26

Después de una semana como invitada de Durham, María fue a buscar un lugar propio.

La furia había amainado, el entumecimiento por la noticia había amainado, el quinto o sexto ataque de incredulidad había amainado. Pero todavía se sentía casi paralizada por lo extraño de la verdad que se había visto obligada a aceptar: su exilio del universo de la humanidad de carne y hueso; la existencia imposible de Elíseo; la vida inteligente en el Autoverso. No podía ni empezar a dar sentido a ninguna de esas cosas hasta que tuviese un punto fijo en el que situarse.

Se había negado a guardar ningún equipaje que acompañara su fichero de escán a la otra vida; hubiese sido como seguirle la corriente a Durham si hubiese hecho la más mínima concesión a las necesidades de una Copia que ella creía que nunca se ejecutaría. Ni ambientes, ni muebles, ni ropas; ni fotografía, ni diarios, ni recuerdos escaneados. Ni un duplicado en RV de su vieja y estrecha terraza para hacerla sentirse en casa. Podía haberse dedicado a reconstruirla de memoria, detalle a detalle —o permitir que un software arquitectónico la hubiese sacado directamente de su cabeza— pero no se sentía lo suficientemente fuerte para tratar con las contradicciones emocionales: el tirón del viejo mundo, la mancha del autoengaño. En su lugar, se decidió por elegir uno de los apartamentos predefinidos de la Ciudad misma.

Durham le aseguró que nadie le echaría en cara el uso de recursos públicos.

—Por supuesto, podrías copiar la Ciudad en tu propio territorio y ejecutar una versión privada a tu propio coste… lo cual carecería de sentido. Éste es el único ambiente en todo Elíseo que está cerca de ser un lugar en el viejo sentido. Cualquiera puede recorrer las calles, cualquiera puede vivir aquí… pero nadie puede cambiar el perfil a voluntad. Aquí, para cambiar el color de los carteles de las calles, sería necesario un debate más apasionado que el de un ayuntamiento típico para derribar todo un vecindario.

Así que Ciudad Permutación ofrecía gratis, sancionada por el Ayuntamiento, su presencia falsa y cuasi objetiva, mientras que su modelo del cuerpo se ejecutaba sobre procesadores en su propio territorio… y los dos sistemas, intercambiando datos, lograban su experiencia de pasear por las calles, de entrar en los elegantes edificios metálicos, y de explorar los apartamentos vacíos que podían haber olido a pintura pero no lo hacían. Se sentía nerviosa si estaba sola, por lo que Durham fue con ella, solícito y compungido como siempre. Parecía que su pesar era sincero en cierto modo —no era indiferente al dolor que le había causado— pero por debajo no parecía haber muchas dudas: claramente esperaba que tarde o temprano le perdonaría haberla despertado.

—¿Cómo se siente el tener siete mil años? —preguntó ella.

—Eso depende.

—¿De qué?

—De cómo yo quiera sentirlo.

Ella encontró un piso en el cuadrante noreste, a medio camino entre la torre central y el perímetro de la Ciudad. Desde el dormitorio, podía ver las montañas al este, la reluciente cascada, una zona distante de bosque. Había mejores vistas disponibles, pero aquélla parecía la adecuada; algo más espectacular la hubiese hecho sentir demasiado consciente de sí misma.

Durham mostró cómo reclamar su residencia: un breve diálogo con el software del apartamento.

—Eres la única elísea en esta torre, así que puedes programar los vecinos como te gusten.

—¿Y si no hago nada?

—Comportamiento por defecto: no te molestarán.

—¿Y qué hay de los otros elíseos? ¿Soy una novedad tan grande que vendrán a verme?

Durham lo meditó.

—Tu despertar es de dominio público… pero la mayoría de la gente es razonablemente paciente. Dudo que alguien pudiese ser tan descortés como para abordarte en la calle. Tu número de teléfono no será público hasta que tú lo quieras… y ahora el apartamento está bajo tu control, tan seguro como un ambiente privado. El software ha sido validado rigurosamente: entrar y alterarlo es matemáticamente imposible.

