(Rasga, ata, corta hombre de trapo)[2]
JUNIO 2045
Paul Durham abrió los ojos, parpadeando ante el brillo inesperado de la habitación, luego con parsimonia alargó una mano para colocarla en la zona de luz solar al borde de la cama. Las motas de polvo danzaban por el eje de luz que entraba inclinado desde una abertura en las cortinas, con cada mota aparentemente apareciendo y desapareciendo desde el punto de vista del mundo… trayéndole recuerdos de la infancia referidos a la última vez que encontró esa ilusión tan atractiva, tan hipnótica: Estaba en la puerta de la cocina, la luz de la tarde dividía la habitación; el polvo, la harina y el vapor se revolvían en el plano del aire brillante. Durante un momento de ensoñación, todavía intentando despertar, ser él mismo, ordenar su vida, parecía tener mucho sentido colocar esos dos fragmentos uno al lado del otro —observar motas de polvo iluminadas por el sol con cuarenta años de diferencia— tanto como seguir el flujo ordinario del tiempo de un instante al siguiente. Luego se despertó un poco más y la confusión pasó.
Paul se sentía completamente refrescado… y sin ganas de desprenderse de su actual estado de comodidad. No podía pensar en por qué había dormido hasta tan tarde, pero tampoco le importaba demasiado. Extendió los dedos por la sábana calentada por el sol, y consideró volver a dormirse.
Cerró los ojos y dejó la mente en blanco… y se levantó de pronto, súbitamente inquieto, sin saber por qué. Había hecho algo estúpido, una locura, algo que iba a lamentar de verdad… pero los detalles le eludían, y empezó a sospechar que no era nada más que un resto del sueño. Intentó recordar exactamente sobre qué había soñado, sin mucha esperanza: a menos que fuese catapultado inmediatamente a la vigilia por una pesadilla, sus sueños eran evanescentes. Pero aun así…
Salió de la cama y se encogió sobre la alfombra, puños en los ojos, cara contra las rodillas, moviendo los labios en silencio. El impacto de la comprensión era una cosa palpable: una lesión roja tras los ojos palpitando de sangre… como el resultado de un golpe de martillo en el pulgar, y manchada de la misma mezcla de sorpresa, rabia, humillación y perplejidad idiota. Otro recuerdo de la infancia: sostenía un clavo contra la madera, sí… pero sólo para ocultar sus verdaderas intenciones. Había visto cómo su padre se hería de esa forma, pero sabía que necesitaba experiencias de primera mano para entender el misterio del dolor. Y estaba seguro de que valdría la pena intentarlo, hasta el momento en que agitó el martillo contra el dedo…
Se meció de un lado a otro, al borde de la risa, intentando mantener la mente en blanco, esperando a que pasase el pánico. Y finalmente, así fue… para ser reemplazado por una idea simple y perfectamente coherente: no quiero estar aquí.
Lo que se había hecho a sí mismo era una locura… y había que deshacerlo, tan rápido e indoloramente como fuese posible. ¿Cómo podía haber imaginado alguna vez que llegaría a alguna otra conclusión?
Entonces comenzó a recordar los detalles de los preparativos. Había anticipado sentir aquello. Lo había planeado. Sin importar lo mal que se sintiese, era parte de la esperada progresión de respuestas. Pánico. Pesar. Análisis. Aceptación.
Dos de cuatro; por el momento, bien.
Paul descubrió los ojos y miró la habitación. Aparte de un par de brillantes manchas de luz solar, todo lo demás resplandecía suavemente por la luz difusa: las paredes mate de ladrillo blanco, el mobiliario de imitación de caoba; incluso los pósteres —El Bosco, Dalí, Ernst, Giger— parecían inofensivos, domesticados. Mirase adonde mirase (si no en otro sitio) la simulación era completamente convincente; su atención hacía que así fuese. Rayos hipotéticos de luz se trazaban a la inversa desde los bastoncillos y conos individuales de sus retinas simuladas, y se proyectaban en el ambiente virtual para determinar exactamente qué había que calcular: muchos detalles cerca del centro de visión, muchos menos hacia la periferia. Los objetos fuera de su campo de visión no «desaparecían» por completo si influían en la luz ambiental, pero Paul sabía que los cálculos raramente pasarían de una cruda aproximación de primer orden: El jardín de las delicias del Bosco quedaría reducido a un valor medio de reflectancia, un único rectángulo gris, porque una vez que se daba la vuelta era innecesario más detalle. Todo en la habitación estaba tan finamente definido en un momento determinado como fuese necesario para engañarle: ni más, ni menos.
