Resultaba obvio que la exposición de pintura de Erich Krueger, el recién descubierto artista del Midwest, constituyó un asombroso éxito. La recepción para los críticos y los invitados especiales comenzó a las cuatro, pero, durante todo el día, los curiosos habían llenado la galería, atraídos por Recuerdo de Caroline, el magnífico óleo exhibido en el escaparate.
Con habilidad, Jenny fue de un crítico a otro, presentando a Erich, charlando con los coleccionistas, vigilando que los proveedores pasasen nuevas bandejas de entremeses y se cuidasen de volver a llenar las copas de champaña.
Desde el preciso instante en que abrió los ojos aquella mañana, había tenido un día difícil. Beth, por lo general tan dúctil, se había resistido a irse a la guardería de día. Tina, de dos años, con los dolores que le causaban sus molares, se había despertado media docena de veces durante la noche, llorando irritablemente. La ventisca del Día de Año Nuevo había dejado a Nueva York con una pesadilla de atasco de tráfico y con los bordillos cubiertos de montones de resbaladiza y fuliginosa nieve. Tras depositar a los niños en el centro y abrirse paso a través de la ciudad, llegó casi con una hora de retraso al trabajo. Mr. Hartley se puso frenético.
—Todo va mal, Jenny. Nada está preparado. Te prevengo. Necesito a alguien con quien pueda contar.
—Lo siento.
Jenny arrojó su abrigo en el armario.
—¿A qué hora vendrá Mr. Krueger?
—A eso de la una. ¿Puedes creerte que tres de los cuadros no han sido entregados hasta hace unos minutos?
A Jenny siempre le había parecido que aquel hombrecillo sesentón volvía a los siete años de edad cuando se alteraba. Tenía ahora el ceño fruncido y le temblaban los labios.
—Pero ahora ya están todos, ¿verdad? —le preguntó con suavidad.
—Sí, sí, pero cuando Mr. Krueger telefoneó anoche, le pregunté si había enviado esos tres. Se enfadó terriblemente ante la perspectiva de que se hubiesen perdido. E insistió en que el cuadro de su madre sea expuesto en el escaparate, aunque no esté en venta. Jenny, te lo digo… Tenías que haber planteado el asunto de ese cuadro.
—Pues no lo he hecho…
Jenny resistió el impulso de dar unas palmaditas a Mr. Hartley en los hombros.
—Todo saldrá bien. Vamos a colgarlos…
Hábilmente, ayudó en los arreglos, agrupando los óleos, las acuarelas, los bosquejos a la tinta, los carboncillos…
—Has tenido buen ojo, Jenny —le dijo Mr. Hartley, visiblemente contento cuando se hubo colocado el último lienzo—. Sabía que lo conseguiríamos.
«¡Claro que sí!», pensó ella, tratando de no suspirar.
La galería se abrió a las once. A las once y cinco la pintura elegida estaba en su sitio, con su anuncio bellamente caligrafiado y con un marco de terciopelo a su lado: Primera exposición en Nueva York, Erich Krueger. El cuadro del escaparate comenzó, inmediatamente, a atraer a los paseantes de la Calle 57. Desde su escritorio, Jenny observó cómo la gente se detenía a observarlo. Muchos de ellos entraron en la galería para ver el resto de la exposición.
Algunos le preguntaban ahora:
—¿Ha sido usted la modelo para ese cuadro del escaparate?
Jenny les tendió los opúsculos con la biografía de Erich Krueger:
Hace dos años, Erich Krueger logró una instantánea preeminencia en el arte mundial. Natural de Granite Place, Minnesota, ha pintado por vocación desde los quince años. Su hogar está formado por una familia de granjeros, de cuatro generaciones, y él cría allí ganado selecto. También es presidente de los «Krueger Limestone Work». Un marchante de arte de Minneapolis fue el primero en descubrir su talento. Desde entonces, ha expuesto en Minneapolis, Chicago, Washington, D.C. y San Francisco. Mr. Krueger tiene treinta y cuatro años y es soltero.
