(No remitir la escasez)
ENERO 2051
Malcolm Carter se representaba como un hombre alto, sólido y de aspecto vigoroso de mediana edad, y realmente tenía cincuenta y ocho años, por lo que el cuerpo de su visitante podía estar realmente modelado en su cuerpo real. Peer recordaba ver fotografías de Carter a principios de los años treinta, cuando se hizo famoso por ser uno de los primeros arquitectos-programadores en concentrarse en las necesidades de las Copias, en lugar de dirigirse a los visitantes humanos que empleaban los ambientes virtuales sólo para trabajar o divertirse. Sin embargo, los visitantes también habían acabado contratándolo; visitantes como Kate que iban en camino de ser Copias. Y Kate se había movido por entonces en círculos similares, una joven artista informática sacada de la oscuridad de Oregon y adoptada por los glitterati de San Francisco más o menos por la misma época en que Carter ascendía desde una pequeña empresa de software en Arizona. Peer no estaba seguro de que lo hubiese reconocido por aquellas viejas fotos de revistas, pero claro, nadie conservaba el aspecto que tenía a los treinta, si podían evitarlo.
Carter le dio la mano a Peer, y saludó con la cabeza a Kate; Peer se preguntó, curioso pero sin celos, si se estaban saludando de forma más calurosa en alguna desviación privada de la versión del encuentro que él veía. Estaban de pie en una espaciosa área de recepción, las paredes y el alto techo decorados con un motivo de círculos concéntricos moldeados en el yeso color crema, el suelo en diamantes blancos y negros. Aquélla era la dirección de RV pública de Carter; cualquiera podía llamar a ese número y venir «aquí». Pero la habitación tenía varias versiones para distintas personas; Peer y Kate se habían puesto de acuerdo para llegar juntos, pero no había habido riesgo de encontrarse con uno de los clientes ricos de Carter, o con Durham.
Carter dijo:
—Espero que no os importe que esto sea breve y directamente al grano. No me gusta usar los inductores más de veinticuatro horas cada vez.
Peer dijo:
—Ya está bien que hayas conseguido tiempo para vernos —se maldijo a sí mismo en silencio; estaba pensando en pagar a aquel hombre una porción sustancial de toda su fortuna y confiarle el destino de una versión autónoma de su consciencia. Tenía derecho a una audiencia. Pero claro, a una ralentización de sesenta…
Carter —si realmente era Carter y no simplemente una máscara convincente— señaló una puerta al final de la habitación.
—Por ahí se va a un esquema simple de la ciudad, por si queréis dar una vuelta más tarde; pedid un guía si lo necesitáis. Pero espero que la ciudad en sí misma no sea vuestra principal preocupación. Lo que realmente queréis saber es, ¿puedo meteros de forma segura entre los resquicios?
Peer miró a Kate. Ella permaneció en silencio. Ella ya estaba convencida; aquello era para él.
Carter levantó una mano hacia el centro de la habitación.
—¿Veis esa fuente? —debidamente apareció un pastel de bodas de diez metros de diámetro, acabado con un querubín alado descansando sobre una serpiente. El agua caía en cascada desde la herida abierta en el cuello del querubín. Carter dijo—: Se calcula por medio de redundancias en el esquema de la ciudad. Puedo extraer los resultados, porque sé dónde buscarlos… pero se helaría el infierno antes de que alguien más pudiese encontrarlos.
Peer caminó hacia la fuente. Incluso al acercarse notó que la espuma era intangible; cuando metió las manos en el agua alrededor de la base no notó nada, y el movimiento que hizo con los dedos dejó inalterada la superficie espumosa. Estaban espiando en los cálculos, no interaccionando con ellos; la fuente era un sistema cerrado.
Carter dijo:
—En vuestro caso, por supuesto, nadie tendrá que conocer el resultado. Excepto vosotros… y lo sabréis porque seréis el resultado.
Peer contestó casi sin pensar.
—Yo no. Mi clon.
—El que sea —Carter dio un golpe con las manos, y apareció una red multicolor y tridimensional flotando en el aire sobre la fuente—. Éste es un esquema de la parte del software que ejecuta el esquema la ciudad. Cada cubo representa un proceso. Paquetes de datos, esos puntos de luz coloreada, fluyen entre ellos.
