Mientras la Ciudad se marcaba en su cerebro —toda puesta de sol cegadora dejando una ardiente imagen posterior dorada en sus retinas inexistentes, cada viaje que realizaba grababa mapas de las calles inexistentes en sus sinapsis inexistentes— María sentía que se apartaba de los recuerdos del viejo mundo. Los detalles eran tan precisos como siempre, pero la historia estaba perdiendo potencia, significado. Al haber rechazado la idea de llorar por gente que no había muerto —y que no la había perdido a ella— todo lo que parecía quedarle por sentir era nostalgia… e incluso eso se veía socavado por las contradicciones.
Echaba de menos habitaciones, calles y olores. A veces era tan doloroso que era cómico. Se quedaba tendida pensando en todos los viejos edificios abandonados de Pyrmont, o el hedor de cartón de las seudopalomitas que salía de los salones de RV en George Street. Y sabía que podía reconstruir su vieja casa, todo lo que la rodeaba, todo Sydney, y más, con todos los detalles que quisiese; sabía que hasta el último dolor idiota que sentía por su pasado amputado podía ser tratado en un instante. Entender perfectamente lo lejos que podría llegar era más que suficiente para liberarla de cualquier deseo de dar un solo paso en esa dirección.
Pero habiendo decidido no hacer nada para calmar los ataques de nostalgia, parecía haber perdido el derecho a la emoción. ¿Cómo podía afirmar que echaba de menos algo que podía poseer con tanta facilidad… mientras seguía negándoselo a sí misma?
Así que intentó dejar el pasado a un lado. Estudió diligentemente a los lambertianos, preparándose para el día en que se permitiese el contacto. Intentó sumergirse en el papel de la legendaria decimoctava fundadora, sacada de milenios de sueño para compartir el momento de triunfo cuando la gente de Elíseo se enfrentaría finalmente cara a cara con una cultura alienígena.
Las comunidades lambertianas —a pesar de sus similitudes con las de los insectos sociales terrestres— eran mucho más complejas, y mucho menos jerárquicas, que los hormigueros o las colmenas. Para empezar, todos los lambertianos eran igualmente fértiles; no había reinas, obreras, o zánganos. Los jóvenes se concebían en plantas en la periferia del territorio local y, al salir, normalmente migraban cientos de kilómetros para convertirse en miembros de comunidades distantes. Allí, se unían a equipos y aprendían una especialidad… ya fuese pastoreo, defensa contra depredadores o el modelado de la formación de sistemas planetarios. La especialización era para toda la vida, pero los miembros de los equipos ocasionalmente cambiaban de profesión cuando surgía la necesidad.
El comportamiento grupal de los lambertianos tenía una larga historia evolutiva, y seguía siendo la fuerza conductora del desarrollo cultural; porque los lambertianos individuales eran incapaces físicamente de inventar, probar o comunicar los modelos con los que se expresaban las ideas más sofisticadas. Mientras participaba en una danza con éxito, un individuo podía aprender lo suficiente sobre un modelo como para permitirle cambiar el lugar con cualquier otro individuo cuando se volviese a realizar la danza; pero nunca podría considerar en soledad las implicaciones de la idea misma. El lenguaje de la danza era como la escritura humana, lógica formal, notación matemática e informática, todo en uno; pero las habilidades básicas eran innatas, no culturales. Y tenía tanto éxito —y estaba tan ajustada con otros aspectos de su comportamiento social— que los lambertianos nunca habían tenido razones para desarrollar una alternativa independiente.
Pero los individuos estaban lejos de ser componentes sin inteligencia. A su propio modo eran completamente conscientes; los grupos realizaban muchas actividades, pero no formaban «mentes comunales». El lenguaje de sonidos, movimientos y olores empleado por los individuos era mucho más simple que el lenguaje de grupo de la danza, pero podía expresar la mayoría de los conceptos con los que se habían enfrentado los humanos anteriores a la escritura: intenciones, experiencias pasadas, las vidas de otros.
Y los lambertianos individuales hablaban de la muerte individual. Sabían que iban a morir.
María buscó en la literatura alguna clave de la forma en que trataban con su mortalidad. Los cadáveres se dejaban donde caían; no había ningún ritual para marcar el suceso, ni ninguna prueba de algo parecido a la pena. No había análogos lambertianos claros para ninguna de las emociones humanas, ni siquiera para el dolor físico. Cuando quedaban heridos, eran muy conscientes de ello y realizaban lo necesario para minimizar el daño; pero era más una cuestión de respuestas instintivas específicas que el amplio cambio bioquímico implicado en un cambio de humor humano. El sistema nervioso de los lambertianos era más «compartimentado» que el de los humanos; no había inundaciones de regiones del cerebro con grandes dosis de estimulantes o depresores endógenos; todo era meditado en el interior de las sinapsis.
