19

(No remitir la escasez)

JUNIO 2051

El anestesista dijo:

—Cuente hacia atrás desde diez.

María dijo:

—Diez.

Soñó que llegaba a la puerta de Francesca con una maleta llena de dinero. Mientras recorría el pasillo tras su madre, la maleta se abría y los billetes de cien dólares salían volando y llenaban el aire como el confeti.

Francesca se volvía hacia ella, radiante de salud. Dijo con ternura:

—No debías haberlo hecho, querida. Pero lo entiendo. No te lo puedes llevar contigo.

María rió.

—No te lo puedes llevar contigo.

Su padre estaba en el salón, vestido para su día de boda, aunque no tan joven. Le sonrió y le extendió los brazos a María. Sus padres, y los padres de Francesca, estaban tras él… y al aproximarse María, vio desde lo alto que tras sus abuelos había primos y tías, tatarabuelos, y tías abuelas, fila tras fila de familiares y antepasados, extendiéndose hasta lo más profundo de la casa, riendo y charlando. El dinero les había devuelto la vida a todos. ¿Cómo había podido ser tan egoísta para considerar negarles aquella reunión?

María se abrió paso por entre la multitud, saludando a personas que no sabía que existían. Un primo séptimo guapo y de pelo negro le besó la mano y le susurró un elogio en un hermoso dialecto que no pudo entender. Viudas cubiertas de velos con elegantes vestidos negros estaban de pie colgadas del brazo de sus maridos resucitados. Los niños corrían por entre las piernas de los adultos, robando comida a puñados y metiéndosela en la boca mientras corrían.

La neuróloga de la clínica resultó ser un familiar lejano. María puso las manos alrededor del oído de la mujer y gritó para hacerse oír por encima del ruido de la fiesta.

—¿Me han escaneado? ¿Recordará esto mi Copia?

La neuróloga le explicó que el escán sólo capturaba recuerdos almacenados permanentemente como cambios en las fuerzas sinápticas; la fugaz electroquímica de aquellos sueños se perdería para siempre. Añadió crípticamente:

—Perdidos para quien no los esté soñando.

María se sintió despertar. Temerosa de pronto de ser la Copia, luchó por permanecer en el sueño; como si pudiese retroceder por la multitud, remontar el argumento del sueño y salir por otra salida. Pero la escena se hizo vaga y poco convincente; podía sentir la pesada presencia del cuerpo despierto: los músculos doloridos, la lengua espesa.

Abrió los ojos. Estaba a solas en la alegremente decorada sala de recuperación de la Clínica Landau; antes de administrarle la anestesia la habían llevado en silla de ruedas por las instalaciones para que lo viese todo desde el punto de vista de un paciente, para que así supiese qué esperar. Pero se necesitaron varios segundos para que se desvaneciesen las verdades de su sueño. Su padre estaba muerto. Sus abuelos estaban muertos. No había habido ninguna gran reunión. Nunca la habría.

Y en cuanto a la Copia… el fichero de escán ni siquiera existía todavía; los datos tomográficos en bruto necesitarían horas de proceso para convertirlos en un mapa anatómico de gran resolución. Y todavía podía cambiar de opinión y hacer que Durham no pudiese ni acercarse al resultado. Él había pagado a la clínica, pero si ella se negaba a entregar el fichero no habría nada que él pudiese hacer.

La sala de recuperación estaba iluminada con suavidad, forrada con flores azules y naranjas sin olor. María cerró los ojos. Si la lógica de Durham tenía algún sentido, los datos tomográficos en bruto probablemente podrían procesarse a sí mismos, encontrarse consciente, con tanta facilidad como cualquier Copia que hubiese sido troceada y ejecutada al azar. No era necesario un fichero de escán terminado.

Ni siquiera era necesario ser escaneado; los mismos datos debían de existir, dispersos por el universo, se hubiesen sacado o no del cerebro y se hubiesen reunido en lo que ella consideraba un único lugar.

De hecho, si Durham tenía razón —si los sucesos que él creía que se producirían en el universo TVC podrían encontrarse a sí mismos en el polvo— entonces esos sucesos podrían suceder de todas formas. Todo el proyecto del jardín del Edén era superfluo. Toda permutación del polvo que era capaz de percibirse a sí misma, dotarse a sí misma de sentido, lo haría. Y todo lo que ella hubiese conseguido al negarse a ser escaneada hubiese sido negarle a la María de esa permutación una historia que pareciese superponerse con su vida en particular. Mientras que una tercera mujer —en otro mundo, en otra permutación— hubiese ocupado su lugar en ese papel.

María abrió los ojos. Acababa de recordar lo primero que quería hacer al despertarse. Todos los escáneres estaban programados para reconocer —en tiempo real, antes de que se produjese el arduo proceso de datos— el espectro de resonancia magnética de cuatro o cinco tintes especiales, que podían emplearse para identificación y alineamiento. El técnico de escáner le había prestado servicialmente un rotulador del «número tres» y había hecho que el escáner fuese ciego a ese tinte en particular.

Sacó la mano de debajo de la sábana. En la palma izquierda todavía ponía: NO ERES LA COPIA.

Se lamió los dedos y empezó a borrar la palabras innecesarias.

María llegó al piso en el norte de Sydney alrededor de las doce y media. Sobre la mesa de la cocina de Durham había dispuestos dos terminales uno al lado del otro; aparte de eso, el sitio estaba tan desnudo como la última vez que había llamado.

Aunque no era técnicamente necesario, María había insistido en que ella y Durham estuviesen en la misma posición física durante lo que él llamaba el «lanzamiento»: la ejecución de los primeros momentos del universo TVC como software en un ordenador de verdad, el acto que supuestamente sería la semilla de un universo independiente y autosostenido, que seguiría a partir de donde terminase la versión que requería hardware real. Al menos de esta forma ella podría ver qué teclas pulsaba Durham y las palabras que decía, sin tener que preguntarse si le estaba mostrando lo que sucedía realmente a ese nivel. No tenía ni idea de qué se estaba protegiendo; pero Durham era un hombre muy inteligente con ideas muy extrañas, y no tenía razones para creer que le hubiese revelado toda la extensión de su delirio. Sus clientes habían confirmado parte de su historia —y ellos tenían recursos para investigar mucho más que ella— pero Durham podría todavía haberles mentido sobre lo que sucedía en el interior de su cabeza.

