Tras aquella primera noche, Erich no volvió a telefonear. Jenny trató de racionalizar su desasosiego. Erich tenía manía con los teléfonos. Pero pensaba llamarla cada noche. ¿Debía tratar ella de dar con él en el hotel? Media docena de veces apoyó la mano en el teléfono, pero luego la volvió a levantar.
¿Habría sido contratado Kevin por el «Guthrie»? Si era así, intentaría llevar a cabo lo mismo que había realizado en el apartamento, dejándose caer cuando estuviese sin un céntimo o se encontrase sentimental. Erich nunca lo resistiría, y tampoco era nada bueno para las niñas.
¿Por que no había telefoneado Erich?
Debía regresar a casa el día veintiocho. Joe le recogería en el aeropuerto. ¿Debería hacer el viaje en coche con Joe hasta Minneapolis? No, aguardaría en la granja y tendría preparada una buena cena. Le había echado de menos. No se había percatado de cuan ansiosamente ella y las niñas habían acogido aquella nueva vida durante las pasadas semanas.
Si no fuese por la miserable sensación de haberse visto con Kevin, Jenny sabía que no se hubiese preocupado porque Erich no la telefonease. Kevin era el expoliador. ¿Cabía suponer que, una vez hubiesen desaparecido los trescientos dólares, volvería de nuevo? Sería mucho peor si Erich se enteraba de que se había visto con él y no le había contado nada.
*****
Corrió a los brazos de Erich en cuanto abrió la puerta. Él la mantuvo apretada contra sí. En la corta distancia desde el coche hasta el porche, el frío de la noche le había penetrado en el abrigo y sus labios estaban fríos. Se le calentaron rápidamente en cuanto la besó. Con un sollozo a medias pensó: «Todo acabará bien».
—Te he añorado mucho —se dijeron el uno al otro.
Erich abrazó a las niñas, les preguntó si habían sido buenas y, ante su entusiasmada respuesta, les entregó unos brillantemente envueltos paquetes. Sonrió con indulgencia ante sus grititos de deleite ante las nuevas muñecas.
—Gracias, muchísimas gracias —dijo Beth con toda solemnidad.
—Gracias, papá —le corrigió.
—Eso es lo que quiero decir —repuso Beth, con un tono un tanto perplejo.
—¿Qué te ha traído, mamá? —le preguntó Tina.
Erich sonrió a Jenny.
—¿Ha sido mamá buena chica?
Se mostraron de acuerdo en que lo había sido.
—¿Estás segura, mamá?
¿Por qué será que la broma más inocente parece de doble intención cuando se tiene algo que esconder? Jen pensó en Nana meneando la cabeza acerca de una conocida:
«Es una mala noticia; miente, incluso cuando la verdad le serviría mejor».
¿Y qué había hecho?
—He sido una buena chica…
Trató de conseguir que su voz sonase desenfadada, indiferente.
—Jenny; te has puesto colorada…
Erich meneó la cabeza.
Jenny supo que su sonrisa resultaba forzada.
—¿Dónde está mi regalo?
Erich buscó en su maletín.
—Ya que te gustaban las figuritas «Royal Doulton», he pensado que podía buscarte otra en Atlanta. Y ésta me saltó a la vista. Se llama La taza de té.
Jenny abrió la caja. La figurita era la de una anciana sentada en una mecedora, con una taza de té en la mano y expresión de satisfacción en el rostro.
—Incluso se parece a Nana —suspiró ella.
Los ojos de Erich reflejaron ternura mientras la observaba examinar la figurita. Con ojos brillantes de lágrimas, Jenny le sonrió. «Y Kevin quería estropearme todo esto», pensó.
Encendió la estufa; una garrafita de vino y un trozo de queso aparecían encima de la mesa. Entrelazando los dedos con los de él, le llevó hasta el sofá. Sonriéndole, le sirvió vino en un vaso y se lo tendió.
—Bienvenido a casa.
Se sentó a su lado, volviéndose para que sus rodillas tocasen las de él. Llevaba una blusa verde de seda con chorreras «Yves St. Laurent», y unos pantalones de franela con un fino tejido. Sabía que era uno de los conjuntos favoritos de Erich. Su pelo era ya muy largo y le caía laciamente por encima de los hombros. Excepto cuando hacía muchísimo frío, le gustaba llevar descubierta la cabeza y el sol invernal formaba reflejos dorados en su oscuro pelo.
Erich la estudió con rostro inescrutable.
—Eres una mujer muy hermosa, Jen. ¿No te has vestido demasiado elegantemente?
—No todas las noches llega el marido de una a casa después de haber estado fuera durante cuatro días.
—Si no hubiera venido esta noche, confío en que habría sido un desperdicio tanto primor…
—Si no hubieras regresado esta noche, me lo habría puesto mañana.
Jenny decidió cambiar de tema.
—¿Cómo te ha ido por Atlanta?
—De lo más desagradable. La gente de la galería se pasó la mayor parte de su tiempo tratando de persuadirme para que vendiera Recuerdo de Caroline. Habían recibido un par de ofertas muy grandes y se podía oler la comisión…
—Te pasó lo mismo en Nueva York. Tal vez sería mejor que dejases de exponer ese cuadro.
—Quizás he elegido exhibirlo porque sigue siendo mi mejor obra —replicó en voz baja Erich.
