Los líderes del Grupo de Contacto se reunieron en el apartamento de María. Apenas se habían sentado cuando Durham dijo:
—Creo que deberíamos ir a mi territorio antes de continuar. Estoy al otro lado del centro desde la región del Autoverso… por lo que pueda valer. Si la distancia todavía vale algo, al menos deberíamos intentar ejecutar los modelos en algún lugar de fiar.
María se sintió enferma. La Ciudad misma estaba justo al lado del Autoverso: la feria al borde del desierto. Pero ningún elíseo se computaba en ese espacio público; sólo los edificios y peatones.
—Otros seis fundadores tienen pirámides junto al Autoverso —dijo María—. Si crees que existe la posibilidad de que los efectos estén traspasando la frontera… ¿no puedes encontrar un pretexto para que trasladen a su gente lo más lejos posible? No hay por qué decírselo claramente… no hay que decirles nada que incremente el peligro.
—Ya he tenido bastantes problemas para convencer a treinta y siete estudiosos obsesivos del Autoverso de que se ocupasen de otros proyectos para alejarlos del problema —dijo Durham cansado—. Si empezase a sugerir a Elaine Sanderson, Angelo Repetto y Tetsuo Tsukamoto que reorganicen la geometría de sus recursos informáticos, tardarían como diez segundos en someter todo el Autoverso a análisis, para intentar descubrir qué pasa. Y las otras tres pirámides están ocupadas por ermitaños que no se han mostrado desde el lanzamiento; no podríamos advertirles aunque quisiéramos. Lo mejor que podemos hacer es tratar el problema lo más rápida y sigilosamente posible.
María miró a Dominic Repetto, pero aparentemente estaba resignado a la necesidad de mantener a su familia en la ignorancia.
—Me hace sentirme como una cobarde —dijo María—. Huyendo al otro extremo del universo, mientras hurgamos en el avispero por control remoto.
—No te preocupes; por lo que sabemos, la geometría TVC podría ser irrelevante —dijo Repetto con sequedad—. La conexión lógica entre nosotros y el Autoverso podría ser más arriesgada que la simple proximidad de los vecinos más cercanos.
María todavía decidía hacerlo todo manualmente, por medio de su terminal «sólido»; nada de ventanas de interfaz flotando en el aire, nada de enlaces telepáticos con su exoyó. Zemansky le mostró cómo ejecutar el oscuro programa de utilidad que los transportaría lejos de su territorio. En la Tierra, las Copias menos acaudaladas habían volado de continente a continente en busca de los TIPS más baratos… pero en Elíseo, antes no había habido razón para que alguien se moviese de esa forma. Al aceptar la última pregunta, se imaginó a su modelo siendo detenido, desmontado y movido por el centro hasta la pirámide de Durham; sin duda con un millón de cuidadosos pasos de verificación por el camino… pero era imposible saber lo que valía incluso el sistema de verificación de errores más riguroso, ahora que las reglas profundas de las que dependían eran puestas en duda.
Como toque final, Durham clonó el apartamento, y luego se cambiaron —imperceptiblemente— a la versión duplicada. María miró por la ventana.
—¿Copiaste también toda la Ciudad?
—No. Eso es la original; he encajado una vista de verdad.
Zemansky creó una serie de ventanas de interfaz en la pared del salón; una mostraba la región que ejecutaba el Autoverso, con la cara triangular que lindaba con la pirámide de María vista de frente. Sobre el mapa de software —el azul medianoche del programa del autómata celular del Autoverso, finamente veteado con el plata del software espía— superpuso un esquema del sistema planetario lambertiano, las órbitas extrañamente cortadas y reordenadas para encajar en las cinco pirámides adyacentes. El espacio modelado era —en sus propios términos— un disco relativamente delgado, de sólo unos pocos cientos de kilómetros de ancho, pero que se extendía como un cincuenta por ciento más allá de la órbita del planeta más lejano. La mayoría estaba vacío —o sólo ocupado por la luz que venía del sol— pero no se habían tomado atajos; cada kilómetro cúbico, por pocas características que contuviese, se modelaba hasta el nivel de las celdillas del Autoverso. El despilfarro era anonadador; María apenas podía mirar al mapa sin intentar pensar en las técnicas para aproximar los cálculos que se estaban realizando en todo aquel semivacío. Cuando se obligó a detenerse y aceptarlo como era, comprendió que antes no había apreciado la escala de Elíseo. Había recorrido la biosfera lambertiana desde el nivel planetario hasta el molecular… pero aquello no era nada comparado con todo un sistema solar de cálculos subatómicos.
Durham le tocó el hombro.
—Voy a necesitar tu autorización.
Ella fue con él hasta el terminal que él se había creado en una esquina de la habitación, y escribió el código que había sido insertado en su fichero de escán en la Tierra; los noventa y nueve dígitos fluyeron de sus dedos sin esfuerzo, como si lo hubiese ensayado mil veces. El código que en la Tierra le hubiese dado acceso a su herencia, allí abría los procesadores de su pirámide.
