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(No remitir la escasez)

JUNIO 2051

Thomas se preparó para presenciar una muerte.

El Riemann de carne y hueso era el hombre que había matado a Anna… no la Copia que había heredado los recuerdos del asesino. Y el Riemann de carne y hueso debería haber tenido la posibilidad de reflexionar sobre ello, antes de morir. Debería haber tenido una oportunidad de aceptar su culpa, de aceptar su mortalidad. Y de absolver a su sucesor.

Eso no había sido permitido.

Pero ni siquiera ahora era demasiado tarde. Un clon de software podía hacerlo por él… creyéndose de carne y hueso. Revelando lo que hubiese hecho el humano mortal, si hubiese sabido que estaba muriéndose.

Thomas había encontrado una fotografía adecuada en un álbum… viejas imágenes químicas sobre papel que había digitalizado y restaurado poco después del comienzo de la enfermedad final. Navidad, 1985: su madre, su padre, su hermana Karin y él mismo, reunidos en el exterior de la casa familiar, cegados por el sol de invierno. Karin, amable y tímida, había muerto de un linfoma antes del cambio de siglo. Sus padres habían sobrevivido hasta los noventa años, demostrando todos los signos de alcanzar la inmortalidad por pura fuerza de voluntad… pero habían muerto antes de que se perfeccionase la tecnología de escán, habiendo despreciado la propuesta de preservación criogénica hecha por Thomas.

—No tengo intención —había explicado cortante su padre—, de hacerme a mí mismo lo mismo que los americanos nouveau riche les han hecho a sus animales de compañía.

El joven de la fotografía no se parecía demasiado a la imagen que Thomas hubiese conjurado cerrando los ojos y luchando por recordar; pero la expresión en el rostro, atrapada en la transición entre embrujada y engreída, se veía real. Medio temerosa de que la cámara revelase su secreto; medio desafiándola a intentarlo.

Thomas había guardado copias de su fichero de escán en el lecho de muerte —fuera, en cámaras de Ginebra y Nueva York— sin ningún propósito explícito en la cabeza, aparte de la vaga noción de que si algo salía irreparablemente mal con su modelo, y la fuente del problema —un virus lento, un sutil error de programación— hacía que sospechase de todas sus instantáneas, comenzar su vida de nuevo sin recuerdos posteriores al 2045 sería mejor que nada.

Habiendo reunido los elementos necesarios, había creado el guión del escenario por adelantado y lo había ejecutado; sin observar los resultados. Luego había congelado el clon y lo había enviado a Durham en el último momento; sin darse a sí mismo la oportunidad de echarse atrás, o, peor aún, decidir eliminar el primer intento y probar de nuevo.

Ahora estaba listo para descubrir qué había hecho, para ver el fait accompli. Sentado en la biblioteca —con el armario bar cerrado— hizo un gesto hacia el terminal para que empezase.

El hombre viejo en la cama tenía un aspecto peor de lo que Thomas había esperado: ojos hundidos, cínico y casi calvo (ahí quedaba la honestidad de su propio aspecto, los cambios «mínimos» que había realizado para volverse presentable). Tenía el pecho lleno de cicatrices, cruzado por una red de electrodos; el cráneo estaba cubierto de una redecilla similar. Una bomba suspendida al lado de la cama lo alimentaba por una aguja en el brazo derecho. El clon estaba sedado por un opiáceo sintético crudamente modelado que corría por su flujo sanguíneo modelado, al igual que el original de Thomas había sido sedado por la sustancia real, desde el momento del escán hasta su muerte tres días más tarde.

Pero en esa repetición, el narcótico estaba preparado para sufrir un súbito descenso en concentración; sin ninguna razón físicamente plausible, pero no se requería ninguna. Una gráfica en la esquina de la pantalla indicaba el declive.

Thomas miraba, enfermo de ansiedad, febril con la esperanza. Aquél —al fin— era el ritual que él siempre había creído que le hubiese podido curar.

El viejo alcanzó la consciencia sin abrir los ojos; la forma de la onda del EEG no significaba nada para Thomas, pero el software que seguía la simulación había señalado el acontecimiento con un subtítulo. Siguió con más texto:

La anestesia todavía no ha hecho efecto. ¿No pueden hacer nada bien? {Verbalización incomprensible}. El escán no puede haber terminado ya. No puedo ser la Copia. La Copia se despertará con la cabeza despejada, sentada en la biblioteca, modificada de antemano para no sentir desorientación. Por tanto, ¿por qué estoy despierto?

