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(No remitir la escasez)

NOVIEMBRE 2050

Thomas cogió el ascensor desde su oficina hasta su casa. En la vida real, el viaje hubiese sido un recorrido de diez minutos en el S-Bahn, pero después de casi cuatro meses subjetivos se estaba acostumbrando gradualmente al atajo. Hoy, comenzó el ascenso sin pensárselo dos veces —admirando los paneles de roble, adormecido por el ligero zumbido del motor— pero a medio camino, sin razón aparente, sufrió un momento de vértigo, como si el elegante ataúd hubiese entrado en caída libre.

Cuando había resucitado, se había preocupado continuamente sobre qué aspectos de su pasado debería imitar para permanecer cuerdo, y cuáles debería eliminar por honradez. Una ventana con la vista de la ciudad parecía inofensiva… pero caminar, e ir en coche, por entre una multitud artificial le parecía grotesco, y las pocas veces que lo había intentado lo había encontrado angustioso. Se parecía demasiado a la vida, y demasiado a su sueño de estar algún día entre personas de nuevo. Sin duda, con el tiempo se hubiese acostumbrado a la ilusión, pero no quería eso. Cuando habitase finalmente un robot de tele presencia tan vivo como su cuerpo perdido —cuando realmente fuese de nuevo en un tren real y caminase por calles reales— no quería que el placer de la experiencia se apagase por años de imitación perfecta.

No tenía deseos de engañarse; pero aparte de negarse a imitar su vida corpórea hasta el punto de la parodia, era difícil definir exactamente lo que quería decir. Se negaba a la idea de que la puerta más cercana siempre se abriese mágicamente al destino que había elegido, y no tenía deseos de chasquear los dedos y tele portarse. Reconocer —y explotar— la plasticidad ilimitada de la Realidad Virtual podría haber sido lo más «honrado»… pero Thomas necesitaba un mundo con una estructura permanente, no una ciudad de ensueño que se reconfigurase a sí misma según sus deseos.

Finalmente había encontrado un compromiso. Había construido una geografía —o arquitectura— auxiliar para su versión privada de Frankfurt; una topología alternativa para la ciudad, en la que todos los edificios entre los que se movía eran tratados como si estuviesen uno encima del otro, lo que permitía que un solo hueco de ascensor los conectase todos. Su casa «en los suburbios» empezaba dieciséis pisos por «encima» de la oficina en la ciudad; en medio había salas de reuniones, restaurantes, galerías y museos. Habiéndose decidido por ese arreglo, ahora lo consideraba inmutable… y si la vista desde cada lugar, una vez que llegaba allí, contradecía abiertamente la relación, podía vivir con ese grado de paradoja.

Thomas salió del ascensor a la planta baja de su casa. El edificio de dos pisos, colocados en unas modestas diez hectáreas de jardín, era sólo suyo, como el original del mundo real había sido suyo desde el momento de su divorcio hasta su enfermedad terminal, cuando un equipo médico se había mudado a la casa. Al principio, tenía robots limpiadores recorriendo redundantes los pasillos, y robots de jardinería para cuidar de las flores; los consideraba como parte de la arquitectura, tanto como las tuberías de desagüe, las rejillas de aire acondicionado, y otros incontables detalles «innecesarios». Había retirado los robots la primera semana. Las tuberías de desagüe se quedaron allí.

El mareo había pasado, pero entró en la biblioteca y se sirvió una bebida de dos botellas de vidrio, una mezcla tonificante de Confianza y Optimismo. Con una palabra, podía haber invocado todo un panel de control de emociones —una aparición que siempre le recordaba una mesa de mezclas— y ajustar los parámetros de su estado mental hasta llegar a un punto en el que ya no quisiese cambiar los ajustes… pero le había desencantado esa metáfora abiertamente tecnológica. Allí, las «drogas» para alterar las emociones podían funcionar con total precisión, y sin efectos secundarios, que ningún producto químico podría conseguir —la precisión farmacológica era posible, pero no obligatoria— y le parecía más natural beber un trago de «alcohol» para fortificarse que hacer ajustes por medio de un banco flotante de potenciómetros deslizantes.

Incluso si el resultado final era exactamente el mismo.

