Erich debía marcharse a Atlanta el 23 de febrero. El día 21, le dijo a Jenny que tenía unas cosas que hacer, y que llegaría tarde a almorzar. Eran cerca de la una y media cuando regresó.
—Vamos al establo —le invitó—. Tengo una sorpresa para ti.
Agarrando un chaquetón, Jenny salió corriendo detrás de él.
Mark Garrett les aguardaba allí, sonriendo ampliamente.
—Te presento a los nuevos inquilinos —manifestó.
Dos ponis Shetland se encontraban a cada lado de un departamento de caballos, muy cerca de la puerta. Sus crines y colas eran magníficas y lustrosas, y sus cobrizos cuerpos brillaban.
—Mi regalo para mis nuevas hijas —explicó Erich orgullosamente—. Pensé que podríamos llamarlos Mouse y Tinker Bett. Así las niñas Krueger no olvidarán los nombres de sus animales favoritos…
Se apresuró hacia el siguiente compartimiento.
—Y éste es tu regalo.
Sin habla, Jenny se quedó mirando a la yegua baya Morgan, que volvió amistosamente la cabeza hacia ella.
—Es un tesoro —exultó Erich—. Tiene cuatro años, de casta impecable, cariñosa. Ya ha ganado media docena de cintas. ¿Te gusta?
Jenny alargó una mano para dar unos golpecitos en la cabeza de la yegua, y la excitó ver que el animal no se retiraba.
—¿Cómo se llama?
—El criador la llamaba Fire Maid. Alega que tiene tanto fuego y ánimo como casta. Naturalmente, puedes ponerle el nombre que desees.
—Fuego y ánimo —susurró Jenny—. Es una maravillosa combinación. Erich, estoy contentísima.
Su marido pareció complacido.
—No quiero que la montes todavía. Los campos se encuentran aún demasiado helados. Pero si tú y las niñas comenzáis a haceros amigas de los caballos, y los visitáis cada día, el mes que viene empezaréis a tomar lecciones. Y ahora, si no te importa, ¿comemos?
Impulsivamente, Jenny se volvió hacia Mark:
—Tampoco debes de haber almorzado. ¿Quieres acompañarnos? Sólo una comida en frío y ensalada…
Captó el ceño de Erich, pero quedó aliviada al ver que desaparecía tan pronto como había surgido.
—Por favor, Mark —le urgió Erich.
Tras el almuerzo, Jenny se percató de que estaba constantemente dando las gracias por lo de Fire Maid.
Finalmente, Erich comentó:
—Querida, tienes la mayor sonrisa infantil de felicidad en la cara que pueda imaginar. ¿Es por mí o por la yegua baya?
—Erich, debo decirte que estoy tan profundamente contenta por esa yegua, que ni siquiera había empezado a pensar en darte las gracias…
—¿Has tenido alguna vez un animal doméstico, Jenny? —le preguntó Mark.
Había algo tan resuelto y tolerante en Mark, que la hizo instantáneamente sentirse en su casa en su presencia.
—Casi tuve un animalito —se echó a reír—. Uno de nuestros vecinos, en Nueva York, tenía un caniche enano. Cuando nacieron cachorrillos, me solía detener cada tarde en mi camino hacia casa desde la escuela, para intentar ayudar a cuidarlos. Yo tenía entonces once o doce años. Pero, en nuestro apartamento, no se permitían animales domésticos.
—Así que siempre te sentiste engañada —conjeturó Mark.
—Ciertamente, sentí como si hubiese echado algo en falta durante mi crecimiento.
Acabaron el café y Mark empujó hacia atrás su silla.
—Jenny, gracias. Todo esto ha sido muy agradable.
—Me gustaría que vinieses a cenar cuando Erich regrese de Atlanta. Y que te trajeses pareja.
—Ésa es una buena idea —convino Erich.
Y a Jenny se le ocurrió que parecía que se le hubiese ocurrido a él.
—¿Qué me dices de Emily, Mark? Siempre le has hecho tilín…
—Me parece que más bien se lo hacías tú —le corrigió Mark—. Pero sí, se lo pediré…
*****
Antes de irse, Erich abrazó con fuerza a su mujer:
—Te echaré mucho de menos, Jenny. Asegúrate de que las puertas queden cerradas por la noche.
—Lo haré. Estaremos bien.
—Las carreteras están heladas. Si deseas algo de la tienda, deja que Joe te lleve.
—Erich, ya soy mayorcita —protestó Jenny—. No te preocupes por mí.
—No puedo hacer nada. Te llamaré esta noche, cariño.
Por la noche, Jenny sintió un culpable sentimiento de libertad, mientras estaba incorporada en la cama leyendo. La casa se encontraba silenciosa, excepción hecha del ocasional zumbido de la calefacción, al conectarse y desconectarse. Desde el otro lado del vestíbulo, pudo oír, ocasionalmente, a Tina hablar en sueños. Sonrió, percatándose de que Tina ya no se despertaba llorando.
Erich debía de haber llegado ya a Atlanta. La telefonearía pronto. Miró en derredor de la habitación. El armario se hallaba medio abierto y había dejado la bata tirada encima de la silla de las zapatillas. Erich hubiera puesto objeciones, naturalmente, pero esta noche Jenny no tenía por qué preocuparse.
Volvió a mirar el libro. Una hora después sonó el teléfono. Alargó con ansia la mano hacia el receptor.
—Hola, cariño —saludó.
—¡Qué forma más agradable de ser saludado, Jen!