»No hay nada parecido a un subconjunto de procesos dedicado, la fuente. Cada proceso individual, y cada paquete de datos individual, está implicado en algún aspecto de la ciudad. Pero aquí y allá producen algunos cálculos ligeramente ineficaces, y se intercambian algunos fragmentos de información «redundantes» —en un conjunto de cubos y en algunos de los datos se encendieron puntitos en azul brillante—. Uno de los métodos más simples es usar un vector cuando sólo se necesita una dirección, cuando la magnitud del vector es irrelevante. Operaciones perfectamente razonables sobre el vector, completamente justificadas en su propio contexto, realizan también cálculos sobre la magnitud. Pero eso es sólo una de las técnicas; las hay a docenas —volvió a palmear las manos, y todo menos lo resaltado en azul desapareció. El diagrama se reordenó, uniéndose los procesos dispersos en una red compacta—. Lo importante es que la fuente se calcula junto con la ciudad, sin que ninguna parte del software robe explícitamente tiempo para una tarea parasitaria. Cada línea en cada programa tiene sentido en la tarea de calcular la ciudad.
Peer dijo:
—¿Y si Durham ejecuta un optimizador que reescala todos los vectores innecesarios, elimina toda las ineficacias…?
Carter negó con la cabeza.
—No creo que se meta con el código, pero incluso si lo hace, los optimizadores sólo pueden buscar cosas hasta cierto punto. En la versión completa de la ciudad, los resultados de vuestros cálculos se extenderán tan lejos que llevaría meses a cualquier programa deducir que los datos no se necesitan en realidad en ningún sitio, que al final no afectan en nada a los habitantes legítimos —sonrió—. Optimizar cualquier cosa que tenga relación con las Copias es un asunto sutil. Debéis de haber oído hablar del recluso multimillonario que quería ejecutarse lo más rápidamente posible, aunque nunca mantenía contacto con el mundo exterior, así que metió su propio código en un optimizador. Después de analizarlo durante un año, el optimizador informó que ESTE PROGRAMA NO PRODUCIRÁ NINGUNA SALIDA, y escupió una versión optimizada: que no hacía nada.
Peer rió, aunque ya había oído el chiste.
Carter dijo:
—El hecho es que esa ciudad es tan compleja, pasan tantas cosas, que incluso si todo se dejase al azar, no me sorprendería que se estuviesen produciendo algunas computaciones secundarias bastante sofisticadas simplemente por accidente. Pero no las he buscado, quemaría demasiado rápido tiempo de procesador. Y lo mismo se aplica a cualquiera que os busque a vosotros. Simplemente no sería práctico. ¿Por qué iba alguien a gastar millones de años en busca de algo que no puede producir ningún daño?
Peer miró escéptico el esquema azul. Carter parecía saber de qué hablaba, pero unos pocos gráficos de aspecto plausible no demostraban nada.
Carter pareció leer su mente.
—Si tenéis alguna duda, echadle un vistazo al software que he usado —apareció un libro grande y grueso flotando frente a Peer—. Ése modifica el programa A para ejecutar de forma subrepticia el programa B, siempre que A sea lo bastante más complejo algorítmicamente que B. Lo que eso significa exactamente está en el apéndice técnico. Probadlo, mostrádselo a vuestro sistema experto favorito… verificadlo como os plazca.
Peer agarró el libro, lo redujo hasta el tamaño de una tarjeta de crédito y se lo metió en el bolsillo de los vaqueros. Dijo:
—No hay razón por la que no pudieses hacer todo lo que dices: ocultarnos en la ciudad, guardarnos de las búsquedas, protegernos de los optimizadores. Pero… ¿por qué? ¿Qué sacas de eso? Lo que pides no es nada comparado con lo que Durham te debe de estar pagando. Así que, ¿por qué arriesgarse? ¿O es que jodes a todos los clientes por principio?
Carter eligió parecer divertido en lugar de ofendido.