Conocía la técnica desde hacía décadas. Pero otra cosa era experimentarlo. Se resistió a la necesidad de darse la vuelta de pronto, en un intento fútil por pillar el proceso, pero por un momento fue casi insoportable saber simplemente lo que sucedía en el borde de su visión. El hecho de que su visión de la habitación siguiese siendo perfecta lo hacía aún peor, una fijación paranoide irrefutable: No importa lo rápido que gires la cabeza, nunca podrás ver lo que sucede a tu alrededor…
Volvió a cerrar los ojos durante unos segundos. Cuando los abrió, la sensación ya era menos imperiosa. Sin duda pasaría; parecía un estado mental demasiado extraño para mantenerse por mucho tiempo. Ninguna de las otras Copias había comentado nada… pero claro, ninguna de ellas había ofrecido datos muy útiles. Se limitaron a gritar insultos, a quejarse de su suerte y luego a terminarse a sí mismas; todo en quince minutos (subjetivos) después de ganar consciencia.
¿Y ésta? ¿En qué difería él de la Copia número 4? Tres años mayor. ¿Más testarudo? ¿Más decidido? ¿Más desesperado por obtener el éxito? Eso había creído. Si no se hubiese sentido más decidido que nunca —si no hubiese estado convencido de que ya estaba preparado para, al fin, completar todo el proceso— nunca hubiese seguido con el escán.
Pero ahora que «ya no era» el Paul Durham de carne y hueso —«ya no era» el que estaba sentado fuera para presenciar todo el experimento a una distancia segura— toda esa determinación parecía haberse evaporado.
De pronto se hizo una pregunta: ¿Qué me hace estar tan seguro de que ya no soy de carne y hueso? Rió débilmente, sin apenas atreverse a tomar la posibilidad en serio. Sus recuerdos más recientes parecían ser de estar tendido en una camilla de la Clínica Landau mientras los técnicos le preparaban para el escán —claramente una mala señal— pero estaba cansado y había pasado tanto tiempo preparándose psíquicamente para «esto», que quizás había olvidado que había vuelto a casa, todavía atontado por la anestesia, se había tirado en la cama y había soñado…
Murmuró la clave, «Abulafia» y el último rastro de esperanza se desvaneció, un cuadrado negro sobre blanco de un metro de ancho aproximadamente, cubierto de iconos, apareció en medio del aire frente a él.
Le dio a la ventana del interfaz un golpe de furia; se resistió como si fuese sólida y estuviese firmemente anclada. Como si él también fuese sólido. En realidad, ya no necesitaba más pruebas, pero agarró la parte superior y se levantó del suelo. Instantáneamente lo lamentó; el conjunto realista de efectos del esfuerzo —hasta un pinchazo plausible en el hombro derecho— lo anclaba a su «cuerpo», lo unía a ese «lugar», exactamente de la misma forma en que sabía que debería estar haciendo todo lo posible por evitar.
Se bajó con un gruñido. Era la Copia. No importaba lo que le dijese su memoria heredada, «ya no era» humano; «nunca» volvería a habitar su cuerpo real. Nunca volvería a habitar el mundo real… a menos que el rácano de su original reuniese el dinero para un robot de tele presencia, y en ese caso pasaría el tiempo vagando en una nube, intentando entender la rapidísima actividad humana. El modelo de un cerebro se ejecutaba diecisiete veces más despacio que el original. Sí, claro, si se quedaba por ahí esperando, la tecnología mejoraría con el tiempo, y diecisiete veces más rápido para él que para su original. ¿Y mientras tanto? Se pudriría en aquella prisión, saltando por los aros, realizando las preciosas investigaciones de Durham; mientras el tipo vivía en su apartamento, gastaba su dinero, dormía con Elizabeth…
Paul se inclinó sobre la fría superficie del interfaz, mareado y confundido. ¿La preciosa investigación de quién? Había deseado tanto aquello mismo y se lo había hecho a sí mismo con los ojos bien abiertos. Nadie le había obligado, nadie le había engañado. Había sabido exactamente cuáles serían las dificultades, pero había tenido la esperanza de que tendría la fuerza de voluntad (al menos esta vez) para superarlas: para dedicarse, como un monje, al propósito para el que había sido creado, contentándose con saber que su otro yo estaba tan libre como siempre.
