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(No remitir la escasez)

NOVIEMBRE 2050

María llegó al café quince minutos antes; para encontrarse con Durham ya allí, sentado en una mesa cerca de la entrada. Se sorprendió, pero se sintió aliviada; con la larga espera que había anticipado cancelada de pronto, no le quedaba tiempo para ponerse nerviosa. Durham la vio al entrar; se dieron la mano, intercambiaron amabilidades, pidieron café en la pantalla táctil de la mesa. Ver a Durham en carne y hueso no contradecía para nada la impresión que había recibido por teléfono: mediana edad, tranquilo, vestido de forma conservadora; no era exactamente el arquetipo del colgado del Autoverso.

María dijo:

—Siempre pensé que era la única suscriptora a Autoverse Review que vivía en Sydney. He estado en contacto un par de veces con Ian Summers en Hobar, pero nunca me percaté de que hubiese alguien tan cerca.

Durham se disculpó:

—No tenía razones para saber de mí. Me temo que siempre me he limitado a leer los artículos; nunca he contribuido con nada y nunca he participado en las conferencias. Realmente ni siquiera trabajo en el Autoverso. No tengo tiempo. Ni la habilidad, para ser sinceros.

María lo absorbió, intentando no parecer muy sorprendida. Era como oír a alguien admitir que estudiaba el ajedrez pero que nunca había jugado al juego.

—Pero he seguido muy de cerca los progresos en el campo, y ciertamente puedo apreciar lo que ha hecho con A. lamberti. Quizá más que algunos de sus colegas. Creo que lo aprecio en un contexto más amplio.

—¿Quiere decir… autómatas celulares en general?

—Autómatas celulares, vida artificial.

—¿Ésos son sus intereses principales?

—Sí.

¿Pero no como participante? María intentó imaginar a aquel hombre como un mecenas del panorama de la vida artificial, apoyando magnánimamente a jóvenes practicantes prometedores: Lorenzo el Magnífico para los Botticellis y Miguelángeles de la teoría de autómatas celulares.

No podía ser. Incluso si la idea no fuese intrínsecamente ridícula, simplemente no parecía tan rico.

Llegó el café. Durham empezó a pagar por los dos, pero cuando María protestó, la dejó pagar por su parte sin discutir, lo que la hizo sentir más cómoda. Al alejarse el carrito robot, ella volvió directamente al tema.

—Ha dicho que está interesado en apoyar investigaciones que adelanten mis resultados con A. lamberti. ¿Hay alguna dirección en particular…?

—Sí. Tengo en mente algo muy específico —Durham vaciló—. Todavía no sé cómo expresarlo de la mejor forma. Pero quiero que me ayude… a demostrar algo. Quiero que construya la semilla de una biosfera.

María no dijo nada. No estaba siquiera segura de haberle oído correctamente. La semilla de una biosfera era jerga de terraformación: todas las especies de plantas y animales necesarias para convertir un planeta estéril pero teóricamente habitable en una ecología estable. Nunca se había encontrado con la frase en ningún otro contexto.

Durham continuó:

—Quiero que diseñe un ambiente prebiótico, una superficie planetaria, si quiere considerarlo de esa forma, y un organismo simple que usted crea capaz de, con el tiempo, evolucionar hasta una multitud de especies y llenar todos los nichos ecológicos potenciales.

—¿Un ambiente? Entonces… ¿quiere un paisaje de Realidad Virtual? —María intentó no parecer decepcionada. ¿Había esperado en serio que le pagasen por trabajar en el Autoverso?— ¿Con vida primitiva microscópica? ¿Algún tipo de… parque temático del precámbrico, en el que los visitantes puedan reducirse al tamaño de algas para examinar a sus primeros antepasados? —A pesar de su desagrado ante los trabajos de remiendo de RV, María se encontró emocionándose ante la idea. Si Durham le estaba ofreciendo la posibilidad de supervisar todo el proyecto, y los fondos para hacer un buen trabajo, sería un millar de veces más interesante que los tediosos contratos de RV que había tenido antes. Y mucho más lucrativo.

