿Habría regresado Erich a la cabaña durante la noche o había dormido en la casa?».
Con tranquilidad, se puso la bata y las zapatillas y se dirigió al vestíbulo. La puerta del cuarto de la niñez de Erich se veía cerrada. Escuchó con el oído pegado a la puerta. No se percibía el menor ruido. Lentamente, giró el picaporte y abrió la puerta.
Erich se hallaba acurrucado en la cama, con aquella colcha de alegres dibujos enrollada a su alrededor. Sólo se le veía una oreja y el arranque del pelo. Su rostro estaba enterrado en los pliegues de aquel suave tejido. Jenny entró en silencio en el cuarto y se hizo consciente de aquel leve y familiar olor. Se inclinó sobre Erich. En su sueño, se había llevado a la cara aquel camisón de color aguamarina.
Ella y las niñas casi habían terminado el desayuno cuando bajó Erich. Se negó a tomar ni siquiera café. Llevaba ya una de sus pesadas parkas y empuñaba lo que, obviamente, constituía un costoso fusil de caza, incluso para los inexpertos ojos de Jenny. Ésta le echó nerviosamente un vistazo.
—No sé si regresaré por la noche —manifestó—. No sé qué haré. Simplemente, estaré todo el día dando vueltas por la granja…
—Muy bien…
—No cambies de nuevo ninguno de los muebles, Jenny. No me gusta cómo los pones.
—Ya lo he barruntado —replicó Jenny con indiferencia.
—Es mi cumpleaños, Jen.
Su tono sonaba algo alto, juvenil, como la voz de un muchacho.
—¿No vas a desearme un feliz cumpleaños?
—Esperaré a la noche del viernes. Mark y Emily vendrán a cenar. Lo celebraremos con ellos. ¿No lo preferirías así?
—Tal vez…
Se inclinó encima de ella. El frío acero del fusil le rozó el brazo.
—¿Me amas, Jenny?
—Sí.
—¿Y nunca me dejarás?
—Nunca querría dejarte.
—Eso es lo que Caroline me decía, esas mismas palabras…
Sus ojos se volvieron pensativos.
Las niñas habían permanecido silenciosas.
—Papá, ¿puedo ir contigo? —le rogó Beth.
—Ahora no. Dime cómo te llamas.
—Beth, la de la banda…
—¿Y cuál es tu nombre, Tina?
—Tina, la de la banda…
—Estupendo. Os traeré regalos a las dos.
Las besó y regresó junto a Jenny. Apoyó el fusil contra la estufa, tomó las manos de su mujer y las hizo correr por su propio pelo.
—Haz esto —susurró—. Por favor, Jen…
Ahora la miraba con ojos muy fijos. Tenía la misma expresión que en sus sueños. En un rapto de ternura, se apresuró a obedecer. Parecía tan vulnerable y anoche no había sido capaz de pedirle consuelo…
—Así, muy bien —sonrió—. Se siente uno tan a gusto… Gracias…
Recogió el fusil y se dirigió hacia la puerta.
—Adiós, niñas…
Sonrió a Jenny y luego titubeó.
—Cariñito, tengo una idea. Saldremos esta noche juntos a cenar, sólo nosotros dos. Pediré a Rooney y a Clyde que se queden durante unas horas con las niñas.
—Oh, Erich… Me encantaría…
«Si comenzase a compartir aquella fecha con ella… Sería un progreso —pensó—, un buen augurio».
—Telefonearé, y haré las reservas para las ocho de la noche en la «Groveland Inn». Te he estado prometiendo llevarte allí, cariño. Se encuentra la mejor comida de todos estos contornos.
La «Groveland Inn» donde se había visto con Kevin… Jenny sintió que su rostro empalidecía.
*****
Cuando ella y las niñas llegaron al establo, Joe las estaba aguardando. Ahora había perdido su habitual y alegre sonrisa; su juvenil rostro se veía surcado por unas poco familiares arrugas de preocupación.
—Tío Josh se ha presentado esta mañana. Estaba bastante borracho y mamá le ha dicho que se marchase. Se dejó abierta la puerta y Randy salió de la casa. Confío en que no le suceda nada. No está acostumbrado a los coches.
—Búscale —le dijo Jenny.