Thomas se hundió en el sillón mientras la bebida producía su efecto —por elección, actuaba gradualmente, una sensación cálida que se extendía desde el estómago antes de que el cerebro fuese suavemente manipulado— e intentó dar sentido a su encuentro con Paul Durham.

Tiene que dejar que le muestre qué es usted exactamente.

Había un terminal al lado del sillón. Le dio a un botón, y uno de sus asistentes personales, Hans Löhr, apareció en la pantalla.

Thomas dijo indiferente:

—Encuentre lo que pueda sobre mi visitante, ¿vale?

Löhr contestó inmediatamente.

—Sí, señor.

Thomas tenía seis asistentes, de guardia a todas horas en turnos. Todos humanos de carne y hueso; pero tan cableados que podían cambiar sus procesos mentales entre la velocidad normal y la ralentizada a voluntad. Thomas los mantenía a distancia, comunicándose con ellos sólo por medio del terminal; la distinción entre un visitante «de carne» y una «simple imagen» en la pantalla no era muy grande, pero en la práctica todavía era posible seguirla con rigidez. A veces consideraba que su equipo trabajaba en Munich o Berlín… «lo suficientemente lejos» para «explicar» que nunca se encontrasen en persona, y sin embargo «lo suficientemente cerca» para tener cierto sentido metafórico su habilidad para actuar como intermediarios con el mundo exterior. Nunca se había molestado en saber dónde estaban de verdad, en caso de que los hechos contradijesen su conveniente imagen mental.

Suspiró, y tomó otro trago de C y O. Era un acto de equilibrio, caminar en la cuerda floja. Una Copia podía volverse loca, en cualquier sentido. Preocuparse demasiado de la verdad podía llevar a una obsesión patológica por la infraestructura: los algoritmos y procesadores ópticos, la maquinaria de «engaño» que yacía bajo cada superficie. Preocupándote demasiado poco, podías encontrarte rindiéndote gradualmente a una fantasía complaciente en la que la vida había seguido como siempre y todo lo que contradecía la ilusión de una existencia física ordinaria se evitaba, o se explicaba de alguna forma.

¿Cuál era la verdadera intención de Durham? ¿Volverle loco?

Thomas había ordenado la investigación de rutina antes de dejar que Durham entrase, lo que había revelado únicamente que el tipo trabajaba como vendedor para Productos Financieros Gryphon —una compañía anglo-australiana de moderado éxito— y que no tenía antecedentes penales. Apenas eran necesarias las precauciones elaboradas; los visitantes no podían causar daño. El consejero de RV de Thomas le había asegurado que nada aparte de trastear con el hardware in situ podría dañar o corromper el sistema; ninguna simple señal que viniese por la fibra desde el mundo exterior podría penetrar las capas protectoras del software. Los visitantes que causaban el caos, introduciendo virus por el malicioso chasquear modulado de los dedos, eran materia de ficción (literalmente: Thomas lo había visto una vez en La familia Unclear).

Durham había dicho:

—No voy a mentirle. He pasado una temporada en una institución mental. Diez años. Sufría alucinaciones. Extrañas y complejas alucinaciones. Y ahora comprendo que estaba muy enfermo. Puedo mirar atrás y entenderlo.

»Pero a la vez, puedo mirar atrás y recordar qué era lo que creía que estaba sucediendo cuando estaba loco. Y sin dejar de reconocer mi condición ni por un momento, todavía encuentro esos recuerdos convincentes

A Thomas se le erizó la piel. Levantó el vaso… y luego lo dejó. Sabía que si seguía bebiendo, nada de lo que el hombre había dicho le alteraría… pero no había bebido lo suficiente, todavía, para estar absolutamente seguro de que eso fuese lo que quería.

—Si no está listo para realizar el experimento por sí mismo, al menos considere las implicaciones. Imagine que se modifica la forma en que es calculado, e imagine las consecuencias. Un gedankenexperiment… ¿es tanto pedir? En cierto sentido, eso es todo lo que yo mismo he hecho.

El terminal sonó. Thomas contestó. Löhr dijo:

—Tengo un informe preliminar sobre Paul Durham. ¿Quiere que se lo lea?

Thomas negó.

—Lo veré en la pantalla.