Pero Durham dijo:

—No, por favor, olvídese de la Realidad Virtual. Quiero que diseñe un organismo, y su ambiente, en el Autoverso, que tenga las propiedades que le he descrito. Y olvídese de las algas del precámbrico. No espero que recree la vida primitiva de la Tierra, traducida a química del Autoverso; incluso si algo así fuese posible. Sólo quiero que construya un sistema con… el mismo potencial.

María estaba ahora completamente confundida.

—Cuando mencionó una superficie planetaria, pensé que se refería a un paisaje virtual a escala completa… algunas docenas de kilómetros cuadrados. Pero si se refiere al Autoverso… habla de una fisura en una roca en el fondo marino, ¿algo así? ¿Algo vagamente análogo a un micro ambiente en la Tierra primitiva? ¿Algo un poco más «natural» que placas de cultivos llenas con dos azúcares diferentes?

Durham contestó:

—Lo siento, no estoy siendo claro. Por supuesto que querrá probar el organismo semilla en cierto número de microambientes; ésa es la única forma en que podrá predecir con cierta confianza que va a sobrevivir, mutar, adaptarse… prosperar. Pero una vez que eso quede establecido, quiero que describa todo el conjunto. Que especifique un ambiente planetario completo que el Autoverso pudiese soportar… y en el que la semilla evolucionase probablemente hacia formas de vida superiores.

María vaciló. Se estaba empezando a preguntar si Durham tenía alguna idea de la escala en que se hacían las cosas en el Autoverso.

—¿Qué quiere decir exactamente con «ambiente planetario»?

—Lo que usted considere que es razonable. Digamos: ¿treinta millones de kilómetros cuadrados? —rió—. No sufra un ataque; no espero que lo modele por completo, átomo a átomo. Comprendo que todos los ordenadores de la Tierra no podrían manejar más que un pequeño charco. Simplemente quiero que describa las características esenciales. Podría hacerlo en un par de terabytes, probablemente menos. No se necesitaría mucho para la topografía; no importa la forma específica de cada montaña, valle y playa, todo lo necesario es una descripción estadística, unas pocas dimensiones fractales relevantes. La meteorología y la geoquímica, a falta de una palabra mejor, serán un poco más complejas. Pero creo que ya sabe adónde voy. Podría resumir todo lo importante para un planeta prebiótico con una cantidad de datos relativamente pequeña. No espero que me entregue una gigantesca matriz de Autoverso que contenga todos los átomos en cada grano de arena.

María dijo:

—No, por supuesto que no —a cada minuto era más y más extraño—. Pero… ¿por qué especificar todo un «planeta», en cualquier forma?

—El tamaño del ambiente, y las variaciones climáticas y de terreno, son factores importantes. Detalles como ésos afectarán al número de especies diferentes que se desarrollan aisladas y luego migran y se interrelacionan. Ciertamente fueron importantes en la historia evolutiva de la Tierra. Así que podrían ser cruciales o no, pero no son irrelevantes.

María habló con cuidado.

—Eso es cierto… pero nadie podrá jamás ejecutar un sistema tan grande en el Autoverso, por tanto ¿qué sentido tiene describirlo? En la Tierra, el sistema es tan grande, que estamos atrapados en él. La única forma de explicar el registro fósil y la distribución actual de especies es mirar las cosas a escala planetaria. Las migraciones se han producido, hay que tenerlas en cuenta. Pero… en el Autoverso, no han sucedido, y no lo harán nunca. Efectos como ése siempre serán completamente hipotéticos.

Durham replicó:

—¿Hipotéticos? Absolutamente. Pero eso no significa que los resultados no puedan considerarse, no puedan imaginarse, no se puedan discutir. Considere todo el proyecto como… una ayuda en un experimento mental. El esquema de una prueba.

—¿Una prueba de qué?

—De que la vida en el Autoverso podría ser, en teoría, tan rica y compleja como la vida en la Tierra.

