—Diecisiete, falta uno.
Durham se había tranquilizado y vuelto eficiente para manejar la evacuación. María, aún sin modificar, observaba —llena de alivio— cómo finalmente empacaba a Irene Shaw, sus setecientos millones de descendientes, y sus ambientes como para cuatro planetas, en el abultado Jardín del Edén que se estaba preparando. Una instantánea comprimida de toda la civilización fluía por los caminos de datos que Durham había creado para esquivar el sospechoso centro —siguiendo una docena de rutas independientes, verificadas y vueltas a verificar a cada paso— hasta cruzar la barrera de la región en la que se forjaba el nuevo Elíseo. Por ahora, no había señales de que la corrupción de la rejilla se estuviese extendiendo aún más… pero la última reunión le había dado a Durham seis horas de Tiempo Estándar para reunir y lanzar la nueva semilla. María se sorprendió de que le nombrasen a él para el trabajo, dado que había sido su visita clandestina al Planeta Lambert lo que había catalizado el desastre (y habían dejado ejecutando un software de vigilancia —no consciente— para vigilar sus actos, y ocuparse de la tarea si fracasaba)… pero todavía era el hombre que había construido y lanzado Elíseo, y aparentemente confiaban en él por encima de cualquier otro para que los rescatase de su universo en desintegración, al igual que había rescatado a los fundadores de la legendaria Tierra en deterioro.
Dos de los tres «ermitaños» de entre los fundadores —Irene Shaw y Pedro Callas— habían respondido a la señal de emergencia enviada a sus pirámides desde el centro. A pesar de sus milenios de silencio, no habían aislado sus mundos por completo de la información del resto de Elíseo.
Aparentemente, Thomas Riemann sí.
María comprobó el reloj en la ventana de interfaz; les quedaban catorce minutos.
Durham había ejecutado un programa, horas antes, para intentar entrar en la pirámide de Riemann. Había logrado establecer una nueva conexión con los procesadores, pero sin el código personal de Riemann, cualquier instrucción se ignoraría… y el bloqueo de tiempo disparado por cada intento incorrecto hacía que repasar todas las combinaciones de noventa y nueve dígitos no fuese práctico. Así que Durham había dado instrucciones a un meta programador para construir una «máquina» TVC para aislar y diseccionar uno de los procesadores de Riemann, para examinar el contenido de su memoria y deducir el código a partir de las comprobaciones encriptadas de su interior.
Al acercarse el programa al resultado final, María dijo repentinamente:
—Podías haber hecho lo mismo con mi pirámide, ¿no? ¿Dejándome dormir?
Durham negó con la cabeza, sin mirarla.
—¿Hacerlo desde dónde? No tengo acceso al borde. Esto sólo es posible porque los otros fundadores me han concedido carte blanche.
—Pero creo que de alguna forma podías haber entrado, si te lo hubieses propuesto.
Él permaneció en silencio durante un rato, luego lo admitió.
—Quizás hubiese podido. Quería ver el Planeta Lambert. Sinceramente creía que no tenía derecho a dejarte dormir mientras establecíamos el contacto.
Ella buscó una respuesta adecuadamente amarga… pero se rindió y dijo cansada:
—No tenías derecho a despertarme… pero me alegra haber visto a los lambertianos.
El programa rompedor de código dijo:
—Dentro.
No quedaba tiempo para el decoro, para explicar la crisis y justificar la evacuación. Durham envió una secuencia de órdenes para congelar todo el software que se ejecutaba en la pirámide, analizarlo, extraer los datos esenciales y empaquetarlo en el nuevo jardín del Edén. Riemann y sus hijos no tenían por qué saberlo nunca.
El software tenía otras ideas. Reconoció el código de acceso, pero se negó a detenerse.
María se echó a un lado y sufrió un ataque de náuseas. ¿Cuántas personas había allí dentro? ¿Miles? ¿Millones? No había forma de saberlo. ¿Qué pasaría si los cambios en la rejilla la atrapaban? ¿Implosionaría y se desvanecería el mundo que habitaban al igual que la Ciudad inanimada?
Cuando se obligó a mirar de nuevo, Durham había cambiado de táctica con total calma.