—A Mr. Krueger no le gustaría…
—No tiene importancia, Joe. Yo me cuidaré de eso. Las niñas tendrían un disgusto terrible si algo malo le sucediese a Randy…
Jenny le observó apresurarse por la embarrada carretera y ordenó:
—Vamos, chicas… Demos ahora nuestro paseo. Ya visitaréis más tarde a los ponis.
Corrieron delante de ella a través de los campos. Sus botas de caucho producían unos suaves y chapoteantes sonidos. El terreno estaba deshelándose. Tal vez, a fin de cuentas, aún se presentaría una primavera precoz. Trató de imaginarse aquellos campos cubiertos de alfalfa y de hierba y aquellos desnudos árboles provistos de abundante follaje.
Incluso el viento había perdido algo de su feroz mordiente. En los pastos del sur vio que el ganado tenía bajadas las cabezas y estaban olisqueando el suelo, como una anticipación de los brotes de hierba que pronto se presentarían.
«Me gustaría hacerme un jardín —pensó Jenny—. No conozco absolutamente nada al respecto, pero puedo aprender». Tal vez la razón por la que se encontraba físicamente descompuesta era que necesitaba ejercicio. No eran sólo nervios; una vez más le volvió aquella sensación angustiosa y mareante. Se detuvo de repente. ¿Era posible? Dios mío, ¿era posible…?
Claro que lo era.
Se había sentido de aquella manera cuando quedó encinta de Beth.
Estaba embarazada.
Aquello explicaba por qué notaba tan prieto el camisón en el cuerpo; también explicaba los pequeños mareos, el vértigo, incluso los períodos de depresión.
¡Qué maravilloso regalo sería para Erich decirle esta noche que creía estar esperando un niño! Deseaba un hijo para que heredara esta granja. Seguramente, el personal nocturno en el restaurante sería diferente al que ayudaba en los almuerzos… Todo iría bien… El hijo de Erich…
—Randy —llamó Tina—. Mira, mamá, es Randy…
—Oh, estupendo —respondió Jenny—. Joe estaba tan preocupado…
Llamó al perro:
—Randy, ven aquí.
El cachorro debía de haber atajado a través del huerto. Se paró, se dio la vuelta y se quedó mirando a Jenny. Chillando, Beth y Tina se precipitaron hacia el chucho. Con un ladrido de deleite, dio la vuelta y echó a correr hacia los campos del sur.
—Randy, detente… —le gritó Jenny.
Ladrando ahora ruidosamente, el cachorrillo siguió hacia delante. «Que Erich no le oiga —rogó—. Que no avance hacia los pastos de las vacas». Erich se pondría furioso si el perro alborotaba a las reses. Casi una docena de ellas estaban a punto de parir terneros.
Pero no se encaminó a los pastos. En vez de ello, viró y echó a correr a lo largo de la línea este de la propiedad.
El cementerio. Iba directo hacia allí. Jenny recordó cómo Joe había bromeado acerca de que Randy cavaba en torno de su casa.
—Juraría que está tratando de llegar a la China, Jenny. Deberías verle. Cada vez que localiza un lugar deshelado, allá está él…
Si el perro comenzaba a excavar en las tumbas…
Jenny adelantó a las niñas, corriendo tan de prisa como podía por aquel terreno fangoso.
—Randy —le gritó de nuevo—, Randy, ven aquí…
«¿Y si Erich la oía?». Jadeando con fuerza corrió en torno de la línea de pinos noruegos que hacían de pantalla del cementerio y luego por el claro. La puerta estaba abierta y el cachorro saltaba entre las tumbas. En su aislado rincón, la sepultura de Caroline aparecía cubierta de una capa de rosas frescas. Randy irrumpió por allí, aplastando las flores.
Jenny vio un destello metálico que procedía del bosque. Instantáneamente, se dio cuenta de qué se trataba.
—No, no —gritó—, no dispares… ¡Erich, no tires contra el perro!
Erich salió del abrigo de los árboles. Con un preciso y lento movimiento, se llevó el arma al hombro.
—¡No, por favor! —gritó Jenny.
El seco estampido del fusil hizo salir volando y piando a los gorriones de los árboles. Con un aullido de dolor, el cachorro se derrumbó en el suelo, con su cuerpecito hundido entre las rocas. Mientras Jenny lo observaba con incrédulo horror, Erich corrió de nuevo el aceitado cerrojo y disparó por segunda vez contra el gimoteante animal. Mientras el eco del estampido iba muriendo, el gimoteo cesó.