Quería confiar en él, quería creer que finalmente había llegado a la verdad; pero era difícil poner límites a la medida en que podría estar equivocada. Sentía que lo conocía desde hacía demasiado tiempo para temer por su propia seguridad física, pero existía la posibilidad de que todo lo que creía entender sobre aquel hombre resultase ser, de nuevo, un engaño. Si él salía de la cocina esgrimiendo un cuchillo de trinchar para anunciarle con toda calma que tenía la intención de sacrificarla al Espíritu de la Luna Nueva, no tendría derecho a sentirse traicionada, o sorprendida. No podía esperar recibir los beneficios de la locura, y también dar por supuestos los parámetros normales del comportamiento civilizado.

El Durham de carne y hueso era sólo la mitad del problema. Una vez que el programa que simulaba un autómata celular TVC estuviese en marcha, el plan era que ni ella ni Durham intervendrían. Cualquier intervención externa violaría las reglas del autómata —las leyes fundamentales del nuevo universo— haciendo que todo el empeño no fuese más que una broma. Sólo la Copia de Durham, ejecutándose en los ordenadores TVC simulados, podría actuar en armonía con esas leyes. Siempre tendrían la opción de abortar el proyecto, tirando del enchufe; pero en todo lo demás, la Copia tendría el control.

(Por supuesto, abortar la simulación si algo iba mal no evitaría —a ojos de Durham— la producción de un universo independiente más allá de su control… pero podría dejarle con suficiente tiempo de ordenador sin usar para un segundo intento).

Con las manos atadas una vez que el universo estuviese ejecutándose, la única forma de influir sobre lo que sucedía o no, era por medio de la configuración del jardín del Edén, que incluía todos los programas que la capa TVC ejecutaría inicialmente. María había escrito por sí misma parte del software interno de lanzamiento; Durham había escrito o encargado el resto, pero ella lo había revisado personalmente. Y había construido un seguro: todas las Copias menos la de Durham estarían bloqueadas y no se podrían ejecutar hasta que los procesadores TVC no hubiesen resuelto una ecuación matemática adecuadamente intratable. María había estimado que todos los recursos informáticos del mundo trabajando al unísono no hubiesen resuelto el problema en menos de una década; treinta millones de dólares en tiempo de ordenador, menos el gasto en comunicación, no estaría ni cerca. Aquello no era obstáculo para Durham y sus seguidores; los recursos en aumento del universo TVC en ciernes lo calcularían con facilidad, resolviendo la ecuación una semana o dos después del lanzamiento. Pero aparte de que ese universo existiese —y que la prueba no fuese alterada— no había posibilidad de que una segunda María Deluca, o cualquier otro, despertase. Era su garantía de que no habría una segunda Jonestown. Sólo un profeta solitario parpadeando entre la existencia y la inexistencia.

Durham preparó café instantáneo. María examinó la habitación espartana.

—Esto no es suficiente, lo sabes —dijo María—. Deberíamos tener doscientas personas con auriculares, y una pantalla gigante que ocupase toda la pared. Como en una de esas viejas misiones de la NASA.

Durham habló por encima del sonido del agua hirviendo.

—No te preocupes; estaremos usando más potencia informática por segundo que la empleada por la NASA durante todo el programa Apolo.

Potencia informática. Algo más de lo que preocuparse. María entró en la bolsa TIPS; las tarifas habían subido ligeramente desde la última vez que las había comprobado, pero hasta ahora no había signos de lo que temía. En caso de que Operación Mariposa volviese a entrar en el mercado, hoy de todos los días, el jardín del Edén quedaría congelado, pospuesto hasta que las tarifas TIPS volviesen a niveles normales. Eso no representaría la más mínima diferencia para Durham y sus seguidores; incluso si el programa de lanzamiento era sacado por completo de la red a medio camino, y sólo fuese completado días, o semanas, más tarde. El tiempo real era irrelevante. María podía apreciar la lógica, pero la idea de un retraso, o de una ralentización inesperada, todavía la llenaba de ansiedad. Todas las opiniones legales que había obtenido habían dejado claro que no era probable que ella o Durham fuesen perseguidos; y si se presentaban cargos contra ellos, una condena era muy improbable… e incluso si eso sucedía, la apelación tendría éxito con toda seguridad. Sin embargo, cada día que pasaba trabajando con Durham como «cómplice» la hacía sentir más vulnerable a los caprichos de las autoridades. Hayden la había tratado fríamente cuando le había confesado que había abandonado su risible papel «secreto». El riesgo de hostigamiento no desaparecería cuando el proyecto estuviese terminado… pero aun así el alivio sería considerable.

Estaba empezando a lamentar el haber cumplido su promesa de no intentar grabar las declaraciones de los clientes de Durham garantizándole que conocían todos los detalles de la operación. Los mensajes autentificados que había visto —en terminales públicas— puede que no fuesen el equivalente de un testimonio humano, pero tenerlos almacenados en un chip la hubiese hecho sentir mucho más segura. Sin que importase la situación legal de las Copias, no podía imaginar que la persiguiesen por fraude si podía mostrar que las «víctimas del crimen» de facto sabían exactamente por qué estaban pagando.

Durham le dejó el café sobre la mesa. María murmuró «gracias» al sentarse a su lado.

—¿Nada de reparos de última hora? Todavía puedes echarte atrás si quieres.

Ella mantuvo los ojos fijos en la pantalla, el gráfico de tarta parpadeante de la bolsa TIPS:

—No me tientes —como si realmente estuviese considerando desechar su única oportunidad real, después de todo aquel trabajo y ansiedad, de hacer que Francesca fuese escaneada, sin más razón que un temor risible y microscópico de que aquel universo artificial pudiese llegar realmente a cobrar existencia autocontenida.