—Intento romper el cierre de comunicación. Ver si puedo entrar en algún nivel, y al menos hablar con alguien. Quizá desde dentro tengan más control; no podemos detener su software y bajarlo en masse, pero quizás ellos puedan hacerlo.
—Tienes once minutos.
—Lo sé —vaciló—. Si me veo obligado, me quedaré aquí y lanzaré a esas personas por separado. No creo que les importe estar o no en el mismo universo que el resto de los elíseos.
—¿Quedarte aquí? ¿Te refieres a clonarte y lanzar una versión con el resto de nosotros…?
—No. Zemansky ha organizado a un centenar de personas para verificar el lanzamiento desde dentro. No tengo que estar allí.
María estaba horrorizada.
—Pero ¿por qué dejarte fuera? ¿Por qué arriesgarse? Él se volvió y dijo plácidamente:
—No voy a dividirme, otra vez no. Tuve más que suficiente en veinticuatro Tierras. Quiero una vida, una historia. Una explicación. Incluso si tiene que acabar.
El programa que había estado ejecutando lanzó un pitido de triunfo y mostró un mensaje:
—Hay un puerto de datos que ofrece interacción física con un ambiente, y parece estar intacto.
—Mete un millar de robots, que busquen signos de vida —dijo María.
Durham ya lo intentaba. Frunció el ceño.
—No hay suerte. Pero me pregunto si…
Creó un portal a unos metros hacia su derecha; parecía llevar a un pasillo lujosamente decorado.
María sintió náuseas.
—Tienes siete minutos. El puerto no funciona: si un robot no puede materializarte…
Durham se puso en pie y atravesó el portal, luego echó a correr. María miró cómo lo hacía. Pero no había ningún peligro especial «allá dentro»… sin riesgo extra. El software que ejecutaba sus modelos era igualmente seguro, sin que importase dónde creían que estaban sus cuerpos.
Alcanzó a Durham cuando éste llegaba a una escalera de caracol muy recargada; estaban en la parte de arriba de lo que parecía ser una casa de dos plantas. Él le agarró el hombro.
—Gracias. Prueba abajo, yo iré por aquí arriba.
María deseó haber desconectado todas sus limitaciones metabólicas humanas… pero ahora estaba demasiado agitada para descubrir cómo hacer los cambios, demasiado inundada de adrenalina para hacer algo más que correr por los pasillos gritando:
—¿Hay alguien en casa?
Al final del pasillo, atravesó una puerta y se encontró en un jardín.
Miró a su alrededor con desesperación. Los terrenos eran enormes… y aparentemente estaban desiertos. Se quedó de pie recuperando el aliento, atenta a las señales de vida. Podía oír el canto de los pájaros en la distancia, nada más.
Luego apreció una forma blanca sobre la hierba, cerca de un macizo de tulipanes.
—¡Aquí abajo! —grito, y se apresuró hacia la forma.
Era un joven, completamente desnudo, tendido sobre la hierba con la cabeza acunada entre las manos. Oyó cómo se rompía el vidrio tras ella, y luego un golpe pesado en el suelo; se volvió para ver cómo Durham se ponía en pie y venía cojeando hacia ella.
María se arrodilló al lado del extraño e intentó despertarlo, golpeándole las mejillas. Durham llegó, pálido, despojado claramente de su tranquilidad artificial.
—Creo que me he torcido el tobillo —dijo Durham—. Podía haberme roto el cuello. No te arriesgues más: está pasando algo raro con nuestra fisiología; no puedo anular el comportamiento del viejo mundo.
María agarró al hombre por los hombros y lo agitó, sin efecto.
—¡Es inútil!
Durham la apartó.
—Lo despertaré. Vete.
María intentó invocar un panel de control mental para alejarse. No sucedió nada.
—No puedo conectar con mi exoyó. No puedo salir.
—Entonces usa el portal. ¡Corre!
Ella vaciló… pero no tenía intención de seguir a Durham al martirio. Se volvió y corrió hacia la casa. Subió los escalones de dos en dos, intentando mantener la mente en blanco, luego corrió por el pasillo. El portal a la habitación de control de la evacuación todavía estaba en su sitio… o al menos, era todavía visible. Al correr hacia él, se sintió chocar contra una barrera invisible… pero al llegar al marco, lo atravesó sin problemas.