Él la dejó para que se acomodase. Recorrió las habitaciones, intentando habitarlas, reclamarlas como propias; se obligó a pasear por las calles cercanas, intentando sentirse más calmada. El apartamento art déco, las torres Fritz Lang, las calles llenas de multitudes de extras, todo la ponía nerviosa… pero reflexionando, comprendió que no podía haber ido a ningún otro sitio. Cuando intentó imaginar su «territorio», su trozo privado de Elíseo, le parecía tan desalentador e inmanejable como si hubiese heredado una vigésimo cuarta parte del viejo universo de galaxias y vacíos. Que el nuevo fuese generalmente invisible, y estuviese formado por una red de ordenadores autoreproductores, formados a su vez por celdillas de autómatas celulares —que no eran nada más que una secuencia de números, por muy fácil que fuese darles colores y disponerlos en una rejilla— sólo conseguía que la idea de estar perdida en su inmensidad fuese aún más extraña. Ya era malo que su cuerpo real fuese una estructura de computación resonando en una diminuta porción de una pirámide cristalina por otra parte silenciosa que se extendía en el equivalente del TVC de miles de años luz. La idea de hundir sus sentidos en un mundo falso que era realmente otra esquina de la misma estructura —retirándose por completo a una inmensa cripta sin aire, y rindiéndose a alucinaciones privadas— la ponía enferma de pánico.

Si la Ciudad era igualmente irreal, al menos era una alucinación que compartían los otros elíseos; y, anclada por el consenso, encontraba el coraje para examinar el mundo invisible que tenía debajo, desde una distancia segura aunque alucinatoria. Se sentó en el apartamento y estudió mapas de Elíseo. A gran escala, la mayoría del cubo no tenía rasgos: las pirámides de los otros diecisiete fundadores eran privadas, y la suya casi no se usaba. El territorio público podía ser coloreado según el software que ejecutaba —identificación de procesos, seguimiento del flujo de datos— pero incluso entonces, la mayoría era monocromo: cinco de las seis pirámides públicas estaban dedicadas al Autoverso, ejecutando el mismo programa simple en procesador tras procesador, implementando las reglas del autómata celular del Autoverso… completamente diferentes de las del TVC. En aquella región había superpuesta una nebulosa rejilla metálica, como una malla de delgados cables sumergida en una sustancia desconocida para descubrir sus propiedades. Aquél era el software que espiaba en el Planeta Lambert; un programa completamente separado del Autoverso, sin estar sujeto a ninguna de sus leyes. María había escrito ella misma la primera versión, aunque nunca había tenido la oportunidad de probarla a escala planetaria. Generaciones de estudiosos elíseos del Autoverso lo habían extendido y refinado, y ahora espiaba por entre un trillón de inexistentes grietas en el espacio, recogiendo, interpretando y resumiendo todo lo que veía. Los resultados fluían por el centro de Elíseo a la biblioteca central; junto con un canal representado tan luminoso como plata incandescente por la densidad del flujo de datos.

El centro en sí era un poliedro deslumbrante, un conjunto de bases de datos rodeado por las estructuras de comunicación que manejaban el torrente de información que fluía hacia y desde las pirámides. Toda transacción entre elíseos de clanes diferentes fluía por su interior; desde llamadas de teléfono hasta apretones de mano, desde el sexo a cualquier elaborada intimidad posthumana que se hubiese inventado en los últimos siete mil años. Pero el mapa no indicaba nada; incluso con el aumento más alto y la respuesta más lenta, el flujo de paquetes de datos sólo registrados como un punto de luz sin rasgos, con el contenido completamente anónimo.

El segundo flujo de datos, en brillo, unía el centro con la Ciudad, y revelaba un laberinto delicado de algoritmos colgado de una cara de la sexta pirámide pública. Con el software del Autoverso en los bordes representado de un azul medianoche, la Ciudad parecía una feria abarrotada iluminada por luces de neón en el borde de un vasto desierto, al final de una brillante autopista. María la amplió y observó los paquetes de datos responsables del mapa que salían del centro.