—La práctica de sisar un porcentaje en los proyectos de construcción tiene una larga y honorable tradición. Más honorable aún si no se ponen en peligro las necesidades del cliente. En este caso, hay implicadas algunas elegantes técnicas de programación, que vale la pena implementar por sí mismas. Y en cuanto al dinero, os estoy cobrando suficiente para recuperar costes —intercambió una mirada con Kate, para beneficio de Peer, o él no la habría visto—. Pero en el fondo, hago la oferta como un favor. Así que, si pensáis que voy a estafaros, podéis decir que no.
Peer cambió de táctica.
—¿Qué pasa si Durham está estafando a sus clientes? Tú sólo estás quitando algunos TIPS, pero ¿qué pasa si Durham no tiene intención de ejecutar la ciudad, sino de desaparecer con el dinero? ¿Has visto su hardware? ¿Lo has usado?
—No. Pero él nunca ha dicho, al menos a mí, que tenga su propio hardware. La versión de la historia que me han dado es que la ciudad va a ejecutarse en las redes públicas. Es mierda, claro; las Copias que le apoyan no se lo tragarían ni un segundo, es simplemente una forma amable de decirme que el hardware no es asunto mío. Y en cuanto desaparecer con el dinero, por lo que puedo deducir de su flujo de capital, tendrá suerte de sacar algo en el proyecto. Lo que sugiere que es alguien distinto quien lleva los verdaderos arreglos financieros; Durham simplemente da la cara, y el verdadero dueño del hardware le pagará por las molestias, en cuanto todo acabe.
—¿El dueño de qué? ¿El hipotético «adelanto» que nadie ha visto nunca?
—Si ha persuadido a Sanderson y Repetto para que le paguen, entonces puedes estar seguro de que les ha enseñado algo que no me ha enseñado a mí.
Peer estuvo a punto de protestar, pero la expresión de Carter decía: tómalo o déjalo, cree lo que quieras. He llegado hasta aquí por mi examante, pero la verdad es que no me importa si tú estás convencido o no.
Carter se excusó. Cuando se volvió y se alejó caminando por la habitación, las pisadas resonando en el espacio cavernoso, Peer no creía que se hubiese quedado los quince minutos de tiempo real que eran necesarios para alcanzar la salida. No un hombre ocupado como él. De hecho, probablemente estaba en dos o tres reuniones más con Copias mientras había estado hablando con ellos, entrando y saliendo en las conversaciones, dejando una máscara que animase su expresión en su ausencia.
Kate dijo:
—¿Qué es lo peor que podría pasar? Si Durham es un estafador, y la ciudad es un fraude, ¿qué perderemos? Todo lo que el dinero puede comprarnos es TIPS, y tú eres el que está completamente seguro de que no importa lo lento que nos ejecutemos.
Peer frunció el ceño, todavía mirando a la salida que Carter había usado, sorprendido de encontrarse renuente a apartar la vista. La puerta no significaba nada para él. Dijo:
—La mitad del encanto de este asunto está en colarse de polizón. O sobornar a Carter para que lo haga. No tiene mucha… dignidad ir de polizón en una nave que no va a ninguna parte.
—Podría elegir que no te importase.
—No quiero hacer eso. No pretendo ser humano, pero todavía tengo… una personalidad base. Y no quiero ecuanimidad. La ecuanimidad es la muerte.
—En el rascacielos…
—En el rascacielos me libero de todas las distracciones. Y está confinado a ese contexto. Cuando salgo, todavía tengo metas. Todavía tengo deseos —se volvió hacia ella, alargó la mano y le acarició una mejilla con un dedo—. Tú podrías elegir no preocuparte por la seguridad. O las tarifas de TIPS, el control climático, la política de la computación… podrías elegir no ver todos los ruidos amenazadores del exterior como flatulencias. Entonces no necesitarías, o querrías, hacer esto.
Kate dejó el cuerpo que él estaba tocando donde estaba, pero dio un paso atrás en otro exactamente igual. Peer dejó caer la mano a un lado.
Ella dijo:
—Una vez que sea parte de esa ciudad de billonarios, feliz me olvidaré del mundo exterior. Una vez que tenga todo ese dinero e influencia dedicado a mi supervivencia.
—¿Quieres decir que eso será suficiente para satisfacerte… o que tomarás la decisión consciente de sentirte satisfecha?