El reloj en la ventana de interfaz mostraba veinte segundos para el lanzamiento.
Cuando ella había insistido en quedarse, Durham le había hecho crear un programa que la empaquetaría instantáneamente en el nuevo Jardín del Edén; el icono —una Alicia tridimensional en una ilustración plana de un libro de cuentos— se veía claramente en una esquina de la ventana.
Alargó la mano, luego miró por el portal al mundo de Riemann.
El pasillo se movía, alejándose lentamente. Resbalando como los edificios de la Ciudad.
Ella gritó:
—¡Durham! ¡Idiota! ¡Va a implosionar!
Le temblaba la mano; acarició con los dedos el icono de Alicia, ligeramente, sin la fuerza necesaria para indicar el consentimiento.
Cinco segundos para el lanzamiento.
Podía clonarse a sí misma. Enviar una versión con el resto de Elíseo, enviar una versión para advertirle.
Pero no sabía cómo. No había tiempo para aprender a hacerlo.
Dos segundos. Uno.
Golpeó con el puño al lado del icono y aulló. El mapa del gigantesco cubo parpadeó en azul y blanco: la nueva rejilla había empezado a crecer, los procesadores más externos se reproducían. Todavía era parte de Elíseo —una nueva rejilla simulada por los procesadores de la vieja— pero sabía que el software de vigilancia no le daría una segunda oportunidad. No le permitiría detener el lanzamiento y empezar de nuevo.
Miró por el portal. El pasillo se desplazaba lentamente, unos pocos centímetros cada segundo. ¿Cuánto más podría alejarse antes de que el portal llegase a una pared, aislando por completo a Durham?
Maldiciendo, se acercó al portal, y metió una mano. El límite invisible entre los ambientes todavía le permitía pasar. Se agachó en el borde y alargó la mano para tocar el suelo; su palma tocó la alfombra mientras ésta se desplazaba.
Temblando de miedo, se puso en pie y atravesó el umbral. Se detuvo para mirar al otro lado; el pasillo terminaba a doce o quince metros en la dirección hacia la que iba el portal. Le quedaban como mucho cuatro o cinco minutos.
Durham todavía estaba en el jardín, intentando aún despertar al hombre. Él la miró enfadado.
—¿Qué haces aquí?
María recuperó el aliento.
—Perdí el lanzamiento. Y todo esto… se está separando. Como la Ciudad. Tienes que salir.
Durham se volvió al extraño.
—Parece un Thomas Riemann rejuvenecido, pero podría ser un descendiente. Uno de un centenar. De un millón, por lo que sabemos.
—¿Millones, dónde? Parece que está solo… y no hay rastros de otros ambientes. Sólo descubriste un puerto de comunicaciones, ¿no?
—No sabemos cómo interpretar eso. La única forma de estar seguros de que está solo es despertarlo y preguntárselo. Y no puedo despertarlo.
—¿Y si… simplemente lo sacamos de aquí? Lo sé: no hay razón para creer que hacerlo fuese a desplazar su modelo a un territorio más seguro… pero si nuestros modelos han sido afectados por este lugar, han sido obligados a obedecer la fisiología humana… entonces toda la lógica que lo sostiene ya ha sido socavada.
—¿Qué pasa si hay otros? ¡No puedo abandonarlos!
—¡No hay tiempo! ¿Qué podrías hacer por ellos atrapado aquí? Nada, si este mundo es destruido. Si sobrevive de alguna forma… sobrevivirá sin ti.
Durham parecía afectado, pero asintió renuente.
—Muévete —dijo ella—. Estás herido; yo cargaré con la bella durmiente.
Se inclinó e intentó ponerse a Riemann —Thomas o quien fuese— sobre los hombros. Parecía fácil cuando lo hacían los luchadores. Durham, que se había parado a mirar, volvió y la ayudó. Una vez que María estuvo de pie, caminar ya no era tan difícil. Durante los primeros metros.