Nada de pena. Nada de dolor. ¿Nada de felicidad? María retrocedió ante la pregunta. Los lambertianos poseían su propio espectro de pensamientos y comportamiento; cualquier intento de transformarlo en términos humanos sería tan falso como los colores de los átomos del Autoverso.
Cuanto más sabía, más parecía hundirse en la insignificancia del papel que ella había jugado en la existencia de los lambertianos. En su momento, ajustar sus ancestros unicelulares había parecido como un asunto de la máxima importancia… aunque sólo fuese para convencer a los escépticos de que la vida en el Autoverso podía florecer. Ahora —aunque algunos de los trucos bioquímicos se habían conservado durante tres mil millones de años de evolución— era difícil atribuir importancia alguna a las decisiones que había tomado. Aunque toda la biosfera lambertiana podría haber quedado alterada hasta lo irreconocible si ella hubiese elegido una forma diferente para una única enzima en A. hydrophila, no podía considerar a los lambertianos como dependientes de sus actos. Las decisiones que había tomado controlaban lo que veía en el terminal, nada más; de haber tomado otras decisiones, ella hubiese visto otra biosfera, otra civilización… pero no podía llegar a creer que los lambertianos en sí no hubiesen vivido las mismas vidas sin ella. De alguna forma, ellos hubiesen encontrado una forma de recomponerse a sí mismos a partir del polvo.
Pero si eso era cierto —si la lógica interna de su experiencia hubiese sido suficiente para hacer que existiesen— entonces no había razón para creer que ellos se viesen forzados a concluir que el universo requería un creador.
Intentó reconciliar esa creciente convicción con el optimismo del Grupo de Contacto. Ellos habían estudiado a los lambertianos durante miles de años… ¿quién era ella para dudar de sus conocimientos? Luego se le ocurrió que Durham y sus colegas podían haber decidido fingir satisfacción con las restricciones políticas que les habían impuesto, hasta que supiesen cuál era su opinión sobre el asunto. ¿Hasta que ella misma llegase independientemente a la misma conclusión? Durham podía haber supuesto que ella se resistiría a ser presionada a unirse a su bando; sería mucho más diplomático dejarla que formase su propia opinión… incluso aplicando algo de psicología inversa para dirigirla en la dirección correcta.
¿O era eso paranoia total?
Después de cinco días estudiando a los lambertianos, siguiendo la historia de sus intentos de explicar su mundo cada vez con más éxito —y cinco noches intentando convencerse de que pronto lo dejarían todo y reconocerían su situación como vida artificial— ya no podía mantener la contradicción en su cabeza.
Llamó a Durham.
Eran las tres de la mañana, pero él debía de estar fuera de la Ciudad; el Tiempo Estándar fijaba un ritmo, pero no un ciclo diurno, y tras él se veía una deslumbrante habitación iluminada por el sol.
—Creo que ahora me gustaría oír la verdad —le soltó ella—. ¿Por qué me despertaste?
Él no pareció sorprenderse por la pregunta, pero replicó cauteloso:
—¿Por qué crees tú?
—Quieres mi apoyo para una expedición temprana al Planeta Lambert. Quieres que declare, con toda la dudosa autoridad de la «madre» de los lambertianos, que no tiene sentido esperar a que inventen la idea de nosotros. Porque los dos sabemos que no va a suceder nunca. No hasta que nos vean con sus propios ojos.
—Tienes razón sobre los lambertianos… pero olvídate de la política —dijo Durham—. Te desperté porque tu territorio es colindante con la región en la que se ejecuta el Autoverso. Quiero que me permitas utilizarlo para llegar al Planeta Lambert —parecía un niño, confesando solemnemente algún crimen infantil—. El acceso a través del centro está estrictamente controlado, y es visible para todos. Hay gran cantidad de espacio sin utilizar en la sexta cuña pública, así que podría intentar entrar por allí… pero de igual modo, es potencialmente visible. Tu territorio es privado.
María sintió un ataque de furia. Apenas podía creer que se hubiese tragado la mentira de que la había despertado para compartir la gloria del contacto —y que Durham la usase no era una sorpresa tan grande; era igual que en los viejos tiempos—, pero ser resucitada, no por sus conocimientos, no por su situación, sino para que él pudiese cavar un túnel en su patio…
—¿Por qué necesitas entrar por la fuerza en el Autoverso? —preguntó con amargura—. ¿Hay una carrera y nadie se ha molestado en decírmelo? ¿Jodidos inmortales ociosos batallando para ser los primeros en realizar un contacto no autorizado con los lambertianos? ¿Habéis convertido la xenobiología en un nuevo deporte olímpico?