María negó con la cabeza.

—No puedo demostrarlo. Modelar algunas miles de generaciones de evolución bacteriana en unos pocos micro ambientes…

Durham agitó la mano con confianza.

—No se preocupe; no tengo esperanzas irreales. Dije «el esquema de una prueba», pero incluso algo así tal vez sea demasiado exigente. Sólo quiero… indicios. Quiero el mejor proyecto, la mejor receta que pueda concebir para un mundo, inmerso en el Autoverso, que podría con el tiempo desarrollar vida compleja. Un conjunto de resultados en la genética evolucionaría a corto plazo del organismo semilla, más el esbozo de un ambiente en el que ese organismo pudiese, plausiblemente, evolucionar a formas más avanzadas. Vale, es imposible ejecutar un mundo del tamaño de un planeta. Pero ésa no es razón para no considerar cómo sería un mundo así… para contestar a todas las preguntas que puedan contestarse, y hacer que todo el escenario sea lo más concreto posible. Quiero que cree un paquete tan minucioso, tan detallado, que si alguien se lo entregase de pronto, sería suficiente, no para demostrar nada, pero sí para persuadirla de que la verdadera diversidad biológica podría aparecer en el Autoverso.

María rió.

—Ya creo eso. Dudo que pudiese haber una prueba perfecta.

—Entonces imagine que debe persuadir a alguien algo más escéptico.

—¿A quién tiene en mente? ¿A Calvin y su gente?

—Si quiere.

María se preguntó de pronto si Durham no sería después de todo alguien de quien debería haber sabido, alguien que publicaba en otras áreas del campo de la vida artificial. ¿Por qué si no iba a estar preocupado por el debate? Debía haber realizado una búsqueda más amplia.

Dijo:

—Así que al final es…, quiere presentar el caso más convincente de que sistemas deterministas como el Autoverso pueden generar una biología tan compleja como la biología del mundo real; que todas las sutilezas de la física del mundo real y las indeterminaciones cuánticas no son esenciales. Y para tratar con la objeción de que una biología compleja sólo podría producirse en un ambiente complejo, quiere la descripción de un «planeta» adecuado que podría existir en el Autoverso, si no fuese por el pequeño detalle de que el hardware necesario para ejecutarlo seguramente no se construirá nunca.

—Exacto.

María vaciló; no quería discutir hasta quedarse sin proyecto, pero apenas podía aceptarlo si no tenía los objetivos claros.

—Pero cuando esté todo dicho y hecho, ¿qué añadiría a los resultados con A. lamberti?

—En cierto sentido, no mucho —le concedió Durham—. Como ha dicho, no puede haber una prueba. La selección natural es la selección natural, y usted ha demostrado que puede producirse en el Autoverso; quizás eso debiera ser suficiente. ¿Pero no opina usted, que un experimento mental cuidadosamente diseñado con todo un planeta es un poco más… evocador… que cualquier conjunto de experimentos con placas de Petri? No subestime la necesidad de apelar a la imaginación de la gente. Quizás usted pueda ver ya todas las consecuencias de su trabajo. Otras personas podrían requerir ser más explícitos.

María no podía discutir ninguno de esos argumentos… ¿pero quién concedía becas de investigación según lo que fuese evocador?

—Bien… ¿qué universidad…?

Durham la cortó.

—No soy un académico. Esto es sólo un interés que tengo. Un pasatiempo, como en su caso. En la vida real soy vendedor de seguros.

—¿Pero cómo puede conseguir los fondos sin…?

—Lo pago de mi bolsillo —se rió—. No se preocupe, puedo permitírmelo; si acepta no va a quedarse corta de fondos, se lo puedo prometer. Y sé que no es normal que un amateur… subcontrate. Pero como le he dicho, no trabajo en el Autoverso. Me llevaría cinco años aprender a hacer lo que le estoy pidiendo. Por supuesto, tendrá libertad para publicarlo todo bajo su propio nombre; todo lo que pido es una nota que exprese el apoyo financiero.