Durham cojeaba a su lado. Al principio, ella le gritó, intentando con poca sinceridad persuadirle de que fuese delante. Luego se rindió al absurdo de su grave situación. Acalorada y sin aliento, dijo:
—Nunca pensé que presenciaría… la desintegración de todo un universo… mientras cargaba con un banquero desnudo… —vaciló—. ¿Crees que si cerramos los ojos y decimos… no creemos en los escalones, quizá…?
Los subió casi aplastada por el peso, desesperada por dejar la carga y descansar durante un rato, segura de que si lo hacía nunca conseguiría continuar.
Cuando llegaron al pasillo, el portal todavía era visible, todavía desplazándose a ritmo constante.
—Corre y… mantenlo abierto —dijo María.
—¿Cómo?
—No sé. Ve y ponte en medio.
Durham puso cara de duda, pero cojeó y llegó al portal mucho antes que ella. Lo atravesó, luego se giró y se situó en medio con un pie a cada lado, alargando una mano, listo para ayudarla a subir al tren que partía. Ella tuvo una visión de él, bisecado, una mitad sangrante flotando en cada mundo.
—Espero que este… bastardo fuese un gran… filántropo —dijo María—. Mejor que… haya sido… un puto santo.
Miró al lado del portal. El final del pasillo estaba a sólo unos pocos centímetros. Durham debió de interpretar la expresión de su rostro; se metió en la sala de control. El portal tocó la pared, luego se desvaneció. María aulló de frustración, y arrojó a Riemann sobre la alfombra.
Corrió hacia la pared y la golpeó, luego se echó de rodillas. Iba a morir allí, dentro de la fantasía en implosión de un extraño. Apretó la cara contra la pintura fría. Había otra María, en el viejo mundo… y pasara lo que pasase, había salvado a Francesca. Si este sueño demencial terminaba, terminaba.
Alguien le puso la mano sobre el hombro. Ella se giró asustada, tensando un músculo del cuello. Era Durham.
—Por aquí. Tenemos que dar la vuelta. Date prisa.
Cogió a Riemann —debía de haberse reparado el tobillo en Elíseo, y sin duda se había reforzado— y guió a María por el pasillo, atravesando una vasta biblioteca, hasta una habitación llena de cosas. Allí estaba el portal, a unos pocos metros de la pared opuesta. Durham intentó atravesarlo empujando a Riemann de cabeza.
La cabeza de Riemann desapareció al cruzar el plano del portal. Durham gritó por el susto y volvió a sacarlo; la decapitación se invirtió. María lo encontró mientras Durham se giraba e intentaba atravesar la puerta arrastrando a Riemann tras él. De nuevo, la porción del cuerpo de Riemann que pasaba parecía desvanecerse; y al desaparecer sus axilas, que era por donde Durham lo sostenía, el resto del cuerpo cayó al suelo. María se echó tras el portal y vio a Riemann, entero, tendido en el umbral.
No podían salvarlo. Aquel mundo les había permitido la entrada y la salida —en sus propios términos— pero para Riemann, la salida que habían creado no era nada, un marco de madera vacío.
Ella pasó por encima de él para entrar en Elíseo. Al retroceder el portal, los hombros de Riemann volvieron a aparecer. Durham, gimiendo por la frustración, agarró y arrastró al durmiente durante un metro… y entonces su cabeza invisible debió de chocar con la pared invisible, y no pudo moverlo más.
Durham volvió a Elíseo justo cuando el portal se volvía opaco. Un segundo más tarde, vieron la pared exterior de la casa. La implosión —o separación— se aceleró mientras el portal flotaba en el aire sobre el suelo; y luego toda la escena se rodeó de oscuridad, como un modelo en un pisapapeles de vidrio, flotando en el espacio profundo.
María contempló cómo se alejaba la burbuja de luz, las formas de su interior se fundían y formaban algo nuevo, demasiado lejos para ver qué era. ¿Estaba ahora muerto Riemann? ¿O simplemente fuera de su alcance?
Ella dijo:
—No lo entiendo… pero sea lo que sea lo que los lambertianos nos están haciendo, no es simple corrupción caótica… no es sólo destruir las reglas TVC. Ese mundo se sostenía. Como si su propia lógica se hubiese hecho más importante que la de Elíseo. Como si ya no nos necesitase.
