A medida que se aproximaba a la casa, Jenny creyó ver a alguien vigilándoles desde la ventana de la oficina de la granja. A menudo, Erich se quedaba allí al regresar de la cabaña.
Se apresuró a meter a las niñas en la casa y comenzó a prepararles unos emparedados de queso a la plancha y su cacao. Tina y Beth se acomodaron a la mesa, contemplando expectantes la tostadora, mientras el burbujeante olor del queso derretido llenaba la cocina.
¿Qué habría hecho tan desesperadamente desgraciada a Caroline, hasta el punto de querer abandonar a Erich? ¿Cuánto resentimiento se hallaba mezclado en el amor de Erich hacia su madre? Jenny trató de visualizar todas las circunstancias bajo las que abandonaría a Beth y a Tina. No llegaba a ver ninguna…
Las niñas estaban cansadas del largo paseo y se quedaron dormidas tan pronto como las preparó para la siesta. Observó cómo sus párpados caían y se cerraban. Se mostró reluctante a salir de la habitación. Se sentó durante un momento al lado de la ventana, comprobando que sentía un leve mareo. ¿Por qué?
Finalmente, se fue al piso de abajo, se puso un chaquetón y se encaminó a la oficina. Clyde trabajaba ante el gran escritorio. Tratando de hablar de forma casual, observó:
—Erich no ha venido aún a almorzar. Pensé que estaría por aquí.
Clyde pareció intrigado.
—Se detuvo un par de minutos al regresar de la compra de los suministros. Me contó que planeaba quedarse en la cabaña para pintar…
Sin decir una palabra, Jenny se dio la vuelta para alejarse. Pero su ojo localizó la bandeja de entradas donde se colocaba el correo.
—Oh, Clyde, si llega algo de correo para mí, mientras Erich se encuentra en la cabaña, ¿te asegurarás de que me sea entregado?
—Claro que sí… Por lo general, siempre lo hago con el tuyo y el de Erich…
Correo para mí… Durante el mes que llevaba aquí, aunque había escrito a Fran y a Mr. Hartley, no había recibido ni dos líneas.
—Temo que se le haya olvidado.
Se oyó decir con cierta discordancia:
—¿Ha llegado mucho correo?
—Una carta la semana pasada y dos tarjetas postales. No lo sé muy bien…
—Comprendo…
Jenny se quedó mirando el teléfono.
—¿Y llamadas telefónicas?
—Alguien de la iglesia telefoneó la semana pasada refiriéndose a una reunión. Y la semana anterior recibiste una llamada de Nueva York. ¿Quieres decirme que Erich no te ha dicho nada de esos mensajes?
—Estaba tan preocupado con prepararse para el viaje… —murmuró Jenny—. Gracias, Clyde.
Con lentitud, inició el regreso hacia la casa. El cielo estaba ahora nublado. Comenzaba a nevar entre fuertes ráfagas. El suelo, que había comenzado a deshelarse, se había endurecido de nuevo. La temperatura había descendido levemente.
No quiero compartirte… Jenny. Erich lo había dicho literalmente. ¿Quién la habría telefoneado desde Nueva York? ¿Kevin para comentar que se presentaría por Minnesota? Y si era así, ¿por qué Erich no la había avisado?
¿Quién había escrito? ¿Mr. Hartley? ¿Fran?
«No puedo permitir que esto suceda —pensó Jenny—. Tengo que hacer algo…».
—¡Jenny!
Mark Garrett llegaba corriendo desde el granero. Con sus largas zancadas, cubrió la distancia que mediaba entre ellos en unos segundos. Su pelo arenoso aparecía en desorden. Sonreía, pero sus ojos aparecían serios.
—No he tenido oportunidad de saludarte desde hace algún tiempo. ¿Cómo va todo?
¿Sospecharía? ¿Habría discutido Erich alguna cosa con él? No, eso no sería propio de Erich. Pero había algo que Jenny sí podía hacer.
Trató de que su sonrisa pareciese lo más natural posible.
—Eres exactamente la persona que deseaba ver. ¿Recuerdas que hablamos acerca de que vinieses tú y tu amiga…, la que se llama Emily, a cenar…?