Ella sonrió enigmática… y Peer tomó la decisión consciente de sentirse emocionado por esa imagen. Ella dijo:
—Todavía no lo sé. Tendrás que esperar y verlo.
Peer no dijo nada. Comprendió que, a pesar de sus dudas, era casi seguro que la seguiría; y no sólo por el impacto de crear una segunda versión, no sólo por minar su última ilusión antropomórfica. La verdad era que quería estar con ella. Toda ella. Si se echaba atrás y ella continuaba, el saber que había rechazado esa oportunidad de tener una versión de sí mismo acompañándola le volvería loco. No estaba seguro si era avaricia o afecto, celos o lealtad… pero sabía que él tenía que ser parte de lo que ella experimentase allí.
Era una revelación inquietante. Peer tomó una instantánea de ese estado mental.
Kate hizo un gesto hacia la puerta que llevaba hacia el esquema de la ciudad.
Peer dijo:
—¿Por qué molestarse con eso? Habrá tiempo suficiente para estudiarla de verdad.
Ella le miró de forma extraña.
—¿No quieres satisfacer tu curiosidad? ¿Ahora y para siempre para el que se quedará atrás?
Él lo pensó y negó con la cabeza.
—Un clon verá la ciudad terminada. Otro no. Ambos compararán un pasado en el que nunca habían oído hablar de este lugar. El clon de fuera, que nunca verá la ciudad, intentará adivinar cómo es. El clon de dentro ejecutará otros ambientes, y a veces ni siquiera pensará en la ciudad. Cuando lo haga, a veces no la recordará bien. Y a veces soñará con versiones salvajemente distorsionadas de lo que ha visto.
»Defino todos esos momentos como parte de mí. Por tanto… ¿crees que debería sentir curiosidad?
Kate dijo:
—Me encanta cuando me adoctrinas —dio un paso al frente y le besó, luego él la agarró, ella se escapó en otro cuerpo, dejándole atrás sosteniendo peso muerto—. Ahora cállate y vamos a echar un vistazo.
Peer dudaba de que llegase a saber alguna vez por qué había muerto. Ninguna introspección agonizante, tortuosa interrogación por video-postal a examigos, e incluso análisis por sistemas expertos de su fichero de escán final, le habían acercado más a la verdad. La brecha era demasiado grande para cruzarla; había perdido los últimos cuatro años de su vida corpórea, y los sucesos de ese período parecían más como una desafortunada excursión a un mundo paralelo que un simple episodio de amnesia.
El forense había dejado conclusiones abiertas. Los accidentes de escalada eran raros, la mejor tecnología casi no tenía fallos, pero David Hawthorne había rechazado con desdén todos los refinamientos (incluyendo el implante de caja negra, que hubiese grabado las acciones que llevaron a su muerte, aunque no los motivos tras ella). Nada de pitones llenos de microchips, que podían haber realizado tomografías ultrasónicas de la pared rocosa y haber calculado su propia capacidad de carga; nada de arneses llenos de globos inteligentes para choques, que podían haber amortiguado su caída de sesenta metros sobre las rocas dentadas; nada de un compañero robot, que podía haber cargado durante veinte kilómetros con la columna rota sobre terreno irregular y que le hubiese entregado en cuidados intensivos como si hubiese flotado en una nube de morfina.
Peer lo entendía hasta cierto grado. ¿Qué sentido tenía ser escaneado sólo para permanecer esclavizado por un respeto obsoleto por la fragilidad del cuerpo? Habiendo triunfado sobre la mortalidad, ¿cómo podía haber seguido viviendo como si nada hubiese cambiado? Todo instinto biológico, toda idea de sentido común sobre la naturaleza de la supervivencia se había vuelto absurda… y no había podido resistir a la necesidad de declarar esa transformación.
Eso no demostraba que hubiese querido morir.
Pero si su muerte había sido puro accidente, un suicidio inequívoco, o el resultado de alguna maniobra muy peligrosa que no se preveía (conscientemente) como fatal, el David Hawthorne con cuatro años de retraso se había despertado en el barrio bajo virtual para descubrir, personalmente, que le había dado a la idea, la misma seria consideración que a despertarse en el Purgatorio. Lo que hubiese llegado a creer en esos años perdidos, lo que hubiese imaginado en los últimos minutos de su vida en aquella cornisa de caliza, hasta ese último escán siempre había imaginado su resurrección virtual como teniendo lugar en el lejano futuro, cuando, o fuese muy rico, o el coste de la potencia informática hubiese caído tanto que el dinero apenas importase.