—Ahora realmente soy tu cómplice —dijo ella—. ¿Quién va a prisión cuando tú cometes un crimen empleando mi identificación?
—No tenemos prisiones.
—Entonces ¿qué nos harán exactamente cuando descubran lo que hemos hecho?
—Expresar la gratitud adecuada.
Zemansky amplió el mapa para mostrar los procesadores TVC individuales por el borde, y luego lo amplió aún más para mostrar su estructura elaborada. Parecía un esquema de color falso de un conjunto de microcircuitos tridimensionales… pero era demasiado rectilíneo, demasiado perfecto, para ser una representación micrográfica de un objeto real. Ahora el mapa era en su mayoría conjetural: una simulación guiada por datos limitados que venían de la propia malla. Había buenas razones por las que «debería haber sido» correcto, pero no podía haber pruebas reales de que lo que veían estuviese realmente ahí.
Zemansky manipuló la vista hasta que veían directamente el punto medio de una delgada capa de celdas «nulas» transparentes que separaban la región del Autoverso del territorio de María… lo que dejaba en evidencia sus propios procesadores por primera vez. Una flecha en un pequeño diagrama superior mostraba la orientación; estaban mirando directamente al centro distante. Todos los procesadores eran estructuralmente idénticos, pero los del Autoverso estaban vivos con secuencias codificadas de estados activados señalando los flujos de datos, mientras que el resto estaba casi por completo inactivo. Luego Durham metió el territorio de ella en el software que estaba ejecutando, y una onda de datos salió del centro —con aspecto de ser algo sacado de la secuencia de la puerta estelar de 2001— al ser programados los procesadores. La onda real hubiese pasado en un pico segundo de Tiempo Estándar; el mapa era lo suficientemente inteligente para mostrar el suceso a cámara lenta.
Los procesadores reprogramados parpadearon con datos, y luego empezaron a generar cables de construcción. Cada uno de los procesadores en la rejilla TVC era una máquina Von Neumann así como una máquina de Turing; un constructor universal además de un ordenador universal. La única tarea de construcción que habían realizado en el pasado había sido el acto de autorreplicación, pero todavía conservaban el potencial para construir cualquier cosa, dados los planos adecuados.
Los cables de construcción atravesaron el espacio y tocaron la superficie de los procesadores del Autoverso. María contuvo la respiración, casi esperando ver una reacción defensiva, un contraataque. Durham había examinado por adelantado las posibilidades: si las reglas TVC seguían siendo ciertas, cualquier «guerra» entre esas máquinas alcanzaría pronto un punto muerto perpetuo; se enfrentarían por siempre, aniquilando las «armas» del adversario al crecer, y ninguna estrategia podría romper el punto muerto.
Si las reglas TVC fallaban, no había forma de predecir el resultado.
No hubo ningún contraataque detectable. Los cables de construcción se retiraron, dejando tras de sí conexiones de datos que atravesaban el espacio entre pirámides. Ya que el mapa mostraba que las uniones estaban intactas, el software debía de haber recibido alguna prueba de que realmente funcionaban: los procesadores del Autoverso al menos reaccionaban como debían a las pruebas simples de la integridad de la conexión.
—Bien, ya es algo —dijo Durham—. No han podido aislarnos por completo.
Repetto hizo una mueca.
—Haces que suene como si los lambertianos tuviesen el control de los procesadores; que deciden qué va a pasar a continuación. Ni siquiera saben que existe este nivel.
Durham mantuvo los ojos fijos en la pantalla.
—Claro que no. Pero todavía parece como si nos estuviésemos acercando a algún… adversario consciente. Los ángeles guardianes de los lambertianos: conocedores de todos los niveles pero defendiendo celosamente la versión de la realidad de su gente —percibió la mirada preocupada de María, y sonrió—. Era una broma.
María siguió observando cómo Durham y Zemansky ejecutaban una serie de pruebas para verificar que realmente se habían conectado a la región del Autoverso. Todo estaba bien; pero claro, esas mismas pruebas habían salido bien cuando se habían ejecutado por las conexiones autorizadas, hasta el centro. Los procesadores sospechosos simplemente actuaban de mensajeros, pasando datos en un gigantesco bucle, lo que confirmaba que todavía podían hablar entre sí: la estructura básica de la rejilla no se había desmoronado.
—Ahora intentaremos parar el reloj —dijo Durham.
Le dio a un par de teclas, y María vio cómo los comandos corrían por los enlaces. Pensó: quizás había algo mal en el centro. Quizá toda esta crisis no resultará ser más que un error pequeño y localizado. Fácil de explicar. Fácil de arreglar.
—No hay suerte. Intentaré reducir el ritmo —dijo Durham.
Una vez más, los comandos fueron ignorados.
Luego, incrementó la frecuencia de reloj del Autoverso en un cincuenta por ciento —con éxito— y luego la redujo en pequeños decrementos, hasta llegar al valor original.