Jenny observó su foto en la cubierta del folleto. «Y es además muy bien parecido», pensó.
A las once y media, Mr. Hartley se aproximó a ella. Su ansiosa y preocupada expresión había casi desaparecido.
—¿Todo está bien?
—Todo está en orden —le aseguró ella.
Y, anticipándose a su próxima pregunta, añadió:
—He vuelto a confirmar al abastecedor de la fiesta. Los críticos de The Times, The New Yorker, Newsweek, Time y Art News se han comprometido a acudir. Por lo menos, esperamos ocho en la recepción y, si permitimos colarse a algunos, llegarán a los cien. Cerraremos para el público a las tres. Esto le dará al que trae los suministros tiempo suficiente para prepararlo todo.
—Eres una buena chica, Jenny.
Ahora que todo estaba en orden, Mr. Hartley se mostraba relajado y benigno. «¡A ver qué pasa cuando le diga que no puedo quedarme hasta el final de la recepción!».
—Lee acaba de llegar —continuó Jenny, refiriéndose a su ayudante a tiempo parcial—, así que estamos preparados.
Le sonrió.
—Ahora, deje de preocuparse.
—Lo intentaré… Dile a Lee que regresaré antes de almorzar con Mr. Krueger. Ahora tendrías que salir y comer algo, Jenny.
La mujer le observó salir briosamente por la puerta. Por el momento, había un poco de sosiego en el número de los últimamente llegados. Deseó estudiar el cuadro del escaparate. Sin preocuparse de ponerse un abrigo, se deslizó afuera. Para tener perspectiva sobre la obra, se separó un poco del cristal. Los transeúntes en la calle, la miraron a ella y al cuadro, viéndose obligados a caminar a su alrededor.
La joven mujer del cuadro estaba sentada en una mecedora en un porche, contemplando la puesta de sol. La luz era oblicua, con sombreados rojos, púrpuras y malvas. La esbelta figura se encontraba arropada en una capa de color verde oscuro. Unos pequeños mechones de su cabello negro-azulado le rodeaban el rostro, que estaba ya casi oculto en las sombras. «Comprendo lo que Mr. Hartley ha querido decir», pensó Jenny. La alta frente, las gruesas cejas, los grandes ojos, la fina y recta nariz y la generosa boca tenían gran parecido con sus propios rasgos. El porche de madera estaba pintado de blanco y tenía unas pequeñas columnas en los ángulos. La pared de ladrillos de la casa de detrás estaba apenas sugerida en el trasfondo. Un muchachito, silueteado por el sol, corría a través de un campo hacia la mujer. La nieve endurecida sugería el frío penetrante de la noche que ya se echaba encima. La figura en la mecedora estaba inmóvil, con la mirada fija en la puesta de sol.
A pesar de todo aquello, la ansiosa aproximación del chiquillo, la solidez de la casa, la aplastante sensación de espacio, le parecía a Jenny que había algo particularmente aislado en aquella figura. ¿Por qué? Tal vez a causa de que la expresión de los ojos de la mujer eran muy tristes. ¿O era sólo porque todo el cuadro sugería un mordiente frío? ¿Por qué había alguien sentado allá afuera con tanto frío? ¿Por qué no observaba la puesta de sol desde detrás de una ventana, en el interior de la casa?