Había tenido cuarenta y seis años, y salud perfecta; un ejecutivo superior en Incite PLC —la vigésimo quinta mayor firma de manufactura de Europa—, segundo al mando de la División de Correo Interactivo Dirigido. Con cuidado, podía haber muerto a los ciento cincuenta, para convertirse en un miembro instantáneo de la elite, quizá, para entonces, en un cuerpo cibernético indistinguible del real.
Pero habiendo pagado por el derecho a no temer a la muerte, a cierto nivel debía de haber confundido el tipo de inmortalidad abstracta, literaria llena de moral e hija del destino que poseían los héroes míticos y los virtuosos creyentes en el más allá, con la muy específica versión de libre mercado que había comprado de verdad.
Y cualesquiera que fuesen las complicadas explicaciones psicológicas para su muerte, en términos financieros el resultado estaba claro. Había muerto demasiado pronto.
En una semana de tiempo real —unas pocas horas de tiempo subjetivo— había pasado de un modelo en carne y hueso en el rico apartamento virtual que había comprado en la época de su primer escán, a ser una consciencia incorpórea observando su Búnker. Incluso eso no había sido suficiente para permitirle agarrarse a su papel en el mundo exterior. Un seguro de vida completo no estaba disponible para la gente que había sido escaneada —y menos aún para los que se dedicaban a diversiones peligrosas— y el veredicto del forense incluso había impedido el pago del único sucedáneo de póliza muy cara que había podido conseguir. A una ralentización de treinta, el factor más pequeño de Búnker a tiempo real que los beneficios de sus inversiones podían darle, la comunicación era difícil, y el trabajo productivo imposible. Incluso si empezaba a quemar el capital para comprar el uso exclusivo de un cluster de procesadores, la diferencia de tiempo todavía le dejaría sin empleo. Copias cuyos patronatos controlaban participaciones masivas, podían vivir con la economía dilatada de la ralentización. Hawthorne había muerto antes de conseguir la masa crítica financiera necesaria… y menos aún la situación de director emérito por la que podía conseguir que le pagasen sólo por tener su nombre el membrete de las cartas.
A medida que iba comprendiendo la realidad de su situación, fue cayendo en la más negra depresión. Cierta cantidad de enfermedades caras e incapacitantes podían haberle arrojado de la comodidad de clase media a la pobreza comparativa y al aislamiento, pero morir «pobre» tenía un toque extra. En la vida corpórea, había sido feliz siguiendo el consenso: el dinero como el nivel más profundo de la realidad, los registros de propiedad como la definición de la verdad mientras escapaba la mayoría de los fines de semana al jardín retocado de la campiña inglesa, acampando bajo las nubes, purgando la mente de las ficciones bizantinas de la ciudad… recordándose cuán arbitrario, cuán artificial era todo. Nunca se había engañado del todo pensando que podía vivir de la tierra: «desaparecer» en un bosque mapeado dos veces al día por EarthSat a escala de un centímetro; sobrevivir comiendo la carne de especies protegidas, arrancando los collarines de seguimiento por radio de los zorros y los tejones con los dientes desnudos; soportar estoicamente cualquier extraña enfermedad e infección a la que sus vacunas e incremento de células T policlonales infantiles no le hubiesen concedido inmunidad de por vida. La verdad era que casi con seguridad se hubiera muerto de hambre, o se hubiera vuelto loco; pero eso no era lo importante. Lo que importaba era hecho de que sus genes apenas eran diferentes de los de sus ancestros colectores-cazadores de diez mil años antes; el aire todavía era respirable, y gratis; la luz del sol todavía bañaba el planeta, todavía impulsaba la cadena alimenticia. No era físicamente imposible, no era biológicamente absurdo, imaginar la vida sin dinero.