María habló consternada:
—¿Qué sentido tiene esto? Lo podemos ejecutar todo lo rápido que queramos, dentro de nuestra capacidad para dedicarle recursos informáticos, pero cuando intentamos ralentizarlo golpeamos una pared. Es simplemente… perverso.
—Considéralo desde el punto de vista del Autoverso —dijo Zemansky—. Reducir la velocidad del Autoverso es aumentar la de Elíseo; como si hubiese un límite a la velocidad con que él nos puede ejecutar a nosotros… un límite a los recursos informáticos que puede dedicarnos.
María empalideció.
—¿Qué sugieres? ¿Que Elíseo es ahora un programa de ordenador ejecutado en algún punto del Autoverso?
—No. Pero tiene cierta simetría. Un principio de relatividad. Elíseo se concibió como un sistema de referencia fijo, una piedra angular de la realidad… frente a la cual, el Autoverso podía ser considerado una simple simulación. La verdad ha resultado ser más sutil: no hay puntos fijos, ni objetos inamovibles, ni leyes absolutas —Zemansky no manifestaba ningún miedo, sonreía tranquilamente mientras hablaba, como si la idea le encantase. María estaba deseosa por saber si se limitaba a ocultar sus emociones, o si había escogido aquel estado de tranquilidad para enfrentarse al destronamiento de su mundo.
—Las simetrías están para romperlas —dijo Durham—. Y todavía tenemos la ventaja: todavía sabemos mucho más sobre Elíseo y el Autoverso que los lambertianos. No hay razón para que nuestra versión de la verdad no tenga tanto sentido para ellos como para nosotros. Todo lo que tenemos que hacer es darles el contexto apropiado para sus ideas.
Repetto había creado una equipo marioneta de lambertianos que llamaba Portavoz: un enjambre de diminutos robots parecidos a los lambertianos, y capaces de funcionar en el Autoverso; aunque controlados por una señal externa. También había creado «robots de tele presencia» de forma humana para ellos cuatro. Con la Boquilla como traductor, podrían «revelarse» a los lambertianos y comenzar el difícil proceso de establecer el contacto.
Lo que quedaba por ver era si el Autoverso iba a permitírselo o no.
Zemansky mostró el punto de entrada elegido: una zona desértica de hierba en una de las islas ecuatoriales del Planeta Lambert. Repetto había estado observando un equipo de científicos en una comunidad cercana; la amplitud de las ideas que exploraban era mayor que en la mayoría de los otros equipos, y creía que había posibilidades de que fuesen receptivos a las teorías elíseas.
—Hora de meter el pie en el agua —dijo Durham.
Duplicó la escena de hierba, en una segunda ventana, luego la amplió a un ritmo acelerado a un punto en medio del aire, hasta que apareció una neblina de moléculas, y luego celdillas individuales del Autoverso. El vacío entre moléculas aparecía como transparente, pero líneas tenues delineaban la red.
—Un solo átomo rojo. Un pequeño milagro. ¿Es eso pedir demasiado?
María observó el flujo de comandos por el mapa TVC: instrucciones para que un único procesador rescribiese los datos que representaban aquella porción microscópica del Autoverso.
No pasó nada. El vacío siguió siendo vacío.
Durham maldijo por lo bajo. María se volvió hacia la ventana. La Ciudad todavía seguía en su sitio; Elíseo no se desintegraba como un sueño puesto en tela de juicio. Pero sintió cómo la recorría el sudor, cómo su cuerpo la colocaba al borde del pánico. Nunca se había tragado la afirmación de Durham de que había peligro en compartir lo que sabían con los otros elíseos; pero ahora mismo ella quería huir de la habitación, esconderse de las pruebas, abandonarse al peso de la incredulidad.
Durham lo intentó de nuevo, pero el Autoverso se aferraba a sus leyes. Los átomos rojos no podían aparecer espontáneamente de la nada; eso hubiese violado las leyes del autómata celular. Y si esas reglas antes no habían sido más que unas líneas de programa de ordenador, un programa que siempre podía detenerse y rescribirse, interrumpirse y ser contraordenado, subyugado por leyes superiores, eso ya no era cierto. Zemansky tenía razón: ya no había una jerarquía rígida de realidad y simulación. La cadena de causa y efecto formaba ahora un bucle… o un nudo de topología desconocida.
Durham dijo con tono uniforme:
—Vale. Plan B —se volvió hacia María—. ¿Recuerdas cuando discutimos cerrar el Autoverso? ¿Hacerlo finito, pero sin límites… la superficie de una rosquilla tetradimensional?