¿Había implicada una crítica respecto de la sugerencia que le hacía Jenny?
—¿Y por qué no acabo de traer la cena?
Mientras se levantaba, Jenny se inclinó sobre él y le besó:
—Oye —susurró—, te amo…
Mientras servía la ensalada y preparaba una salsa holandesa, Erich llamó a Beth y Tina. Unos momentos después tenía a ambas niñas sobre el regazo, y se encontraba hablando animadamente y contándoles la historia del «Hotel Petchtree», en Atlanta, donde los ascensores eran de cristal y subían por la parte exterior del edificio, como si se tratase de una alfombra mágica. Algún día las llevaría allí…
—¿Y a mamá también? —preguntó Tina.
Jenny se dio la vuelta, sonriendo, pero la sonrisa se le cortó cuando Erich respondió:
—Si mamá quiere venir con nosotros…
Jenny había hecho unas costillas asadas. Él comió con apetito, pero sus dedos tamborilearon impacientes encima de la mesa; y, le preguntase lo que le preguntase, sólo respondía con monosílabos. Finalmente, Jenny renunció y comenzó a hablar sólo con las niñas.
—¿Le habéis contado a papá que ya os habéis puesto a lomos de los ponis?
Beth dejó a un lado el tenedor y se quedó mirando a Erich:
—Fue divertido. Dije arre, pero Mouse no se movió…
—Yo también dije arre… —coreó Tina.
—¿Dónde estaban los ponis? —preguntó Erich.
—En sus compartimientos —se apresuró a responder Jenny—. Joe les soltó sólo un momento.
—Joe hace muchas cosas por su cuenta —la interrumpió Erich—. Deseo estar allí cuando las niñas monten a los ponis. Quiero asegurarme de que las vigila de forma apropiada. ¿Cómo voy a saber que no es tan descuidado como lo fue el loco de su tío?
—Erich, de eso hace ya mucho tiempo.
—No me parece tanto tiempo cuando me tropiezo con ese zoquete borracho. Y Joe me ha dicho que ha regresado a la ciudad.
¿Era ésa la razón de que Erich estuviese tan trastornado?
—Beth, Tina, si habéis terminado, podéis solicitar permiso y poneros a jugar con vuestras nuevas muñecas.
Cuando las niñas ya no estuvieron al alcance de la voz, Jenny dijo:
—¿Es el tío de Joe el problema, Erich, o bien existe algo más?
Alargó la mano a través de la mesa, con aquel ademán familiar, para entrelazar los dedos de su mujer.
—Es eso. Es el hecho de que creo que Joe ha estado dando vueltas de nuevo por ahí con el coche. Tiene registrados, por lo menos, sesenta kilómetros extras. Naturalmente, niega haberlo conducido, pero ya lo hizo una vez en otoño sin permiso. No te ha llevado a ninguna parte, ¿verdad?
Jenny cerró los puños.
—No.
Tenía que decir algo respecto de Kevin. No quería que Erich creyese que Joe le había engañado.
—Erich… Yo…
Su marido la interrumpió.
—Y también son esas malditas galerías de arte. Durante cuatro días, he estado diciéndole a aquel loco de Atlanta que Recuerdo de Caroline no estaba en venta. Sigo creyendo que es mi mejor obra y quiero exponerla, pero…
Su voz se cortó. Cuando habló de nuevo, estaba ya más calmado.
—Pintaré más cuadros, Jen. No te preocupa, ¿verdad? Quiero decir que deberé encerrarme en la cabaña durante tres o cuatro días de un tirón. Pero es necesario.
Desanimada, Jenny pensó cómo se habían arrastrado aquellos últimos días. Trató de conseguir que su voz pareciese normal:
—Si es necesario, claro que sí…
Cuando regresó a la biblioteca tras dejar a las niñas en la cama, los ojos de Erich estaban llenos de lágrimas.
—Erich, ¿qué te ocurre?
Apresuradamente, se enjugó los ojos con el dorso de la mano.
—Perdóname, Jenny. Simplemente, me encuentro deprimido. Te he echado tanto de menos… Y el aniversario de mi madre es la semana que viene. No puedes saber lo malos que son estos días para mí. Cada año es aún como si acabase de ocurrir. Cuando Joe me dijo que su tío merodeaba por aquí, fue como si me hubiesen golpeado en el estómago. Me sentía tan miserable… Luego, el coche se salió de la carretera y la casa apareció iluminada. Temía que pudiese encontrarse a oscuras y vacía. Y después abrí la puerta y tú estabas allí, tan bella, tan contenta de verme. Temí que, mientras estaba fuera, te hubiese perdido de alguna forma.
Jenny se dejó caer de rodillas. Le alisó el cabello de la frente.
—Contenta de verte… ¡No puedes llegártelo a imaginar!
Los labios de él la silenciaron.
Cuando subieron al dormitorio, Jenny alargó la mano hacia uno de sus nuevos saltos de cama, pero luego se detuvo, con reluctancia, abrió el cajón de la cómoda donde guardaba el camisón aguamarina. La pechera del camisón parecía demasiado pequeña… «Tal vez esto sea una solución —pensó—. Esto deformará esa maldita cosa».
Poco antes de quedarse dormida, se percató de que había sido eso lo que había estado importunando su subconsciente. Las únicas veces en que Erich hacía el amor con ella era cuando llevaba aquel camisón.