Una mañana, cuando estaba paseando con Tina y Beth, Jenny localizó a Rooney inclinada sobre el poste de la valla, en el extremo sur del cementerio. Parecía estar mirando hacia abajo, a la tumba de Caroline.
—Me acordaba de los buenos tiempos, cuando Caroline y yo éramos jóvenes y Erich pequeño, y luego cuando Arden nació. Caroline hizo en una ocasión un retrato de Arden. Era muy bonito… No sé qué pasó con él. Desapareció de mi propio cuarto. Clyde dice que, probablemente, lo perdería al llevarlo por ahí, como solía hacer a veces. ¿Por qué no ha venido de nuevo a visitarme?
Jenny se había preparado ya para esta pregunta.
—Hemos estado muy atareados instalándonos… Beth, Tina, ¿no queréis decir hola a Mrs. Toomis?
Beth le dijo hola, tímidamente. Tina corrió hacia ella y alzó el rostro para que le diesen un beso. Rooney se inclinó y acarició el cabello de Tina, que le caía encima de la frente.
—Ésta me recuerda a Arden. Siempre saltando de un sitio para otro. Erich, probablemente, le ha dicho que se mantenga alejada de mí. Pues no puedo echarle la culpa. Supongo que, a veces, soy una lata terrible. Pero ya he encontrado los patrones que estaba buscando. ¿Puedo hacer los peleles para las niñas?
—Me gustaría… —respondió Jenny, decidiendo que Erich tendría que acostumbrarse a la idea de que se convertiría en una buena amiga de Rooney.
En aquella mujer había algo que suscitaba profunda lástima.
Rooney se dio la vuelta y volvió a mirar hacia las tumbas.
—¿Se encuentra ya sola al estar aquí? —le preguntó.
—No —contestó Jenny con honestidad—. Como es natural, es diferente. Estaba acostumbrada a un empleo muy atareado, hablando con la gente todo el día, y los teléfonos sonando y las amistades presentándose por mi apartamento. Supongo que echo de menos algo de todo eso. Pero, en general, me encuentro muy contenta de estar aquí.
—Lo mismo que Caroline —repuso Rooney—. Feliz durante algún tiempo. Y luego cambió…
Se quedó mirando una sencilla lápida mortuoria en el otro lado de la cerca. Había nubes de nieve en el aire y los pinos lanzaban sombras inquietantes encima del granito de un color rosa pálido.
—Oh, claro que cambiaron las cosas para Caroline —susurró—, y, una vez se hubo ido, entonces empezó a cambiar para todos nosotros.
*****
—Tratas de quitarme de en medio —protestó Erich—. No deseo ir.
—Claro que trato de desembarazarme de ti —convino Jenny—. Oh, Erich, esto es de lo más hermoso.
Jenny sostenía un óleo de metro y medio para examinarlo más de cerca.
—Has captado la neblina que se produce entre los árboles poco antes de que comiencen a formarse capullos. Y esa mancha oscura que rodea el hielo en el río. Eso muestra que el hielo está a punto de quebrarse, que hay agua moviéndose por debajo, ¿no es verdad?
—Tienes muy buen ojo, cariño. Así es…
—No te olvides de mi especialización en Bellas Artes… Cambio de estaciones es un título muy bonito. Aquí el cambio es realmente sutil…
Erich le rodeó los hombros con un brazo y estudió el cuadro con ella.
—Recuérdalo, cualquier cosa que desees que conservemos no la expondré.
—No, eso es una tontería. Ha llegado ya la hora de ir haciéndote una reputación. Tampoco me es indiferente eso de ser conocida como la esposa del más prestigioso artista de Estados Unidos. Me señalarán y dirán: «Mira, ¿no es afortunada? ¡Y él también es espléndido!».
Erich le acarició el pelo.
—¿Es eso lo que dirán?
—Oh… Y tendrán razón.
—Ahora ya me es difícil decirles que no puedo hacer la exposición.
—Erich, no lo hagas. Ya han planeado una recepción para ti. Lo que pasa es que deseo ir, pero no puedo dejar a las niñas aún, y arrastrarlas con nosotros no funcionaría… La próxima vez.
Erich comenzó a amontonar los lienzos.
—Prométeme que me echarás de menos, Jenny…
—Te echaré de menos una enormidad… Voy a quedarme sola durante cuatro días.
Inconscientemente, Jenny suspiró. En cerca de tres semanas, sólo había hablado con un puñado de personas: Clyde, Joe, Elsa, Rooney y Mark.
Elsa estaba taciturna casi hasta el punto de un absoluto silencio. Rooney, Clyde y Joe difícilmente podían considerarse unos compañeros. Sólo había charlado con Mark, brevemente, en una ocasión desde la primera noche, aunque sabía, por Joe, que había ido a curar a Barón por lo menos media docena de veces.
Llevaba ya una semana en la granja antes de que se percatase de que el teléfono no sonaba nunca.
—¿No han oído por aquí nada de eso de llamar por teléfono, o es que existe una campaña al respecto? —bromeó.
—Las llamadas llegan a través de la oficina —explicó Erich—. Sólo se mandan, directamente, a la casa cuando espero alguna en particular. De otro modo, son los de la oficina los que me avisan.
—Pero ¿y si suponemos que no hay nadie en la oficina?
—En ese caso es el contestador automático el que se hace cargo de los mensajes.
—Pero, Erich…, ¿por qué?
—Querida, si tengo una peculiaridad es que me molesta la intrusión de unas continuas llamadas telefónicas. Naturalmente, cuando esté fuera, Clyde hará que la línea pase a la casa por la noche, para que pueda llamarte.