—Sí. Pero era demasiado pequeño —estaba asombrada por el cambio de tema, pero agradecía la distracción; hablar de los viejos días la calmaba ligeramente—. La luz del sol hubiese dado la vuelta al universo y habría caído sobre el planeta en cuestión de horas; el Planeta Lambert hubiese acabado siendo demasiado caliente, durante demasiado tiempo. Probé todo tipo de trucos para cambiar el equilibrio térmico. Por eso dejé los bordes. La luz del sol y el viento solar desaparecen en los límites, salen del modelo. Todo lo que entra es…
Se detuvo de pronto. Sabía lo que él iba a probar a continuación.
Durham terminó por ella.
—Todo lo que entra es radiación térmica fría, y un pequeño flujo de átomos, como una entrada al azar de gas interestelar. Una condición de frontera razonable; mejor que tener el sistema mágicamente inmerso en un vacío perfecto. Pero no tiene una lógica estricta, ningún modelo al nivel del Autoverso de lo que se supone que hay ahí fuera. Podría haber cualquier cosa.
Invocó una visión del borde del Autoverso; los átomos que entraban eran tan dispersos que tuvo que enviar al Diablo de Maxwell en busca de uno. El software que simulaba la presencia de un medio interestelar plausible creaba átomos en una delgada capa de celdas «cerca» del borde. Esa capa no estaba sujeta a las reglas del Autoverso —o no hubiesen podido crearse los átomos— pero su contenido afectaba a las celdillas cercanas del Autoverso de la forma usual, permitiendo que los diminutos huracanes que eran los átomos atravesasen el borde.
Durham envió un comando simple a un subproceso de creación de átomos… una instrucción diseñada para combinarse con el flujo de peticiones al azar que ya estaba recibiendo: inyecta un átomo rojo en cierto punto con cierta velocidad.
Funcionó. El átomo apareció en la capa fronteriza, y luego se movió hacia el Autoverso en sí, exactamente como se había pedido.
Durham envió una secuencia de mil comandos similares. Mil átomos la siguieron, todos moviéndose con vectores idénticos. La «entrada al azar» ya no era al azar.
Elíseo estaba afectando al Autoverso; habían entrado.
Repetto lanzó un grito de alegría. Zemansky sonrió enigmática. María se sintió más enferma que nunca. Había tenido la esperanza de que el Autoverso resultase ser inalcanzable; y por tanto, por simetría, Elíseo resultase ser igualmente inmune a las interferencias. Los dos mundos, mutuamente contradictorios o no, podrían haber continuado por caminos separados.
—¿Cómo nos ayuda esto? —preguntó María—. Incluso si puedes hacer que el programa inyecte a las marionetas en el espacio profundo, ¿cómo iban a llegar a la superficie del Planeta Lambert? ¿Y cómo podríamos controlar su comportamiento una vez que estén allí? Seguimos sin poder manipularlas directamente; eso violaría las reglas del Autoverso.
Durham ya lo había pensado todo.
—Uno, los colocamos en una nave espacial y eso es lo que metemos dentro. Dos, las hacemos controladas a distancia y enviamos una señal desde el borde del modelo. Si podemos persuadir a la radiación térmica para que envíe un rayo máser.
—¿Vas a sentarte a intentar diseñar una nave que pueda funcionar en el Autoverso?
—No tengo que hacerlo; ya se ha hecho. Uno de los viejos planes de contacto implicaba el disfrazarse de «alienígenas» de otra parte del Autoverso, para limitar el impacto cultural en los lambertianos. Podríamos haberles dicho que había miles de millones de otras estrellas, ocultas para ellos por nubes de polvo que rodeaban su sistema solar. La idea era inmoral, por supuesto, y se rechazó hace miles de años, mucho antes de que hubiese lambertianos conscientes, pero el trabajo técnico estaba completo y se archivó. Todavía está ahí, en la Biblioteca Central; nos llevaría como una hora reunir los componentes de una expedición.
Parecía extraño, pero María no podía ver ningún fallo en el plan, en principio.
—Por tanto, ¿después de todo vamos a atravesar el espacio para conocer a los extraterrestres?
—Eso parece.
Repetto repitió la frase.
—Cruzar el espacio para conocer a los extraterrestres. En los viejos días debíais de tener ideas muy extrañas. A veces casi deseo haber estado allí.
María se rindió y aprendió a emplear un panel de control mental para cambiar entre su cuerpo elíseo y su robot de tele presencia en el Autoverso. Extendió los brazos del robot y miró por la reluciente cubierta de vuelo del Embajador. Estaba tendida en un sillón de aceleración, junto con los otros tres miembros de la tripulación. Según el plan de vuelo, ahora el robot estaba casi ingrávido… pero ella había decidido filtrar los efectos de la gravedad anómala, alta o baja. El robot sabía cómo moverse, en respuesta a sus deseos, en cualquier condición; sería absurdo infligirse a sí misma el mareo espacial en aras del «realismo». Después de todo, ella no estaba en el Autoverso… no se había convertido en aquel robot. Todo su modelo de un cuerpo humano todavía se ejecutaba en Elíseo; el robot estaba conectado a ese modelo por un mecanismo no muy diferente a la conexión inductora nerviosa entre un visitante de carne y hueso de un ambiente de RV y su muñeco de software.
