(Rasga, ata, corta hombre de trapo)
JUNIO 2045
Paul se despertó sin confusión. Se vistió y comió, intentando sentirse optimista. Había demostrado su voluntad de cooperar; ahora era el momento de pedir algo a cambio. Entró en el estudio, conectó el terminal y llamó a su propio número. El geniecillo contestó.
Paul dijo:
—Me gustaría hablar con Elizabeth.
Chillido.
—Eso no es posible.
—¿No es posible? ¿Por qué no se lo preguntas?
Chillido.
—No puedo hacerlo. Ella ni siquiera sabe que existes.
Paul lo miró fríamente.
—No me mientas, es una pérdida de tiempo. Tan pronto como tú vieses una Copia que sobreviviese, ibas a explicárselo todo…
Chillido.
El geniecillo dijo secamente:
—O eso pensábamos.
La certidumbre de Paul se tambaleó.
—¿Me estás diciendo que nuestra gran ambición se ha cumplido finalmente… y ni siquiera se lo has mencionado a la única mujer…?
Chillido.
El rostro de Durham se volvió de piedra.
—En realidad no quiero hablar de eso. ¿Podemos continuar con el experimento, por favor?
Paul abrió la boca para protestar… y descubrió que no tenía nada que decir. Toda la rabia y los celos se habían disuelto en… la vergüenza. Era como si hubiese recuperado la cordura después de soñar despierto, una elaborada fantasía sobre una relación con la amante de otro. Paul y Elizabeth. Elizabeth y Paul. Lo que sucediese entre ellos no era asunto suyo. No importaba lo que dijesen sus recuerdos, ésa ya no era su vida para vivirla.
Él dijo:
—Claro, sigamos con el experimento. El tiempo corre. Debes de haber cumplido los cuarenta y cinco… ¿cuándo, hace un día? Muchas felicidades.
Chillido.
—Gracias… pero te equivocas. Tomé algunos atajos mientras dormías: desconecté parte del modelo… hice trampas en casi todo lo demás. Es sólo el cuatro de junio; has tenido seis horas de sueño en diez horas de tiempo real. No es un mal trabajo, creo yo.
Paul estaba indignado.
—¡No tienes derecho a hacer eso!
Chillido.
Durham suspiró.
—Sé práctico. Pregúntate a ti mismo lo que hubieses hecho en mi lugar.
—¡No es una broma!
Chillido.
—Así que dormiste sin tener un cuerpo entero. Limpié algunas toxinas de tu cuerpo a un ritmo no fisiológico —el geniecillo parecía realmente sorprendido—. Comparado con el experimento, eso no es nada. ¿Por qué debería molestarte? Te has despertado exactamente en la misma condición que si hubieses dormido de la forma normal.
Paul se recompuso. No quería explicar lo vulnerable que le hacía sentir el que alguien pudiese atravesar el universo y eliminarle órganos innecesarios mientras dormía. Y cuanto menos supiese el bastardo de las inseguridades de su Copia, mejor… Él se limitaría a explotarlas.
Dijo:
—Me molesta porque los experimentos no tienen valor si vas a estar interviniendo al azar. Cambios precisos y controlados… ésa es las base. Tienes que prometerme que no volverás a hacerlo.
Chillido.
—Eras tú el que te quejabas del gasto. Alguien tiene que pensar en conservar nuestros reducidos recursos.
—¿Quieres que siga cooperando? ¿O quieres empezar desde el principio?
Chillido.
El geniecillo dijo amablemente:
—Vale, no tienes que amenazarme. Tienes mi palabra: no más intervenciones ad hoc.
—Gracias.
¿Conservar nuestros reducidos recursos? Paul había intentado con fuerza no pensar en el dinero. ¿Qué haría el geniecillo cuando ya no pudiese permitirse seguir ejecutándolo… si Paul no decidía saltar una vez acabado el experimento?