—Sí.
—Pues podríamos hacerlo el ocho de marzo. Es el cumpleaños de Erich. Deseo ofrecerle una pequeña fiesta…
Mark frunció el ceño.
—Jenny… Quiero prevenirte. A Erich sigue pareciéndole que el día de su cumpleaños es nefasto…
—Lo sé —admitió Jenny.
Alzó la vista hacia Mark, consciente de su estatura.
—Mark… Eso ocurrió hace veinticinco años… ¿No ha llegado ya el momento de que Erich se recupere de la muerte de su madre?
Mark pareció estar eligiendo las palabras.
—Ve con cuidado, Jenny —sugirió—. Cuesta bastante desacostumbrar a una persona como Erich a unas reacciones profundamente implantadas en él.
Sonrió.
—Pero debo decir que no le costará demasiado tiempo comenzar a apreciar su actual estado.
—¿Así que vendrás?
—Rotundamente sí. Y Emily se muere de ganas de conocerte.
Jenny se echó a reír melancólicamente.
—Yo también me estoy muriendo de ganas de conocer a más personas…
Jenny se despidió de él y entró en la casa. Elsa estaba a punto de marcharse en aquel momento.
—Las niñas ya duermen. Mañana haré la compra de camino hacia aquí. Tengo la lista.
—¿La lista?
—Sí, cuando usted salió esta mañana con las niñas, Mr. Krueger se presentó. Me dijo que debería hace la compra a partir de ahora.
—Eso es una tontería —protestó Jenny—. Puedo hacerla yo o llevarme Joe…
—Mr. Krueger me contó también que se llevaba las llaves del coche.
—Comprendo… Gracias, Elsa…
Jenny no quiso que la mujer se diese cuenta del trastorno que sentía en aquel momento.
Pero cuando la puerta se cerró detrás de Elsa, se percató de que estaba temblando. ¿Se habría llevado Erich las llaves para asegurarse que Joe no lo usaba? ¿O era porque, posiblemente, conjeturaba que era ella quien lo usaba?
*****
Nerviosa, echó un vistazo por la cocina. Cuando, en el apartamento, se hallaba nerviosa solía calmarse emprendiendo alguna pesada tarea de limpieza que tuviese pendiente. Pero esta casa se hallaba tan inmaculada…
Se quedó mirando las latas encima del mostrador. Ocupaban mucho sitio y eran raramente usadas. Aquí todo era formal, frío, atestado. Y era también la casa de ella. ¿Le complacería a Erich si imprimía a este lugar su propia personalidad?
Hizo sitio a los botes en un estante de la despensa. La redonda mesa de roble y las sillas aparecían exactamente centradas en mitad de la estancia. Situadas bajo la ventana de la pared del lado sur, serían mucho más convenientes para las comidas rápidas en la barra, y en los almuerzos resultaría placentero mirar hacia los lejanos campos. Sin preocuparse de si las patas de la mesa rayaban el suelo, Jenny comenzó a arrastrarla.
La alfombrilla que había estado en el dormitorio de las niñas había sido llevada al desván. Decidió que si la colocaba cerca de la estufa de hierro colado, y agrupaba el sofá, el sillón a juego y la cómoda silla de la biblioteca, se crearía en la cocina una placentera zona tipo estudio.
Animada ahora con una energía nerviosa, se dirigió al salón, eligió entre los brazos algunos de los bibelots que había por allí, y los llevó a un aparador. Tras muchos esfuerzos, consiguió quitar las cortinas con encajes que bloqueaban la luz del sol y las vistas en el salón y en el comedor.
El sofá del salón era demasiado pesado para empujarlo. De alguna forma, consiguió darle la vuelta, junto con la mesa de caballete de caoba. Cuando hubo finalizado, la estancia parecía más aireada, más acogedora.
Se dirigió al resto de las habitaciones del piso bajo, tomando mentalmente nota de todo. Poco a poco, se prometió a sí misma. Dobló con cuidado las cortinas y las llevó al desván. La alfombrilla trenzada estaba allí. Si no podía llevarla abajo ella sola, pediría ayuda a Joe.