Activó un interruptor mental y volvió a su apartamento donado. Durham, Repetto y Zemansky estaban sentados en los sillones, mirando al frente en blanco; poco más que marcadores en realidad. Volvió al Embajador, pero abrió una pequeña ventana en una esquina de su campo visual, donde mostraba su apartamento visto con sus ojos de elíseo. Si estaba simplemente ejecutando un muñeco en el Autoverso, quería tener claro dónde se suponía que estaba situado su cuerpo «real». Saber que había un maniquí desapercibido y sin consciencia ocupando su silla no era suficiente.
Desde el sillón de aceleración observó una pantalla, sólida, en la pared opuesta de la cubierta de vuelo, donde se mostraba la trayectoria anticipada, cayendo en una ruta helicoidal hacia el Planeta Lambert. Habían inyectado la nave en el borde en el punto más cercano posible —ciento cincuenta mil kilómetros por encima del plano orbital— con una adecuada velocidad preexistente; se necesitaría poco combustible para llegar a su destino y descender.
—¿Alguien sabe si se han molestado en probar un aterrizaje real en esta cosa? —su tracto vocal, estuviese donde estuviese, le parecía perfectamente normal al hablar, pero el timbre de la voz le sonaba raro por los oídos del robot. Los trucos empleados en su modelo de cerebro para eliminar el desfase de radio entre sus deseos y las acciones del robot no merecían ninguna consideración.
—Todo se ensayó —dijo Durham—. Recrearon todo el sistema planetario prebiótico para los vuelos de prueba. La única diferencia entre esa situación y ahora es que ellos podían materializar la nave directamente en el vacío; la presencia de los lambertianos ha creado esa diferencia.
Violar las leyes del Autoverso por todas partes. Era desconcertante oírlo expresado tan claramente: el Autoverso sin vida, en todos sus detalles subatómicos, había sido una mera simulación; la presencia de los lambertianos había creado la diferencia.
Una segunda pantalla mostraba el planeta en sí, la imagen de una cámara fuera del casco. La vista no era diferente de la que el programa espía le había mostrado mil veces; aunque la cámara y los ojos del robot estaban sujetos a la física del Autoverso, una vez que la imagen pasaba a su cerebro fuera del Autoverso, se empleaba la convención usual de falsos colores. María observó cómo el disco azul-blanco crecía al acercarse, con aprensión en el pecho. Caída libre con la ilusión de peso. Descender y quedarse quieta.
—¿Por qué mostrarnos inmediatamente a los lambertianos? —preguntó—. ¿Por qué no enviar a Portavoz por adelantado para preparar el terreno, para asegurarnos de que estén listos para enfrentarse con nosotros? Allá abajo no hay animales mayores que una avispa; y ninguno de ellos tiene esqueleto y camina sobre los cuartos traseros. Robots humanoides de ciento ochenta centímetros les parecerán como algo sacado de sus pesadillas.
—Los estímulos novedosos no paralizan a los lambertianos —contestó Repetto—. No van a sufrir ningún shock. Pero seguro que llamaremos su atención.
—Hemos venido a mostrarnos como los creadores de su universo —añadió Durham—. No tiene mucho sentido ser tímidos.
Llegaron a la capa superior de la atmósfera en el lado nocturno. La tierra y los océanos por igual yacían casi en perfecta oscuridad: sin luz de luna, sin luz de las estrellas, sin iluminación artificial. La nave comenzó a vibrar; los paneles de instrumentos en la cubierta de vuelo zumbaban, y una de las pantallas se rompió de forma audible. Luego el contacto por radio se vio afectado por el cono de gas ionizado alrededor del casco, y no tuvieron más elección que volver al apartamento a esperar sentados a que pasase lo peor. María miró las torres doradas de la Ciudad, sopesando el poder de su majestad y autodeclarada invulnerabilidad frente a la lógica irrefutable del zarandeo que acababa de experimentar.
Regresaron en el último segundo del descenso, después de que se hubiesen abierto los paracaídas. El impacto en sí pareció relativamente suave… o quizá fue el filtro de gravedad que la protegía. Abandonaron los sillones de aceleración y esperaron a que se enfriase el casco: las cámaras mostraban la hierba requemada, pero de acuerdo con las predicciones, el fuego se había apagado casi instantáneamente.
Repetto sacó a Portavoz del armario de almacenamiento, abrió el bote lleno de insectos robots y los arrojó al aire. María se estremeció cuando el enjambre voló sin dirección durante unos segundos, antes de agruparse en una formación cerrada en una de las esquinas de la cubierta.
Durham abrió las compuertas, primero la exterior, luego la interior. Los robots no necesitaban ningún tipo de pneuma, pero los diseñadores del Embajador debían de haber considerado la posibilidad de mapear la bioquímica humana en el Autoverso —en realidad creando «alienígenas» que pudiesen conocer a los lambertianos como iguales— en lugar de juguetear con máscaras elaboradas.