En retrospectiva, las esperanzas parecían una tontería. Sí, había tomado libremente la decisión —por quinta vez— pero estaba inmisericordemente claro, ahora, que nunca se había encarado realmente con las consecuencias. Durante todo el tiempo que había empleado, supuestamente «preparándose» para ser una Copia, su gran fuente de fuerza había sido la perspectiva de un hombre que seguía siendo de carne y hueso. Se había dicho a sí mismo que estaba practicando para «conformarse con la libertad de otro» y sin duda realmente había intentado hacerlo… pero también se había consolado secretamente sabiendo que él «permanecería» fuera; que su futuro, entonces, todavía incluía una versión que no tenía nada que temer.
Y mientras se había aferrado a esa feliz verdad, no había comprendido en absoluto el destino de la Copia.
La gente reaccionaba mal al despertarse como Copias. Paul conocía las estadísticas. El noventa y ocho por ciento de las Copias se hacían a partir de los muy viejos y de los enfermos terminales. Gente para la que era el último recurso, muchos de los cuales ya habían gastado millones agotando todas las opciones médicas tradicionales; algunos de ellos incluso habían muerto entre el momento del escán y el momento en que comenzaba a ejecutarse la Copia. A pesar de eso, el quince por ciento decidía al despertar —normalmente en unas horas— que no podían soportar vivir así.
¿Y de los que eran jóvenes y estaban sanos, los meramente curiosos, los que sabían que tenían un cuerpo perfectamente viable y vivo en el exterior?
La proporción de saltos en ese caso era de un cien por cien.
Paul se quedó de pie en medio de la habitación, insultando en voz baja durante varios minutos, perfectamente consciente del paso del tiempo. No se sentía preparado… pero cuanto más habían esperado las otras Copias, parecía que encontraban la decisión más traumática. Miró al interfaz flotante; su aspecto de sueño y alucinación ayudaba, un poco. Raramente recordaba sus sueños, y tampoco recordaría éste… pero eso no era una tragedia.
De pronto se dio cuenta de que estaba completamente desnudo. El hábito —aunque no el sentido de la propiedad— le impulsaba a ponerse algo de ropa, pero resistió esa necesidad. Uno o dos actos perfectamente ordinarios como ése, y se encontraría tomándose en serio, pensando en sí mismo como real, haciendo que fuese aún más difícil.
Recorrió el dormitorio, agarró un par de veces el metal frío del pomo de la puerta, pero se las arregló para no girarlo. No tenía sentido ni empezar a explorar el mundo.
Pero no pudo resistirse a mirar por la ventana. La vista del norte de Sydney era perfecta: cada edificio, cada ciclista, cada árbol era perfectamente convincente; pero tampoco era ningún logro, se trataba de una grabación, no de una simulación. Esencialmente fotográfica —exceptuando un par de retoques computerizados— y totalmente predeterminada. Para recortar aún más los gastos, sólo una parte le era accesible «físicamente»; en la distancia podía ver el puerto, pero sabía que si intentaba pasear hasta el borde del mar…
Basta. Acaba con esto.
Paul se volvió al interfaz y tocó un icono de menú llamado UTILIDADES; apareció otra ventana frente a la primera. La función que buscaba estaba enterrada a varios menús de profundidad, pero sabía perfectamente dónde buscarla. Había presenciado eso mismo, desde fuera, demasiadas veces para olvidarlo.