No había una correspondencia punto a punto entre aquella visión y la Ciudad de los sentidos. Las multitudes de peatones falsos, esparcidas por la metrópolis visible, podían encontrarse todas allí como un conjunto muy unido de bloques parpadeantes de tonos pastel, con títulos como COMPORTAMIENTO REBAÑO o TROPISMOS VARIOS. La posición y otros atributos de individuos específicos estaban codificados en estructuras de datos demasiado pequeñas para verlas sin gran aumento. El propio apartamento de María era igualmente microscópico, pero también era el producto de un gran número de componentes dispersos, tan alejados como ÓPTICA DE SUPERFICIES, DINÁMICA DEL AIRE, RADIACIÓN TÉRMICA y TEXTURA DE MOQUETA.

Podría haber examinado su propio cuerpo como un diagrama similar de módulos funcionales… pero decidió esperar.

Las vivisecciones una a una.

Empezó explorando los recursos de información de Elíseo —las redes de datos que se representaban como tales— y abandonando el apartamento para pasear sola por la Ciudad dos veces al día; familiarizándose con los dos espacios análogos a los que había conocido en el pasado.

Leía por encima las bibliotecas, no exactamente al azar, pasando de Homero a Joyce, mirando los Rembrandts y los Picassos y los Moores, interpretando fragmentos de Chopin y Liszt, mirando escenas de Bergman y Buñuel. Levantando el peso del núcleo de civilización humana que los elíseos se habían traído consigo.

Todo parecía leve. Ahora Dublineses era tan fantástico como La Ilíada. Guernica no había sucedido nunca… o si había sucedido, la visión de los elíseos estaba más allá de la capacidad de cualquier artista para representarla. El séptimo sello era un cuento de hadas alocado y sin sentido. El discreto encanto de la burguesía era todo lo que quedaba.

Alterarse a sí misma de cualquier forma era una decisión demasiado dura de tomar, por lo que, fiel a la fisiología humana por defecto, comió y cagó y durmió. Había miles de formas de hacer que apareciese la comida, desde comidas para gourmet de la base de datos culinaria saliendo desde la pantalla del terminal, hasta la opción para ganar tiempo de apretar un botón para estar saciada y tener una agradable sensación, pero los viejos rituales clamaban ser ejecutados, así que salía y compraba los ingredientes crudos a tenderos marioneta en charcuterías selectas y de buen olor, y cocinaba su propia comida, a menudo mal, y se cansaba curiosamente observando cómo actuaba la química imperfecta, como si ella misma, inconscientemente, estuviese realizando la difícil simulación.

Durante tres noches, soñó que estaba de vuelta en el viejo mundo, manteniendo conversaciones normales con sus padres, amigos de la infancia, colegas fanáticos del Autoverso, viejos amantes. Fuese cual fuese la escena, el aire estaba cargado, reluciendo con autenticidad auto consciente. Se despertaba de esos sueños lisiada de pérdida, agarrándose a las certidumbres que retrocedían, creyendo —durante diez o cinco segundos— que Durham la había drogado, la había hipnotizado, le había lavado el cerebro para que soñase con Elíseo; y cada vez que pensaba que «dormía» allí, se despertaba en la vida terrenal que nunca había dejado de vivir.

Luego la niebla se aclaraba en su mente, y sabía que no era cierto.

Soñó con la Ciudad por primera vez. Estaba en la Avenida Quince cuando los muñecos empezaron a pedirle que los tratase como totalmente sentientes.

—Superamos el test de Turing, ¿no? ¿Es un extraño en la multitud menos que humano porque no puedes ver su vida interior?

Le tiraban de su ropa como mendigos. Ella les decía que no fuesen idiotas.

—¿Cómo podéis quejaros? ¿No entendéis? Hemos abolido la injusticia.

Un hombre con un traje oscuro recién planchado la miró fijamente y murmuró:

—Siempre tendréis a los pobres.

Pero estaba equivocado.

