(No remitir la escasez)
NOVIEMBRE 2050
Peer ancló las plantas de los dos pies y la palma de una mano firmemente contra el vidrio, y descansó durante un rato. Echó la cabeza atrás para absorber, una vez más, la pared plateada del rascacielos que se extendía hacia el infinito por encima de él. Nubes de algodón pasaban volando, más altas que el edificio… aunque el edificio se elevaba por siempre.
Liberó el pie derecho, se ancló nuevamente más alto, luego se volvió y miró abajo a la matriz ordenada de la ciudad, rodeado de suburbios tan ordenados como campos arados. El campo más allá formaba un borde verde-marrón en el cuenco hemisférico de la Tierra; un horizonte de neblina azul bisecaba la vista exactamente. Las características del paisaje, como las nubes, eran «infinitamente grandes», y estaban «infinitamente lejos»; una ciudad finita, por grande que fuese, se hubiese reducido hasta ser invisible, como la base del rascacielos. Pero la distancia era algo más que un truco de perspectiva; Peer sabía que podía seguir aproximándose al suelo todo lo que quisiese, sin llegar a alcanzarlo. Horas, días, siglos.
No podía recordar empezar el descenso, aunque entendía claramente —conocimiento nube, nubes de recuerdos— en qué sentido había un comienzo, y en qué sentido no lo había. Sus recuerdos del rascacielos, como su visión de él, parecían convergir hacia un punto de fuga; mirando desde el presente, todo lo que podía recordar era el acto de descender, puntuado por el descanso. Y aunque la mente le había vagado, nunca había perdido la consciencia; su pasado parecía extenderse hacia atrás, uniformemente, por siempre… pero sin embargo, podía apreciar esa imagen infinita, gracias a alguna ley de la perspectiva mental, algún álgebra de la memoria que limitaba la suma de las contribuciones a su estado mental de elementos decrecientes situados más en el pasado. Pero también tenía sus recuerdos nube; recuerdos anteriores al descenso. No podía acceder a ellos en ese momento, pero existía un fondo de información que informaba todo lo demás. Sabía exactamente quién había sido, y lo que había hecho, en aquel tiempo antes del tiempo que ahora habitaba.
Peer había estado agotado cuando se había detenido, pero después de un minuto de descanso se sintió, literalmente, tan energético y entusiasta como siempre. En el tiempo nube, para prepararse, había eliminado cualquier necesidad o deseo de comida, bebida, sueño, sexo, compañía o incluso un cambio de escenario, y había programado a su exoyó —el software supervisor, sofisticado pero no consciente, que podía penetrar en el modelo de su cerebro y cuerpo para ajustar cualquier parte necesaria— para asegurarse de que esas condiciones permanecieran ciertas. Retomó alegremente el descenso, un Sísifo feliz. Abrirse paso descendiendo la superficie de espejo del rascacielos era todavía la felicidad más pura que podía imaginar: el calor del sol reflejándose hacia él, el corte frío del viento, el crujir débil del acero y el cemento. Adrenalina y tranquilidad. El ciclo de extenuación y perfecta recuperación. Movimiento perpetuo. Tocando el infinito.
El edificio, la Tierra, el cielo y su cuerpo se habían desvanecido. Limitado a ver y oír, Peer se encontró observando su Búnker: un grupo de pantallas flotando en un vacío negro. Kate estaba en una de las pantallas: bidimensional, en blanco y negro, sólo movía los labios.
Ella dijo:
—Pusiste el límite muy alto. No te habrías enterado en una década si no te hubiese llamado.
Peer gruñó, desconcertado durante un momento por la falta de retroalimentación táctil de los órganos convencionales del habla, y miró, por medio de la intención de movimiento ocular, a la pantalla a su lado, una gráfica de la relación entre el tiempo del Búnker y el tiempo real.
Observar el Búnker —«estar en él» hubiese sido un pleonasmo— era el estado computacional más eficiente que una Copia podía adoptar, a un paso de no tener consciencia, el cuerpo de Peer no estaba siendo simulado para nada; las partes esenciales de su modelo de cerebro habían sido mapeadas sobre una red neuronal abstracta, una colección de puertas digitales idealizadas sin ninguna pretensión de verosimilitud fisiológica. No entraba en ese estado muy a menudo, pero el tiempo de Búnker era aun así un estándar útil como base para comparar.