Lo repasó a nivel uno de detalle. Paul Kingsley Durham. Nacido en Sydney el 6 de junio del 2000. Padres: Elizabeth Anne Maddox y John Arthur Durham… copropietarios de una charcutería en el suburbio de Concord en Sydney, desde 1996 hasta el 2032… retirados a Mackay, Queenslan… ahora los dos fallecidos de muerte natural.

Educado en un instituto del gobierno. 2017: diploma de bachillerato con la nota total en el tres por ciento superior; mejores materias, física y matemática. 2018: completó un año de estudios de ciencia en la Universidad de Sydney, aprobó todos los exámenes pero dejó los estudios. 2019 a 2023: viajó por Tailandia, Burma, la India y Nepal. 2024: al regresar a Australia, se le diagnosticó un síndrome alucinatorio orgánico, probablemente congénito… se le concedió una pensión de invalidez aprobada en enero del 2031. Internado en el pabellón psiquiátrico del Hospital Blacktown el 4 de septiembre del 2035.

Nanocirugía correctiva del hipocampo y el córtex cerebral prefrontal realizada el 11 de noviembre del 2045… declarada un éxito total.

Thomas cambió a nivel dos, para llenar el margen de diez años, pero encontró poco más que una larga lista de drogas, injertos neuronales y vectores de terapia genética que habían sido inyectados en el cráneo de Durham durante ese período, sin ningún beneficio aparente. Había notas frecuentes de que los tratamientos habían sido probados en modelos parciales del cerebro, pero no habían funcionado en la práctica. Thomas se preguntó si se lo habrían dicho a Durham… y se preguntó qué imaginaba el hombre que sucedía cuando una droga se evaluaba en quince modelos separados de diferentes regiones del cerebro que, unidos, formaban todo el órgano…

Del 2046 al 2048: estudios de finanzas y administración en la Universidad Macquarie. 2049: graduado con honores y contratado inmediatamente por Gryphon como vendedor en prácticas. Desde el 17 de enero del 2050, trabaja en la División de Inteligencia Artificial.

Lo que significaba vender protección, en distintas formas, a Copias que temían perder sus fondos. El trabajo de Durham incluiría por supuesto pasar muchas horas como visitante… aunque exactamente no se extendía a revelar detalles de su historia psiquiátrica personal, o proponer un gedankenexperiment metafísico a sus clientes. O, ya puesto, malgastar el tiempo en Copias demasiado seguras para necesitar los servicios de Gryphon.

Thomas se alejó del terminal. Era casi demasiado simple: Durham había engañado a sus médicos haciéndoles creer que le habían curado… y luego, con típico ingenio y tenacidad paranoide, se había conseguido una posición en la que podía conocer a Copias, compartir la Gran Verdad que le había sido revelada… e intentar ganar algo de dinero en el proceso.

Si Thomas llamaba a Gryphon y les contaba lo que su loco vendedor tramaba, Durham perdería su trabajo, y probablemente acabaría de nuevo en una institución… y con suerte se beneficiaría de un segundo intento de nanocirugía. Durham probablemente no le hacía daño a nadie… pero asegurarse de que recibiese tratamiento era, claramente, lo más correcto.

Una persona confiada y optimista realizaría inmediatamente la llamada.

Thomas miró la bebida, pero decidió esperar un poco antes de decidirse.

Durham había dicho:

—Entiendo que todo lo que creo haber experimentado era «debido a» mi enfermedad… y sé que no hay una forma fácil de demostrarle que no sigo estando loco. Pero incluso si eso fuese cierto… ¿por qué iba a ser menos importante la pregunta que le he planteado?

»La mayoría de los humanos de carne y hueso viven y mueren sin saber o preocuparse de qué son… se mofan de la misma idea de que eso importe. Pero usted no es de carne y hueso, y no puede permitirse el lujo de la ignorancia.