Y soñaba también con Elíseo. Se abría paso por entre la rejilla TVC, por los huecos entre procesadores, convertida en una simple y autosuficiente estructura de celdillas, como las más viejas y primitivas formas de vida artificial; sin afectar a nada, pero observándolo todo… en las seis dimensiones, nada menos. Se despertó cuando comprendió lo absurdo que era: el universo TVC no estaba inundado con algún análogo de la luz, proporcionando información sobre las celdillas más lejanas. Estar inmerso en la rejilla no era más que estar ciega al contenido; alcanzar y examinar pacientemente lo que allí había —en ocasiones de forma destructiva— era la única forma de descubrir algo.

Al final de la tarde, bajo la luz dorada que entraba por la ventana del dormitorio después de mil reflexiones calculadas al azar entre las torres, normalmente lloraba. Le resultaba inadecuado, irregular, patético, inmoral. No quería «llorar la muerte» de la especie humana… pero no sabía cómo darle sentido a la ausencia. Se negaba a imaginar un mundo largo tiempo muerto —como si los milenios elíseos de sueño la hubiesen propulsado a un incierto futuro de la Tierra— así que luchaba por conectarse al tiempo que recordaba, seguir la vida de su doppelgänger en su mente. Imaginaba una reconciliación con Aden; no era imposible. Lo imaginaba muy vivo, tan tierno, egoísta y tan testarudo como siempre. Fantaseaba con los momentos más mundanos, los más normales entre ellos, escardando sin contemplaciones cualquier cosa que pareciese demasiado optimista, demasiado como un deseo hecho realidad. No estaba interesada en inventar una vida perfecta para la otra María; sólo quería conjeturar la verdad incognoscible.

Pero debía seguir creyendo que había salvado a Francesca. Algo menos sería insoportable.

Le gustaba considerarse como una emigrante, como si hubiese cruzado un océano en los días antes del avión, antes del telégrafo. Gente que lo había dejado todo atrás y había sobrevivido. Había prosperado. Había crecido. Personas que no habían destrozado sus vidas; habían abrazado lo desconocido, y habían quedado enriquecidas y transformadas.

¿Lo desconocido? Estaba viviendo en un artefacto, un objeto matemático que ella había ayudado a Durham a construir para sus billonarios. Elíseo era un universo hecho bajo pedido. No contenía maravillas ocultas, ni tribus perdidas.

Pero contenía el Autoverso.

Cuanto más lo pensaba, más le parecía que el Planeta Lambert era la clave de su cordura. Incluso después de tres mil millones de años de evolución, era lo único en Elíseo que conectaba con su vida anterior… llevándola directamente a la noche en que había visto como la A. lamberti digería la mutosa. La cadena era continua: el organismo simiente, A. hydrophila, había salido de la misma cepa. Y si el Autoverso, entonces, había sido la complacencia final, un juego intelectual enrarecido en un mundo lleno de problemas, ahora la situación se había invertido por completo: el Autoverso era el hogar de millones de formas de vida, una civilización floreciente, una cultura al borde de una revolución científica. En un universo sujeto a los caprichos, conveniencias y fantasías, parecía la única tierra firme que quedaba.

Aunque no sufría del delirio de haber «creado» personalmente a los lambertianos —haber definido la primitiva historia del planeta, y creado unos antecesores adaptando la traducción de otra persona de una bacteria terrestre, no la cualificaba para quedarse el crédito por su sistema nervioso multiplexado y su sistema digestivo al aire libre, y menos aún su autoconsciencia— no podía limitarse a lavarse las manos en su destino.

Parte de ella seguía sin querer hacer nada sino ponerse furiosa por su despertar, y llorar su pérdida. Abrazar el Autoverso le parecía como un insulto al recuerdo de la Tierra… y una muestra de que había aceptado la forma en que Durham la había tratado. Pero empezaba a parecer perverso hasta el punto de la locura darle la espalda a lo único que podía darle algo de sentido a su nueva vida, sólo por molestar a Durham, sólo para convertir en mentiras sus razones para despertarla. Había otras formas de dejar claro que no le había perdonado.

El apartamento —al principio inconcebiblemente grande, casi inhabitable— perdió lentamente su extrañeza. A la décima mañana, finalmente se despertó esperando la visión del dormitorio tal y como lo encontró; si no en paz con su situación, al menos no se sorprendía del lugar en que se encontraba.