Salieron a la tierra quemada. Era temprano; María parpadeó por la luz del sol, el cielo blanco despejado. El calor sobre la piel robótica le llegaba perfectamente. El prado azul verdoso se extendía frente a ella hasta el límite de la visión; se alejó de la nave —un cono cerámico truncado y bajo, con el casco calorífico manchado de humo a bandas desiguales— y las montañas del sur se veían tras ella. La exuberante vegetación ocupaba las faldas, pero los picos estaban desnudos y tenían un color rojo óxido.
Un coro de tenues gorjeos y zumbidos llenaba el aire. Miró a Portavoz, pero flotaba, casi en silencio, cerca de Repetto; los sonidos llegaban de todas direcciones. Reconoció algunas de las llamadas —había escuchado algunas de las especies no sentientes, en un tour rápido por la historia evolutiva que llevaba hasta los lambertianos— y ninguna de ellas tenía nada particularmente exótico; podría haber estado escuchando cigarras, abejas, avispas o mosquitos. Pero cuando sopló una brisa suave desde el este, trayendo algo que el sistema olfativo del robot mapeaba como el aroma del agua salada, María se sintió tan inundada por el molesto conjunto de sensaciones que pensó que las piernas iban a cederle. Pero no pasó; no realizó ningún intento deliberado por desmayarse, así que el robot siguió como una estatua.
Durham se le acercó.
—Nunca antes habías estado en Lambert, ¿no?
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo podría haberlo hecho?
—De forma pasiva. La mayoría de los estudiosos del Autoverso lo ha hecho —María recordó cómo Zemansky le había ofrecido una representación en RV la primera vez que se había reunido con el Grupo de Contacto. Durham se inclinó, cogió un puñado de hierba, y luego esparció las hojas—. Pero nunca hemos podido hacer esto.
—Aleluya, los dioses han desembarcado. ¿Qué vamos a hacer si los lambertianos piden un milagro? ¿Arrancar un par de hojas como prueba de nuestra omnipotencia?
Él se encogió de hombros.
—Siempre podemos enseñarles la nave.
—No son estúpidos. La nave no demuestra nada. ¿Por qué iban a creer que ejecutamos el Autoverso cuando ni siquiera podemos romper sus leyes?
—Cosmología. La nube primordial. La cantidad conveniente de cada elemento.
Ella no pudo evitar parecer escéptica. Él añadió:
—¿De qué lado estás? ¡Tú diseñaste la nube primordial! ¡Tú bosquejaste la topografía original! ¡Tú creaste a los antecesores de toda la biosfera lambertiana! Lo único que quiero es decírselo. Es la verdad, y tendrán que aceptarla.
María miró a su alrededor, falta de palabras. Le parecía más claro que nunca que aquel mundo no era su creación; existía en sus propios términos.
—¿No es como decir… que tu original de carne y hueso no era más que un lunático con algunos delirios extraños? ¿Y que cualquier otra explicación mejor que inventase para su vida tenía que estar mal?
Durham permaneció en silencio durante un rato. Luego dijo:
—Elíseo está en juego. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Mapearnos a la bioquímica del Autoverso y venirnos a vivir aquí?
—He visto sitios peores.
—El sol va a congelarse dentro de mil millones de años. A esa gente le prometí la inmortalidad.
Repetto los llamó.
—¿Estáis listos? He visto al equipo; no está lejos. Como a tres kilómetros hacia el oeste.
María se quedó perpleja durante un momento, hasta que recordó que él tenía todavía acceso a todo el software espía. Todavía estaban fuera del Autoverso mirando a su interior.
Durham le respondió con un grito.
—Diez segundos —se volvió hacia María—. ¿Quieres ser parte de esto o no? Tiene que hacerse tal y como lo he planeado… y tú puedes aceptarlo o volverte.
Estuvo a punto de responderle con furia que él no tenía derecho a darle ultimátums, pero reparó en la pequeña ventana con la imagen de su apartamento que flotaba en el rabillo del ojo.
Elíseo estaba en juego. Cientos de miles de personas. Los lambertianos sobrevivirían al impacto de conocer su «verdadera» cosmología. Elíseo quizá podría sobrevivir o quizá no a la invención de una alternativa.
Ella dijo:
—Tienes razón; hay que hacerlo. Así que vamos a predicar la palabra.
El equipo flotaba en una formación extendida sobre el prado. María había tenido visiones en que era atacada, pero los lambertianos no parecían notar su presencia. Se detuvieron como a veinte metros del enjambre, mientras que Portavoz seguía adelante.
—Ésa es la danza que indica que tenemos un mensaje que transmitir —dijo Repetto.
Portavoz se detuvo en un plano vertical, y los robots individuales comenzaron a moverse unos alrededor de otros en figuras de ocho entrelazadas. Los lambertianos respondieron inmediatamente, alineándose en un plano similar. María miró a Repetto; que tenía el aspecto de un niño cuya radio casera hubiese empezado a emitir prometedores ruidos entrecortados.