El terminal de Durham sonó. María miró a esa pantalla; una ventana de mensajes decía COMUNICACIÓN DE PRIORIDAD. Ella apartó la vista mientras él leía el texto.

—Hablando de reparos de última hora, Riemann ha cambiado de opinión. Quiere venir.

María dijo con tono malhumorado:

—Bien, dile que es demasiado tarde. Dile que ha perdido el barco —no lo decía en serio; por lo que sabía de las finanzas del proyecto, Durham apenas conseguiría cubrir gastos al final del día. El precio de un billete más transformaría su fortuna completamente.

Él dijo:

—Relájate… llevará como mucho media hora meterlo. Y lo que pague cubrirá mucho más que el incremento de datos; podremos ejecutar el lanzamiento durante más tiempo.

María tuvo que hacer una pausa para apreciar aquella afirmación. Luego dijo:

—Vas a gastar la mayor parte de dos millones de euros en alargar algo que…

Durham sonrió.

—¿Que qué? ¿Que hubiese salido bien de todas formas?

—¡Que tú crees que hubiese salido bien de todas formas!

—Cuanto más tiempo vea a mi Copia observando el universo TVC, más feliz seré. No qué será necesario para anclar las reglas del autómata… pero si diez experimentos herméticos suenan bien, entonces once suenan aún mejor.

María echó atrás la silla y se alejó del terminal. Durham escribió en el teclado, primero invocando los programas que recalcularían la configuración del jardín del Edén para incluir al nuevo pasajero y su equipaje… luego redirigiendo la aportación inesperada de Riemann a la cuenta del proyecto en JSN.

Ella dijo:

—¿Qué te pasa? ¡Dos millones de euros son más de dos millones de dólares! ¡Podrías haber vivido con eso durante el resto de tu vida!

Durham siguió tecleando, pasando los documentos de Riemann por una serie de comprobaciones legales.

—Me las arreglaré.

—¡Entonces, dalo a beneficencia!

Durham frunció el ceño, pero dijo con paciencia:

—Supongo que Thomas Riemann contribuye generosamente cada año a la ayuda contra el hambre y a la investigación en cultivos. Eligió gastar su dinero en un lugar en mi santuario; no es asunto mío canalizar sus fondos a lo que tú o yo decidamos que es la causa que más se lo merece —la miró y añadió, con seriedad burlona—; eso se llama fraude, señorita Deluca. Puedes ir a prisión por algo así.

María no se convenció.

—Podías haber guardado algo para ti. Para esta vida, para este mundo. No imagino que ninguno de tus clientes esperase que hicieses todo esto por nada.

Durham acabó con el terminal y se volvió hacia ella.

—No espero que lo entiendas. Tratas todo el proyecto como una payasada… y vale. Pero no puedes pretender que yo lo lleve así.

María ya ni sabía por qué estaba enfadada: el retraso en el lanzamiento, el gasto indecente de dinero… o simplemente porque Durham se limitase a quedarse sentado siendo perfectamente lógico para sí mismo, como siempre.

—El proyecto es una payasada —dijo María—. Trescientos millones de personas viven en campos de refugiados, ¡y le ofreces santuario a dieciséis billonarios! ¿De qué necesitan protegerse? ¡Nunca va a haber ninguna revolución anti-Copias! ¡Nunca los van a desconectar! ¡Sabes tan bien como yo que van a quedarse ahí sentados enriqueciéndose más durante los próximos diez mil años!

—Posiblemente.

—Entonces eres un fraude, ¿no? Incluso si tu «santuario» llega a existir, incluso si demuestras que tu preciosa teoría es correcta, ¿qué habrán ganado tus promotores? Has enviado sus clones a reclusión solitaria, eso es todo. Igualmente podrías haberlos metido en una caja negra en lo más profundo de una mina.

Durham dijo suavemente:

—Eso no es exactamente cierto. Hablas de Copias sobreviviendo decenas de miles de años. ¿Qué tal diez mil millones? ¿Cien mil millones?

Ella frunció el ceño.

—Nada va a durar tanto tiempo. ¿No lo has oído? Han encontrado suficiente materia oscura para invertir la expansión del universo en menos de cuarenta mil millones de años…

—Exactamente. Este universo no va a durar por siempre.

María asintió sarcástica, e intentó decir algo despreciativo, pero las palabras se le atravesaron en la garganta.

Durham siguió diciendo con indiferencia:

—El universo TVC no colapsará nunca. Nunca. Cien mil millones de años, cien billones; no importa, siempre seguirá expandiéndose. María dijo sin fuerza:

—La entropía…

—No es problema. De hecho, «expandirse» no es la palabra adecuada; el universo TVC crece como un cristal, no se estira como un globo. Piénsalo. Estirar el espacio ordinario incrementa la entropía, todo está más separado, más desordenado. Construir un autómata celular TVC más simplemente te deja más espacio para los datos, más potencia informática, más orden. La materia ordinaria acabaría desintegrándose, pero esos ordenadores no están hechos de materia. No hay nada en las reglas del autómata celular que impida el que dure para siempre.

María no estaba segura de qué había imaginado antes; ¿que el universo de Durham —al estar hecho del mismo «polvo» que el real, sólo que reorganizado— sufriría la misma suerte? No debía de haber pensado demasiado en el asunto, porque esa conclusión no tenía sentido. La reorganización era tanto en el tiempo como en el espacio; el universo de Durham podía tomar un punto del espaciotiempo de antes del Big Crunch, y seguirlo con otro de diez millones antes de Cristo. E incluso si sólo había una cantidad limitada de «polvo» con la que trabajar, no había razón para que no pudiese reutilizarse en diferentes combinaciones, una y otra vez. El destino del universo TVC sólo debía tener sentido desde dentro… y no tendría ninguna razón, jamás, para acabar.