El viejo abrió los ojos.

Thomas gritó:

—¡Congelar!

Sudaba a mares, y sentía nauseas, pero no realizó ningún gesto para borrar los síntomas innecesarios. Quería la catarsis, ¿no? ¿No era ése el propósito? Los subtítulos sólo daban una idea tosca de lo que experimentaba el clon. Se podía obtener mucha mayor claridad; la grabación contenía indicaciones de caminos neuronales claves. Si quería, podía leer la mente del clon.

—Quiero saber lo que está pensando —exigió—, quiero saber por lo que está pasando. —No pasó nada. Apretó los puños y susurró—. Empezar.

La biblioteca se desvaneció: estaba tendido de espaldas en la cama de hospital, mirando al techo, atontado. Miró hacia abajo y vio el conjunto de monitores a su lado, los cables sobre el pecho. El movimiento de ojos y cabeza estaba mal; comprensible pero angustiosamente desincronizado con sus intenciones. Se sentía con miedo y desorientación; pero no estaba seguro de qué parte era su propia reacción y qué parte pertenecía al clon. Thomas agitó su propia cabeza por el pánico, y la biblioteca —con su cuerpo— regresó.

Detuvo la ejecución, y lo reconsideró.

Podía liberarse en cuanto quisiera. Sólo era un observador. No había nada que temer.

Luchando con la sensación de ahogo, cerró los ojos y se rindió a la grabación.

Miró confundido por la habitación. No era la Copia… eso seguro. Y aquello no era parte de la Clínica Landau; como accionista VIP y futuro cliente, había recorrido el edificio demasiadas veces para equivocarse. Si el escán había sido pospuesto por alguna razón, debería estar de vuelta en casa… o en camino. ¿A menos que hubiese sucedido algo malo que requiriese atención médica que la Clínica Landau no podía proveer?

La habitación estaba desierta, y la puerta cerrada. Gritó con voz ronca.

—¡Enfermera! —estaba demasiado débil para gritar más.

El controlador de la habitación respondió:

—En este momento no hay personal disponible para atenderle. ¿Puedo ayudarlo?

—¿Dónde estoy?

—Está en la habitación 307 de Valhalla.

—¿Valhalla? —sabía que había hecho negocios con ese lugar, pero no podía recordar por qué.

El controlador dijo para ayudar:

—Valhalla es el hospicio de Frankfurt de la Corporación Dinámica de América.

Se le soltaron las entrañas de miedo; ya estaban vacías [Thomas se retorció en simpatía, pero aguantó]. Valhalla era un depósito de carne que había contratado para que cuidase, después del escán, de su cuerpo comatoso hasta que expirase… con el mínimo legal de atención médica y sin ninguna medida heroica para prolongar su vida.

Había sido escaneado… pero la habían jodido.

Habían permitido que se despertase.

Era un shock, pero lo asumió con rapidez. No había razón para asustarse. En menos de seis horas estaría fuera de ahí y vuelto a escanear… y quien fuese el responsable se quedaría en la calle en menos tiempo aún. Intentó sentarse, pero estaba demasiado mareado por los efectos residuales de las drogas para coordinar la acción. Volvió a derrumbarse sobre la almohada, recuperó el aliento y se obligó a hablar con tranquilidad.

—Quiero hablar con el director.

—Lo siento, el director no está disponible.

—Entonces, el miembro del equipo más importante que puedas encontrar.

—En estos momentos, no hay personal para atenderle.

El sudor le caía en los ojos. No tenía sentido amenazar a una máquina con demandas. De hecho… podría ser prudente no hablar de demandas a nadie. Un lugar como éste podría ser perfectamente capaz de responder simplemente colocándole nuevamente en coma con drogas.

Lo que necesitaba es que alguien del exterior conociese la situación.

—Me gustaría hacer una llamada telefónica. ¿Puedes conectarme a la red?

—No tengo autoridad para hacerlo.

—Puedo darte un número de cuenta enlazado con mi esquema de voz, y autorizarte para cobrarme el servicio.