En el mejor de los casos —en las raras ocasiones en que la demanda se reducía, y compartía un cluster de procesadores con sólo dos o tres usuarios más— la ralentización en el tiempo de Búnker era sólo de treinta. ¿En el peor de los casos? Hasta unos minutos antes había estado sucediendo lo peor: una sección de la gráfica era perfectamente plana. Durante más de diez horas de tiempo real, no había sido computado en absoluto.
Kate dijo:
—Operación Mariposa. Simulaciones de control climático. Los cabrones lo compraron todo.
Kate sonaba agitada y enfadada. Peer habló con calma.
—No es una gran pérdida. Nación Solipsista significa fabricar tu propio mundo, en tus propios términos. Sean cuales sean los riesgos. El tiempo real no importa. Que nos den una computación por año. ¿Qué cambiaría? Nada. —Miró a otra pantalla, y vio que sólo había estado en el modelo del rascacielos durante siete minutos subjetivos. Los falsos recuerdos se habían mezclado perfectamente; nunca hubiese creído que hubiese sido tan poco tiempo. Precalcular los recuerdos había llevado tiempo, por supuesto, pero mucho menos de lo necesario para acumular el mismo efecto por la experiencia convencional.
Kate dijo:
—Te equivocas. No…
—Que nos ejecuten un momento de modelo cada vez para una Copia en cada cluster de procesadores, cumplir por ese día y luego dedicarlo enteramente a otros usuarios. Cada Copia se abriría paso de máquina a máquina, con una ralentización de algunos miles de millones… y no importaría. Los fabricantes podrían ejecutarnos gratis; podrían convertirlo en una especie de ritual, una bendición del hardware al espíritu de los muertos. Entonces podríamos abolir todos los patronatos, y dejar de preocuparnos por completo del dinero. Cuanto más baratos seamos, menos vulnerables seremos.
—Ésa es sólo media verdad. Cuanto más nos marginan, más peligro corremos.
Peer intentó suspirar; el sonido que emergió era bastante plausible, pero le molestaba la falta de sensación.
—¿Hay alguna razón para permanecer en modo de emergencia? ¿Hay alguna decisión importante que deba tomar? ¿Hay misiles dirigiéndose… —comprobó la pantalla—… Dallas? —¿Dallas? El dólar americano debía de haber perdido mucho frente al yen.
Kate no dijo nada, así que Peer contempló los iconos para un cuerpo y una habitación y deseó que se activasen. Su cuerpo incorpóreo, y las pantallas flotantes del Búnker, se convirtieron en un joven, descalzo y vistiendo tejanos y una camiseta, sentado en una habitación de control sin ventanas; lo que podía haber sido el centro de operaciones de un edificio de oficinas de tamaño medio.
El estado fisiológico del cuerpo continuaba directamente desde los últimos momentos en la pared del rascacielos… y se sentía bien: en forma, tonificado.
Peer grabó una instantánea, para poder volver a recuperar esa sensación a voluntad. Miró a Kate suplicante; ella se ablandó y se unió a él, desapareciendo de la pantalla y apareciendo en una silla a su lado.
Ella dijo:
—Soy Nación Solipsista. Lo que suceda fuera no me afecta… pero todavía necesito ciertas garantías, ciertos estándares mínimos.
Peer rió.
—¿Entonces qué vas a hacer? ¿Te vas a unir a un lobby? ¿Vas a pasar todo el tiempo elevando peticiones a Bruselas y Ginebra? «Los derechos humanos» son para las personas que quieren jugar a ser humanos. Yo sé quién soy. No soy humano. —Hundió el puño en el pecho, penetrando sin esfuerzo la camisa, piel y costillas, y se arrancó el corazón. Sintió cómo se abría la carne y las consecuencias… pero aunque los aspectos del dolor eran «realistas», barreras preprogramadas lo mantenían aislado en el cerebro, una percepción sin ninguna consecuencia emocional o metabólica. Y su corazón siguió palpitando sobre la mano, como si nada hubiese sucedido; la sangre pasaba directamente por entre los extremos rotos de las arterias, ignorando la «distancia intermedia».