Jenny se estremeció. El suéter de cuello de cisne había sido un regalo de navidad de su ex marido, Kevin. Este había llegado al apartamento de forma inesperada el día de Nochebuena, trayendo el suéter para ella y unas muñecas para las chicas. Ni una sola palabra acerca del hecho de que nunca le enviase la paga de la pensión alimenticia ni siquiera de que, en realidad, le debiera doscientos dólares en «préstamos». El suéter era barato, y daba muy poco calor. Pero, por lo menos, era nuevo y su color turquesa era un buen telón de fondo para la cadena de oro de Nana y el guardapelo. Naturalmente, una ventaja del mundo del arte radicaba en que la gente podía vestirse para autocomplacerse, y su demasiado larga falda de lana y sus anchas botas no eran, necesariamente, una admisión de pobreza. De todos modos, sería mejor que volviese adentro. Lo último que necesitaba era pillar la gripe que estaba haciendo estragos en Nueva York.
Se quedó mirando de nuevo el cuadro, admirando la destreza con la que el artista había dirigido la mirada del espectador, desde la figura en el porche hacia el niño y la puesta de sol.
—Maravilloso —murmuró—. Absolutamente maravilloso.
Inconscientemente, retrocedió mientras hablaba, resbalando en la viscosa acera; sintió que tropezaba con alguien. Unas fuertes manos la agarraron por los codos y le dieron estabilidad.
—¿Siempre se queda fuera con este tiempo, sin ponerse el abrigo, y hablando consigo misma?
El tono de la voz combinaba el enojo con el regocijo.
Jenny se dio la vuelta. Confundida, tartamudeó:
—Lo siento. Perdóneme, por favor. ¿Le he lastimado?
Se echó hacia atrás, cuando se percató de que el rostro al que estaba mirando era el que figuraba en la foto del folleto, que había estado entregando durante toda la mañana. «Dios mío —pensó—, de entre toda la gente he tenido que ir a tropezar con Erich Krueger…».
Observó cómo palidecía el rostro de él; sus ojos se abrieron, sus labios se endurecieron. «Está enfadado —pensó consternada—. Prácticamente, le he derribado». Contrita, le tendió la mano.
—Lo siento, Mr. Krueger. Haga el favor de perdonarme. Estaba tan distraída admirando el cuadro de su madre. Es… Es algo indescriptible. Oh, entre Soy Jenny MacPartland. Trabajo en la galería…
Durante un largo momento, la mirada de él siguió fija en la cara de Jenny, mientras la estudiaba rasgo por rasgo. Sin saber qué hacer, Jenny se quedó de pie silenciosa. Gradualmente, la expresión del artista se suavizó.
—Jenny…
Sonrió y repitió:
—Jenny…
Luego añadió:
—No me hubiera sorprendido si me hubiese dicho… Bueno, no importa.
La sonrisa iluminó su apariencia de forma inconmensurable. Estaban, prácticamente, tocándose, y las botas de ella tenían ocho centímetros de tacón, por lo que podía juzgarle como, más o menos, de un metro ochenta. Su rostro, bien parecido y de tipo clásico, aparecía dominado por unos bien implantados ojos azules. Las cejas, gruesas y bien formadas, hacían que su frente no pareciese demasiado ancha. Con un cabello dorado, salpicado con algunos mechones plateados, rizado en torno de la cabeza, le recordaban la imagen de una moneda romana antigua. El hombre tenía las mismas delgada nariz y boca sensible que la mujer del cuadro. Llevaba un abrigo de cachemira de pelo de camello, con un pañuelo de seda alrededor de la garganta. «¿Qué me había esperado?», se preguntó. En cuanto escuchara la palabra granja, se hizo una imagen mental del artista, que acudiría a la galería llevando una chaqueta vaquera y botas embarradas. El pensamiento la hizo sonreír y regresó a la realidad. Aquello era ridículo… Seguía allí de pie, temblando.
—Mr. Krueger…
Él la interrumpió.
—Jenny, te vas a enfriar. Lo siento terriblemente…
Su brazo estaba bajo el de la mujer. La empujaba hacia la puerta de la galería, abriéndola para que pasara.
El artista, comenzó, inmediatamente, a estudiar la colocación de sus cuadros, observando cuan importante había sido que hubiesen llegado los tres últimos.
—Importante para el expedidor —añadió, sonriendo.