Finalmente llegó al menú de EMERGENCIAS, que incluía un alegre icono de un personaje de cómic suspendido de un paracaídas. Saltar era como lo llamaba todo el mundo; pero después de todo, no lo encontraba un eufemismo demasiado empalagoso, realmente no podía cometer «suicidio» cuando no era legalmente humano. El hecho de que la opción de salto fuese obligatoria no tenía nada que ver con algo tan problemático como los «derechos» de las Copias; el requerimiento venía exclusivamente por la ratificación de ciertos estándares de software internacionales, puramente técnicos.
Paul pulsó el icono; se activó y recitó un discurso de advertencia. Apenas le prestó atención. Luego dijo:
—¿Está absolutamente seguro de que desea cerrar esta Copia de Paul Durham?
Nada importante. El Programa A le pide al Programa B que confirme una petición de terminación. Un intercambio de paquetes de datos.
—Sí, estoy seguro.
A sus pies apareció una caja de metal pintada de rojo. La abrió, sacó el paracaídas y se lo puso.
Luego cerró los ojos y dijo.
—Escúchame. ¡Simplemente escúchame! ¿Cuántas veces tienen que decírtelo? Voy a saltarme la angustia personal; ya lo has oído antes y ya lo has ignorado antes. No importa cómo me sienta. Pero… ¿cuándo vas a dejar de malgastar tu tiempo, tu dinero, tu energía, cuándo vas a dejar de malgastar tu vida, en un empeño que no tienes fuerzas para realizar?
Paul vaciló, intentando ponerse en el lugar de su original, oyendo esas mismas palabras… y casi lloró de frustración. Todavía no sabía qué decir que le hiciese cambiar. Él mismo había desestimado el testimonio de las Copias anteriores; nunca había sido capaz de aceptar sus afirmaciones de que conocían su propia mente mejor que él. Sólo porque hubiesen perdido los nervios y hubiesen decidido saltar, ¿quiénes eran para proclamar que nunca produciría una Copia que eligiese de otra forma? Todo lo que debía hacer era reforzar su voluntad, y probar de nuevo…
Negó con la cabeza.
—Han pasado diez años, y nada ha cambiado. ¿Qué te pasa? ¿Todavía crees honestamente que eres lo suficientemente valiente, o que estás lo suficientemente loco, como para ser tu propio conejillo de indias? ¿De verdad?
Se detuvo de nuevo, pero sólo un momento; no esperaba respuesta.
Había discutido largo y tendido con la primera Copia, pero después de eso no había tenido ánimos.
—Bien, tengo noticias para ti: No lo eres.
Con los ojos todavía cerrados, agarró la anilla de salto.
No soy nada: un sueño, un sueño que pronto se olvidará.
Tenía que cortarse las uñas; se hundían dolorosamente en la palma de la mano.
¿Nunca, en un sueño, había temido la extinción del despertar? Quizá sí… pero un sueño no era la vida. Si la única forma que tenía de «reclamar» su cuerpo, de «reclamar» su mundo, era despertar y olvidar…
Tiró de la anilla.
Después de unos segundos, emitió un sollozo de tristeza —un sonido más de confusión que de cualquier otra emoción— y abrió los ojos.
La anilla se le había quedado en las manos.
Miró tontamente a aquella metáfora de… ¿qué? ¿Un fallo en el programa de terminación? ¿Algún problema de hardware?
Sintiéndose, al fin, realmente en un sueño, se quitó el paracaídas y desabrochó el paquete.
Dentro, no había la ilusión de la seda, o del kevlar, o cualquier otra cosa que plausiblemente pudiese haber. Sólo una hoja de papel. Una nota.
Querido Paul,
La noche después de realizar el escán, repasé las fases preparatorias del proyecto, y busqué mucho en mi alma. Y llegué a la conclusión de que —hasta el último momento— mi actitud ha estado marcada por la ambivalencia.
Con comprensión, entendí lo estúpidos que eran mis reparos; pero era demasiado tarde para ti. No podía permitirme borrarte y hacer que me escaneasen de nuevo. Así que, ¿qué podía hacer?
Esto: detuve tu despertar durante un tiempo y busqué a alguien que realizase un par de alteraciones en las utilidades del entorno virtual. Sé que no fue estrictamente legal… pero sabes lo importante que es para mí que tú triunfes esta vez, que nosotros triunfemos esta vez.