Jenny deseó protestar, pero luego se decidió a no hacerlo. Más tarde, cuando tuviera amigos en la comunidad, habría tiempo suficiente para engatusar a Erich para la instalación de un normal servicio telefónico.
Acabó de separar los lienzos.
—Jenny, estoy pensando en algo. Ya ha llegado el momento de que te muestres un poco. ¿Te gustaría ir a la iglesia el próximo domingo?
—Juraría que me lees el pensamiento —se echó a reír—. Estaba también pensando en que me gustaría conocer a alguno de tus amigos.
—Me gusta más hacer donativos monetarios que asistir a los oficios, Jen. ¿Y tú?
—Mientras fui joven nunca me perdí la misa de los domingos. Luego, después de que Kev y yo nos casásemos, me volví descuidada. Pero Nana siempre decía que la manzana nunca cae demasiado lejos del árbol… Probablemente, volveré a asistir con regularidad a misa uno de estos días.
*****
Acudieron a los luteranos de Sión el domingo siguiente. La iglesia era antigua y no muy grande, casi del tamaño actual de una capilla. Los delicados cristales emplomados difundían la luz invernal, de tal forma que alzaba reflejos azules, verdes, dorados y rojos en el santuario. Jenny pudo leer los nombres que había en algunas de las vidrieras: Donada por Erich y Gretchen Krueger, 1906… Donada por Erich y Olga Krueger, 1930…
El vitral de encima del altar, una escena de la Adoración de los Magos, era particularmente bello. La inscripción decía: En amoroso recuerdo de Caroline Bonardi Krueger, donado por Erich Krueger.
Jenny le tocó en el brazo:
—¿Cuándo donaste esa vidriera?
—El año pasado, cuando se renovó el sagrario.
Tina y Beth estaban sentadas entre ellos, muy orgullosas de sus nuevos abrigos azules y gorras. La gente se dedicó a mirar a las niñas durante el servicio. Sabía que Erich era consciente también de las miradas. Había exhibido una sonrisa de contento y, durante el sermón, deslizó su mano entre las de ella.
Mediada la plática, susurró:
—Estás bellísima, Jenny. Todo el mundo te mira a ti y a las niñas.
Después de los oficios, Erich la presentó al pastor Barstrom, un hombrecillo de sesenta y tantos años y rostro amistoso.
—Estamos muy contentos de tenerte entre nosotros, Jenny —le dijo calurosamente.
Luego miró hacia las niñas:
—¿Quién es Beth y quién es Tina?
—Conoce sus nombres —comentó Jenny, complacida.
—Claro que sí… Erich me ha contado todo lo referente a ti, cuando visitó la casa parroquial. Confío en que te percates del marido tan generoso que tienes. Gracias a él, nuestro centro para ancianos será muy cómodo y estará muy bien equipado. Conozco a Erich desde que era un muchacho y estamos muy contentos de poder contar con él.
—Yo también me siento muy feliz —le sonrió Jenny.
—El jueves por la noche hay una reunión de mujeres en la parroquia. ¿Te gustaría acompañarlas? Deseamos mucho conocerte.
—A mí también me agradaría —convino Jenny.
—Querida, será mejor que comencemos a irnos —intervino Erich—. Hay más gente que desea visitar al pastor.
—Naturalmente…
Mientras Jenny extendía la mano, el sacerdote comentó:
—Debe de ser, ciertamente, muy difícil para ti verte viuda tan joven y con esas niñitas, Jennie. Tanto tú como Erich merecéis tener mucha suerte y recibir, a partir de ahora, toda clase de bendiciones.
Erich la sacó de allí antes de que Jenny hiciese algo más que asombrarse.
Ya en el coche, Jenny exclamó:
—Erich, ¿seguramente no le habrás dicho al pastor Barstrom que era viuda, verdad?
Erich apartó el coche del bordillo.
—Jenny, Granite Place no es Nueva York. Es una pequeña ciudad del Midwest. La gente de aquí podría sentirse conmocionada al enterarse de que me había casado un mes después de haberte conocido. Por lo menos, una joven viuda es una imagen simpática; una divorciada de Nueva York se ve de una forma del todo diferente en esta comunidad. Y no dije nunca con exactitud que fueses viuda. Le conté al pastor Barstrom que habías perdido a tu marido. Dio por supuesto el resto…
—Tú no has mentido, pero yo sí lo he hecho al no haberle corregido —replicó Jenny—. Erich, ¿no comprendes la clase de posición en que eso me coloca?
—No, claro que no, cariño. Y no deseo que la gente vaya por ahí preguntándose si he perdido la cabeza por una sofisticada neoyorquina, que se ha aprovechado de un paleto…
Erich tenía un miedo cerval a parecer ridículo, hasta el punto de haber mentido al cura para evitar la mencionada posibilidad.
—Erich, le diré al pastor Barstrom la verdad cuando acuda a la reunión del jueves por la noche.
—Estaré fuera el jueves.
—Lo sé. Ésa es la razón de que crea que sería agradable acompañarte. Pero también me gustaría conocer a la gente de por aquí.
—¿Y piensas dejar solas a las niñas?
—Claro que no. También habrá por aquí canguros…
—Pero no creo que pretendas dejar a las niñas con cualquiera…
—El pastor Barstrom podría recomendar…
—Jenny, por favor, aguarda. No empieces a verte implicada en tantas actividades. Y no le digas al pastor Barstrom que estás divorciada. Conociéndole, sé que nunca planteará de nuevo el tema a menos que tú le des pie…
—Pero ¿por qué te opones a que vaya?
Erich apartó los ojos de la carretera y se la quedó mirando.
—Porque te amo muchísimo, y no estoy dispuesto a compartirte con otras personas, Jenny. No quiero compartirte con nadie, Jenny…