Jenny le siguió mientras realizaba una meticulosa inspección, deteniéndose dos veces para enderezar lienzos que estaban colgados ligeramente descentrados. Cuando hubo finalizado, asintió, al parecer satisfecho.
—¿Por qué ha colocado Labranza primaveral al lado de Cosecha? —preguntó.
—Es el mismo campo, ¿no? —replicó Jenny con otra pregunta—. Supuse una continuidad entre el labrar el terreno y ver luego la cosecha. Me hubiera gustado que también existiera una escena veraniega…
—La hay —replicó—. Pero no he querido enviarla…
Jenny lanzó una ojeada al reloj que se encontraba encima de la puerta. Era cerca de mediodía.
—Mr. Krueger, si no le importa, voy a instalarle en la oficina privada de Mr. Hartley. Ha hecho una reserva de un almuerzo, para usted y para él, en el «Russian Tea Room» para la una de la tarde. Regresará muy pronto y yo saldré a tomarme un bocadillo…
Erich Krueger la ayudó a ponerse el abrigo.
—Mr. Hartley va a tener que comer hoy solo —explicó—. Estoy muy hambriento y tengo intención de comer con usted. A menos, como es natural, que esté citada con alguien…
—No, sólo iba a tomar un tentempié en el drugstore…
—Podemos comer en el «Tea Room». Me imagino que nos encontrarán sitio.
Ella se sometió sin protestas, sabiendo que Mr. Hartley se pondría furioso, teniendo conciencia de que la conservación de su empleo se estaba volviendo cada vez más difícil. Llegaba tarde muy a menudo… Tuvo que quedarse en casa dos días la semana anterior, a causa de que Tina había tenido un catarro. Pero se percató también de que no le iban a conceder elección…
En el restaurante, el pintor dejó a un lado el hecho de que no tenían reserva y consiguió que les situasen en la mesa rinconera que deseaba. Jenny rechazó la sugerencia de tomar vino.
—Dentro de quince minutos estaré muy atareada. Y tampoco dormí demasiado anoche. «Perrier» para mí, por favor…
Pidieron un emparedado de lechuga, pollo y beicon; luego él se inclinó a través de la mesa.
—Hábleme de usted, Jenny MacPartland…
La mujer intentó no echarse a reír.
—¿Está haciendo algún cursillo «Dale Carnegie»?
—No, claro que no… ¿Por qué?
—Ésa es la clase de pregunta que te enseñan a hacer en el primer encuentro con alguien… Que te intereses por la otra persona… Pero yo quiero saber cosas acerca de usted…
—Pero da la casualidad de que soy yo quién quiere saber cosas sobre usted…
Trajeron las bebidas y, mientras se las tomaban, Jenny le explicó:
—Soy la cabeza de familia de lo que el mundo moderno llama «familia de un solo padre». Tengo dos niñitas. Beth, de tres años, y Tina, que acaba de cumplir los dos. Vivimos en un apartamento de una casa de cuatro pisos en la Calle 37 Este. Un piano de cola, si tuviese uno, ocuparía casi todo el sitio. Llevo trabajando cuatro años con Mr. Hartley.
—¿Y cómo ha podido ser su empleada durante cuatro años con esas hijas tan pequeñas?
—Me tomé un par de semanas de permiso cuando nacieron.
—¿Y por qué le fue necesario volver al trabajo tan rápidamente?
Jenny se encogió de hombros.
—Conocí a Kevin MacPartland el verano siguiente de acabar mis estudios. Me había especializado en Bellas Artes en la Universidad Fordham, en Lincoln Center. Kev tenía una pequeña participación en su espectáculo cerca de Broadway. Nana me dijo que estaba cometiendo un error, pero, naturalmente, no la escuché…
—¿Nana?