Telefoneó a Durham y le dijo:

—Quiero unirme a la expedición.

El Grupo de Contacto ocupaba un piso de una torre en el cuadrante sudeste. María, sin interés en la teleportación, hizo el trayecto a pie, cruzando por los pasajes de edificio en edificio, ignorando a los muñecos y admirando la vista. Era más rápido que viajar al nivel de la calle, y gradualmente conquistaba su miedo a las alturas. Allí los puentes no se caían por las vibraciones inesperadas. Los tubos de plexiglás no se abrían sobre el suelo, arrojando los cadáveres sobre el pavimento. No importaba si Malcolm Carter sabía algo sobre ingeniería estructural; la Ciudad no iba a tomarse la molestia de modelar laboriosamente fuerzas y cargas sólo para descubrir si una parte de ella debía fallar, por el realismo. Por decreto, todo era perfectamente seguro.

Durham la esperaba en el vestíbulo. Dentro, le presentó a Dominic Repetto y Alisa Zemansky, los otros líderes del proyecto. María no había sabido qué esperar de su encuentro con elíseos de última generación, pero se presentaban como humanos correctamente vestidos, hombre y mujer, los dos «bien pasados los treinta», vistiendo ropas que no hubiesen desencajado demasiado en cualquier oficina en el Sydney del siglo XXI. ¿Por deferencia a ella? Esperaba que no… a menos que lo aceptable, en su subcultura, fuese mostrar una forma diferente a todos, diseñada expresamente para que fuese más cómodo. Repetto, de hecho, era tan increíblemente guapo que casi le repugnaba la idea de que él —o sus padres— hubiese elegido deliberadamente esa cara. ¿Pero qué significaban ahora los códigos de vanidad de la era de la cirugía plástica y los tratamientos genéticos? Zemansky también era impresionante, con ojos violeta moteados de oscuro, y pelo rubio. Durham aparecía, al menos frente a ella, casi sin cambios, como el hombre que había conocido en el 2050. María empezó a preguntarse qué aspecto tenía ella para los jóvenes elíseos. Probablemente, el de algo recientemente desenterrado.

Repetto le dio la mano durante mucho rato.

—Es un gran, gran honor conocerla. No puedo decirle lo mucho que nos ha inspirado —le brillaba el rostro; parecía sincero. María sintió que se sonrojaba, e intentó imaginarse en una situación análoga, dándole la mano a… ¿quién? ¿Max Lambert? ¿John von Neumann? ¿Alan Turing? ¿Charles Babbage? ¿Ada Lovelace? Sabía que no había hecho nada comparable a lo de aquellos pioneros… pero había tenido siete mil años para que se embelleciese su reputación. Y tres mil millones para que su obra diese frutos.

La planta estaba dividida en oficinas abiertas, pero no parecía haber nadie más. Durham la vio mirando divisiones y dijo críptico:

—Hay otros, pero vienen y van.

Zemansky los guió hasta una pequeña sala de conferencias. Le dijo a María:

—Si quiere podemos pasar a una representación en RV del Planeta Lambert… pero debo advertirla de que puede ser desorientador: estar visualmente inmersa pero intangible, atravesando la vegetación y demás. Y moverse a las velocidades necesarias para seguir a los lambertianos puede producir mareos. Por supuesto, hay cambios neuronales que pueden contrarrestar esos efectos…

María no estaba lista para empezar a jugar con su cerebro… o para pasear por la superficie de un planeta extraterrestre. Dijo:

—Una pantalla de visualización sería más simple. Seré más feliz así. ¿Le importa? —Zemansky parecía aliviada.

Repetto permaneció en pie al final de la mesa y se dirigió a los tres, aunque María sabía que todo era para ella.