Confío en que lo entiendas y confío en que aceptarás la situación con dignidad y ecuanimidad.
Te desea lo mejor,
Paul.
Se hundió de rodillas, todavía sosteniendo la nota, mirándola sin creérselo. No puedo haber hecho esto. No puedo haber sido tan insensible.
¿No?
Nunca le hubiese hecho eso a alguien. De eso estaba seguro. No era un monstruo, un torturador, un sádico.
Y tampoco hubiese seguido adelante sin la opción de salto como último recurso. Entre sus estúpidas fantasías de estoicismo y la mentira para conservar la cordura de referirse sólo a la versión de carne y hueso, debía de haber tenido momentos de claridad en los que había pensado: Si es terrible, siempre puedo cerrarlo.
Pero hacer una Copia, y luego —una vez que su futuro no era su futuro, nada que él pudiese temer— quitarle su posibilidad de escapar… y racionalizar ese secuestro como nada más que un extraordinario acto de autocontrol…
Sonaba tan cierto que le hacía sentir vergüenza.
Luego tiró la nota, levantó la cabeza y gritó con toda la fuerza de sus pulmones inexistentes:
—¡DURHAM! ¡ERES UN CABRÓN!
Paul pensó en destrozar el mobiliario. En su lugar, tomó una larga ducha caliente. En parte para calmarse; en parte como venganza infantil: veinte minutos de cálculos hidrodinámicos innecesarios joderían al rácano. Examinó las gotitas y chorros de agua sobre la piel, buscando alguna pequeña pero visible anomalía en el límite entre su cuerpo —computado hasta la resolución subcelular— y el resto de la simulación. Pero si había alguna discrepancia, era demasiado sutil para detectarla.
Se vistió y tomó un desayuno tardío, desentendiéndose de aquello de rendirse a la normalidad. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Ponerse en huelga de hambre? ¿Caminar por ahí desnudo y manchado de excrementos? Estaba hambriento, al haber ayunado antes del escán, y la cocina estaba preparada de una provisión literalmente inagotable de alimentos. El muesli sabía exactamente a muesli, las tostadas exactamente a tostadas, pero sabía que había ciertas trampas en lo referente al sabor y el aroma. Los efectos detallados de la masticación y la acción de la saliva estaban siendo falseados con un conjunto de reglas empíricas, no generados a partir de primeros principios; no había moléculas individuales de comida disueltas y descompuestas por enzimas, simplemente un conjunto de concentraciones variables de nutrientes asociadas a cada «división» microscópica de saliva. Con el tiempo, eso llevaría a un incremento plausible de las concentraciones de aminoácidos, diversos carbohidratos y otras sustancias hasta el humilde sodio y los iones de cloro, en «divisiones» similares de jugos gástricos… que a su vez actuarían como datos de entrada para los modelos de su vello intestinal. De ahí, a la corriente sanguínea.
La producción de heces y orina era opcional —algunas Copias deseaban mantener todos los aspectos posibles de la vida corpórea— pero Paul había decidido pasar (ahí quedaba la posibilidad de mancharse a sí mismo con excremento). Sus residuos corporales desaparecerían mágicamente antes de llegar a la vejiga e intestinos. Ignorados hasta la inexistencia; aniquilados pasivamente. Allí, lo único necesario para destruir algo era perderle la pista.
El café le hizo sentirse alerta, pero también algo despreocupado, como siempre. Las neuronas se simulaban en mayor detalle, y los receptores de cafeína y sus metabolitos que hubiesen estado presentes en cada neurona individual en el cerebro de su original en el momento del escán estaban incorporados a su propio modelo del cerebro; de forma simplificada, pero funcionalmente equivalente.
¿Y la realidad física tras todo aquello? Un metro cúbico de cristal óptico silencioso e inmóvil, configurado como un conjunto de mil millones de procesadores individuales, una de varios cientos de unidades idénticas en un sótano… en algún lugar del planeta. Paul ni siquiera sabía en qué ciudad estaba; el escán se había realizado en Sydney, pero la implementación del modelo habría sido contratada a través del nodo local a la oferta más barata en ese momento.