—¿Así que les has prometido a tus clientes… la inmortalidad?

—Por supuesto.

—¿La inmortalidad literal? ¿Sobrevivir al universo?

Durham fingió inocencia, pero claramente saboreaba el impacto que le había causado.

—Eso es lo que significa la palabra. No: morir después de mucho tiempo. Sino: no morir. Y punto.

María se apoyó en la pared, con los brazos cruzados, intentando liberarse de la sensación de que toda aquella conversación era tan insustancial como todo lo que Durham había alucinado en el pabellón psiquiátrico de Blacktown. Pensó: Cuando Francesca haya sido escaneada, voy a tomarme unas vacaciones. Visitaré a Aden en Seúl, si no me queda más remedio. Lo que sea para alejarme de esta ciudad, de este hombre.

—Ideas como ésas son cosas poderosas —dijo María—. Uno de estos días vas a hacerle daño a alguien.

Ante ese comentario Durham pareció herido. Dijo:

—Sólo he intentado ser honrado. Lo sé: te mentí, al principio… y lo siento. No tenía derecho a hacerlo. ¿Pero qué se suponía que debía hacer con la verdad? ¿Encerrarla en mi cabeza? ¿Ocultársela al mundo? ¿No dar a nadie más la oportunidad de creer o no creer? —fijó los ojos en ella, tan calmado y cuerdo como siempre; ella apartó la vista.

Él continuó explicándose:

—Cuando salí por primera vez del hospital, quería publicarlo todo. Y lo intenté… pero nadie de confianza estaba interesado… y publicarlo en una revista de ciencia basura no sería más que admitir que todo era una tontería. Así que, ¿qué más podía hacer sino buscar promotores privados?

—Lo entiendo. Olvídalo —dijo María—. Has hecho lo que creías que debías hacer… no te lo reprocho —los clichés casi le dieron náuseas, pero en todo lo que podía pensar era en hacerle callar. Estaba cansada de que le recordase que las ideas que para ella no eran más que un medio para un fin, ideas a las que podría dar la espalda para siempre en ocho horas más, eran toda la vida de aquel hombre.

Él la miró con profundidad, como buscando realmente consejo.

—Si tú creyeses todo lo que yo creo, ¿te lo hubieses guardado para ti? ¿Hubieses vivido tu vida fingiendo ante el mundo que simplemente estabas loca?

María no tuvo que contestar gracias a un bip en el terminal de Durham. La configuración del jardín del Edén había sido recalculada; la instantánea de Thomas Riemann estaba ahora integrada en el equivalente del Big Bang en el autómata celular.

Durham giró la silla para encararse con la pantalla. Dijo con alegría:

—¡Todos a bordo en el barco de los locos!

María ocupó su lugar a su lado. Ella alargó la mano y le tocó el hombro. Sin mirarla, él alargó la suya y la apretó con suavidad, luego la apartó.

Siguiendo una larga tradición de los autómatas celulares, el programa que debía arrancar el universo TVC se llamaba FIAT. Durham pulsó una tecla, y un icono de explosión estelar apareció en las dos pantallas.

Se volvió hacia María.

—Haz los honores.

Estuvo a punto de negarse, pero no parecía que valiese la pena discutir. Había hecho la mitad del trabajo, pero aquello era la obra de Durham, fuese quien fuese el que cortase la cinta.

Le dio al icono; explotó como un fuego de artificio barato, dejando un acerico de rayos rojos y verdes brillando en la pantalla.

—Muy cutre.

—Pensé que te gustaría —sonrió Durham.

La floritura decorativa se desvaneció, y apareció un reluciente cubo blanco azulado: una representación del universo TVC. El estado Jardín del Edén había contenido mil millones de procesadores listos, mil en cada longitud del cubo, pero ese censo preciso estaba ya desfasado. María podía distinguir las máquinas individuales, como diminutos cristales; cada chispa comprendía sesenta millones de celdas individuales… sin contar la memoria, que se extendía en las tres dimensiones extra, ocultas a la vista. Los datos precargados en la mayoría de los procesadores se medían en terabytes: ficheros de escán, bibliotecas, bases de datos; la semilla del Planeta Lambert… y su sol, y sus tres hermanos desérticos. Todo había sido reunido, si no en un ordenador físico —el autómata TVC estaba probablemente disperso entre quince o veinte clusters de procesadores— al menos sí en un todo lógico. Una estructura.

Durham redujo la velocidad del reloj hasta que el resplandor blanco azulado se convirtió en un parpadeo estroboscópico, luego una rítmica alternancia de colores diferentes. Los procesadores más externos construían copias de sí mismos; en esa visión, el azul indicaba procesadores completos y en funcionamiento, y el blanco indicaba máquinas a medio terminar. Cada capa de azul dio paso a una capa de blanco, que se volvía azul de pronto, y volvía a empezar. La piel de ese universo venía con instrucciones para construir una capa cada vez más igual a ella misma (incluyendo una copia de las mismas instrucciones), y luego esperar a que le llegasen más órdenes del centro.

Durham la amplió en un factor de doscientos, redujo aún más la velocidad del reloj, y luego cambió la representación para mostrar las células autómatas individuales como símbolos de colores. Los procesadores dejaron de ser cajas azules o blancas sin características para convertirse en elaborados laberintos tridimensionales y multicolores, las filigranas rectilíneas, vivas con las chispas de luz.

En medio de la reproducción, podía verse cómo cada procesador emitía cientos de pares de delgados «cables de construcción» verdes y rojos que crecían rectos en el espacio vacío hasta que todos alcanzaban una longitud predeterminada, de pronto giraban ciento ochenta grados, y empezaban a crecer en dirección opuesta. Reluciendo con elaboradas estrías móviles de colores, los cables zigzagueaban dentro y fuera de la superficie del ordenador madre y un plano límite sin marcar… hasta que entre ellos habían ocupado por completo la región, como una sorprendente seda electrónica que se tejiese a sí misma formando un capullo sólido.