Guardar una instantánea del modelo, por supuesto, hasta que pudiese encontrar dinero para empezar de nuevo. A la larga, establecer un patronato; sólo tendría que sacar lo suficiente para ejecutarlo a tiempo parcial, al principio: mantenerlo en contacto con el mundo, evitar el excesivo choque cultural… hasta que la tecnología fuese lo suficientemente barata para permitirle vivir continuamente.
Pero claro, todos esos planes tranquilizadores habían sido trazados por un hombre con dos futuros. ¿Realmente mantendría una antigua Copia ejecutándose cuando podía ahorrar dinero para un escán en el lecho de muerte, y «su propia» inmortalidad?
Chillido.
—¿Podemos ponernos a trabajar?
—Para eso estoy aquí.
En esta ocasión, el modelo sería descrito en la resolución temporal estándar de un milisegundo, continuamente… pero se cambiará el orden en que se computarían los estados.
Chillido.
—Experimento dos, prueba número uno. Orden inverso.
Paul contó.
—Uno. Dos. Tres.
Orden inverso. Después de un salto inicial al futuro, ahora viajaba hacia atrás por el tiempo real. Hubiese sido un buen toque si hubiese podido ver los sucesos externos en el terminal —algún cliché entrópico como un vaso rompiéndose— sabiendo que era él, y no la escena, el que iba «marcha atrás»… pero sabía que no podía hacerse (aparte del hecho de que hubiese arruinado el experimento, al indicar la diferencia entre el sujeto y el control). En tiempo real, lo primero en calcularse sería el estado del cerebro en tiempo final del modelo, completo con recuerdos de todo lo que «había sucedido» en los diez segundos «anteriores». Esos recuerdos no podían incluir el haber visto cómo un vaso real se recomponía a sí mismo a partir de los fragmentos, si el vaso no se había roto todavía. El truco podía haberse realizado con una simulación, o con una grabación de vídeo del suceso real… pero no hubiese sido lo mismo.
—Ocho. Nueve. Diez.
Otro imperceptible salto al futuro y el geniecillo reapareció.
Chillido.
—Prueba número dos. Estados impares, luego los pares.
En términos externos: él contaría hasta diez, saltándose cada dos momentos del tiempo del modelo… luego olvidar haberlo hecho, y contar de nuevo, volviendo atrás y rellenando los huecos.
¿Y desde su punto de vista? Mientras contaba, sólo una vez, el mundo real —incluso si no podía verlo— estaba parpadeando entre dos regiones separadas de tiempo, que habían sido cortadas en porciones de diecisiete milisegundos, y entrelazadas.
Por tanto… ¿quién tenía razón? Paul lo meditó, medio en serio medio en broma. Quizás ambas descripciones fuesen igualmente válidas; después de todo, la relatividad había abolido el tiempo absoluto. Todos tenían derecho a su propio marco de referencia; cruzando el espacio profundo a cerca de la velocidad de la luz, o rozar el horizonte de sucesos de un agujero negro. ¿Por qué no podía la percepción del tiempo de una Copia ser tan sacrosanta como la de un astronauta?
Pero la analogía era fallida. Las transformaciones relativistas eran suaves, posiblemente extremas, pero siempre continuas. El espacio-tiempo de un observador podía estirarse y deformarse a ojos de otro…, pero no podía cortarse como una barra de pan y barajarse como un mazo de cartas.
—Cada diez estados, en conjuntos de diez.
Paul contó; y, para seguir el juego, intentó defender su propia perspectiva, intentó imaginar el mundo exterior realmente haciendo ciclos entre fragmentos de tiempo sacados de diez períodos distintos. El problema era… ese universo supuestamente vibrante contenía el ordenador que ejecutaba el modelo, la infraestructura de la que dependía todo lo demás. Si su ordenada cronología había sido destruida, ¿qué le mantenía a él unido, qué le permitía hacerse esa pregunta?
—Cada veinte estados, en conjuntos de veinte.
Diecinueve episodios de amnesia, diecinueve nuevos comienzos.
(A menos, claro, que él fuese el control).