Cogió un afilado cuchillo de verduras de un cajón de la cocina, y se hizo un corte superficial a lo largo del antebrazo. Soltó una gota de sangre en el fregadero, preguntándose qué software sería exactamente responsable de ese asunto. ¿«Morirían» lentamente las células sanguíneas o ya se habían rendido al modelo físico general extrasómico, demasiado simple para representarlas, y menos aún mantenerlas con «vida»?
Si intentara cortarme las venas, ¿cuándo intervendría Durham exactamente? Miró a su reflejo distorsionado en la hoja. Muy probablemente su original le dejaría morir, y luego ejecutaría el modelo desde el principio, limitándose a eliminar el modelo del cuchillo. Él mismo había ejecutado las primeras Copias cientos de veces, jugando con aspectos diversos de su entorno, intentando en vano encontrar un truco barato, alguna distracción que evitase que deseasen desaparecer. Era una medida de su pura cabezonada que le hubiese llevado tanto tiempo admitir la derrota y rescribir las reglas.
Paul dejó el cuchillo. No quería realizar ese experimento. Todavía no.
Fuera del apartamento, todo era ligeramente menos convincente; la arquitectura del edificio estaba reproducida con suficiente fidelidad, incluso hasta las horribles plantas de plástico, pero los pasillos estaban desiertos, y las puertas de los otros apartamentos estaban cerradas; escondiendo, literalmente, nada. Le dio una patada a una puerta, con toda su fuerza; le pareció que la madera había cedido un poco, pero cuando examinó la superficie vio que ni siquiera había conseguido marcar la pintura. El modelo no admitía daños allí, y que se jodiesen las leyes de la física.
En la calle había peatones y ciclistas; todos grabados. Eran sólidos más que fantasmales, pero era una solidez algo feérica; imparables, inamovibles, eran como robots infinitamente fuertes e infinitamente desinteresados. Paul cabalgó sobre la espalda de una mujer mayor y frágil; lo llevó despreocupadamente por la calle. Sus ropas, su piel, incluso su pelo, tenían el mismo tacto: duro como el acero. Pero frío no. Neutral.
No se suponía que la calle tuviese más utilidad que la de ser un papel pintado tridimensional; cuando las Copias interaccionaban con otras, a menudo usaban ambientes baratos pregrabados llenos de multitudes puramente decorativas. Plazas, parques, cafés al aire libre; todo muy tranquilizador, sin duda, cuando intentabas liberarte de la sensación de aislamiento y claustrofobia. Las Copias sólo podían recibir visitantes exteriores realistas si tenían amigos o familiares dispuestos a ralentizar sus procesos mentales en un factor de diecisiete. La mayoría prefería intercambiar vídeos. ¿Quién deseaba pasar una tarde con un bisabuelo cuando eso consumía media semana de tu vida? Paul había intentado llamar a Elizabeth con la terminal de su estudio —que debería haberle dado acceso al mundo exterior por medio de sus conexiones informáticas— pero, no le sorprendía, Durham también la había saboteado.
Cuando llegó a la esquina de la calle, la ilusión visual de la ciudad continuó, en la distancia, pero cuando intentó dar otro paso en la carretera, el pavimento de cemento que tenía bajo los pies comenzó a comportarse como una rueda, moviéndose hacia atrás justo al ritmo necesario para mantenerle en su sitio, sin que importase el ritmo que adoptase. Se echó atrás e intentó saltar sobre el área afectada, pero su velocidad horizontal se disipó —sin la más mínima pretensión de justificación «física»— y aterrizó justo en el centro de la superficie deslizante.
La gente de la grabación, por supuesto, atravesaba el borde con facilidad. Un hombre caminó directo hacia él; Paul se quedó quieto y se encontró empujado hacia una zona de mayor viscosidad, haciendo que el aire a su alrededor se hiciese dolorosamente inflexible, antes de echarse a un lado.