—No lo creo —dijo Durham rotundo.
Se acurrucó al lado del portal, bajo el peso de la derrota.
María le tocó el hombro. Él la rechazó encogiéndose.
—Será mejor que te des prisa y te lances —dijo Durham—. Los otros elíseos habrán sido eliminados de la semilla, pero todo lo demás, todas las infraestructuras, debería seguir allí. Úsalo.
—¿Sola?
—Fabrica hijos, si quieres. Es fácil; todas las utilidades están en la biblioteca central.
—Y… ¿qué? ¿Harás lo mismo?
—No —la miró y dijo sombrío—, he tenido bastante. Veinticinco vidas. Pensé que por fin había encontrado terreno firme… pero ahora todo se desmorona hacia la ilusión y las contradicciones. Me mataré antes de que todo se destruya: moriré por mis reglas, sin dejar nada por explicar en alguna otra permutación.
María no sabía cómo responder. Caminó hacia la ventana de interfaz, para ver qué seguía funcionando. Después de un rato, dijo:
—El software espía en el Autoverso ha dejado de funcionar, y todo el centro está muerto, pero hay algunos datos con resúmenes de última hora en la copia de la biblioteca central que hiciste para la semilla —buscó los sistemas de análisis y traducción de Repetto.
Durham vino y se detuvo a su lado; él señaló un icono resaltado, la imagen estilizada de un enjambre de lambertianos.
—Actívalo —dijo.
Leyeron juntos el análisis. Un equipo de lambertianos había encontrado un conjunto de ecuaciones de campo —para nada relacionado con el autómata celular del Autoverso— con treinta y dos soluciones estables. Una para cada uno de sus átomos. Y a temperaturas lo suficientemente grandes, las mismas ecuaciones predecían la generación espontánea de materia; justo en las proporciones adecuadas para explicar la nube primordial.
La danza había sido juzgada con éxito. La teoría ganaba aceptación.
María se sentía dividida entre el resentimiento y el orgullo.
—Muy inteligente, ¿pero cómo van a explicar cuatro robots humanoides abandonados en un prado?
Durham parecía disfrutarlo con humor negro.
—Llegaron en una nave espacial, ¿no? Los alienígenas los enviaron, como emisarios. Debe de haber otras estrellas ahí fuera, escondidas tras una conveniente nube de polvo.
—¿Por qué iban los alienígenas a hablarles a los lambertianos de las reglas TVC del autómata celular?
—Quizá las creían. Quizá descubrieron las reglas del Autoverso… pero como seguían sin poder explicar el origen de los elementos, decidieron incluirlo todo en un sistema mayor, otro autómata celular, incluyendo seres inmortales para crear el Autoverso, incluyendo la nube primordial. Pero los lambertianos lo arreglaron: no hay necesidad de una hipótesis tan compleja.
—Y ahora el Autoverso se libera de nosotros como de una piel muerta —María observó las ecuaciones de campo de los lambertianos; eran mucho más complejas que las reglas del Autoverso, pero poseían una extraña elegancia propia. Ella nunca hubiese podido inventarlas; eso lo tenía claro—. No es sólo cuestión de que los lambertianos no requieran de nosotros para explicarse. Es la idea de un creador lo que se desmorona. Un universo con seres conscientes se encuentra a sí mismo en el polvo… o no. O tiene sentido por sí mismo según sus propios términos, como un todo auto contenido… o no. No puede haber, ni nunca habrá, Dioses.
Mostró un mapa de Elíseo. La mancha negra que marcaba los procesadores que habían dejado de responder se había extendido fuera de las seis pirámides públicas y se había tragado la mayor parte de los territorios de Riemann, Callas, Shaw, Sanderson, Repetto y Tsukamoto. Amplió los bordes de la oscuridad; seguía creciendo.
Se volvió hacia Durham y le rogó.
—¡Ven conmigo!
—No. ¿Qué me queda por hacer? ¿Volver a descender a la paranoia? ¿Despertarme preguntándome si no soy más que un mito desacreditado de los visitantes alienígenas y humanoides del Planeta Lambert?