—Parece que nos ignoran por completo… —murmuró ella—, ¿pero creen estar hablando con lambertianos de verdad o han notado la diferencia?
—No sabría decirte. Pero como grupo, están reaccionando con normalidad, hasta ahora.
—Si un robot te saludase en tu propia lengua, ¿no contestarías? —dijo Zemansky.
—Y en el caso de los lambertianos, el instinto es mucho más profundo —asintió Repetto—. No creo que… lo distingan. Si han apreciado la diferencia, finalmente querrán entenderla, pero la primera prioridad sigue siendo recibir el mensaje. Y evaluarlo.
Portavoz empezó a adoptar una configuración más compleja. María no podía entenderla, pero podía ver que los lambertianos empezaban a imitar los cambios. Eso era: el paquete cosmológico de Durham y Repetto. Una explicación para la nube primordial, y para las reglas profundas que sostenían la química del Autoverso: un autómata celular, creado con la nube en su sitio, cinco mil millones de años antes. Los dos mil millones de años de formación planetaria que realmente no habían sucedido parecían como una mentirijilla aceptable, por el momento; los detalles como ése podían mencionarse más tarde, si se aceptaba la idea básica.
—Los malos mensajes normalmente no pueden transmitirse muy lejos —dijo Durham—. Quizás el hecho de que claramente Portavoz no es un equipo de una comunidad cercana añada credibilidad a la teoría.
Nadie contestó. Zemansky sonrió risueña. María seguía hipnotizada a los enjambres danzarines. Ahora parecía que los lambertianos imitaban perfectamente a Portavoz; pero eso sólo demostraba que habían «leído» el mensaje. Todavía no indicaba que lo creyesen.
María se dio la vuelta, y vio puntos oscuros contra el cielo. La persistencia de la visión estaba en Elíseo, en su modelo de cerebro. Recordó su insatisfacción, agarrando las moléculas del Autoverso con manos y guantes del mundo real. ¿Estaba más cerca de conocer el Autoverso tal y como era?
—Están haciendo una pregunta —dijo Repetto—. Piden… aclaraciones.
María se volvió. Los lambertianos habían perdido el paso de Portavoz, y el enjambre se había reorganizado en algo parecido a una alfombra voladora ondulante de color negro.
—Quieren el resto del mensaje… el resto de la teoría. Quieren una descripción del universo dentro del cual se creó el autómata celular.
Durham asintió. Parecía aturdido pero feliz.
—Contéstales. Dales las reglas TVC.
Repetto estaba sorprendido.
—¿Estás seguro? Ése no era el plan…
—¿Qué vas a hacer? ¿Decirles que no es asunto suyo?
—Traduciré las reglas. Dame cinco segundos.
Portavoz empezó una nueva danza. La alfombra ondulante se dispersó, y empezaron a seguir el paso.
Durham se volvió hacia María.
—Es mejor de lo que nos habíamos atrevido a esperar. De esta forma, ellos nos refuerzan. No se limitarán a dejar de desafiar nuestra versión; nos ayudarán a reafirmarla.
—Todavía no la han aceptado —dijo Zemansky—. Todo lo que han dicho es que la primera parte, por sí sola, no tiene sentido. A continuación podrían preguntar por la física del mundo real.
Durham cerró los ojos, sonriendo. Dijo con calma:
—Que pregunten. Lo explicaremos todo… hasta el Big Bang si es necesario.
—No creo que esté sosteniéndose —dijo Repetto desconcertado.
Durham miró al enjambre.
—Dales una oportunidad. Apenas lo han intentado.
—Tienes razón. Pero ya están enviando una… refutación.
La nueva estructura del enjambre era fuerte y simple: una esfera, llena de ondas como círculos de latitud, que iban de polo a polo.
—El software no puede interpretar su respuesta —dijo Repetto—. Voy a pedirle que analice de nuevo los casos anteriores; puede haber algunos casos en que esa danza se observó, pero en pocas ocasiones, por lo que no eran estadísticamente significativas.
—Quizás hemos cometido algún error gramatical —dijo María—. Hemos jodido la sintaxis, por lo que se nos están riendo en la cara… sin molestarse en pensar en el mensaje en sí.
—No exactamente —dijo Repetto.
Frunció el ceño, como un hombre intentando visualizar algo complicado. Portavoz empezó a repetir la estructura esférica. María sintió un escalofrío en sus entrañas elíseas.
Durham dijo bruscamente:
—¿Qué estás haciendo?
—Sólo soy amable. Reconozco su mensaje.
—¿Qué es?
—Puede que no quieras oírlo.
—Puedo descubrirlo por mí mismo, si tengo que hacerlo —dio un paso hacia Repetto, más un gesto de impaciencia que de amenaza; una nube de diminutas criaturas azules similares a mosquitos salió volando de entre la hierba, gorjeando.