La sensación de que descubrir una forma de atravesar la barrera lo «liberaría» era inevitable, pero sabía que era absurda. Incluso si encontraba un fallo en el programa que le permitiese seguir, lo único que ganaría sería un paisaje cada vez menos realista. La grabación sólo contendría información completa desde puntos de vista obtenidos dentro de una zona precisa y finita; sólo podía «escapar a» una región en que su visión de la ciudad estaría llena de distorsiones y omisiones y que desaparecería con el tiempo.
Volvió a la esquina, medio abatido, medio divertido. ¿Qué había esperado encontrar? ¿Una puerta al final del modelo con la indicación SALIDA por la que podría pasar a la realidad? ¿Escalones que lo llevasen metafóricamente a una sala de calderas que representase la base de aquel mundo, donde podría cerrar algunos interruptores y volarlo todo? No tenía derecho a sentirse insatisfecho de lo que le rodeaba; era exactamente lo que había pedido.
Y también había pedido un perfecto día de primavera. Paul cerró los ojos y volvió la cara hacia el sol. A pesar de todo, no era difícil solazarse en el calor que le recorría la piel. Estiró los músculos de los brazos, hombros, espalda… y se sintió como si estuviese extendiéndose desde su «yo» en el cráneo virtual hasta toda su carne matemática, dotando a los datos nebulosos de significado; uniéndolo todo, reclamando algo. Sintió los preliminares de una erección. La existencia empezaba a seducirle. Se permitió rendirse durante un momento a una sensación visceral de identidad que ahogaba todas sus débiles imágenes mentales de procesadores ópticos, todas sus reflexiones abstractas de aproximaciones de software y atajos. Ese cuerpo no quería evaporarse. Ese cuerpo no quería saltar. No le importaba demasiado que hubiese otra versión —«más real»— de sí mismo en algún otro sitio. Quería conservar su totalidad. Quería permanecer.
Y si eso era una parodia de la vida, siempre quedaba la posibilidad de mejorar. Quizá podría persuadir a Durham de que le devolviese las posibilidades de comunicarse; eso sería un principio. Y cuando se aburriese de las bibliotecas, de los sistemas de noticias, de las bases de datos, ¿los fantasmas de los ricos seniles?; si alguno se dignaba hablar con él. Siempre podía hacer que le suspendiesen hasta que la velocidad de los procesadores estuviese a la par con la realidad, cuando la gente pudiese visitarlo sin ralentizarse, y valiese la pena realmente habitar en un robot de tele presencia.
Abrió los ojos y tembló bajo el calor. Ya no sabía qué quería —la posibilidad de saltar, de decir que todo aquel sueño había terminado… o la posibilidad de la inmortalidad virtual— pero debía aceptar que sólo había una forma de poder tomar esa decisión por sí mismo.
Dijo tranquilamente.
—No voy a ser tu conejillo de indias. Un colaborador, sí. Un compañero en igualdad. Si quieres mi cooperación, entonces vas a tener que tratarme como un colega, no como… un aparato. ¿Entendido?
Frente a él se abrió una ventana. Se estremeció al verla, no por su gemelo previsiblemente engreído, sino por la habitación tras él. Era sólo su estudio —y había recorrido su equivalente virtual, sin impresionarse, sólo minutos antes— pero era, aun así, su primera visión del mundo real, en tiempo real. Se acercó a la ventana, esperando ver si había alguien más en la habitación —¿Elizabeth?— pero la imagen era bidimensional, la perspectiva no se alteró al aproximarse.
El Durham de carne y hueso emitió un breve chillido de tono alto, luego esperó visiblemente impacientado mientras una segunda ventana más pequeña le daba a Paul una repetición ralentizada cuatro octavas más baja.
—¡Por supuesto que lo entiendo! Somos colaboradores. Es correcto. Iguales. No lo permitiría de ninguna otra forma. Los dos queremos sacar lo mismo de esto, ¿no? Los dos necesitamos respuestas a las mismas preguntas.
Paul ya se lo estaba pensando por segunda vez.
—Quizá.
Pero a Durham no le interesaban sus reparos.
Chillido.
—¡Sabes que sí! Hemos esperado diez años para esto… y ahora va a suceder por fin. Y podemos empezar en cuanto estés listo.