De cerca, los cables se convertían en largas líneas de celdas marcadas con flechas, algunas representadas en tonos más brillantes que indicaban los estados «activados». Bandas brillantes hechas con el código binario de lo brillante y lo oscuro se movían por el cable de flecha en flecha: los datos de los planos de la máquina hija se movían desde la memoria central.

Con la velocidad del reloj reducida aún más, el proceso podía seguirse en todo detalle. Cuando un pulso brillante llegaba al final de un cable de construcción, el «vacío» transparente del estado nulo se transformaba en una celda «embriónica», representada como un cubo gris plano. Datos posteriores le indicaban a la nueva celda en qué convertirse; cada pulso, o ausencia de pulso, la transformaba en un estado de transición más especializado, acercándola al estado final requerido. Los cables de construcción salían del ordenador madre usando ese principio, extendiéndose por el método de construir más de sí mismos en las puntas.

Habiendo llenado toda la región que ocuparían las máquinas hijas, se ponían a trabajar hacia atrás, retrocediendo un paso cada vez; desenredando el capullo zigzagueante, y dejando detrás lo que el plano requiriese. Todo el proceso parecía grotescamente ineficaz —se empleaba mucho más tiempo en extender y recoger los cables que en crear las celdas de la máquina hija— pero hacía que las reglas del autómata fuesen lo más simples posible.

—Todo parece ir bien. ¿Seguimos? —dijo Durham.

—Claro —María se había quedado hipnotizada; había olvidado sus prisas, se había olvidado de sí—. Dale a la manivela —a cualquier velocidad en la que pudiesen seguir las acciones de procesadores individuales, y más aún celdas individuales, nunca sucedería nada útil. Durham dejó que la velocidad del reloj volviese al máximo posible y la rejilla se desdibujó.

En contraste, la siguiente fase sería dolorosamente lenta. Durham preparó café y bocadillos. Las necesidades de ejecutar una Copia sobre un sistema de ordenadores ya de por sí simulados producían una ralentización de unos doscientos cincuenta. Más de cuatro minutos reales por cada segundo subjetivo. No había posibilidad de comunicación en dos sentidos —el universo TVC era hermético, ningún dato que no hubiese estado presente desde el principio podía afectarlo— pero podían espiar lo que sucedía. Cada hora, podrían presenciar otros catorce segundos de lo que la Copia de Durham había hecho.

María examinó otros niveles, empezando con el software que se ejecutaba directamente sobre la rejilla TVC. El «lenguaje máquina» de los ordenadores TVC era tan arcano y ridículo como el de cualquier hipotética máquina de Turing, tuviese seis dimensiones o no, pero había sido lo suficientemente simple para permitir a un meta programador escribir —y validar rigurosamente— un programa que les permitía simular los ordenadores convencionales modernos. Por tanto los clusters de procesadores en Tokio, o Dallas o Seúl estaban simulando un autómata celular que contenía una capa de extraños ordenadores inmateriales… que a su vez simulaban la lógica (aunque no la física) de los clusters de procesadores. De ahí hacia arriba, todo sucedía exactamente de la misma forma que en una máquina real… sólo que mucho más despacio.

María mascó ruidosamente queso y lechuga entre rebanadas de pan. Era martes por la tarde; la mayoría de los pisos estaba en silencio, y la calle estaba sin vida. Los bloques de oficinas cercanos no tenían inquilinos, sólo algunos okupas furtivos; donde el sol penetraba en el ángulo correcto en el edificio más cercano, María podía ver ropas tendidas para secarse sobre líneas colgadas entre particiones de oficina.

Durham puso música, una ópera del siglo XX llamada Einstein en la playa. No poseía un sistema de sonido, pero invocó un programa de la librería que había comprado para el jardín del Edén, e hizo que la tarea se ejecutase en background para alimentar los altavoces del terminal.

María preguntó:

—¿Qué harás cuando acabe esto?

Durham contestó sin vacilar.

—Terminar todos los cincuenta experimentos. Empezar el Planeta Lambert. Celebrarlo durante una semana. Recorrer la calle principal de Ciudad Permutación. Esperar a que se desconecte un pequeño mecanismo de bloqueo. Despertar a mis pasajeros en sus pequeños mundos privados… y esperar que alguno de ellos esté dispuesto a hablar conmigo, de vez en cuando. Empezar a leer a Dostoyevski. En el original…

—Claro, muy gracioso. Me refería a ti, no a él.

—Me gusta pensar que somos indistinguibles.

—En serio.

Él se encogió de hombros.

—¿Qué harás tú?

María dejó el plato vacío y se estiró:

—Oh… dormir hasta el mediodía, durante una semana. Quedarme tendida en la cama preguntándome cómo voy a darle a mi madre la noticia de que ahora puede permitirse ser escaneada… sin que parezca que le estoy diciendo lo que debe hacer.

—No va a tener esa idea.

María se limitó a decir:

—Se está muriendo. Y puede salvarse, sin hacerle daño a nadie. Sin robar comida de las bocas de las generaciones futuras, o lo que sea que ella cree que convierte el ser escaneada en un crimen. ¿Realmente crees que ella, en el fondo, no quiere seguir viva? ¿O no querría, si pudiese pensar con claridad, sin toda esa culpabilidad y mierda moral con la que la cargó su generación?

—No la conozco, no puedo responder.

Durham no se ponía de lado de nadie.

—Es hija de los años noventa. Probablemente los profesores del jardín de infancia le dijeron que el pináculo de su existencia sería fertilizar una selva tropical cuando muriese —María lo pensó—. Y lo hermoso es… que puede hacerlo. Se escanea, la pasan por un picador de carne… se esparce el resultado por el Daintree.

—Eres una mujer enferma.

—Pronto tendré el dinero. Me puedo permitir el chiste.

Los terminales sonaron simultáneamente; los primeros catorce segundos de vida en el interior estaban listos para verse. María sintió cómo la comida que acababa de tragar se convertía en una masa como un puño en el estómago. Durham le dijo al programa que continuara.