Repetto miró a Zemansky; algo eléctrico pasó entre ellos. María estaba confundida… eran, claramente, amantes; no lo había notado antes. Pero quizás antes las señales habían pasado por otros canales, ocultas. Sólo que ahora…
—Su respuesta es que las reglas TVC son falsas, porque el sistema descrito por esas reglas duraría por siempre —dijo Repetto—. Rechazan todo lo que les hemos dicho porque lleva a lo que ellos consideran un absurdo.
Durham frunció el ceño.
—Lo que dices es un absurdo. Han tenido matemáticas transfinitas durante miles de años.
—Como un formalismo, una herramienta, un paso intermedio en ciertos cálculos. Ninguno de sus modelos conduce a resultados infinitos. La mayoría de los equipos nunca llega tan lejos como para intentar comunicar un modelo que lo haga; por esa razón su respuesta era una que sólo habíamos visto ocasionalmente.
Durham permaneció en silencio durante un rato, luego dijo con firmeza:
—Necesitamos tiempo para decidir cómo manejar la situación. Volveremos, estudiaremos la historia del infinito en la cultura lambertiana, encontraremos una forma de soslayar el problema y volveremos.
María se distrajo por algo que pulsaba en el borde de su visión. Volvió la cabeza… pero fuera lo que fuese parecía moverse a su alrededor tan rápido como ella. Luego comprendió que era la ventana a Elíseo; la había apartado casi por completo de su atención, tratándola como un punto ciego. Intentó centrarse en ella, pero tenía dificultades para darle sentido a la imagen. La centró y la amplió.
Las torres doradas de Ciudad Permutación fluían por la ventana del apartamento. Gritó asombrada, y levantó las manos, intentando hacer un gesto a los demás. Los edificios no se limitaban a moverse; se ablandaban, se fundían, se deformaban. Cayó de rodillas, dividida entre el deseo de volver a su verdadero cuerpo, para protegerlo, y el temor por lo que podría pasar si lo hacía. Hundió una mano en el suelo lambertiano; lo sentía real, sólido, fiable.
Durham le agarró un hombro.
—Volvemos. Mantén la calma. Es sólo una vista… no somos parte de la Ciudad.
Ella asintió y recuperó fuerzas, luchando con cada uno de los instintos viscerales sobre la fuente del peligro, y la dirección hacia la que debía huir. El apartamento clonado parecía tan sólido como siempre… y en todo caso, su desaparición no podía, por sí misma, dañarla. El cuerpo que debía defender era invisible: el modelo ejecutándose al otro lado del territorio de Durham. No estaría más segura pretendiendo estar en el Planeta Lambert que pretendiendo estar en el apartamento clonado.
Regresó.
Los cuatro estaban al lado de la ventana, sin habla, mientras la Ciudad implosionaba rápida y silenciosamente. Los edificios corrían, abandonando los bordes y detalles, convergiendo a un punto central. Los exteriores seguían su camino, los campos y parques fluyendo hacia la esfera dorada que era todo lo que quedaba de las mil torres. El bosque tropical pasó como una mancha verde cromo. Luego la escena se oscureció al llegar las colinas, enterrando su punto de vista en una pared de roca.
María se volvió a Durham.
—¿La gente que estaba allí…?
—Todos se fueron. Conmocionados pero bien. Nadie estaba allí, en el software, más de lo que nosotros estamos aquí —estaba alterado, pero parecía convencido.
—¿Y qué hay de los fundadores con territorios adyacentes?
—Les advertiré. Todos pueden venir aquí, todos pueden cambiarse. Aquí estaremos todos a salvo. La rejilla TVC crece constantemente; podemos seguir alejándonos, mientras planeamos el próximo paso.
Zemansky dijo con firmeza:
—La rejilla TVC se desintegra. La única forma de estar a salvo es empezar de nuevo. Empaquetarlo todo en una nueva configuración del jardín del Edén, y lanzar Elíseo de nuevo.
Repetto dijo:
—Si eso es posible. Si el infinito es todavía posible —nacido en un universo sin límites, sin muerte, parecía transfigurado por el veredicto de los lambertianos.
En la distancia apareció un resplandor rojo; parecía como una gigantesca esfera de escombros luminosos. Mientras María miraba, aumentó de brillo, luego se descompuso en una estructura de luz, unida por delgados hilos de plata. Un laberinto de neón. Una feria nocturna en el aire. Los colores estaban mal, pero la forma era inconfundible: era un mapa de software de la Ciudad. Lo único que faltaba era la autopista, la conexión de datos con el centro.
Antes de que María pudiese decir nada, la estructura siguió reordenándose. Deslumbrantes alfileres de luz aparecieron en un subconjunto aparentemente caótico de procesos, luego se reunieron, juntándose en un núcleo muy unido. A su alrededor, se formó una concha tenue cuando el resto del software adoptó una configuración simétrica. El sistema parecía cerrado, auto contenido.
Lo vieron alejarse, en silencio.