Observando las pantallas de su Búnker, recuperó esa banal pero confortante comprensión con un vertiginoso sentido de pérdida; porque ya no estaba en su poder, por mucho que lo quisiese, distanciarse de la alucinación colectiva del comercio como realidad, ya no le era posible arrebatar medio en broma un sentido de la identidad y la independencia de la hipotética habilidad de vivir desnudo en los bosques. El dinero había dejado de ser una ficción conveniente para ser considerado como una ironía apropiada; porque las transacciones financieras computerizadas que fluían desde sus inversiones a la red de proveedores de TIPS ahora formaban la base de todo lo que pensaba, de todo lo que percibía, de todo lo que era.
Sin amigos, sin cuerpo, todo el mundo que una vez había habitado se había transformado en la mancha de un escenario entrevisto por la ventana de un tren de alta velocidad. David Hawthorne se había preparado para saltar.
Fue Kate la que le interrumpió. Se le había delegado darle una «llamada de bienvenida» por parte del comité de habitantes de los barrios bajos, al que se había unido sólo con la esperanza de que apadrinase uno de sus proyectos. Eso fue antes de tomar la decisión consciente de no desear ninguna audiencia de ningún tipo para su arte, convirtiendo en irrelevante su parte de tiempo relativa a cualquier otro proceso.
El único contacto de Hawthorne desde su muerte habían sido breves mensajes grabados de examigos, examantes, exrelaciones y excolegas, todos más o menos diciéndole adiós, como si se hubiese embarcado en un viaje sólo de ida a un lugar más allá del alcance de las comunicaciones modernas. También había una oferta de orientación por parte del sistema experto de su clínica de escáner, Trauma de Resurrección: los primeros diez minutos subjetivos completamente gratis. Cuando Kate había aparecido en la pantalla de comunicación, sincronizada con su velocidad y hablándole, él le soltó toda su alma.
Ella le persuadió para posponer el salto hasta después de haber considerado todas las alternativas. No tuvo que discutir mucho; su mera presencia ya había incrementado inconmensurablemente su perspectiva. Miles de Copias, le dijo ella, sobrevivían con ralentizaciones de treinta, sesenta, o peor; sin jugar ningún papel en la sociedad humana, sin ganar dinero aparte de los ingresos pasivos de sus patronatos, viviendo a su propia velocidad, definiendo su valor según propios términos. No tenía nada que perder probándolo por sí mismo.
¿Y si no podía aceptar ese tipo de existencia separatista? Siempre podía suspenderse a sí mismo, con la esperanza de que la economía de la ontología cambiase con el tiempo a su favor; aunque con el riesgo de despertarse para encontrar que había ajustado la velocidad con un mundo mucho más extraño, más difícil de entender, que el presente acelerado.
Para alguien cuyo deseo más querido había sido despertar en un cuerpo robot y seguir viviendo como si nada hubiese cambiado, los barrios bajos eran un shock. Kate le había mostrado los Clubes Lentos: el lugar de encuentro de Copias dispuestas a sincronizarse al tiempo de la persona más lenta presente. Ni un billonario a la vista. En el Cabaret Andalou, los músicos aparecían como saxofones y guitarra vivos, las canciones eran una radiación psicotrópica, visible y tangible que emanaba de la boca de los cantantes… y en una buena noche, por mutuo consentimiento de la multitud, se producía una sensación fuerte de camaradería, telepatía y sinergia, disolviendo (por un momento) todas las barreras personales, mentales y falsamente físicas, reconstruyendo a la audiencia y los artistas en un único organismo: cien ojos doscientos brazos, una gigantesca red neuronal que resonaba con los recuerdos, percepciones y emociones de toda la gente que había sido.
Kate le había mostrado algunos de los ambientes que había comprado —y algunos que había construido ella misma— donde vivía y trabajaba en soledad. Un hiperdesarrollado jardín trasero de ciudad pequeña a principios del verano, un recuerdo infantil ampliado y modificado en el que esculpía esculturas sólidas a partir de diez a las diez mil posibilidades de color, textura y forma. Una desolada extensión de costa gris bajo eternas nubes amenazadoras, el cielo, pintura oscura sobre el lienzo, una pintura dotada de vida, adonde iba a calmarse cuando decidía no tomar la decisión consciente de calmarse.