La Copia estaba sentada en una sala de control simple y estilizada, rodeada de ventanas de interfaz flotantes. Una ventana mostraba la representación de una pequeña parte de la red TVC. La Copia no podía adoptar el mismo punto de vista divino de la red que tenían ellos; el software que empleaban sólo podía actuar a un nivel justo por encima de su universo. Simplemente no había forma en que él pudiese descubrir el estado de una celda de autómata determinada; en su lugar, alrededor de una pequeña región en el centro de la red, se había construido un sistema de cables de construcción y sensores (unidos a procesadores especializados). Durham había bautizado el aparato como «la Cámara». Lo que sucedía en el interior de la Cámara podía deducirse, indirectamente, a partir de los datos que acababan circulando por los cables de sensores. No era tan complicado como deducir lo que había sucedido en una colisión de un acelerador de partículas, basándose en la información suministrada por los detectores; pero el principio y el propósito eran similares. La Copia tenía que realizar experimentos para comprobar sus propias «leyes fundamentales de la física»: las reglas del autómata TVC. Y el moderno ordenador (simulado) que ejecutaba su ambiente de RV tenía una conexión (simulada) a la Cámara, como los ordenadores del mundo real conectados a un acelerador real.

—Preparando el primer experimento —dijo la Copia.

Tecleó con destreza una secuencia de código en el teclado. Durham lo había ensayado todo antes del escán, hasta que pudo realizar cada uno de los cincuenta experimentos en diez segundos, pero aun así María se sorprendió de que la Copia —que se había despertado de pronto para encontrarse sentada en una sala de control, sin preliminares, sin la oportunidad de acostumbrarse a su identidad y a su destino— tuviese la presencia de ánimo para saltar directamente a la tarea. Había tenido visiones de que la primera versión de Durham al despertar en el interior de un ordenador comprendería que «las otras veintitrés veces» no eran para nada como la experiencia real… y que se lo diría a su original claramente. Pero no parecía que fuese a pasar; la Copia se limitaba a estar sentada tecleando como si su vida dependiese de ello.

Los preparativos experimentales podían haber sido automatizados. También podía haberse automatizado la comprobación de los resultados. La Copia podía haber pasado dos minutos sentada mirando señales verdes parpadeantes que les decían TODO VA COMO ESPERABAS, NO TE PREOCUPES DE LOS DETALLES. No existía un conjunto de percepciones para la Copia que le demostrasen que habitaba un autómata celular que obedecía todas las reglas que él esperaba que se obedeciesen. Al final era un asunto de la navaja de Occam… y la esperanza de que la explicación más simple al ver una pantalla que mostraba los resultados correctos era que los resultados correctos fueran, simplemente, lo que estaba ocurriendo.

María miró fijamente la pantalla, por encima de los hombros de la Copia, hacia la ventana del interfaz. Cuando él tecleó el último código, las celdas de montaje que había construido en la Cámara se volvieron inestables y empezaron a crear nuevas celdas en el «vacío» circundante, provocando una cascada que finalmente incidió en los cables sensores. Desconcertantemente, la Copia observaba tanto la simulación —en sus propios términos— de lo que debería estar sucediendo en la Cámara, y un momento después una reconstrucción de los sucesos «actuales», basada en los datos de los sensores.

Los dos evidentemente se ajustaban a los resultados de las simulaciones que el Durham original había memorizado. La Copia dio una palmada evidentemente alegre, gritó algo incoherente, y luego dijo:

—Preparando la sec…

María se estaba mareando por todos los niveles de realidad que se estaban entrecruzando… pero estaba decidida a aparentar sentirse tan indiferente como siempre.

—¿Qué has hecho, despertarle con el cerebro lleno de anfetaminas? —preguntó.

Durham respondió en la misma vena.

—No, está colgado de vida. Si sólo te quedasen dos minutos, bien podrías disfrutarlos.

Esperaron y pasaron el tiempo comprobando el software más o menos al azar, representándolo todo, desde los modelos de disparo en el modelo del cerebro de la Copia hasta las estadísticas de rendimiento de los ordenadores TVC. Intuitivamente, la jerarquía elaborada de simulaciones dentro de simulaciones parecía vulnerable, inestable… con cada nivel multiplicando la posibilidad de un desastre. Pero si se parecía a un castillo de naipes, era un castillo de naipes simulado: en perfecto equilibrio en un universo sin vibraciones ni brisas. María estaba convencida de que la arquitectura en cada nivel era impecable… siempre que el nivel interior aguantase. Bastaría con un fallo en el hardware del mundo real para hacer que todo se cayese. Era algo raro, pero no imposible.

Vieron la segunda parte de la Copia trabajando, luego se tomaron un descanso. Einstein en la playa todavía se ejecutaba, repetitiva e hipnótica. María no podía relajarse; estaba demasiado llena de cafeína y energía nerviosa. La tranquilizaba que todo fuese tan bien; sin problemas de software, ni Operación Mariposa, ni señales de que ninguna versión de Durham tuviese malas intenciones hacia ella. Al mismo tiempo, había algo profundamente inquietante en la idea de que todo se ejecutase exactamente como se había predicho, durante las siguientes seis horas… y que luego simplemente terminase. Entonces tendría el dinero para Francesca, y eso lo justificaba todo… pero la futilidad total de lo que hacían la golpeó de nuevo… entre ataques de preocupación sobre absurdos tan grandes como si hubiese podido hacer o no algo mejor con la respuesta de la A. hydrophila a la deshidratación. Durham le permitía publicar todo el trabajo del Autoverso, así que no había sido una pérdida de tiempo total, y ella podría seguir refinándolo todo lo que quisiese antes de revelarlo a los escépticos… pero ya podía imaginar el extraño pesar que sentiría porque los avances habrían llegado demasiado tarde para ser incorporados al «verdadero» Planeta Lambert: el que ahora mismo estaban echando por un desagüe de muchos millones de dólares.