Tiró de la alfombrilla que deseaba, se percató de que no había forma de llevársela por sus propias fuerzas y, con ociosa curiosidad, echó un vistazo a los demás objetos de la habitación.
Un pequeño neceser de piel azul con las iniciales C. B. K. era, una de las cosas que había captado a primera vista. Lo tomó para examinarlo. ¿Estaría cerrado? Titubeando sólo un instante, quitó uno y luego el otro cierre. La tapa de la caja se abrió.
Artículos de tocador estaban ordenados en un contenedor parecido a una bandeja. Cremas y maquillaje, así como jabón con fuerte olor a pino. Una agenda encuadernada en piel se hallaba debajo de la bandeja. La fecha de la cubierta tenía veinticinco años de antigüedad. Jenny abrió el libro de notas y fue pasando páginas. 2 de enero, 10 de mañana: conferencia del maestro, Erich. 8 de enero: cena, Luke Garrett, los Meier, los Behrend. 10 de enero: devolver los libros de la biblioteca. Hojeó las sucesivas entradas. 2 de febrero: jueces de la sala, 9 de la mañana. ¿Se referiría a las sesiones de divorcio? 22 de febrero: comprar palo de hockey para E. La última entrada era la del 8 de marzo: cumpleaños de Erich. Aquello había sido escrito con una tinta azul clara. Y luego, con diferente pluma: 7 de la tarde, vuelo 241 de «Northwest», Minneapolis a San Francisco. Un billete sin usar, sólo ida, unido a la página con un clip, con una nota debajo:
El nombre estaba escrito a lo largo de la parte superior de la página: Everett Bonardi. «El padre de Caroline», pensó Jenny. Con rapidez, leyó aquella desigual caligrafía:
Querida Caroline: Tu madre y yo no nos hemos sorprendido al enterarnos de que dejas a John. Estamos profundamente preocupados por Erich, pero tras leer tu carta estimamos que es mejor que se quede con su padre. No teníamos idea de las verdaderas circunstancias. Ninguno de nosotros lo habíamos previsto, pero ya anhelamos el tenerte con nosotros. Recibe todo nuestro cariño…
Jenny dobló la carta, la volvió a meter en la agenda y cerró la tapa del neceser. ¿Qué había querido decir Everett Bonardi cuando escribió: No teníamos idea de las verdaderas circunstancias?
Comenzó a bajar con lentitud la escalera del desván. Las niñas estaban aún dormidas. Las miró amorosamente y luego la boca se le secó. El cabello rojo oscuro de las niñas estaba desparramado en sus almohadas. Encima de cada una de éstas, colocado de una forma que casi parecía un adorno capilar, se hallaba una pastillita redonda de jabón de pino. El débil aroma del pino se había embebido en el aire.
—¿No son una pequeñas bellezas? —suspiró una voz en sus oídos.
Demasiado desconcertada para echarse a gritar, Jenny se dio la vuelta.
Un delgado y huesudo brazo rodeó su cintura.
—Oh, Caroline…
Rooney Toomis suspiró, con ojos vacíos y húmedos.
—¿Por qué no nos limitamos a amar a nuestros bebés?
*****
De alguna manera, Jenny echó a Rooney de la estancia sin despertar a las niñas. Rooney salió de buen grado, aunque siguió manteniendo su brazo en torno de la cintura de Jenny. Descendieron dificultosamente las escaleras.
—Vamos a tomar una taza de té —sugirió Jenny, tratando de mantener normal su voz.
¿Cómo había entrado Rooney? Debía de conservar una llave de la casa.
Rooney tomó el té en silencio, sin dejar de mirar hacia la ventana.
—Arden solía amar esos bosques —explicó—. Naturalmente, sabía que no podía penetrar más allá de la linde. Pero siempre estaba trepando a los árboles. Solía subirse a ése…
De una forma vaga, Rooney señaló a un gran roble.
—Y miraba también los pájaros. ¿Ya le he dicho que fue presidenta durante un año del club «4-H»?
Su voz era calmada y sus ojos aparecían claros cuando se dio la vuelta para mirar a Jenny.
—Usted no es Caroline —musitó, perpleja.
—No, claro que no. Soy Jenny.
Rooney suspiró.