María no sabía qué decir. ¿Lorenzo el corredor de seguros? Un ciudadano privado —ni siquiera un colgado del Autoverso— le estaba ofreciendo pagarle por realizar la programación más abstracta que pudiese imaginar: no simular un mundo inexistente, sino «preparar» una simulación que nunca podría ser realizada. Apenas podía menospreciar a alguien por tirar su dinero duro de ganar en investigaciones «sin sentido» en el Autoverso… pero todo lo que le había llevado a hacerlo, a ella misma, era la experiencia de primera mano. Aparte del placer intelectual que le hubiese dado, la verdadera obsesión, la verdadera adicción, era el asunto de ponerse los guantes y meter las manos en el espacio artificial.

Durham le alargó un chip de ROM.

—Aquí tiene algunas notas detalladas; incluyendo algunas ideas mías, pero no se sienta obligada a seguirlas. Lo que quiero es lo que usted considere que es más probable que funcione, no lo que esté más cerca de mis ideas preconcebidas. Y, por supuesto, hay un contrato. Haga que su sistema experto legal lo repase; si no está satisfecha con algo, soy muy flexible.

—Gracias.

Durham se puso en pie.

—Lamento tener que dejarla, pero me temo que tengo otra cita. Por favor, lea las notas, piénselo. Llámeme cuando tome una decisión.

Después de que él se fue, María se quedó sentada a la mesa, mirando al rectángulo de epoxy negro que tenía en la mano, intentando entender lo que había sucedido.

Babbage había diseñado una Máquina Analítica sin ninguna esperanza real de verla construida en vida. Los entusiastas del viaje espacial habían diseñado naves interestelares, hasta la última tuerca y el último tornillo, desde los años sesenta. Los defensores de la terraformación estaban produciendo continuamente estudios de viabilidad para ideas que era poco probable que se pusiesen en práctica antes de cien años o más. ¿Por qué? Como ayuda a los experimentos mentales. Como esquemas de pruebas.

Y si Durham, que nunca había trabajado en el Autoverso, tenía una visión de las posibilidades a largo plazo infinitamente mayor que la de ella, entonces es que quizás ella había estado demasiado cerca, demasiado implicada en las contingencias tediosas, para ver lo que él había visto…

Excepto que no era una cuestión de posibilidades a largo plazo. El ordenador que pudiese ejecutar un mundo de Autoverso sería mucho mayor que el planeta que modelase. Si ese dispositivo se construía alguna vez, por muy lejos que fuese en el futuro, tendría que haber mejores razones para construirlo que ésa. No era cuestión de un visionario nacido una o dos generaciones antes de su tiempo; ecología del Autoverso era una noción completamente teórica, y siempre lo sería. El proyecto era un experimento mental en el sentido más puro.

También era demasiado bueno para ser cierto. El contrato de ensueño de un adicto al Autoverso. Pero aparte de por un engaño sin sentido y caprichoso, ¿por qué iba a mentirle Durham?

María se metió el chip en un bolsillo y dejó el café, sin saber si debía sentirse escéptica o pesimista, o alegre… y culpable. Culpable porque Durham —si iba en serio, si de verdad planeaba pagarle dinero de verdad por ese glorioso ejercicio sin sentido— tenía que estar un poco loco. Si aceptaba el trabajo, se estaría aprovechando de él, explotando su extraña locura.

María dejó renuente que Aden entrara en la casa; normalmente se reunían en la de él, o en terreno neutral, pero él había estado de visita a un amigo que vivía cerca, y ella no pudo pensar en ninguna excusa para rechazarle. María vislumbró el atardecer rojo sin nubes tras Aden, y la puerta abierta dejó entrar el olor caliente del cemento en la tarde, y el zumbido del tráfico tardío. Después de siete horas recluida en su habitación, leyendo las notas de Durham para su jardín del Edén en el Autoverso, la calle exterior le parecía extraña, casi chocante, cargada… por el abismo de dos mil millones de años entre el momento equivalente de fecundidad primordial en la Tierra y todas aquellas grotescas consecuencias.