—Es una pena que ninguno de los originales de los pasajeros tenga cuerpo —dijo María—. Habiendo pagado por todo esto, deberían estar aquí, mirando.

Durham estuvo de acuerdo.

—Algunos de ellos puede que estén aquí en espíritu; les he concedido el mismo acceso de visión de la simulación que tenemos nosotros. Y sus auditores recibirán un registro verificado de todo, prueba de que recibieron lo que pagaron. Pero tienes razón. No es una gran celebración; deberías estar brindando y compartiendo caviar con los otros.

Ella rió, ofendida.

¿Otros? No soy una de tus víctimas… sólo soy la cómplice del artista de la confianza, ¿recuerdas? No estoy aquí para celebrar nada; sólo estoy aquí para asegurarme de que tu doppelgänger no cortocircuite el software y me despierte.

Durham se sentía divertido.

—¿Por qué iba a intentar despertarte tan pronto? ¿Crees que va a sentirse insoportablemente solitario en dos minutos?

—No tengo ni idea de lo que va a hacer, o por qué. Ése es el problema. Está tan jodido como tú.

Durham no dijo nada. María deseó poder retirar las palabras. ¿Qué sentido tenía picarle y burlarse de él una y otra vez? ¿Creía que iba a traerle a la Tierra? Era una cuestión de orgullo; no podía permitir que pasase ni un segundo sin recordarle que no había sido seducida por sus ideas. Fanática del ordenador, colgada de la vida artificial; todavía tenía los pies firmemente plantados en el mundo real. La visión de él de la biosfera del Autoverso la había impresionado… cuando ella creía que él entendía que no podía ser más que un experimento mental. Todo el trabajo que él había realizado en el universo TVC era ingenioso… por muy poco sentido que tuviese al final. En cierta forma, ella incluso admiraba su negativa obstinada a rendirse al sentido común y aceptar su delirio por lo que era.

Ella simplemente no podía soportar que él abrigase en serio la más mínima esperanza de que la hubiese persuadido para aceptar la «hipótesis del polvo» en serio.

A las diez y tres minutos, se acabó el dinero… todo menos lo justo para pagar el final. El autómata TVC fue apagado entre tictacs; los procesadores y memorias asignados a la masiva simulación se liberaron para otros usuarios: la memoria, como siempre, puesta completamente a cero por seguridad. Toda la estructura elaborada se disolvió en nanosegundos.

La noche había convertido las ventanas del apartamento en espejos. No había luces en las torres de oficinas vacías; si los okupas habían encendido fuegos para cocinar, se habrían apagado hacía tiempo. María se sentía desconectada, a la deriva en el tiempo; el viaje al norte por el puente del puerto bajo la luz del sol le parecía un recuerdo lejano, un sueño.

Los componentes individuales del jardín del Edén todavía estaban en almacenamiento masivo. María borró su fichero de escán, comprobando cuidadosamente los registros de auditoría para estar segura de que los datos no se habían leído más de lo que debía haber sido. Los números cuadraban; eso no era garantía, pero era tranquilizador.

Durham borró todo lo demás.

La grabación del software de espionaje permaneció, y contemplaron las últimas breves escenas de la Copia trabajando… y luego reprodujeron toda la grabación de dos minutos.

María lo miraba con vergüenza creciente. Los fragmentos individuales apenas la habían afectado, pero vistos sin interrupción, la Copia adquiría el aire de un líder loco de una secta que conducía un autobús lleno de billonarios congelados hacia un precipicio, acelerando eufórico con el completo convencimiento de que aquella cosa iba a volar, para llevarlos a todos a la tierra más allá del amanecer. Se aferró a las racionalizaciones: la limitada identidad independiente de la Copia, su alegre desaparición.

Cuando la repetición se detuvo en medio de un experimento, Durham cerró los ojos y dejó colgar la cabeza hacia delante. Lloró en silencio.

María apartó la vista.

—Lo siento. Te estoy avergonzando —dijo él.

Ella volvió a mirarlo; él sonreía y sorbía. Ella quería abrazarlo; el deseo era medio fraternal, medio sexual. Él estaba pálido y sin afeitar, obviamente cansado… pero en sus ojos había más vida que nunca, como si el haber completado su obsesión lo hubiese liberado tanto de su pasado que ahora se enfrentaba al mundo como un niño recién nacido.

—Champán? —sugirió él.

María endureció su corazón. Seguía sin tener razones para confiar en él.

—Déjame que compruebe primero mi cuenta bancaria; puede que no tenga nada que celebrar.

Durham lanzó una risita, como si la idea de que la hubiese engañado fuese ridícula. Ella lo ignoró, y usó el terminal. Habían sido depositados los seiscientos mil dólares que le había prometido.

Durante un rato miró los dígitos en la pantalla, aturdida por la verdad extraña que la estructura simple de datos que representaban, santificada como «riqueza», podía entrar en el mundo de la vida y la respiración siempre en decadencia… y volver, enriquecido más allá de toda medida: marcado con todo lo que hacía que Francesca fuese humana.

Ella dijo:

—Una copa. Voy en bicicleta.

Vaciaron la botella. Durham recorrió el piso, poniéndose cada vez más hiperactivo.

—¡Veintitrés Copias! ¡Veintitrés vidas! ¡Imagina cómo debe de estar sintiéndose ahora mismo mi sucesor! Tiene la prueba, sabe que tenía razón. Todo lo que yo tengo es saber que le di la oportunidad… e incluso eso es demasiado para soportarlo —volvió a llorar, se detuvo de pronto. Se volvió y miró implorante a María—. Me lo hice a mí mismo, pero aun así era una locura, una tortura. ¿Crees que sabía, cuando empecé, todo el dolor y la confusión que sufriría? ¿Crees que sabía lo que me haría? Debía haber escuchado a Elizabeth… pero aquí no hay una Elizabeth. No estoy vivo. ¿Crees que estoy vivo? Si una Copia no es humana, ¿qué soy yo? ¿A veintitrés grados de separación?