Kate dijo:
—Parpadea y han pasado diez horas. Eso no es un desastre… pero ¿adónde llegará? ¿Decretos de estado de emergencia? ¿Nacionalización de todos los recursos informáticos en Tokio para el control climático?
—¿Tokio?
—Algunos modelos muestran tifones de efecto invernadero alcanzando las islas japonesas en los próximos treinta años.
—Que jodan a Tokio. Nosotros estamos en Dallas.
—Ya no —ella señaló a la pantalla de estado; las fluctuaciones del cambio de moneda, y la búsqueda de los TIPS más baratos, los habían arrojado al otro lado del Pacífico—. No es que importe. También hay planes para el Golfo de México.
Peer dejó su corazón en el suelo y se encogió de hombros, luego rebuscó en el interior de su pecho en busca de más órganos. Finalmente se decidió por un puñado de pulmón. Arrancados, los tejidos rosa todavía se expandían y contraían siguiendo la respiración; desde el punto de vista funcional todavía estaban dentro de su caja torácica.
—Empieza a buscar seguridad, y acabarás controlada por las demandas del viejo mundo. ¿Eres Nación Solipsista o no?
Kate miró sus heridas sin sangre y dijo con calma.
—Nación Solipsista no significa morir por estupidez. Desmontas tu cuerpo, ¿y crees que eso demuestra que eres invulnerable? ¿Implantas algunos recuerdos de perspectiva forzada y crees que has vivido siempre? No quiero una ilusión barata de inmortalidad. La quiero de verdad.
Peer frunció el ceño, y empezó a prestar atención a lo que ella había elegido en su cuerpo. Todavía se la reconocía como «Kate», aunque era la variación más severa de ese tema que había visto. Pelo corto, huesos largos, penetrantes ojos grises; más esbelta que nunca, vestida de forma sencilla de blanco holgado. Tenía un aspecto ascético, funcional, decidido.
Ella dijo, falsamente informal, como si cambiase de tema:
—Noticias interesantes: hay un hombre, un visitante, abordando a las Copias más ricas, vendiendo espacio de calidad para segundas versiones a un precio ridículo.
—¿Cuánto?
—Dos millones de euros.
—¿Qué… al mes?
—No. En total.
Peer bufó.
—Es una estafa.
—Y fuera, ha estado contratando programadores, diseñadores, arquitectos. Encargando, y pagando, trabajos que exigirán al menos algunas docenas de clusters de procesadores para ejecutarse.
—Buen movimiento. Eso podría llegar a persuadir a algunos de los viejos chochos de que realmente puede dar lo que promete. Pero no a muchos. ¿Quién iba a pagar sin conectarse al hardware y ejecutar algunas pruebas? Él puede mostrarles simulaciones de máquinas brillantes, pero si no son reales, no se lo tragarán. Fin de la estafa.
—Sanderson ha pagado. Repetto ha pagado. Lo último que he oído es que ha hablado con Riemann.
—No me creo nada. Todos ellos tienen su propio hardware… ¿por qué iban a molestarse?
—Todos son muy conocidos. La gente sabe que ellos tienen su propio hardware. Si las cosas se ponen feas, puede ser confiscado. Mientras que este hombre, Paul Durham, no es nadie. Evidentemente es intermediario de alguien… pero sean quienes sean, actúan como si tuviesen acceso a más potencia informática que Fujitsu, a un milésima parte del coste. Y nada de eso está en el mercado abierto. Nadie sabe oficialmente que existe.
—O extraoficialmente. Pero no existe. ¡Dos millones de euros!
—Sanderson ha pagado. Repetto ha pagado.
—Según tus fuentes.
—Durham está consiguiendo más dinero de algún sitio. Yo misma he hablado con Malcolm Carter. Durham le encargó una ciudad, miles de kilómetros cuadrados… y nada en ella es pasivo. Detalles arquitectónicos por todas partes, al nivel de percepción visual, o mejores. Multitudes seudoautónomas… cientos de miles de personas. Zoológicos y parques con los últimos algoritmos de comportamiento. Una cascada como no existe en la Tierra.
Peer se sacó el intestino y se lo pasó juguetón alrededor del cuello.