Thomas se levantó y caminó hasta el espejo sobre la chimenea. Superficialmente, su aspecto estaba basado en gran parte en su último escán; tenía el mismo pelo blanco rebelde, la misma piel suelta, manchada y traslúcida de los ochenta y cinco años. Pero tenía el porte de un joven; el modelo construido a partir del fichero de escán había sido rejuvenecido por completo, internamente, eliminando sesenta años de deterioro en cada articulación, cada músculo, cada vena y arteria. Se preguntaba si no sería sólo cuestión de tiempo el que la vanidad lo dominase e hiciese lo mismo con su aspecto. Muchos de sus asociados estaban rejuveneciendo gradualmente… pero algunos habían dado un salto atrás de veinte, treinta, cincuenta años, o habían cambiado por completo de aspecto. ¿Qué era lo más honrado? Tener el aspecto de un ser humano de carne y hueso de ochenta y cinco años (cosa que no era), o tener el aspecto que le hubiese gustado… o lo que preferiría ser… si le diesen a elegir. Y realmente podía elegir.

Cerró los ojos, se puso las puntas de los dedos en las mejillas, exploró la piel dañada. Si creía que esas ruinas lo definían, lo definían… y si aprendía a aceptar un cuerpo joven, lo mismo seguiría siendo cierto. Y sin embargo, no podía liberarse de la noción de que el rejuvenecimiento no sería más que construir una «máscara» más joven… mientras que su «verdadera cara» seguiría existiendo —y envejeciendo— en algún lugar. Puro Dorian Gray; una estúpida fábula moralista llena de verdades «eternas» obsoletas tiempo atrás.

Y estaba bien simplemente sentirse sano y vigoroso, libre de artritis, dolores calambres y escalofríos, la falta de aire que podía recordar tan bien. Algo más parecía demasiado fácil, demasiado arbitrario Cualquier Copia podía convertirse en un instante en un Adonis de Hollywood. Y cualquier Copia podía correr más que una bala, levantar un edificio, cambiar el curso del planeta.

Thomas abrió los ojos, alargó la mano y tocó la superficie del espejo, consciente de que evitaba tomar una decisión. Pero algo todavía le molestaba.

¿Por qué Durham le había elegido a él? El hombre podría tener alucinaciones… pero seguía siendo inteligente y racional a cierto nivel. De todas las Copias cuyas inseguridades podría haber intentado explorar, ¿por qué elegir una con una situación hermética, hardware seguro y un patronato bien administrado? ¿Por qué elegir un objetivo que aparentemente no tenía nada que temer?

Thomas sintió que el vértigo regresaba. Habían pasado sesenta y cinco años. Ninguna noticia periodística o informe policial había mencionado su nombre; ninguna búsqueda de base de datos, no importa cuán elaboradas, podía conectarle con Anna. Nadie vivo podía conocer lo que había hecho; y menos que nadie un expaciente psiquiátrico de cincuenta años y del otro lado del mundo.

Incluso el hombre que había cometido el crimen estaba muerto. Thomas había visto cómo lo cremaban.

¿Creía seriamente que la oferta de santuario de Durham era un eufemismo elaborado para no desenterrar el pasado? ¿Chantaje?

No. Eso era ridículo.

Por tanto, ¿por qué no realizar algunas llamadas, y hacer que viesen al pobre hombre? ¿Por qué no pagar para hacerle tratar por el mejor neurocirujano suizo (quien verificaría el procedimiento por adelantado en un conjunto sofisticado de modelos parciales del cerebro…)?

¿O creía que había alguna posibilidad de que Durham estuviese diciendo la verdad? ¿De que podía ejecutar una segunda Copia en un lugar al que nadie podría ir ni en un billón de años?

El terminal sonó. Thomas dijo:

—¿Sí?

Heidrich había ocupado el puesto de Löhr; a veces los turnos parecían cambiar tan rápido que Thomas se mareaba.

—Tiene una reunión con los administradores de Geistbank dentro de cinco minutos, señor.

—Gracias. Iré ahora mismo.

Thomas comprobó su aspecto en el espejo. Dijo:

—Péiname.

Su pelo se volvió pasablemente ordenado, su piel algo menos pálida, sus ojos claros; ciertos músculos faciales se relajaron, y otros se tensaron. El traje no requería atención; como en la vida, no podía arrugarse.

Casi se rió, pero su nueva expresión ajustada lo desaconsejaba. Rapidez, honradez, suficiencia, locura. Era caminar sobre la cuerda floja. Tenía noventa años según una medida, ochenta y cinco y medio por otra… y todavía no sabía cómo vivir.

Saliendo, cogió el Confianza y Optimismo y lo arrojó sobre la alfombra.