—Mi abuela… Me crió desde mi primer año de edad. De todos modos, Nana tenía razón. Kev es un tipo bastante bueno, pero un…, poco alocado. Tener dos hijos en dos años de matrimonio no entraba en sus planes. En cuanto nació Tina, Kevin nos abandonó. Ahora estamos divorciados.
—¿Y no se cuida de las niñas?
—Los ingresos medios de un actor son de tres mil dólares al año. En la actualidad, Kev es bastante bueno y con un poco de suerte podría hacerlo. Pero, por el momento, la respuesta a la pregunta es no…
—Como es natural, habrá tenido a esas niñas en una guardería desde que nacieron, ¿verdad?
Jenny sintió que en su garganta se hacía un nudo. En unos momentos, sus ojos se llenarían de lágrimas…
Se apresuró a responder:
—Mi abuela se cuidaba de ellas mientras trabajaba. Murió hace tres meses. Ahora mismo no deseo hablar de ella.
Sintió que la mano de él se había cerrado sobre las suyas.
—Jenny, lo siento. Perdóname. Por lo general, no soy tan torpe…
Trató de sonreírle.
—Es mi turno… Ahora, hábleme acerca de usted…
Jenny fue mordisqueando su bocadillo mientras el artista contaba cosas.
—Probablemente, ya has leído mi biografía en el opúsculo… Soy hijo único… Mi madre murió en un accidente en la granja cuando yo tenía diez años… Para ser exactos, el día de mi décimo aniversario… Mi padre murió hace dos años. El director de la granja es el que se ocupa, realmente, de aquel lugar. Yo me paso la mayor parte del tiempo en mi estudio.
—Sería una lástima que no lo hiciese —replicó Jenny—. Ha pintado desde los quince años, ¿no es así? ¿Se ha dado cuenta de lo bueno que es?
Erich hizo ondear el vino en su vaso, titubeó y se encogió de hombros.
—Podría dar la respuesta acostumbrada, que pinto estrictamente como vocación, pero ésa no sería toda la verdad. Mi madre era una artista. Me temo que no fuese demasiado buena, pero su padre era razonablemente conocido. Se llamaba Everett Bonardi.
—¡Naturalmente que le conozco! —exclamó Jenny—. Pero ¿por qué no incluye ese hecho en su biografía?
—Si mi obra es buena, hablará por sí misma. Confío haber heredado algo de su talento. Mamá simplemente hacía bosquejos, y disfrutaba realizándolos, pero mi padre estaba terriblemente celoso del arte de su mujer. Supongo que se sentía igual que un toro en una tienda de porcelanas cuando conoció a la familia de ella, en San Francisco. Imagino que le tratarían como a un emigrante de Europa central del Midwest, todavía con aspecto de cateto. Él se puso a la recíproca, diciéndole a mi madre que empleara su habilidad en hacer cosas útiles, como, por ejemplo, colchas. Pero, a pesar de todo, la idolatraba. Pero siempre supe que odiaba encontrarme «perdiendo el tiempo pintando», por lo que lo mantuve a escondidas de él.
El sol de mediodía había conseguido irrumpir a través del nublado cielo, y unos rayos, coloreados por la ventana con cristales emplomados, bailotearon sobre su mesa, Jenny parpadeó y volvió la cabeza.
Erich la estaba observando.
—Jenny —le dijo de repente—, debes de haberte preguntado acerca de mi reacción cuando nos hemos conocido. Con franqueza, pensé estar viendo fantasmas. Tu parecido con Caroline es desconcertante. Tenía más o menos tu estatura. Su cabello era más oscuro que el tuyo y sus ojos de un verde brillante. Los tuyos son azules con un pequeño indicio verdoso. Pero hay otras cosas en ti. Tu sonrisa. La forma en que inclinas la cabeza cuando escuchas. Eres muy delgada, lo mismo que ella. Mi padre siempre estaba preocupándose por su delgadez. Siempre trataba de hacerle comer más. Y ahora mismo me parece desear decirte: «Jenny, acábate tu emparedado. Apenas lo has tocado…».