—Nada de eso.
—¿No? ¿Entonces qué? Me muero por saberlo —María intentó leer su rostro, por lo poco que valdría. Él se permitió parecer avergonzado, pero también parecía sombríamente decidido, como si realmente creyese que no tenía elección.
Lo entendió de pronto.
—¿Crees… que Elíseo está en peligro por el Autoverso?
—Sí.
—Entiendo. ¿Así que me has despertado a tiempo para compartir el peligro? Qué considerado.
—María, lo siento. Si hubiese habido otra forma, te hubiese dejado dormir para siempre…
Ella empezó a reír y temblar al mismo tiempo. Durham colocó una mano contra la pantalla; ella todavía estaba furiosa con él, pero le permitió que sacase la mano desde su habitación iluminada por el sol y la tocase.
—¿Por qué tienes que actuar en secreto? ¿No podéis convencer a los otros para que decidan dejar de ejecutar el Autoverso? Deben comprender que eso no dañaría a los lambertianos; los lanzaría al igual que lanzó Elíseo. No es un asunto de genocidio. Vale, sería una pérdida para los estudiosos del Autoverso… ¿pero cuántos son? ¿Qué significa el Planeta Lambert para el elíseo medio? Es sólo un entretenimiento más.
—Ya he intentado apagarlo. Estoy autorizado para fijar la velocidad de ejecución en relación con el Tiempo Estándar… y congelar todo el Autoverso, temporalmente, si veo la necesidad de frenar el flujo de información, para que podamos ponernos al día con los desarrollos rápidos.
—¿Qué pasó? ¿Te hicieron volver a activarlo?
—No. Nunca conseguí congelarlo. Ya no puede hacerse. La velocidad del reloj no puede rebajarse por debajo de cierto punto; el software ignora las instrucciones. No pasa nada.
María sintió cómo se extendía un escalofrío por su cuerpo.
—¿Ignorarlas cómo? Eso es imposible.
—Sería imposible si todo estuviese funcionando correctamente… por tanto, es evidente que algo ha fallado. La pregunta es, ¿a qué nivel? No puedo creer que el software de control esté de pronto mostrando errores ocultos después de tanto tiempo. Si no está respondiendo como debiera, entonces es que los procesadores que lo ejecutan no se comportan correctamente. Así que o se han dañado de alguna forma… o el autómata celular en sí ha cambiado. Creo que las reglas TVC están siendo socavadas… o están siendo absorbidas en algo mayor.
—¿Tienes pruebas sólidas?
—No. He vuelto a ejecutar los viejos experimentos de validación, los que ejecuté durante el lanzamiento, y todavía funcionan, cuantas veces los he probado, pero ni siquiera puedo hacer que los procesadores que ejecutan el Autoverso se examinen a sí mismos, y menos aún examinar lo que sucede en los niveles más bajos. Ni siquiera sé si el problema está confinado a esa región, o si se extiende lentamente… o si ya está sucediendo en todas partes, pero los efectos son demasiado sutiles para detectarlos. Sabes que la única forma de validar las reglas es con aparatos especiales. Por tanto, ¿qué hago? ¿Desmonto la mitad de los procesadores de Elíseo y construyo cámaras de prueba en su lugar? E incluso si pudiese demostrar que las reglas ya no rigen, ¿en qué ayudaría eso?
—¿Quién más lo sabe?
—Sólo Repetto y Zemansky. Si se hiciese público, no sé lo que podría pasar.
María estaba furiosa.
—¿Qué os da derecho a mantenerlo en secreto? Algunos podrían sentir pánico… pero ¿qué temes? ¿Disturbios? ¿Pillaje? Cuanta más gente conozca el problema más probable será que a alguien se le ocurra una solución.
—Quizás. O quizás el mero hecho de que más gente lo sepa haga que todo vaya peor.
María absorbió en silencio esa información. La luz del sol que llegaba por el terminal producía sombras radiales a su alrededor; la habitación parecía el grabado medieval de un alquimista descubriendo la piedra filosofal.
—¿Sabes por qué elegí el Autoverso en lugar de la física del mundo real? —preguntó Durham.
—Menos computación. Más fácil de sembrar la vida. Mi trabajo brillante con A. lamberti.
—Nada de procesos nucleares. Ninguna explicación para el origen de los elementos. Pensé: en el improbable caso de que el planeta produzca vida inteligente, al final sólo podrán entenderse en nuestros propios términos.