Caminó frente a Aden desde la entrada y encendió las luces del salón, mientras él apoyaba la bicicleta en la escalera. A solas, la casa le servía perfectamente, pero bastaba una persona más para que pareciese abarrotada.

Él se acercó y dijo:

—He oído lo de tu madre.

—¿Cómo? ¿Quién te lo dijo?

—Joe conoce a una de tus primas en Newcastle. ¿Angela? ¿Es ése su nombre?

Estaba apoyado de lado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

—¿Por qué no acabas de entrar si, de todas maneras, vas a hacerlo?

Él dijo:

—Lo siento. ¿Puedo hacer algo?

Ella negó con la cabeza. Había planeado preguntarle cuánto le podía prestar para ayudarla con el escán, pero no podía sacar el tema; ahora no. Él le preguntaría, inocentemente, si Francesca estaba segura, de querer ser escaneada… y todo degeneraría en una discusión sobre su derecho a elegir una muerte natural. Como si hubiese una elección de verdad, sin el dinero para el escán.

María dijo:

—La vi ayer. Lo lleva bastante bien. Pero no quiero hablar de eso ahora mismo.

Aden asintió, luego se separó de la puerta y se acercó a ella. Se besaron durante un momento, lo que fue agradable en cierta forma, pero Aden pronto tuvo una erección, y María no estaba de humor para el sexo. Incluso en las mejores circunstancias, necesitaba una voluntariosa suspensión de la incredulidad, una decisión consciente para enterrar su percepción de un mecanismo biológico que dirigía sus emociones… y ahora mismo, la cabeza todavía le zumbaba con las propuestas de Durham para construir una especie de diploidismo latente en A. lamberti, una propensión a crear «por error» copias extrañas de los cromosomas, lo que podría llevar a facilitar el camino a la reproducción sexual y todas sus ventajas evolutivas.

Aden se soltó y fue a sentarse en uno de los sillones.

María dijo:

—Creo que al fin tengo algo de trabajo. Si no lo soñé.

—¡Genial! ¿Para quién?

Le describió el encuentro con Durham. El encargo, la semilla.

Aden dijo:

—Entonces, ¿ni siquiera sabes qué saca él de todo esto… excepto tal vez demostrar aunque no del todo algún oscuro aspecto intelectual de la evolución? —rió incrédulo—. ¿Cómo sabes si no lo has demostrado del todo de forma satisfactoria? ¿Y si Durham no está de acuerdo?

—El contrato está todo a mi favor. Él paga el dinero en un fondo antes de empezar. Todo lo que tengo que hacer es realizar un esfuerzo genuino por completar el proyecto en seis meses… y si hay alguna disputa está obligado legalmente a aceptar la decisión de un árbitro independiente sobre lo que constituye o no un «esfuerzo genuino». El sistema experto que contraté le dio una clasificación triple A.

Aden todavía parecía escéptico.

—Deberías buscar una segunda opinión: la mitad de las veces esas cosas no se ponen de acuerdo entre sí… y menos son capaces de predecir lo que pasaría en el juzgado. En todo caso, si todo sale bien, ¿qué recibes?

—Treinta mil dólares. No está mal, por seis meses de trabajo. Más tiempo de ordenador por valor de otros treinta mil facturados directamente a él.

—¿Sí? ¿Cómo puede permitirse todo esto?

—Es corredor de seguros. Si es bueno, podría estar ganando, no sé… ¿doscientos mil al año?

—Que se queda en ciento veinte mil, después de impuestos. ¿Y va a pagarte sesenta por esta mierda?

—Sí. ¿Te resulta un problema? No es que le deje exactamente en la ruina. Y podría estar ganando el doble por todo lo que sé. Por no mencionar ahorros, inversiones… triquiñuelas fiscales. Sus finanzas personales no son asunto mío; una vez que el dinero esté en el fondo, puede quedarse en la ruina. Yo todavía cobraría si acabo el trabajo. Eso es suficiente para mí.