—No tengo autoridad para aceptar su número de cuenta.

—Entonces… haz una llamada, a cobro revertido, a Rudolf Dieterle, de Dieterle, Hollingworth y compañía.

—No tengo autoridad para realizar esa llamada.

Se rió, incrédulo.

—¿Eres físicamente capaz de conectarme a la red?

—No tengo autoridad para revelar mis especificaciones técnicas.

Un insulto hubiese sido malgastar el aliento. Levantó la cabeza y examinó la habitación. No había muebles; ni cajones, ni mesa, ni silla para las visitas. Sólo los monitores a un lado de la cama, montados sobre carritos de acero. Y ningún terminal, ni equipo de comunicación de ningún tipo… ni siquiera un equipo de audio de pared.

Examinó la aguja en el antebrazo, justo por debajo de la parte interna del codo. Una banda de goma ajustada, de varios centímetros de ancho, le cubría el punto de entrada; le pareció que necesitaba una eternidad para meter las uñas bajo el borde… y cuando tuvo éxito no valió para nada. La manga de goma estaba demasiado ajustada para bajarla por el brazo, y era demasiado elástica para recogerla como la manga de una camisa. ¿Cómo podía quitarse alguien esa cosa? Agarró el tubo; la manga lo mantenía en su posición, y no mostraba señales de ceder. El otro lado se perdía en el interior de la bomba de medicación.

[Thomas empezó a preguntarse si la aguja inamovible, junto con el kafkiano controlador de habitación, haría sospechar al clon; pero parecía que la idea de un yo futuro despertando el fichero de escán por segunda vez era una explicación demasiado enrevesada para que se le ocurriese en medio de una crisis como aquélla.]

Tendría que llevarse la bomba consigo. Era una incomodidad… pero si iba a recorrer el edificio envuelto en una sábana y buscando un terminal, no iba a hacerle mucho más sospechoso.

Empezó a quitarse los electrodos del pecho cuando un pulso de insensibilidad le recorrió el brazo derecho. La bomba sonó dos veces; se volvió para ver una luz verde brillando en medio de la caja, una luz que no había notado antes.

La onda de parálisis se extendió por el hombro antes de que pudiese reaccionar; ¿doblar el tubo? Intentó rodar para salir de la cama pero el cuerpo no le respondió, o no lo sintió.

Aleteó los ojos. Luchó por permanecer consciente… y lo consiguió. [El guión garantizaba que el clon tendría varios minutos de lucidez; lo que no tenía nada que ver con los verdaderos efectos farmacológicos del opiáceo].

Tendría que haber un registro informático de su EEG. Alguien notaría, pronto, el hecho de que estaba despierto… y sabrían que lo único humano que podían hacer era revivirlo.

Pero debía haberlo notado en el momento en que despertó.

Era mucho más probable que lo hubiesen dejado morir.

[Thomas se sintió enfermo. Era sádico, una locura.

Pero era demasiado tarde para remilgos. Todo lo que estaba viendo ya había sucedido].

No sentía el cuerpo, pero la mente permanecía cristalina. Sin la mancha de la distracción visceral, su miedo parecía más puro, más claro que cualquier cosa que hubiese experimentado.

Intentó agarrarse a las verdades familiares y reconfortantes: la Copia sobreviviría, viviría su vida por él. Su cuerpo siempre había estado destinado a perecer; lo había aceptado mucho tiempo atrás. La Muerte era la disolución irreversible de la personalidad; aquello no era la muerte, era un cambio de piel. No había nada que temer.

A menos que estuviese equivocado sobre la muerte. Equivocado en todo.

Yacía paralizado, en la oscuridad. Deseando el sueño; aterrorizado del sueño. Deseando algo que le distrajese; temeroso de malgastar sus últimos minutos, temeroso de no estar preparado.

¿Preparado? ¿Qué sentido tenía eso? La extinción no exigía ninguna preparación. No estaba rogándole a un Dios en el que había dejado de creer a los doce años. No estaba dispuesto a echar a un lado sesenta años de libertad y cordura, para regresar a su fe infantil. ¿Acércate al reino de los cielos como un niño o no podrás entrar? Esa misma línea le había ayudado a ver el tosco mecanismo de la trampa; la traducción era demasiado evidente (incluso para un niño): Esta mierda insultaría la inteligencia de un adulto; pero trágatela igualmente, o arderás para siempre.

