Thomas estaba agazapado en el marco de la ventana del baño, casi fuera del piso de Anna. Sabía que esta vez los bordes de los ladrillos serían tan afilados como hojas de afeitar. Se abrió camino hasta la ventana del vecino, repitiendo exactamente los movimientos familiares, aunque las manos y los antebrazos derramaban sangre. Los insectos se arrastraban sobre las heridas y recorrían su brazo, sobre la cara, dentro de la boca. Sintió náuseas y tuvo arcadas pero no se desmayó.
Bajó por el desagüe. Desde el callejón, volvió al piso. Anna estaba en su lado de la escalera. Volvieron a bailar. Volvieron a discutir. Forcejearon de nuevo.
—Piensa rápido. Piensa rápido.
Se inclinó sobre ella, una rodilla a cada lado, agarró la cara entre las manos, luego cerró los ojos. Movió la cabeza hacia delante, luego la estrelló contra la pared. Cinco veces. Luego puso los dedos cerca de los agujeros de la nariz de Anna, sin abrir los ojos. No sintió la respiración.
Thomas estaba en su apartamento de Frankfurt, un mes después del asesinato, soñando. Anna estaba al lado de la cama. En la oscuridad, Thomas alargó la mano de debajo de las mantas, con los ojos cerrados. Ella cogió su mano entre las suyas. Con la otra mano, le acarició suavemente la cicatriz del antebrazo, luego metió con facilidad un dedo por entre la piel quebradiza y la carne licuada. Él luchó entre las sábanas, pero ella no le soltó; ella escarbó con el dedo hasta tocar el hueso. Cuando le rompió el cúbito y el radio, él se convulsionó de dolor y eyaculó, de pronto, todo lo que contenía su cuerpo corrupto saliendo en un único chorro: sangre coagulada negra, gusanos, pus, excrementos.
Thomas estaba en su mansión suburbana, sentado desnudo en el suelo al final del pasillo, asombrado. Movió la mano derecha y vio que sostenía un pequeño cuchillo de verduras. Y recordó por qué.
Había siete débiles cicatrices rosadas en su abdomen, siete dígitos, todavía legibles, orientados para que pudiese leerlos desde arriba: 1053901. Se puso a remarcar los primeros seis.
No confiaba en los relojes. Los relojes mentían. Y aunque cada una de las incisiones que hacía en la piel sanaba perfectamente, dándole tiempo, durante mucho tiempo parecía que se las había arreglado para reparar los números antes de que desapareciesen. No sabía lo que medían, excepto su propio ascenso regular, pero parecían como la piedra de toque de algo cercano a la cordura.
Recreó el último dígito como un dos, luego se lamió los dedos y quitó la sangre. Al principio volvió a salir, pero después de cinco o seis repeticiones, la herida reciente estuvo limpia y roja frente a la piel pálida. Pronunció el número varias veces.
—Un millón, cincuenta y tres mil, novecientos dos.
Thomas se puso en pie y recorrió el pasillo. Su cuerpo sólo conocía el tiempo tallado sobre él; nunca se sentía cansado, o hambriento, o sucio… podía dormir o no dormir, comer o no comer, lavarse o no lavarse; no tenía ningún efecto perceptible. Nunca le crecía el pelo o las uñas. Nunca le envejecía la cara.
Se detuvo frente a la biblioteca. Creía haber destrozado metódicamente todos los libros varias veces, pero en cada ocasión los restos habían sido eliminados y los libros reemplazados, en su ausencia.
Entró en la habitación. Miró la terminal de la esquina, el objeto de su aborrecimiento más profundo; nunca había podido dañarla… aplastar, romper, doblar, o incluso arañar ninguna parte de su forma visible. Indestructible o no, nunca había funcionado.
Vagó de estante en estante, pero había leído cada uno de los libros una docena de veces o más. Todos habían perdido el sentido. La biblioteca estaba bien seleccionada, y había estudiado los textos sagrados de todas las confesiones; aquellos pocos que, por alguna licencia poética, podría decirse que se referían a su condición no ofrecían ninguna perspectiva de cambiarla. En el pasado distante, había realizado un centenar de febriles conversiones; había rezado a todas las deidades que la humanidad había postulado. Si había dado con la que existía —la responsable de su condena— sus plegarías no habían sido escuchadas.
Lo que no había esperado después de la muerte era la incertidumbre. Al principio le había preocupado profundamente ser arrojado al Infierno, sin ni siquiera un atisbo del Cielo para hostigarle, y el engreído te-lo-dije de los fieles que subían… menos aún un juicio formal frente al Dios de su infancia, donde cada afirmación doctrinal de la que había dudado se declaraba una Verdad Absoluta, y cada uno de los debates teológicos se resolvía, de una vez para siempre.
Pero desde entonces había decidido que si su condición era eterna e irreversible, no importaba demasiado el nombre del Dios que la había creado.
Thomas se sentó con las piernas cruzadas en el suelo de la biblioteca, e intentó dejar la cabeza en blanco.
—Piensa rápido. Piensa rápido.
Anna yacía frente a él, sangrando e inconsciente. El tiempo se ralentizó. El momento al que se aproximaba le parecía imposible de encarar, imposible de superar una vez más… pero se acercaba a él milímetro a milímetro, y sabía que no tenía poder para volverse atrás.
Había llegado a entender que todas las visiones de su propio deterioro y mutilación no eran más que elaborados gestos de aborrecimiento propio. Cuando su carne era arrancada de su cuerpo era una distracción… casi un alivio. Su sufrimiento no iluminaba su crimen; ahogaba sus pensamientos en una niebla anestésica. Era una fantasía de poder, una fantasía de retribución.
Pero no había un bálsamo de dolor malhumorado, ninguna pretensión de que sus barrocas torturas estaban obrando alguna alquimia de justicia. Se agachó sobre Anna, y no pudo llorar, no pudo estremecerse, no pudo cegarse a la magnitud de lo que había hecho.
Podría haber llamado a una ambulancia. Podría haberle salvado la vida. Hubiese requerido tan poca fuerza, tan poco coraje, tan poco amor, que no podía ni imaginar cómo un ser humano podía no haber poseído tan poco de cada y seguir caminando sobre la Tierra.
Pero así había sido. Así había sido.
Así que adelantó la cabeza, y la estrelló contra la pared.