Aden movió la cabeza.

—No puedo entender por qué cree él que vale la pena. ¿Hay Dios sabe cuántas miles de Copias, ahora mismo, dirigiendo la mitad de las grandes corporaciones del mundo, en caso de que no te hayas dado cuenta, y este tipo quiere gastar sesenta mil dólares en demostrar que la vida artificial puede ir más allá de la bacteria?

María gruñó.

—Ya lo hemos discutido antes. El Autoverso no es Realidad Virtual. Las Copias no son el equivalente humano de A. lamberti. Son una trampa, son un caos. Hacen lo que se supone que deben hacer muy eficientemente. Pero no hay… lógica subyacente en ellas. Cada parte de sus cuerpos obedece un conjunto de reglas ad hoc. Vale, sería una locura intentar modelar todo un cuerpo humano a escala molecular… pero si estás interesado en la forma en que la física fundamental afecta a la biología, las Copias son irrelevantes, no tienen ninguna física fundamental. El comportamiento de las neuronas de una Copia no surge de leyes más profundas, es sólo cuestión de algunas «reglas de neuronas» que se basan directamente en lo que se sabe de las neuronas en el cuerpo humano. Pero en el cuerpo humano, ese comportamiento es consecuencia de las leyes de la física, actuando en miles de millones de moléculas. Con las Copias, hemos hecho trampas, en aras de la eficiencia. No hay moléculas ni leyes de la física; simplemente pusimos el resultado final, la biología, a mano.

—¿Y eso ofende tu sensibilidad artística?

—No es eso. Las Copias tienen su lugar… y cuando llegue el momento, prefiero ser software asqueroso a estar muerta. Lo que digo es que son inútiles si lo que quieres saber es qué tipo de física puede soportar qué tipo de vida.

—Una importante pregunta de nuestro tiempo.

María se sintió sonrojarse de rabia, pero dijo con calma:

—Quizá no. Pero resulta que la encuentro interesante. Y aparentemente también Paul Durham. Y quizá sea una pregunta demasiado abstracta para considerarse ciencia… quizá trabajar en el Autoverso no es más que matemática pura. O filosofía. O arte. Pero tú no pareces tener problemas en pasar un año en Seúl, practicando tu propia forra de arte inútil a costa de los contribuyentes coreanos.

—Es una universidad privada.

—Entonces a costa de los estudiantes coreanos.

—Nunca dije que hubiese algo de malo en aceptar el trabajo. Simplemente no quiero verte jodida si ese hombre resulta estar mintiendo.

—¿Qué podría ganar mintiendo?

—No lo sé. Pero todavía no entiendo qué gana si está diciendo la verdad —se encogió de hombros—. Pero si eres feliz, yo soy feliz. Quizá salga bien. Y sé que como van las cosas no puedes permitirte ser melindrosa.

¿Melindrosa? María empezó a reírse. Era ridículo discutirlo según los términos de Aden. Durham no le estaba tomando el pelo, no estaba malgastando su tiempo; iba completamente en serio… las notas lo demostraban. Trescientas páginas; meses de trabajo. Había llevado el plan todo lo lejos que había podido sin tener que aprender él mismo las complejidades del Autoverso.

Y quizás ella todavía no entendía sus motivos; pero quizá no había nada que «entender». Cuando había estado inmersa en las notas, no había habido ningún misterio. En sus propios términos, el plan de Durham era… natural, evidente. Un fin en sí mismo, que no requería ninguna deprimente explicación enraizada en el mundo de la gloria académica o la ganancia económica.

Aden dijo:

—¿Qué te hace tanta gracia?

—No importa.

Él se movió en el sillón y la miró de forma extraña.

—Bien, al menos no tendrás que malgastar el tiempo en Seúl buscando trabajo. Eso hubiese sido un aburrimiento.

—No voy a ir a Seúl.

—Bromeas.

Negó con la cabeza.

