Las llaves del «Cadillac» se encontraban en la oficina de la granja, pero Erich tenía unas llaves de repuesto, de todos los edificios y máquinas, en la biblioteca. Constituía algo sensato que el duplicado de llaves del «Cadillac» se encontrase también allí.
Su suposición fue correcta. Deslizándoselas en el bolsillo de sus pantalones, dio de comer a las niñas un temprano almuerzo y las acomodó para que hiciesen la siesta.
—Elsa, tengo algo que hacer. Regresaré a las dos.
Elsa asintió. ¿Era Elsa taciturna por naturaleza? No lo creía así. A veces, cuando llegaba de esquiar con Erich, Tina y Beth estaban ya despiertas, y oía a Elsa charlar con ellas, con su acento sueco más pronunciado al hablar con rapidez. Pero, cuando Jenny o Erich se encontraban cerca, permanecía silenciosa.
Las carreteras comarcales tenían algunas placas de hielo, pero la autopista se hallaba completamente despejada. Jenny se percató de lo bien que se sentía al conducir de nuevo. Se sonrió a sí misma, recordando las excursiones de fin de semana, que ella y Nana habían llevado a cabo con su «escarabajo» de segunda mano. Pero después de que ella y Kev se casasen, había vuelto a vender el «Volkswagen»; su mantenimiento se había vuelto demasiado caro. Ahora le pediría a Erich que le comprara un coche pequeño.
Era la una menos veinte cuando llegó al restaurante. Sorprendentemente, Kevin ya se encontraba allí, con una casi vacía garrafa de vino delante de él. Se sentó y le miró a través de la mesa.
—Hola, Kev.
Resultaba increíble que, en menos de un mes, pareciese más viejo, menos optimista. Sus ojos tenían bolsas. «¿Estaba Kevin bebiendo demasiado?», se preguntó.
Kevin alargó la mano hacia la de ella.
—Jenny, te he echado de menos. Y también a las niñas.
Jenny se soltó los dedos.
—Háblame acerca del «Guthrie».
—Estoy casi seguro de que conseguiré el trabajo. Lo he hecho lo mejor posible. Broadway está muy difícil. Y me encontraré mucho más cerca de ti y de las niñas… Jen, intentémoslo de nuevo.
—Kev, estás loco…
—No, no lo estoy. Estás preciosa. Jenny. Me gusta lo que llevas. Ese chaquetón ha debido de costarte una fortuna…
—Supongo que fue muy caro.
—Tienes clase, Jen. Siempre lo supe, pero no quise pensar en ello. Siempre creí que estabas allí por mí.
Una vez más, cubrió la mano de ella con la suya.
—¿Eres feliz, Jen?
—Sí, lo soy. Mira, Erich se molestará terriblemente cuando se entere de que te he visto. Debo decirte que no le causaste muy buena impresión la última vez que os visteis.
—Tampoco a mí me causó muy buena impresión, cuando puso un trozo de papel delante mío y me dijo que me demandaría por no manteneros y que debería emplear hasta mi último centavo si no firmaba…
—¡Erich no dijo eso!
—Erich dijo eso… Vamos, Jen. Eso fue un truco sucio. Estaba buscando un papel en el nuevo musical del «Hal Prince». Realmente eso me lo estropearía todo. De todos modos, no sabía que ya había sido eliminado. Créeme, no hubiera consentido en firmar los documentos de adopción.
—Eso no es tan simple —le respondió Jenny—. Sé que Erich te dio dos mil dólares.
—Fue sólo un préstamo.
Se vio atormentada entre la piedad hacia Kevin, y la lancerante sensación de que siempre usaría a las niñas como cuña para permanecer en su vida. Abrió su bolso.
—Kev, debo regresar. Aquí están los trescientos dólares. Pero, después de hoy, por favor, no entres más en contacto conmigo; no intentes ver a las niñas. Si lo haces, les causarás trastornos, y también a ti y a mi…
Kev tomó el dinero, pasó los dedos perezosamente a través de los billetes, luego se los metió en la cartera.
—Jen, hay algo que debes saber. Tengo un mal presentimiento acerca de ti y de las niñas. Es algo que no puedo explicar. Pero es cierto…
Jenny se levantó. En un instante, Kevin se encontró al lado de ella, tratando con los brazos de acercarla hacia él.
—Aún te amo, Jenny.
Su beso fue áspero y exigente.
No podía rechazarle sin originar una escena. Tuvo que transcurrir casi medio minuto antes de que los brazos de él se aflojasen y Jenny pudiera dar un paso.
—Déjanos solas —susurró—. Te lo suplico. Te lo advierto, Kevin… Déjanos tranquilas…
Casi tropezó con la camarera que estaba de pie detrás de ella, con el bloque de pedidos en la mano. Las dos mujeres de la mesa de al lado de la ventana se les quedaron mirando.
Mientras Jenny salía del restaurante, se dio cuenta de por qué una de las mujeres le parecía familiar. Había estado sentada, al otra lado del pasillo, cuando acudieron a la iglesia el domingo por la mañana.