—Puedes hacerme compañía —dijo María con furia—. Mantenerme cuerda. Después de todo lo que me has hecho, me lo debes.
Durham permanecía impasible.
—No me necesitas para eso. Encontrarás formas mejores.
Ella se volvió al mapa, con la mente momentáneamente en blanco por el pánico… luego señaló al creciente vacío.
—Las reglas TVC están disolviéndose, los lambertianos están destruyendo Elíseo, ¿pero qué controla el proceso? Debe de haber reglas más profundas que gobiernan el choque de teorías: decidiendo qué explicación se mantiene y cuál se disuelve. Podemos buscar esas reglas. Podemos intentar entender lo que ha sucedido aquí.
Durham dijo sardónico:
—¿Adelante y arriba? ¿En busca de un orden superior?
María estaba cerca de la desesperación. Él era la única conexión con el viejo mundo; sin él, los recuerdos perderían todo su significado.
—¡Por favor! Podemos discutirlo en el nuevo Elíseo. Pero ahora no hay tiempo.
Él negó tristemente con la cabeza.
—María, lo siento… pero no puedo ir contigo. Tengo siete mil años. Todo lo que he luchado por construir yace en ruinas. Todas mis certidumbres se han evaporado. ¿Sabes cómo sienta eso?
María lo miró a los ojos e intentó entender, intentó evaluar la profundidad de su cansancio. ¿Hubiese aguantado ella tanto como él? Quizá para todos llegaba el momento en que no quedaba nada por delante, ninguna otra elección sino la muerte. Quizá los lambertianos tenían razón, quizás el «infinito» no tenía sentido… y la «inmortalidad» era un espejismo al que ningún humano debería aspirar.
Ningún humano…
María se volvió hacia él enfadada.
—¿Sé cómo te sientes? Como quieras sentirte. ¿No es lo que me dijiste? Tienes el poder de decidir quién eres exactamente. Las viejas cadenas humanas han desaparecido. Si no quieres que te aplaste el peso de tu pasado… ¡entonces no lo permitas! Si realmente quieres morir, no puedo impedírtelo… pero no me digas que no tienes elección.
Durante un momento Durham pareció afligido, como si todo lo que ella hubiese hecho fuese aumentar su desesperación, pero algo de su invectiva pareció penetrar en él.
—Realmente necesitas a alguien, ¿no?, que conozca el viejo mundo —dijo con suavidad.
—Sí —María parpadeó para contener las lágrimas.
De pronto la expresión de Durham se congeló, como si se hubiese separado de su cuerpo. ¿La había abandonado? María casi se soltó… pero en ese momento el rostro de cera se animó de nuevo.
—Iré contigo —dijo él.
—¿Qué…?
Él le sonrió, como un idiota, como un niño.
—Simplemente he hecho algunos ajustes en mi estado mental. Y acepto tu invitación. Adelante y arriba.
María estaba sin habla, aturdida por el alivio. Puso los brazos a su alrededor; él le devolvió el abrazo. ¿Lo había hecho por ella? ¿Se había reestructurado, reconstruido así mismo…?
No había tiempo que perder. Ella fue hacia el panel de control y se apresuró a preparar el lanzamiento. Durham miraba, todavía sonriendo; parecía hipnotizado por la pantalla parpadeante, como si no la hubiese visto nunca.
María se detuvo de pronto. Si se había rehecho, si se había reinventado a sí mismo… entonces ¿cuánto quedaba del hombre que había conocido? ¿Se había concedido a sí mismo resistencia transhumana, y se había curado a sí mismo de la desesperación definitiva… o había muerto en silencio, fuera de la vista de ella, y había dado a luz a un compañero para ella, un hijo de software que simplemente había heredado los recuerdos de su padre?
¿Dónde estaba la línea divisoria? ¿Entre una autotransformación tan grande como para convertir el deseo de muerte en curiosidad infantil… y la muerte misma, y el pasar a otra persona nueva las alegrías y pesares que ya no podía soportar?
Buscó una respuesta en su rostro, pero no podía encontrarla.
—Debes decirme lo que hiciste —pidió ella—. Necesito entender.
Durham se lo prometió.
—Lo haré. En la próxima vida.