—Estoy muy bien —replicó Jenny—. Pero ¿le importaría pedir un café? Mr. Hartley tendrá un ataque al corazón dado que usted ha llegado mientras él estaba fuera. Y, además, tengo que escabullirme temprano de la recepción, lo cual tampoco le gustará mucho.
La sonrisa de Erich se desvaneció.
—¿Tienes planes para esta noche?
—Enormes… Si llego tarde a recoger a las niñas al «Progressive Day Care Center», de Mrs. Curtis, voy a tener grandes problemas…
Jenny levantó las cejas y se mordió los labios, imitando a Mrs. Curtis.
—«Mi hora acostumbrada de cierre es a las cinco de la tarde, aunque hago una excepción para las madres trabajadoras, Mrs. Mac-Partland. Pero a las cinco y media es la hora límite. No deseo escuchar nada acerca de que ha perdido los autobuses o de llamadas telefónicas de última hora. Debe estar aquí a las cinco y media, o deberá quedarse con sus niñas en casa al día siguiente ¿Comprendido?».
Erich se echó a reír.
—Comprendo… y ahora, háblame de las niñas…
—Oh, eso es fácil —contestó ella—. Obviamente, son muy brillantes, bellísimas, encantadoras y…
—Y anduvieron a los seis meses y comenzaron a hablar a los nueve… Te expresas igual que mi madre. La gente me ha contado que era la forma en que solía referirse a mí.
Jenny sintió una extraña opresión en el pecho ante la melancólica expresión que, de repente, se extendió por la cara del hombre.
—Estoy segura de que era verdad —replicó.
Él se echó a reír.
—Y yo estoy seguro de que no lo era… Jenny, Nueva York me deja asombrado. ¿Cómo se cría uno aquí?
Hablaron tras servirles el café. Ella acerca de la vida en la ciudad:
—No hay ningún edificio en Manhattan que me guste…
Él, secamente:
—No puedo imaginarme esto. Pero, claro, nunca has experimentado otra clase de vida…
Charlaron acerca del matrimonio de Jenny:
—¿Qué sentiste cuando se terminó?
—De forma sorprendente, el mismo grado de compunción que me imagino que sentí hacia el típico primer amor. La diferencia radica en que tengo a mis hijas. Por eso siempre le estaré agradecida a Kev.
Cuando regresaron a la galería, Mr. Hartley les estaba esperando. Nerviosa, Jenny observó los puntitos rojos de furia que se habían formado en las mejillas de su jefe; luego admiró la forma en que Erich le aplacó:
—Como estoy seguro que usted convendrá, la comida de las líneas aéreas no es demasiado buena. Dado que Mrs. MacPartland iba a salir a almorzar, la convencí para que me permitiese acompañarla. Me he limitado a mordisquear algo y ahora sigo preparado para comer con usted. Y debo transmitirle mis cumplidos acerca de la colocación de mis obras…
Los puntitos rojos fueron desapareciendo. Al pensar en el recio bocadillo que Erich se había tomado, Jenny dijo comedidamente:
—Mr. Hartley, le recomiendo a Mr. Krueger el pollo a lo Kiev. Haga el favor de pedírselo…
Erich alzó una ceja y, mientras pasaba ante ella, le murmuró:
—Muchísimas gracias…
Acto seguido, lamentó su impulsiva broma. Apenas conocía a aquel hombre, ¿a qué venía aquel sentimiento de compenetración? Erich era muy simpático y daba la impresión de mucha fuerza latente. Si estás acostumbrado a desperdiciar tu vida y echar en saco roto la buena apariencia y el dinero, ¿por qué no te vas a sentir seguro?