Entonces todo parecía tan lejano e improbable. Nunca se me ocurrió que podrían pasar por alto las leyes que nosotros sabemos que son leyes, y que sortearían el problema.
—Todavía no se han decidido por una teoría. Todavía podrían inventar un modelo de autómata celular… junto con la necesidad de un creador.
—Podrían. ¿Pero qué pasa si no lo hacen?
María tenía la garganta seca. Las abstracciones paralizantes estaban perdiendo su poder hipnótico; estaba empezando a sentirse demasiado real: demasiado corpórea, demasiado vulnerable. Justo a tiempo: empezaba a abrazar la ilusión de que poseía carne y huesos sólidos justo cuando los cimientos del universo parecían a punto de convertirse en arenas movedizas.
—Dímelo tú. Estoy cansada de tener que adivinar lo que te pasa por la cabeza.
—No podemos apagarlos. Creo que eso demuestra que están afectando a Elíseo. Si consiguen explicar con éxito su origen de una forma que contradiga las reglas del Autoverso, eso podría distorsionar las reglas TVC. Quizá sólo en la región en que se ejecuta el Autoverso, o quizás en todas partes. Y si las reglas de TVC desaparecen…
María esquivó el argumento.
—Eso es… como afirmar que un ambiente de RV podría alterar las leyes físicas del mundo real para poder garantizar su consistencia interna. Incluso con miles de Copias en ambiente de RV, eso nunca sucedió en la Tierra.
—No… ¿pero cuál es más similar al mundo real: Elíseo o el Autoverso? —Durham rió sin amargura—. Nosotros sólo somos Copias hechas a trozos, la mayoría en mundos de fantasía privados. Nuestros cuerpos son aproximaciones ad hoc. Nuestras ciudades son papel pintado indestructible. Las «leyes de la física» de todos los ambientes de Elíseo se contradicen unas con otras, y a sí mismas, mil millones de veces al día. Al final, sí, todo se ejecuta en los procesadores TVC, todo es consistente con las reglas TVC… pero nivel tras nivel está sellado, invisible al siguiente, irrelevante.
»En el Planeta Lambert, todo lo que sucede está íntimamente conectado a un conjunto de leyes físicas, aplicadas uniformemente, en todas partes. Y lo han hecho durante tres mil millones de años. Puede que ya no sepamos cuáles son las leyes más profundas, pero cada suceso que experimentan los lambertianos es parte de un todo coherente. Si hay algún conflicto entre las dos versiones de la realidad, no podemos dar por supuesto que nuestra versión tendrá precedencia.
María no podía argumentar que la RV a retales se mantendría frente a la lógica profunda del Autoverso. Dijo:
—Entonces lo más seguro sería asegurarse de que no hay conflicto. Dejar de observar el Autoverso. Desechar todos los planes de contacto. Aislar las dos explicaciones. Evitar que colisionen.
Durham dijo categórico:
—No. Ya estamos en conflicto. ¿Por qué razón no íbamos a poder apagarlos?
—No lo sé —María apartó la vista—. Si al final pasa lo peor… ¿no podemos empezar de nuevo? ¿Construir una nueva configuración del Jardín del Edén? ¿Volver a lanzarnos, sin el Autoverso?
—Si no hay más remedio… —Añadió—: Si creemos que podemos confiar en que el universo TVC haga todo lo que está programado para hacer… sin alterar el proceso de lanzamiento, sin cagarla… o incluso sin pasar las leyes modificadas de las que creemos que estamos escapando.
María miró a la Ciudad. Los edificios no se desmoronaban, la ilusión no se desintegraba.
—Si no podemos confiar en eso, ¿qué nos queda?
—Nada —dijo Durham sombrío—. Si ya no sabemos cómo funciona este universo, estamos impotentes.
Ella se soltó la mano.
—Bien, ¿qué quieres hacer? ¿Crees que si tienes acceso a algo más del Autoverso que los canales de datos que salen del centro podrás hacer que se apliquen las reglas TVC? ¿Toda una cara de la pirámide gritando para a los procesadores adyacentes será más efectiva que las secuencias de órdenes normales?
—No. Podría valer la pena intentarlo. Pero no creo que funcione.
—Entonces… ¿qué?
Durham se inclinó hacia delante con urgencia.
—Tenemos que recuperar las leyes. Tenemos que entrar en el Autoverso y convencer a los lambertianos de que acepten nuestra explicación de su historia… antes de que tengan una alternativa clara.
»Tenemos que persuadirles de que nosotros los creamos, antes de que deje de ser cierto.