Ella le ayudó a rediseñar su apartamento, transformándolo de una caja de cemento fotorrealista a un sistema de percepciones que podía ser tan estable o responder tan bien como él desease. Una vez, antes de dormir, había envuelto la estructura a su alrededor como un saco de dormir, encogiéndolo y suavizándolo hasta que la cocina acunó su cabeza y las otras habitaciones drapearon su cuerpo. Cambió la topología para que todas las ventanas mirasen a otras ventanas, cada pared lindase con otra pared; todo el apartamento se cerraba sobre sí mismo en todas direcciones, finito pero sin frontera, el universo como útero.
Y Kate le había introducido a las obras filosóficas interactivas de Daniel Lebesgue: El observador, El hombre cuerdo (su adaptación de Enrico IV de Pirandello), y, por supuesto, Nación Solipsista. Hawthorne había interpretado el papel de John Beckett, una Copia renuente obsesionada con seguir el mundo exterior, que acaba convirtiéndose literalmente en una sociedad y cultura completas por sí mismo. El software de la obra no había provocado esa suerte en Hawthorne; como estaba diseñado para Copias y visitantes por igual, actuaba al nivel de las percepciones y las metáforas no en el de la reconstrucción neuronal. Las ideas de Lebesgue eran hipnotizadoras, pero imprecisas, y ni siquiera él había intentado llevarlas a la práctica; a menos en lo que todo el mundo sabía. Lebesgue se había desvanecido en el 2036; convirtiéndose en un recluso, saltando o suspendiéndose a sí mismo, nadie lo sabía. Sus discípulos escribían manifiestos y recetas para utopías virtuales; pero en la lengua común, «Nación Solipsista» simplemente significaba que uno había dejado de tener en cuenta el mundo exterior.
Tres semanas subjetivas —casi cuatro años de tiempo real— después de su resurrección, Hawthorne abandonó lo suficiente la diversión para recibir noticias del mundo exterior. En los sumarios no había habido nada especialmente dramático o inesperado: ningún trastorno político, ningún asombroso adelanto tecnológico, ni más ni menos guerras civiles ni hambruna que antes. El titular de la BBC de ese día: Quinientas personas habían muerto en unas tormentas en el sur de Inglaterra. La Federación Europea había reducido la entrada de refugiados medioambientales en un cuarenta por ciento. Los inversores coreanos habían cumplido su amenaza de un embargo sobre los bonos de Estados Unidos, como parte de la guerra comercial sobre tarifas biotecnológicas, y las compañías de servicio habían empezado a desconectar la energía eléctrica, el agua y las comunicaciones en los edificios federales. Sin considerar los pequeños detalles, todo había parecido tan familiar como un cereal para el desayuno; la misma textura, el mismo sabor, como recordaba de cuatro, ocho años antes. Con los ojos fijos en la terminal frente a él, las imágenes genéricas extrañamente relajantes entrando en él, las tres semanas alucinatorias de saxofones danzarines y pinturas habitables habían retrocedido hasta la insignificancia, como si no hubiesen sido más que un sueño muy vívido. O al menos algo en otro canal, sin riesgo de ser confundido por noticias.
Kate había dicho:
—Sabes, te puedes sentar ahí para siempre, mirándolo por siempre, si es lo que quieres. Hay Copias, las llamamos Observadores, que se refinan hasta… convertirse en sistema… que no hacen nada sino seguir las noticias, en la medida en que lo permite la ralentización. Son cuerpos, sin fatiga, sin distracciones. Observadores puros, viendo como se desarrolla la historia.
—No es eso lo que quiero.
Pero no había apartado los ojos de la pantalla. Inexplicablemente había empezado a llorar, suavemente, lamentando algo que no poda nombrar. No el mundo definido por los sistemas de noticias; nunca había habitado en ese lugar. Ni por las personas que le habían enviado despedidas; le habían sido útiles en su momento, pero ahora no significaban nada para él.
—¿Pero?
—Pero el exterior sigue siendo lo que es real para mí, incluso si no puedo ser parte de él. Carne y hueso. Suelo firme. Verdadera luz solar. Todavía es el único mundo que importa. Todo lo que hay aquí es sólo una ficción hermosa y sin importancia. —Incluyéndote a ti. Incluyéndome a mí.