—Últimamente han pasado tantas cosas en Lambert, que los hemos ralentizado con respecto al Tiempo Estándar para seguir los desarrollos —en la pared apareció un mapa elíptico de la superficie del planeta—. Muy recientemente, docenas de equipos químicos independientes han comenzado a examinar un modelo más simple y unificado por debajo de la teoría atómica actual —aparecieron marcadores dispersos por el mapa—. Han pasado trescientos años desde que el modelo estándar, treinta y dos átomos con una distribución regular de masas, valencias y afinidades mutuas, fuese ampliamente aceptado. El equivalente lambertiano de la Tabla Periódica de Mendeleev —le dirigió una sonrisa a María, como si ella hubiese sido contemporánea de Mendeleev… o quizá porque se sentía orgulloso de sus arcanos conocimientos de la historia de una ciencia que ya no era verdadera—. En aquel momento, los átomos se aceptaban como entidades fundamentales: sin estructura e indivisibles, sin requerir mayores explicaciones. Durante los últimos veinte años, esa imagen ha empezado a desmoronarse.

María ya se sentía confusa. De las lecturas apresuradas que había hecho en los últimos días, sabía que los lambertianos sólo modificaban una teoría establecida cuando se descubría un nuevo fenómeno que la teoría no acababa de explicar. Repetto debió de notar su expresión, porque hizo una pausa expectante.

—Los átomos del Autoverso son indivisibles —dijo María—. No hay componentes a separar, ninguna entidad estable menor. Hazlos chocar a cualquier energía, y se limitarán a rebotar… y los lambertianos no se encuentran en posición de hacerlos chocar a ninguna energía. Por tanto… seguro que no hay nada en su experiencia que la teoría actual no explique perfectamente.

—Ciertamente, nada en su ambiente inmediato. Pero el problema es la cosmología. Han estado refinando sus modelos de la historia de su sistema estelar, y ahora buscan una explicación para la composición de la nube primordial.

—Aceptan como dados los treinta y dos átomos y sus propiedades, ¿pero no pueden hacer lo mismo con las cantidades arbitrarias en la nube?

—Exacto. Es difícil traducir exactamente los motivos, pero poseen una estética muy estricta que dicta lo que aceptan como teoría… y les es casi físicamente imposible contradecirla. Si intentan bailar una teoría que no resuena con el sistema neuronal que juzga su simplicidad, la danza se desmorona —pensó durante un segundo, y luego señaló a la pantalla que tenía tras él; apareció un enjambre de lambertianos—. Aquí hay un ejemplo, remontándose un poco. Es un equipo de astrónomos, todos completamente conscientes del movimiento de los planetas en el cielo en relación al sol, comprobando una teoría que intenta explicar esas observaciones dando por supuesto que el Planeta Lambert está fijo y lo demás orbita a su alrededor.

María miró atentamente a las criaturas. Le hubiese costado mucho identificar los ritmos en sus elaborados movimientos… pero cuando el enjambre empezó a desperdigarse, el colapso del orden fue evidente.

—Aquí está la teoría heliocéntrica de unos años después.

La danza, de nuevo, era demasiado compleja para analizarla —aunque parecía ser más armónica— y después de un rato, casi hipnótica. Las chispas negras moviéndose de un lado a otro sobre el cielo blanco dejaban trazas en las retinas. Por debajo, la hierba ubicua parecía un lugar extraño para teorizar sobre astronomía. Los lambertianos aparentemente aceptaban su condición —en la que pastorear ácaros era el mayor control que ejercían sobre la naturaleza— como si constituyese una utopía tan grande como la libertad total de los elíseos. Todavía se enfrentaban a los predadores. Muchos todavía morían jóvenes por las enfermedades. Pero siempre había comida en abundancia: muy pronto habían modelado sus propios ciclos de población, y habían aprendido a reducir las oscilaciones. Y, amantes de la naturaleza o no, no se había producido ninguna lucha «ideológica» sobre el «control de la natalidad»; una vez que se hubo extendido el modelo poblacional, las comunidades de todo el planeta habían adoptado los mismos remedios. La diversidad cultural de los lambertianos era limitada; había más comportamiento determinado genéticamente que en el caso de los humanos —los jóvenes nacían autosuficientes, con mucha menos plasticidad neuronal que un bebé humano— y había relativamente pocas variaciones en los genes relevantes.