—Podrías tener una ciudad así, toda para ti, si la quisieses… si estuvieras dispuesta a soportar la ralentización. ¿Por qué estás tan interesada en ese estafador Durham? Incluso si va en serio, no puedes permitirte lo que pide. Acéptalo: estás atrapada en este suburbio conmigo… y no importa. —Peer se permitió una breve retrospectiva de la última vez que hicieron el amor. La combinó con la escena actual, por lo que veía dos Kates, y la nueva de ojos grises parecía mirar mientras él estaba en el suelo jadeando bajo el tangible recuerdo del antiguo cuerpo de ella… aunque en realidad, todo lo que ella veía era a él sentado en su silla, sonriendo ligeramente.
Todo recuerdo es robo, había escrito Daniel Lebesgue. Peer sintió un súbito ataque de culpabilidad postcoito. Pero ¿de qué se sentía culpable? De una memoria perfecta, nada más.
Kate dijo:
—No puedo permitirme el precio de Durham, pero puedo permitirme el de Carter.
Durante un segundo eso pilló a Peer con la guardia baja, pero luego le sonrió admirado.
—Vas en serio, ¿no?
Ella asintió con sobriedad.
—Sí. He estado pensando sobre ese tema durante algún tiempo, pero después de estar plana durante diez horas…
—¿Estás segura de que Carter va en serio? ¿Cómo sabes que realmente tiene algo que vender?
Ella vaciló.
—Yo misma le contraté, cuando estaba fuera. Solía pasar mucho tiempo en RV, como visitante, y él creó algunos de mis lugares favoritos: la playa de invierno; la casa de campo a la que te llevé. Y otros. Él fue una de las personas con las que hablé antes de entrar aquí definitivamente. —Peer la miró incómodo, ella rara vez hablaba del pasado, lo que a él le iba bien, y misericordiosamente, ella volvió a lo esencial—. Con ralentización, filtros, máscaras, es difícil juzgar a alguien… pero no creo que haya cambiado tanto. Todavía confío en él.
Peer asintió lentamente, moviendo ausente los intestinos por encima de los hombros.
—Pero ¿en qué medida confía Durham en él? ¿En qué medida examinará la ciudad en busca de polizones?
—Carter está seguro de poder esconderme. Tiene software que puede descomponer mi modelo y enterrarlo en los algoritmos de la ciudad, como unos pocos miles de millones de redundancias e ineficacias.
—Las ineficacias pueden ser optimizadas. Si Durham…
Kate le cortó impaciente.
—Carter no es estúpido. Sabe cómo funcionan los optimizadores… y sabe cómo ocultar esas cosas.
—Vale. Pero… una vez que estés allí, ¿qué tipo de comunicación tendrás?
—No mucha. Sólo poder limitado para espiar en aquello a lo que los legítimos habitantes decidan acceder… y si el plan de ese lugar es el secreto, puede que no sea mucho. De Carter tengo la impresión de que planean llevarse todo lo que necesiten y romper los puentes.
Peer dejó que eso le penetrase, pero decidió no preguntar lo evidente, o demostrar que lo había pensado.
—Bien, ¿qué vas a llevarte contigo?
—Todo el software y los ambientes que he estado usando aquí… que no es gran cantidad de datos, comparado conmigo. Y una vez que esté allí, tendré acceso de sólo lectura a todas las facilidades públicas: toda la información, todos los entretenimientos, todos los ambientes compartidos. Podré recorrer la calle principal, invisible e intangible, mirando a los trillonarios. Pero mi presencia no afectará a nada, excepto para ralentizarlo todo en una cantidad minúscula, así que incluso las verificaciones más rigurosas deberían indicar que el paquete está libre de contaminación.
—¿A qué ritmo te ejecutarás?
Kate bufó.
—Debería negarme a contestarlo. Tú eres el campeón de una computación al año.
—Sólo siento curiosidad.
—Depende de cuántos TIPS destinen a la ciudad —vaciló—. Carter no tiene pruebas reales, pero cree que hay buenas posibilidades de que los jefes de Durham tengan en sus manos algún nuevo tipo de hardware de alta potencia…
Peer gruñó.
—Por favor, todo este asunto ya es bastante sospechoso; no empieces a hablar del mítico adelanto. ¿Qué hace creer que alguien pudiese mantenerlo en secreto? ¿O que alguien querría?