—Lo siento. Supongo que lo olvidé. Algo se apoderó de mí, uno de mis ensueños. Estaba pensando que llegaba tarde al trabajo. Creía haberme quedado dormida más de la cuenta… Como es natural, Caroline nunca se preocupaba de ello, pero Mr. John Krueger era tan exacto con todo…
—¿Y tenías una llave? —preguntó Jenny.
—He olvidado mi llave. La puerta estaba abierta. Pero ya nunca más tendré la llave, ¿verdad?
Jenny estaba segura de que la puerta de la cocina se hallaba cerrada. Por otra parte… Decidió no tratar de descubrir a Rooney.
—Y fui al piso de arriba a hacer las camas —prosiguió Rooney—. Pero ya estaban hechas… Y luego vi a Caroline. No, en realidad la vi a usted…
—¿Y pusiste las pastillas de jabón de pino en las almohadas de las niñas? —preguntó Jenny.
—Oh, no. Era Caroline quien hacía esto. Era ella la que adoraba ese olor…
Aquello carecía de objeto. La mente de Rooney se hallaba tan confusa que no se podía intentar separar lo imaginado de la realidad.
—Rooney, ¿no vas nunca a la iglesia o a algún tipo de reuniones? ¿No tienes amigos?
Rooney meneó la cabeza.
—Solía acudir a todas las actividades con Arden, al «4-H», a las obras de teatro de la escuela, a sus conciertos de la banda. Pero ya no voy.
Sus ojos estaban ahora despejados.
—No debería estar aquí. A Erich no le gusta.
Parecía tener miedo.
—No se lo dirá a él o a Clyde, ¿verdad? Prométame que no se lo dirá.
—Claro que no…
—Es usted como Caroline: muy bonita, muy amable, muy dulce… Confío en que no le suceda nada. Eso sería una vergüenza… Hacia el final, Caroline se encontraba tan ansiosa por marcharse de aquí… Acostumbraba a decir: «Tengo un presentimiento, Rooney, de que algo terrible está a punto de suceder. Y me encuentro tan indefensa…».
Rooney se levantó para irse.
—¿No llevas abrigo? —le preguntó Jenny.
—Supongo que no me di ni cuenta.
—Aguarda un momento.
Jenny sacó del armario del vestíbulo su abrigo.
—Póntelo. Mira, te sienta estupendamente. Abotónatelo hasta el cuello. Hace mucho frío.
¿No le había dicho Erich, prácticamente, lo mismo en su primer almuerzo en la «Russian Tea Room»? ¿Y no hacía de ello menos de dos meses?
Rooney miró a su alrededor insegura.
—Si quiere, le ayudaré a volver a poner bien la mesa antes de que llegue Erich.
—No tengo intenciones de volver a poner en su sitio la mesa. Está muy bien donde está…
—Caroline la colocó sólo una vez junto a la ventana, pero John dijo que trataba, simplemente, de que la vieran los hombres de la granja.
—¿Y qué respondió Caroline?
—Nada. Se limitó a ponerse su capa verde y salió afuera, a la mecedora del porche. Igual que en el cuadro… En una ocasión, me dijo que le gustaba sentarse allí y mirar hacia el Oeste porque su gente eran de por allí. Les echaba terriblemente de menos.
—¿Y no venían nunca a visitarla?
—Nunca. Pero Caroline amaba, de todas formas, la granja. Se había criado en la ciudad, pero siempre decía: «Este país es tan hermoso, Rooney, es tan especial lo que hace por mí…».
—¿Y luego se fue?
—Debió de suceder algo y decidió que tenía que irse.
—¿Y de qué se trataba?
—No lo sé.
Rooney bajó la mirada.
—Este abrigo es muy bonito. Me gusta…
—Por favor, quédatelo —le dijo Jenny—. Apenas me lo he puesto desde que me encuentro aquí.
—Si lo hago, ¿podré confeccionar los peleles como me ha prometido?
—Claro que puedes hacerlo. Y, Rooney, me gustaría ser tu amiga…
Jenny se quedó de pie, en la puerta de la cocina mirando a la delgada figura, ahora cálidamente arropada, que se inclinaba hacia delante, contra el viento.