Kate había dicho:
—Puedes cambiarlo.
—¿Cambiar qué? La Realidad Virtual es la Realidad Virtual. No puedo transformarla en otra cosa.
—Puedes cambiar tu perspectiva. Cambiar tu actitud. Dejar de percibir tus experiencias aquí como menos que reales.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo.
—No, no lo es.
Había invocado un panel de control, le había mostrado el software que podía usar: un programa que podía analizar su modelo de cerebro, identificar sus recelos y dudas sobre darle la espalda al mundo… eliminarlos.
—Una lobotomía hágalo usted mismo.
—Apenas. No hay corte «físico». El programa realiza ajustes por prueba y error de los pesos sinápticos, hasta que encuentra la alteración mínima posible que consiga el fin deseado. Durante el proceso probarán y se rechazarán algunos miles de millones de versiones reducidas de tu cerebro, pero no dejes que eso te afecte.
—¿Lo has hecho contigo misma?
Ella rió.
—Sí. Por curiosidad. Pero no encontré nada que cambiar en mí. Ya había tomado una decisión. Incluso en el exterior sabía lo que quería.
—Entonces…, ¿pulso un botón y aquí hay otra persona nueva sentada? ¿Un cliente satisfecho instantáneo? ¿Me aniquilo a mí mismo así de simple?
—Fuiste tú el que saltó de un precipicio.
—No. Yo fui el que no saltó.
—No te «aniquilarás a ti mismo». Sólo cambias lo necesario. Y todavía podrás seguir llamándote David Hawthorne. ¿Qué más puedes pedir? ¿Qué más has hecho?
Lo habían hablado durante horas, debatiendo los pequeños aspectos filosóficos y morales; la diferencia entre aceptar «naturalmente» la situación, e imponerse la aceptación a sí mismo. Pero al final, cuando hubo tomado una decisión, le había parecido como otra parte del sueño, sólo otra ficción sin importancia. En ese sentido, el viejo David Hawthorne había sido fiel a sus creencias, incluso cuando las eliminaba de la existencia.
Kate se había equivocado en una cosa. A pesar de la continuidad perfecta de sus recuerdos, se había sentido inclinado a marcar la transición eligiendo un nuevo nombre, sacando de la nada el caprichoso monosílabo.
¿La «alteración mínima posible»? Quizá si hubiese terminado siendo menos radicalmente Nación Solipsista, hubiese habido que distorsionar más de sí mismo para quedar convencido. Algunos decididos cortes necesarios habían cuadrado el círculo, en lugar de miles de mutilaciones melindrosas.
Pero el primer cambio abrió la puerta a muchos más, a una larga serie de mutaciones autodirigidas. Peer (por elección) no tenía paciencia con la sentimentalidad nostálgica; si alguna parte de su personalidad le disgustaba, se la arrancaba. Algunas características (sin duda) se habrían perdido para siempre: una horda de pequeños celos, vanidades, dudas y obsesiones sin sentido; una tendencia a la depresión y la culpa irracionales. Otras iban y venían. Peer había adquirido, eliminado y restaurado una diversidad de talentos, predisposiciones de humor e impulsos; deseoso de experiencias artísticas, intelectuales y físicas. En unos pocos días subjetivos, podía cambiar de ser un estudiante ascético e incorpóreo de arqueología sumeria a convertirse en un gastrónomo hedonista deleitándose sólo en la preparación y consumo de festines ricamente simulados, o en un practicante disciplinado del karate Shotokan.
Quedaba un núcleo; ciertos valores, ciertas respuestas emocionales, ciertas sensibilidades artísticas habían sobrevivido inalteradas esas transiciones.
Y el deseo mismo de sobrevivir.
Peer se había preguntado una vez: ¿era suficiente el núcleo de invariantes y la cadena más o menos continua de recuerdos? ¿Había conseguido David Hawthorne, por otro nombre, la inmortalidad por la que había pagado? ¿O había muerto por el camino?
No había respuesta. Lo más que podía decirse de cualquier momento, era que alguien existía que sabía —o creía— que ellos habían sido David Hawthorne.
Y, por tanto, Peer tomó la decisión consciente de que eso fuese suficiente.