Thomas estaba sentado en el jardín, viendo cómo los robots atendían las flores. Los brazos plateados relucían bajo el sol al meterse entre los deslumbrantes capullos blancos. Cada uno de sus movimientos era preciso, económico; no había vacilaciones, ni descansos. Hacían lo que tenían que hacer, y a otra cosa.
Cuando se hubieron ido, se quedó sentado esperando. La hierba era suave, el cielo estaba brillante, el aire estaba quieto. No le engañaba. Ya antes había tenido momentos como aquél: momentos cercanos a la tranquilidad. No significaban nada, no presagiaban nada, no cambiaban nada. Siempre había otra visión de la desintegración, otra pesadilla de la mutilación. Y otro regreso a Hamburgo.
Se rascó la piel suave del abdomen; el último número que había grabado había sanado hacía tiempo. Desde entonces, había apuñalado su cuerpo en miles de lugares; se había cortado las muñecas y la garganta, se había atravesado los pulmones, se había abierto la arteria femoral. O eso creía; ya no había pruebas de las heridas.
La quietud del jardín empezó a ponerle nervioso. Había un vacío en la escena que no podía penetrar, como si estuviese mirando un diagrama incomprensible, o un cuadro abstracto que no pudiese entender del todo. Al mirar por el césped, los colores y texturas que lo inundaban se disociaron de pronto en zonas de luz sin sentido. Nada se había movido, nada había cambiado… pero su capacidad para interpretar la disposición de sombras y tonos se había desvanecido; el jardín había dejado de existir.
Aterrado, Thomas se llevó la mano a ciegas a la cicatriz del antebrazo. Cuando sus dedos la tocaron, el efecto fue inmediato: el mundo a su alrededor volvió a recomponerse. Se quedó sentado, rígido durante un momento, esperando a ver lo que pasaría a continuación, pero la extensión de verde oscuro en el rabillo del ojo seguía siendo una sombra proyectada por una fuente, la zona azul de arriba seguía siendo el cielo.
Se acurrucó sobre la hierba, acariciando la piel muerta, canturreando para sí. Creía que una vez había cortado la cicatriz entera; la nueva herida había sanado sin dejar rastro… pero la vaga línea original había reaparecido en su lugar. Ahora era la única marca de su identidad. Su rostro, cuando lo buscaba en los espejos en el interior de la casa, era irreconocible. Su rostro era una confusión caótica de sonidos. Pero cuando empezaba a perder su sentido de sí mismo, sólo tenía que tocar la cicatriz para recordar todo lo que le definía.
Cerró los ojos.
Bailaba por el piso con Anna. Ella olía a alcohol, sudor y perfume. Estaba preparado para pedirle que se casase con él; podía sentir cómo se acercaba el momento, y casi se ahogaba de miedo y esperanza.
—Dios, eres hermosa —dijo.
Ordena mi vida. No soy nada sin ti: fragmentos de tiempo, fragmentos de palabras, fragmentos de sensaciones. Dame sentido. Hazme completo.
—Voy a pedirte algo que no te he pedido nunca —contestó Anna—. Llevo todo el día intentado reunir el valor.
—Puedes pedirme cualquier cosa.
Déjame entenderte. Déjame reunirte, abrazarte. Déjame ayudarte a explicarte a ti misma.
—Tengo un amigo con mucho dinero en efectivo —dijo ella—. Casi doscientos mil marcos. Necesita a alguien que pueda…
Thomas se apartó de ella, luego le golpeó en la cara con fuerza. Estaba horrorizado. Nunca le había pegado antes; nunca se le había ocurrido esa idea. Ella empezó a darle en el pecho y la cara; él se quedó allí de pie dejándola hacer durante un rato, luego le agarró las manos por las muñecas.
Ella recuperó el aliento.
—Suéltame.
—Lo siento.
—Entonces suéltame.
No lo hizo.
—No soy una instalación de blanqueo de dinero para tus amigos —dijo.
Ella lo miró con pena.
—Oh, ¿qué he hecho? ¿He ofendido tus altos principios morales?
Sólo te lo pedí. Podías haber sido útil. No importa. Debería haber sabido que era demasiado pedir.
Él acercó su cara a la de ella.
—¿Dónde vas a estar en diez años? ¿En prisión? ¿En el fondo del Elba?
—Que te jodan.
—¿Dónde? ¿Dímelo?
—Puedo pensar en destinos peores —contestó ella—. Podría acabar jugando a la familia feliz con un banquero de mediana edad.
Thomas la arrojó contra la pared. Le resbalaron los pies antes de chocar contra la pared; la cabeza golpeó los ladrillos al caer.
Él se agachó a su lado, incrédulo. Tenía un gran corte en la parte de atrás de la cabeza. Respiraba. Le palmeó las mejillas, luego le abrió los ojos; los tenía en blanco. Casi se había quedado sentada en el suelo, con las piernas estiradas frente a ella, la cabeza echada contra la pared. La sangre se acumulaba a su alrededor.
Él se dijo:
—Piensa rápido. Piensa rápido.
El tiempo se ralentizó. Cada uno de los detalles de la habitación reclamaba su atención. La luz de una de las bombillas pálidas del techo era casi cegadora; el borde de cada una de las sombras era afilado como una navaja. Thomas se agitó en el césped, sintió cómo la hierba le acariciaba. Se necesitaría tan poca fuerza, tan poco valor, tan poco amor. No era imposible de imaginar…
La cara de Anna le quemaba los ojos, dulce y terrible. Nunca había tenido tanto miedo. Sabía que si no la mataba, él no sería nada; no quedaba nada más de él. Sólo su muerte daba sentido a aquello en que se había convertido, la vergüenza y la locura que eran todo lo que le quedaba. Creer que él le hubiese salvado la vida sería olvidarse a sí mismo.
Sería morir.
Se obligó a permanecer tendido sobre la hierba; la parálisis recorrió su cuerpo.
Temblando, llamó a una ambulancia. Su voz le sorprendió; sonaba en calma, en completo control. Luego se arrodilló al lado de Anna y le pasó la mano tras la cabeza. Sangre tibia le corrió por el brazo, bajo la manga de la camisa. Si vivía, podría no ir a prisión… pero el escándalo le destruiría igualmente. Se maldijo a sí mismo, y le puso el oído en la boca. No había dejado de respirar. Su padre le desheredaría. Contempló vacío el futuro, y acarició la mejilla de Anna.
Oyó a los hombres de la ambulancia en la escalera. La puerta estaba cerrada: tuvo que ponerse en pie para dejarles pasar. Él se quedó atrás inútil mientras ellos la examinaban, luego la pusieron en la camilla. Él los siguió por la puerta principal. Uno de los hombres lo miró fijamente con frialdad mientras movía la camilla por el descansillo.
—Pagas extra para pegarles, ¿no?
Thomas lo negó inocentemente con la cabeza.
—No es lo que parece.
Renuentes, le dejaron ir detrás. Thomas oyó cómo el conductor llamaba a la policía. Le sostuvo la mano a Anna y la miró. Tenía los dedos helados, la cara blanca. La ambulancia giró una esquina; él alargó la mano libre para sujetarse. Sin levantar la vista, preguntó:
—¿Va a ponerse bien?
—Nadie lo sabe hasta que no le hagan rayos X.
—Fue un accidente. Estábamos bailando. Resbaló.
—Lo que tú digas.
Corrieron por las calles, serpenteando por un universo de neón y luces, silenciado por el rugido de la sirena. Thomas miraba a Anna. Le sostenía la mano con fuerza, y con todo su ser le deseó que viviese, pero resistió la necesidad de rezar.