La teoría heliocéntrica era aceptable; la danza permanecía coherente. Repetto volvió a ejecutar la escena, con una «traducción» en una pequeña ventana, que mostraba la posición de los planetas representados en cada momento. María seguía sin poder descifrar la correspondencia —estaba claro que los lambertianos no volaban en círculos imitando simplemente las órbitas hipotéticas— pero los ritmos sincrónicos de los planetas y los insectos astrónomos parecían combinarse en algún lugar de su córtex visual, activando algún detector de estructuras que no acaba de entender qué hacer con la extraña resonancia.

Ella dijo:

—Así que Ptolomeo sólo era gramática incorrecta… una tontería evidente. Dobleplus malo. ¿Y llegaron a Copérnico unos pocos años después? Es impresionante. ¿Cuánto tiempo les hizo falta para llegar a Kepler… a Newton?

Zemansky dijo suavemente.

—Eso era Newton. La teoría de la gravedad, y las leyes del movimiento, eran parte del modelo que bailaban; los lambertianos nunca hubiesen podido expresar las órbitas sin incluir la razón de su existencia.

María sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—Si era Newton… ¿qué hubo antes?

—Nada. Ése fue su primer modelo astronómico con éxito; el apogeo de una década de ensayo y error por parte de equipos por todo el planeta.

—Pero debían de tener algo. Mitos primitivos. Tortugas apiladas. Dioses solares en carros.

Zemansky rió.

—Evidentemente, nada de tortugas o carros; pero no: nada de cosmologías ingenuas. Su lenguaje más antiguo surgió de las cosas que podían observar y modelar con facilidad: relaciones ecológicas, dinámicas poblacionales. Cuando la cosmología estaba más allá de su alcance, ni siquiera lo intentaban; era un notema.

—¿Nada de mitos de creación?

—No. Para los lambertianos, creer en cualquier tipo de «mito», cualquier seudoexplicación indemostrable y vaga, sería como… sufrir alucinaciones, ver espejismos, oír voces. Los hubiese convertido en completamente disfuncionales.

María se aclaró la garganta.

—Entonces me pregunto cómo reaccionarán ante nosotros.

Durham dijo:

Ahora mismo, los creadores son un no-tema. Los lambertianos no tienen necesidad de esa hipótesis. Entienden la evolución: mutación, selección natural… incluso han postulado algún tipo de gen macromolecular. Pero el origen de la vida sigue siendo un tema abierto, demasiado difícil para abordarlo, y probablemente pasarán siglos antes de que comprendan que sus primeros antecesores fueron sembrados «a mano»… si de hecho hay alguna razón para ello… una razón lógica por la que A. hydrophila no hubiese podido surgir en alguna historia prebiótica imaginaria.

»Pero no pasará: después de algunas décadas más golpeando la cabeza contra el problema de la nube primordial, imagino que supondrán lo que pasa. Cuando ha llegado su momento, una idea puede recorrer el planeta en cuestión de meses, por muy exótica que pueda ser, esas criaturas no son tradicionalistas. Y una vez que la teoría de que su mundo fue hecho surja en el contexto científico adecuado, no les volverá locos. Todo lo que Alisa decía era que el tipo de superstición primitiva en la que creían los primeros humanos no hubiese tenido sentido para los primeros lambertianos.

—Por tanto… —dijo María—, ¿esperamos hasta que los «creadores» dejen de ser un no-tema antes de entrar y anunciar que eso es lo que somos?

Durham replicó:

—Eso es. Tenemos permiso para realizar el contacto una vez que los lambertianos hayan postulado independientemente nuestra existencia… y no antes —rió, y añadió con evidente satisfacción—: Lo que conseguimos pidiendo mucho más.

María todavía se sentía preocupada… pero no quería retrasar la reunión mientras ella lidiaba con las sutilezas de la cultura lambertiana.

—Vale —dijo—. La cosmología es el disparador, pero están buscando una explicación más profunda para su química. ¿Tienen suerte?

Repetto volvió a poner el mapa del Planeta Lambert; los marcadores que mostraban la posición de los equipos de teóricos habían sido reemplazados por pequeños gráficos de barras en las mismas posiciones.