La galería estuvo muy animada toda la tarde. Jenny vigiló a los coleccionistas importantes. Todos ellos habían sido invitados a la recepción, pero sabía que muchos llegarían temprano para tener posibilidad de observar bien la exposición. Los precios eran altos, muy altos para un artista nuevo. Pero Erich Krueger parecía indiferente respecto de que sus cuadros se vendiesen o no.
Mr. Hartley regresó en cuanto la galería quedó cerrada para el público. Le dijo a Jenny que Erich se había dirigido a su hotel a cambiarse de ropa para la recepción.
—Le has causado muy buena impresión, Jenny —le explicó, transparentando más bien desconcierto—. No ha hecho otra cosa que hacer preguntas acerca de ti.
A las cinco, la recepción se encontraba muy calmada. De forma eficiente, Jenny escoltó a Erich desde los críticos a los coleccionistas, presentándole, charlando un poco, dándole a él la oportunidad de hablar, y luego liberándole para que conociese a otro visitante. No resultaba infrecuente que le preguntaran:
—¿Es esta damita la modelo de Recuerdo de Caroline?
Erich pareció disfrutar con aquella pregunta.
—Estoy comenzando a pensar que sí lo es…
Mr. Hartley se concentró en saludar a los invitados a medida que iban llegando. Por su beatífica sonrisa, Jenny entendía que la colección se estaba convirtiendo en un gran éxito.
Resultaba obvio que los críticos se hallaban igualmente impresionados por Erich Krueger, el hombre. Se había cambiado su chaqueta deportiva y pantalones por un bien cortado traje azul oscuro; se veía de lejos que su camisa, con puños dobles, estaba confeccionada a medida; una corbata de color marrón muy prieta en el almidonado cuello blanco hacía resaltar su atezado rostro, sus ojos azules y los tonos plateados de su cabello. Llevaba un anillo de oro en el dedo meñique de la mano izquierda. Se había percatado de ello en el almuerzo. Ahora, Jenny se dio cuenta de por qué le parecía familiar. La mujer del cuadro lo llevaba. Debía de tratarse del anillo de bodas de su madre.
Dejó a Erich hablando con Alison Spencer, la elegante muchacha de la revista Art News. Alison llevaba un vestido «Adolfo» de color hueso, que armonizaba muy bien con su cabello de un rubio ceniza. Jenny fue súbitamente consciente de la marchita calidad de su propia falda de lana, de que sus botas aún parecían rozadas, aunque les había puesto medias suelas y abrillantado. Sabía que su suéter parecía, simplemente, lo que era: un harapo barato y de mala hechura de poliéster.
Trató de racionalizar su repentina depresión. Había sido un día muy laborioso y se encontraba cansada. Ya era la hora de irse y casi temía tener que marcharse a recoger a sus hijas. Cuando Nana estaba aún con ellas, el regresar a casa había constituido un placer.
—Ahora, siéntate, querida —le diría Nana— y ponte cómoda. Prepararé un delicioso cóctel para nosotras.
Disfrutaba escuchándole hablar de lo que hacía en la galería, y les leía a las niñas un cuento antes de acostarse mientras Jenny cenaba.
—Desde que tenías ocho años ya eras mejor cocinera que yo, Jen.
—Está bien, Nana —bromearía Jenny—, si no te hubieses dedicado durante tanto tiempo a preparar hamburguesas, no tendrían el aspecto de discos de hockey…
Desde que habían perdido a Nana, Jenny recogía a las niñas en la guardería de día, las llevaba en autobús hasta el apartamento y las atiborraba de galletas mientras preparaba la cena.
Cuando buscaba el abrigo, la acorraló uno de los coleccionistas más importantes. Finalmente, a las 5.25 consiguió salir de allí. Consideró el despedirse de Erich, pero éste se encontraba absorto en una animada conversación con Alison Spencer. ¿Y qué diferencia consistiría para él saber que ella se marchaba?
Se encogió de hombros, combatió de nuevo el renovado sentimiento de depresión, y, sin decir nada, Jenny salió de la galería por la puerta de servicio.