María intentó que no le afectase. No podía sentir simplemente compasión —estaba demasiado manchada, era demasiado culpable— así que intentó no sentir nada. Metódicamente Durham había llevado su creencia tan lejos como había podido; o se curaría o estaría listo para otra ronda de nanocirugía. Nada de lo que ella pudiese hacer representaría ninguna diferencia. Empezó a decirse que ayudando en el proyecto —sin aceptar la premisa— podía haberlo ayudado a exorcizar sus delirios… pero eso no era lo importante. Lo había hecho por dinero. Por Francesca. Y por sí misma. Para ahorrarse el dolor de la muerte de Francesca. ¿Cómo podía negarse aquella mujer? Las Copias, como los funerales, eran para beneficio de los supervivientes.

Durham se calló de pronto. Se sentó a su lado, desaliñado y contrito; no estaba segura de si se había quedado sobrio, o había pasado a una nueva fase. Eran las dos y media; la ópera había dejado de sonar horas antes, el piso estaba en silencio.

—He estado vociferando. Lo siento —dijo él.

Las dos sillas giratorias en las que llevaban sentados todo el día eran los dos únicos muebles en la habitación aparte de la mesa; no había sofá en el que pudiese dormir, y el suelo parecía frío y duro. Marta pensó en dirigirse a casa; podía coger un tren, y recoger la bicicleta más tarde.

Se puso en pie; luego, apenas sin pensarlo, se inclinó y le besó en la frente.

—Adiós —le dijo.

Antes de poder enderezarse, él le puso la mano en la mejilla. Tenía los dedos fríos. Ella vaciló, luego le besó en la boca… luego casi se echó atrás, enfadada consigo misma. Me siento culpable, lo lamento por él, simplemente quiero compensarle. Luego él la miró a los ojos. Ya, no estaba borracho. Ella creía que él entendía todo lo que sentía —todo el nudo de confusión y vergüenza— y que él sólo quería hacerlo desaparecer.

Volvieron a besarse. Estaba segura.

Se desnudaron el uno al otro de camino al dormitorio. Él dijo:

—Dime lo que quieres, dime qué te gusta. No lo he hecho en mucho tiempo.

—¿Cuánto?

—Hace varias vidas.

Él era hábil con la lengua, y persistente. Ella casi se corrió… pero antes de que pudiese suceder, todo se rompió en sensaciones aisladas: agradables pero sin sentido, ligeramente absurdo. Cerró los ojos y lo intentó con fuerza, pero era como llorar sin razón. Cuando lo apartó con suavidad, él no se quejó, ni se disculpó, ni hizo preguntas estúpidas. Ella se lo agradeció.

Descansaron, y ella exploró su cuerpo. Era probablemente el hombre más viejo que había visto desnudo; ciertamente el más viejo que hubiese tocado. Cincuenta. Era… suelto, más que fofo; los músculos se habían agotado en lugar de convertirse en grasa. Era casi imposible imaginar a Aden —veinticuatro años, y duro como una piedra— cayendo alguna vez en el mismo proceso. Pero lo haría. Y su propio cuerpo ya había empezado el proceso.

Ella se movió y se metió su pene en la boca, intentando mentalizarse para superar la extrañeza cómica del acto, intentando emborracharse con su olor, trabajando con la lengua hasta que él le pidió que parase. Movieron torpemente los cuerpos para quedarse lado a lado; él la penetró y se corrió inmediatamente. Él gritó, aullando de dolor, no deleite histriónico. Apretó los dientes y se puso pálido al retirarse; ella lo agarró por los hombros hasta que pudo explicarse.

—Mi… testículo izquierdo sufrió espasmos. Simplemente… me pasa a veces. Lo siento como si me lo apretasen en una prensa —rió y eliminó las lágrimas parpadeando. Ella le besó y pasó los dedos por su entrepierna.

—Es horrible. ¿Todavía te duele?

—Sí. No pares.

Después, ella descubrió que no quería tocarle; la piel se le puso pegajosa al secarse el sudor, y luego pareció quedarse dormido, ella se liberó de su abrazo y se situó en el borde de la cama.

No sabía lo que había hecho: ¿complicarlo todo, cambiar a otro nivel en su compleja relación… o simplemente marcar el final, decirle adiós? Una hora de sexo desastroso no había resuelto nada: ella todavía se sentía culpable por coger el dinero, «aprovechándose» de él.

¿Qué haría ella si él quisiese verla de nuevo? No podía soportar la idea de pasar los siguientes seis meses escuchando cómo fantaseaba sobre el gran futuro que esperaba a su universo casero. Ella se enorgullecía un poco de que nunca le había seguido la corriente, sin pretender ni por un momento haber aceptado sus teorías… y nunca había encontrado a una persona nominalmente cuerda que pudiese estar en desacuerdo con ella con tanta gracia. Pero había algo deshonesto en intentar forjar una amistad duradera entre ellos, en vista de su escepticismo. Y si ella tenía alguna vez éxito en desilusionarle… probablemente también se sentiría culpable por ello.

El largo día estaba pasando factura, era difícil pensar. Las decisiones tendrían que esperar hasta la mañana.

La luz de la cocina se extendía desde la puerta hasta su cara; ella llamó al control de la casa sin ningún resultado, así que se levantó y la apagó manualmente. Oyó cómo Durham se movía mientras entraba a tientas en la habitación. Ella se detuvo en la puerta, sintiéndose de pronto renuente a acercársele.

—No sé lo que piensas, pero no planeé esto —dijo él.

Ella rió. ¿Qué creía que había hecho? ¿Seducirla?

—Ni yo. Lo único que quería de ti era tu dinero.

Él permaneció en silencio durante un momento, pero ella podía ver sus ojos y dientes brillando en la oscuridad, y parecía que sonreía.

Él dijo:

—Eso está bien. Todo lo que yo quería de ti era tu alma.