—Ésos son los tiempos de danza de distintos modelos subatómicos que han sido explorados durante los últimos cinco años. Unas pocas teorías parecen prometedoras, mejorando ligeramente con cada refinamiento; otros grupos obtienen resultados al azar. Nadie ha conseguido nada capaz de comunicar a cierta distancia; esas danzas duran demasiado poco tiempo para ser recordadas por equipos de mensajeros.

María sintió cómo volvía a ponérsele la carne de gallina. Los falsos mensajes mueren, final del camino. Había algo escalofriante en toda aquella eficacia, aquella búsqueda despiadada de la verdad. O quizás era una cuestión de orgullo herido: tratando algunos de los logros intelectuales más difíciles de obtener por parte de la humanidad como virtualmente evidentes no era la característica más agradable que podría tener una especie alienígena.

Ella dijo:

—Por tanto… ¿ningún equipo está a punto de encontrar la verdad?

Repetto negó con la cabeza.

—Todavía no. Pero las reglas del Autoverso son la explicación más simple para los treinta y dos átomos, casi por cualquier criterio.

—Simple para nosotros. No hay nada en el ambiente de los lambertianos para hacerles pensar en términos de reglas de autómata celular.

Zemansky dijo:

—No había nada en su ambiente que les hiciese pensar en términos de átomos.

—Bien, no, pero los antiguos griegos pensaron en átomos… pero no inventaron la mecánica cuántica. —María no podía imaginar a un humano preindustrial inventando el autómata celular, incluso como abstracción matemática, y menos aún lanzar la hipótesis de que el universo podría serlo. Las cosmologías mecánicas habían venido después de los relojes físicos; las cosmologías informáticas habían aparecido después de los ordenadores físicos.

Pero la historia humana no era muy buena guía para la ciencia lambertiana.

Ya tenían su modelo planetario newtoniano, «como un reloj». No necesitaban artefactos para señalar el camino.

—Esa «estética» que controla la aceptabilidad de las teorías… ¿han podido mapear las estructuras neuronales implicadas? ¿Pueden reproducir el criterio?

—Sí —dijo Repetto—. Y creo saber lo que va a preguntar a continuación.

—¿Han desarrollado sus propias versiones de posibles teorías lambertianas de autómatas celulares? ¿Y las han probado frente a la estética lambertiana?

Él inclinó modestamente la cabeza.

—Sí. Por supuesto que no modelamos cerebros completos, eso sería muy poco ético, pero podemos ejecutar simulaciones de danzas de pruebas con modelos neuronales lambertianos no conscientes.

Modelar lambertianos modelando el Autoverso…

—¿Cómo fue?

Repetto vaciló.

—Hasta ahora los resultados no son concluyentes. Ninguna de las teorías que he construido ha funcionado… pero es un asunto difícil. Es difícil saber si estoy expresando las hipótesis de la forma en que lo harían los lambertianos… o si he captado realmente todas las sutilezas del comportamiento relevante en un modelo no consciente.

—¿Pero no parece prometedor?

—No es concluyente.

María lo meditó.

—Las reglas del Autoverso por sí solas no explicarán la abundancia de los elementos… que es el problema principal que los lambertianos intentan resolver. Por tanto, ¿qué pasa si pasan por alto la idea de un autómata celular e inventan una teoría completamente diferente: algo completamente erróneo… que sin embargo explique todos los datos? Lo sé, han entendido todo lo relacionado con su mundo con mucha mayor facilidad que los humanos, pero eso no los hace perfectos. Y si no tienen tradición de abandonar las cuestiones difíciles invocando la mano del creador, podrían montar algo que explique tanto la nube primordial y las propiedades químicas de los elementos… sin acercarse para nada a la verdad. No es imposible, ¿no?

Se produjo un silencio incómodo. María se preguntó si habría cometido un terrible faux pas al sugerir que el criterio del contacto nunca se produciría… pero la verdad es que no podría estar diciéndoles nada que ellos mismos no hubiesen considerado.

Luego Durham simplemente dijo:

—No, no es imposible. Así que tendremos que esperar y ver adónde les lleva la propia lógica de los lambertianos.