—Cada cien estados, en conjuntos de cien.
Perdió todo sentido real de lo que sucedía. Simplemente contaba.
—Orden seudoaleatorio de los estados.
—Uno. Dos. Tres.
Ahora él era… polvo. Para un observador externo, esos diez segundos habían sido separados en diez mil momentos no relacionados y esparcidos en el tiempo real… y en el tiempo del modelo, el mundo real había sufrido una suerte similar. Sin embargo, la estructura de su consciencia permanecía perfectamente intacta: de alguna forma se encontraba a sí mismo, «se ensamblaba a sí mismo» a partir de esos fragmentos mezclados. Lo habían desmontado como a un puzzle, pero esa disección y reordenación le eran transparentes. De alguna forma —y en sus propios términos— las piezas seguían conectadas.
—Ocho. Nueve. Diez.
Chillido.
—Estás sudando.
—¿Los dos yo?
Chillido.
El geniecillo rió.
—¿Qué crees?
Paul dijo.
—Hazme un pequeño favor. El experimento ha terminado. Apaga a uno de nosotros; el control o el sujeto, no me importa.
Chillido.
—Hecho.
—Ahora ya no hay necesidad de ocultar nada, ¿no? Así que vuelve a pasarme el efecto seudoaleatorio… y permanece en línea. Esta vez, tú cuentas hasta diez.
Chillido.
Durham negó con la cabeza.
—No puedo hacerlo, Paul. Piénsalo: no pueden calcular no secuencialmente cuando las percepciones pasadas no se conocen.
Claro; otra vez el problema del vaso roto.
Paul dijo:
—Entonces grábate, y usa la grabación.
El geniecillo pareció encontrar divertida la petición, pero estuvo de acuerdo; incluso ralentizó la grabación para que durase diez segundos en tiempo del modelo. Paul miró los labios y mandíbulas intensamente borrosos escuchando cuidadosamente el murmullo de ruido blanco.
Chillido.
—¿Estás contento?
—¿Me alteraste a mí y no a la grabación?
Chillido.
—Por supuesto, tus deseos son órdenes para mí.
—¿Sí? Pues hazlo de nuevo.
Durham sonrió sardónico, pero obedeció. Paul dijo:
—Ahora, altera la grabación.
Tenía el mismo aspecto. Por supuesto.
—Otra vez.
Chillido.
—¿Qué sentido tiene todo esto?
—Hazlo.
Paul miró, mientras se le levantaba el pelo de la nuca, convencido de estar al borde de… ¿qué? ¿Enfrentarse finalmente al hecho «obvio» de que la permutación más radical de la relación entre el tiempo del modelo y el tiempo real sería indetectable para una Copia aislada? Había aceptado la casi certidumbre de ese hecho, tácitamente, durante veinte años… pero la experiencia de primera mano de tener su mente literalmente reordenada —sin que causase ningún efecto— era provocadora en una forma en que la comprensión abstracta no lo había sido.
Dijo:
—¿Cuándo pasamos a la próxima fase?
Chillido.
—¿Por qué, de pronto, estás tan deseoso?
—Nada ha cambiado. Simplemente quiero acabar.
Chillido.
—Alinear todas las demás máquinas está llevando algunas negociaciones delicadas. El software de distribución de la red no está diseñado, para acomodar caprichos geográficos. Es un poco como ir al banco pedir depositar dinero… en una cierta posición en una determinada memoria de ordenador. Básicamente, la gente piensa que estoy loco.
Paul sintió un momentáneo ataque de empatía, recordando su propia previsión de esas dificultades. Empatía al borde de ser identificación. La sofocó. Ahora los dos eran personas irreversiblemente diferentes, con problemas y metas diferentes… y lo más estúpido que podía hacer era olvidarlo.
Chillido.
—Podría suspenderte mientras termino los preparativos, para ahorrarte el aburrimiento… si eso es lo que quieres.
—Eres muy amable. Pero prefiero permanecer consciente. Tengo mucho en que pensar.