Pero todavía tenía miedo. Los garfios estaban muy enterrados.

La ironía era que finalmente había recuperado el sentido y había abandonado la loca idea de hacerse despertar intencionadamente. ¡Para enfrentarse a su inmortalidad! ¡Para purgar la culpa de su Copia! Qué jodido chiste patético hubiese sido. Y ahora el beneficiario del gesto fatuo no sabría nunca que de todas formas había sucedido por accidente.

La oscuridad en su cráneo pareció abrirse, una visión invisible expandiéndose en una vista invisible. Cualquier sensación de estar en una cama de hospicio, simplemente entumecido y sin vista, había desaparecido; estaba perdido en una planicie de oscuridad.

En cualquier caso, ¿qué podría haberle dicho a la Copia? ¿La miserable verdad? Muero con miedo. Maté a Anna simplemente por egoísmo y cobardía… y ahora, a pesar de todo, todavía temo que haya un más allá. Un Dios. Un juicio. He sufrido una regresión suficiente para empezar a preguntarme si toda superstición infantil en la que creía resultará ser cierta… pero no lo suficiente para abrazar la idea del arrepentimiento.

¿O alguna mentira anodina? Muero en paz, he encontrado el perdón, he dejado exorcizados todos mis fantasmas. Y ahora estás libre, para vivir tu propia vida. Los pecados del padre no pasarán al hijo.

¿Hubiese salido bien, hubiese ayudado? ¿Una fórmula tan estúpida como la Confesión vudú, tan superficial como las últimas palabras de algún alma torturada que buscase la redención de Hollywood?

Se sintió moverse por la oscuridad. Sin túnel de luz; ninguna luz. Sueños sedados, no alucinaciones cercanas a la muerte. La muerte estaba a horas o días de distancia; para entonces seguro que volvería a estar comatoso. Una pequeña piedad.

Esperó. Ninguna revelación, ninguna comprensión, ningún rayo de cegadora fe. Sólo oscuridad, incertidumbre y miedo.

Thomas se quedó sentado inmóvil frente al terminal mucho tiempo después de que terminase la grabación.

El clon tenía razón: el ritual no había tenido sentido, había sido algo desacertado. Era y siempre sería el asesino; nada podía hacer que se viese a sí mismo como el hijo de software inocente del fallecido Thomas Riemann, cargando injustamente con la culpa del asesino. No a menos que se redefiniera completamente: borrase recuerdos, rescribiese su personalidad. Esculpiera su mente para convertirla en algo nuevo.

En otras palabras: morir.

Ésa era la elección. Debía vivir con lo que era por entero, o crear a otra persona que heredase sólo parte de lo que había sido. Rió enfadado y agitó la cabeza.

—No voy a pasar por el ojo de ninguna aguja. Maté a Anna. Maté a Anna. Eso es lo que soy —tocó la cicatriz que le definía, y la acarició como si fuese un talismán.

Se quedó sentado un rato más, reviviendo la noche en Hamburgo una vez más, llorando de vergüenza por lo que había hecho.

Luego abrió el bar y procedió a tener confianza y optimismo. El ritual no había tenido sentido… pero al menos, le había curado de la idea de que podía haber sido de otra forma.

Algún tiempo más tarde, pensó en el clon. Hundiéndose en la narcosis. Sufriendo una tosca extrapolación de la enfermedad que había matado a su original. Y luego, en el momento de la muerte simulada, tomando un nuevo cuerpo, joven y saludable… con un rostro sacado de una fotografía de la Navidad de 1985.

Resurrección… por un instante. No más que una formalidad. El guión había congelado al joven asesino, sin ni siquiera despertarlo.

¿Y entonces?

Thomas estaba demasiado cansado para angustiarse sobre ese detalle. Había hecho lo que había hecho por el ritual. Había entregado el clon en manos de Durham, para concederle —como el hombre de carne y hueso que creía ser— la remota posibilidad de otra vida, en un mundo más allá de la muerte, más allá del mundo.

Y si todo había sido un error, ahora ya no había forma de echarse atrás.