Era Kevin.
Jenny se enderezó tan repentinamente en las almohadas, que el libro se le deslizó desde la cama y cayó al suelo.
—¿Dónde estás?
—En Minneapolis. En el «Guthrie Theater». Hago una prueba de actuación.
Jenny sintió una intensa incomodidad.
—Kevin, eso es maravilloso.
Trató de sonar convincente.
—Ya veremos lo que sucede. ¿Y cómo te van las cosas, Jen?
—Bien, muy bien…
—¿Y las niñas?
—Están estupendamente.
—Iré a verlas. ¿Estarás en casa mañana?
Sus palabras sonaron mal articuladas y agresivas.
—Kevin, no…
—Quiero ver a mis niñas, Jen. ¿Dónde está Krueger?
Algo le dijo a Jenny que no admitiese que Erich se encontraría fuera durante cuatro días.
—Está fuera en este momento. Creía que era él quien llamaba.
—Dame la dirección para llegar a tu casa. Pediré prestado un coche…
—Kevin, no puedes hacer eso. Erich se pondría furioso. No tienes derecho a estar aquí.
—Tengo todo el derecho a ver a mis hijas. La adopción aún no está ultimada. Puedo detenerla sólo con chascar los dedos. Quiero estar seguro de que Tina y Beth son felices. Deseo asegurarme de que tú también lo eres, Jen. Tal vez ambos cometimos un error. Tal vez deberíamos hablar de ello. ¿Qué he de hacer para llegar a tu casa?
—¡No vas a venir!
—Jen, Granite Place está en el mapa. Y supongo que todo el mundo conoce dónde vive el señor Todopoderoso…
Jenny sintió que sus palmas se habían vuelto pegajosas mientras aferraba el teléfono. Se imaginó las habladurías que se producirían en la ciudad, si Kevin aparecía por allí preguntando la dirección de la granja Krueger. Sería como afirmar que había estado casado con ella. Recordó la expresión en el rostro de Erich cuando vio a Kevin en el vestíbulo del apartamento el día de su boda.
—Kev —rogó—, no vengas. Lo estropearás todo. Las niñas y yo somos muy felices. Siempre me he portado de una forma muy decente contigo. ¿Te he dado la espalda cuando me pedías dinero, y conste que apenas podía pagar mi propio alquiler? Eso debe de servir para algo.
—Sé lo que hiciste, Jen.
Ahora su voz adquirió un tono íntimo, engatusador, que ella conocía muy bien.
—En realidad, ahora tengo muy poco y tú estás bien provista. ¿Qué te parecería darme el resto del dinero de los muebles?
Jenny sintió que el alivio la inundaba. Sólo andaba buscando dinero. Aquello haría mucho más fácil las cosas.
—¿Dónde quieres que te lo envíe?
—Iré yo a buscarlo.
Resultaba obvio que estaba determinado a verla. No había forma de permitirle que viniese a esta casa, ni siquiera a esta ciudad. Sé estremeció al pensar en cuan cuidadosamente Erich había estado enseñando a las niñas a decir Beth Krueger, Tina Krueger.
Había un pequeño restaurante en el centro comercial, situado a treinta kilómetros de distancia. Era el único lugar que podía pensar como sugerencia. Rápidamente, dio a Kevin la dirección, y convinieron en encontrarse allí a la una del mediodía del día siguiente.
Una vez hubo colgado, se reclinó contra las almohadas. Aquel relajado placer de la velada había desaparecido. Ahora temía la llamada de Erich. ¿Cómo podía decirle que iba a ver a Kevin?
Cuando se produjo la llamada de su marido, aún no estaba segura de qué hacer. Erich pareció tenso.
—Te echo de menos. Siento haber venido, cariño. ¿Han preguntado las niñas por mí esta noche?
Jenny aún vaciló en contarle lo de Kevin.
—Naturalmente que lo han hecho. Y Beth está comenzando a llamar a sus muñecas «bichitos».
Erich se echó a reír.
—Acabarán hablando como Joe. Debo dejaros dormir…
Tenía que decírselo.
—Erich…
—Sí, cariño.
Hizo una pausa, recordando de repente el asombro de Erich, cuando ella había admitido haber entregado a Kevin la mitad del dinero de los muebles, su sugerencia de que tal vez era ella la que deseaba que Kevin tomase el avión para ir a Minnesota. No podía hablarle acerca de que se reuniría con Kev.
—Yo… Te quiero mucho, Erich. Desearía que ahora mismo estuvieses aquí…
—Oh, cariño, yo también. Buenas noches.
Jenny no pudo dormir. La luz de la luna se filtraba en la habitación, reflejándose contra el bol de cristal. Jenny pensó que el cuenco parecía tener casi forma de urna, mientras se erguía silueteado encima de la coqueta. «¿Tienen las cenizas olor a pino?», se preguntó. Qué loco, qué horrible pensamiento, se reprendió incómoda a sí misma. Caroline estaba enterrada en el cementerio familiar. Incluso así, Jenny se sintió de repente intranquila, lo suficiente como para ir a echar un vistazo a las niñas. Estaban profundamente dormidas. Beth tenía la mejilla apoyada en una mano. Tina aparecía en una posición fetal, con el ribete de satén de la manta enrollado en torno del rostro.
Jenny las besó con ternura. Parecían tan contentas… Pensó en el éxtasis con el que Erich les había enseñado los ponis.
Silenciosamente, hizo votos por que Kevin no fuese a arruinarles su nueva forma de vida.