—Puede que no quieran, a la larga. Pero la mejor forma de explotar la tecnología podría ser vender la primera de la nueva generación de procesadores a las Copias más ricas… antes de salir al mercado abierto y hundir las tarifas de TIPS.
Peer rió.
—Entonces ¿por qué ir de polizones? Si eso sucede, no hay nada que temer del control climático.
—Porque puede que no haya habido ningún adelanto. Lo único cierto es que algunas de las Copias más ricas, y mejor informadas, han decidido que vale la pena ir a ese… santuario. Y yo tengo la oportunidad de ir con ellos.
Peer se quedó en silencio durante un rato. Finalmente, preguntó.
—Entonces ¿te mudas o vas a clonarte?
—Clonarme.
Él podía haber ocultado con facilidad su alivio… pero no lo hizo.
—Me alegro, te hubiese echado de menos.
—Y yo también te hubiese echado de menos. Quiero que vengas conmigo.
—¿Quieres que…?
Kate se inclinó hacia él.
—Carter me dijo que te incluiría a ti, y a tu equipaje, por otro cincuenta por ciento. Clónate y ven conmigo. No quiero perderte… ninguna de nosotras.
Peer sintió cómo le recorría la excitación… y el miedo. Tomó una instantánea de sus emociones, luego dijo:
—No sé. Nunca…
—Una segunda versión. Ejecutándose en el hardware más seguro del planeta. Eso no es rendirse al exterior… es ganar finalmente algo de verdadera independencia.
—¿Independencia? ¿Qué pasa si esas Copias se cansan de la ciudad de Carter y deciden cargársela… cambiarla por algo nuevo?
Kate permaneció imperturbable.
—No es imposible. Pero tampoco tenemos garantías en las redes públicas. De esta forma, al menos tendrás más probabilidades de que sobreviva una versión.
Peer intentó imaginarlo.
—Polizones. Sin comunicación. Sólo nosotros, y el software que llevemos.
—Eres Nación Solipsista, ¿no?
—Sabes que lo soy. Pero… nunca he ejecutado una segunda versión. No sé cómo me sentiré después de la separación.
¿Qué tal quién lo sentirá?
Kate se inclinó y recogió su corazón.
—Tener una segunda versión no te molestará —fijó sus nuevos ojos grises en él—. Estamos ejecutándonos con una ralentización de sesenta y siete. Carter va a entregarle la ciudad a Durham, en seis meses de tiempo real a partir de ahora. Pero ¿quién sabe cuándo la Operación Mariposa volverá a aplanarnos? Así que no tienes mucho tiempo para decidirte.
Peer siguió mostrándole a Kate su cuerpo sentado en una silla, Pensándoselo mientras en realidad se puso en pie y caminó por la habitación, huyendo de su formidable mirada.
¿Quién soy? ¿Es esto lo que quiero?
No podía concentrarse. Manualmente llamó a un menú en una de las pantallas de control, una matriz de doce imágenes perfectas: un dibujo anatómico del cerebro del siglo diecinueve con la superficie dividida en regiones etiquetadas con diversas emociones y habilidades. Cada icono representaba un paquete de parámetros mentales: instantáneas de estados mentales anteriores, o combinaciones puramente sintéticas.
Peer activó el icono etiquetado como CLARIDAD.
En doce cortos años de tiempo real como Copia, había intentado explorar todas las posibilidades, mapear todas las consecuencias de aquello en lo que se había convertido. Había transformado lo que le rodeaba, su cuerpo, su personalidad, sus percepciones… pero siempre había poseído la experiencia por sí mismo. Los trucos que había realizado con su memoria habían añadido, nunca borrado… y cualquier cambio que hubiese sufrido, siempre había habido una sola persona, al final, que aceptaba la responsabilidad, recogía las piezas. Un testigo que lo unificaba todo.
La verdad era que la idea de entregar finalmente la unidad lo mareaba de terror. Era el último vestigio de la fantasía de humanidad. La última gran mentira.
Y como había escrito Daniel Lebesgue, fundador de Nación Solipsista: «Mi ideal es tomar todo lo que podría ser reverenciado como quintaesencialmente humano… y convertirlo en polvo».
Volvió a su cuerpo sentado y dijo:
—Lo haré.
Kate sonrió, se llevó el corazón palpitante a los labios y le dio un largo y persistente beso.