—¿Cuál es el problema? Puedes hacer ese trabajo en cualquier parte, ¿no?

—Probablemente. Sí. Es sólo…

María sintió algo de incertidumbre. Él parecía genuinamente herido. Había dejado claro que se iría sin ella, si tenía que hacerlo, y eso era comprensible. Compositor en residencia era su trabajo perfecto, y ella no tenía nada que oponer a eso, nada que perder si lo acompañaba. Él podría haber expresado su posición de forma más diplomática, en lugar de hacerla sentir como equipaje extra… pero eso tampoco probaba que intentase alejarse de ella, ni tampoco era un crimen imperdonable en sí mismo. A veces carecía de tacto. Podía vivir con ello.

—¿Qué te pasa? Te encantaría Seúl. Sabes que sí.

Ella dijo:

—Me gustaría demasiado. Habría tantas distracciones. Este proyecto va a representar mucho trabajo, lo más duro que haya hecho nunca, y si no puedo dedicarle toda mi atención, va a ser imposible —había empezado como una excusa ad lib, pero era cierto. Tenía seis meses, si no para construir un mundo, al menos para bosquejarlo; si no comía, dormía y respiraba, nunca lo acabaría, nunca le daría vida.

Aden bufó.

—¡Eso es ridículo! Ni siquiera tienes que escribir un programe que funcione. Tú misma lo dijiste, siempre que realices un esfuerzo razonable, lo que le des será más que suficiente. ¿Qué iba a decir Durham? «¿Lo siento, pero no creo que esta babosa llegue siquiera a inventar la rueda?».

—Hacerlo bien me importa a mí.

Aden no dijo nada. Luego:

—Si quieres quedarte por tu madre, ¿por qué no lo dices?

María se sorprendió.

—Porque no es cierto.

Él la miró furioso.

—Sabes, iba a ofrecerme a quedarme aquí contigo. Pero no quisiste hablar de ello.

María desentrañó el comentario.

—¿Eso es lo que viniste a decirme? ¿Que si planeaba quedarme en Sydney por Francesca, rechazarías el trabajo en Seúl?

—Sí —dijo él como si hubiese sido evidente desde siempre—. Se está muriendo. ¿Crees que me iría y te dejaría aguantarlo sola? ¿Que tipo de mierda crees que soy?

No se está muriendo; va a ser escaneada.

Pero no dijo eso.

—A Francesca no le importa si me quedo o me voy. Me ofrecí mudarme con ella, pero no quiere que nadie cuide de ella. Y menos aún yo.

—Entonces ven a Seúl.

—¿Exactamente por qué? ¿Para que tú no te sientas mal por dejarme? Ésa es la razón de todo, ¿no? Tu tranquilidad de conciencia.

Aden lo meditó durante un rato. Luego dijo:

—Vale. Que te jodan. Quédate.

Se puso en pie y salió de la habitación. María oyó cómo trasteaba con la bicicleta, luego abrió la puerta principal y la cerró de un portazo.

Ella recogió la cocina, comprobó las cerraduras, apagó las luces. Luego subió arriba y se tendió en la cama, con la habitación a oscuras, intentando imaginar el curso probable de los acontecimientos durante las siguientes semanas. Aden la llamaría antes de irse, para intentar arreglarlo, pero entendía lo fácil que sería ahora romper permanentemente. Y ahora que había llegado a esa fase, parecía lo evidente. No estaba ni molesta ni aliviada… simplemente en calma. Siempre le hacía sentir de esa forma: quemar los puentes, alejar a la gente. Simplificar su vida.

Había dejado encendido el terminal después de leer el ROM de Durham; la pantalla estaba negra, supuestamente un negro puro, pero al adaptársele los ojos a la oscuridad podía verla brillar de un suave gris. De vez en cuando había un chispazo al azar sobre la pantalla: un píxel activado por la radiación de fondo, por un choque de rayos cósmicos. Miró los destellos, como la lenta lluvia cayendo en una ventana a otro mundo, hasta quedarse dormida.