(Rasga, ata, corta hombre de trapo)
JUNIO 2045
Paul —o el hombre de carne y hueso cuyos recuerdos había heredado— había seguido la historia de las Copias hasta principios de siglo, cuando los investigadores habían comenzado a refinar los modelos genéricos de ordenador empleados para el entrenamiento quirúrgico y la farmacología, transformándolos en versiones a medida capaces de predecir las necesidades y problemas de pacientes individuales. Las terapias de drogas se probaban antes en modelos que tenían rasgos genéticos y bioquímicos específicos, lo que permitía optimizar las dosis y anticipar y evitar cualquier efecto secundario idiosincrásico. Las operaciones complejas se probaban y perfeccionaban en Realidad Virtual, en cuerpos de software con detalles anatómicos —hasta los más pequeños capilares— basados en los escáneres tomográficos del paciente de carne y hueso.
Esos primeros modelos incluían toscas aproximaciones del cerebro, perfectamente adecuadas para cirugía cardiaca o inmunoterapia —e incluso con cierto grado de éxito al tratar con daños cerebrales masivos o tumores— pero inútil para explorar problemas neurológicos más sutiles.
Pero la tecnología de escaneado mejoró a buen ritmo, y para el 2020, había llegado al punto en que podían mapearse neuronas individuales, y medirse sin daños las propiedades de las sinapsis individuales. Con una combinación de escáneres, cualquier detalle fisiológicamente relevante del cerebro podía leerse a partir del órgano vivo; y duplicarse en un ordenador lo suficientemente potente.
Al principio, sólo se simularon caminos neuronales aislados: porciones del córtex visual de interés para los diseñadores de máquinas de visión, o secciones del sistema límbico cuyo papel había sido objeto de controversia. Esos modelos neuronales fragmentarios produjeron grandes resultados, pero una representación completa y funcional de todo el órgano —incrustado en un cuerpo completo— hubiese permitido probar por adelantado las proezas más delicadas de la neurocirugía y la farmacología. Pero durante varios años, no se creó semejante modelo; en parte por la escasamente citada incomodidad ante lo que la idea significaba. No había barreras formales que lo impidieran: a los cuerpos legislativos del gobierno y a los comités institucionales de ética sólo les preocupaba el bienestar de humanos y animales, y todavía ningún grupo de activistas había bombardeado un laboratorio por su cruel tratamiento de un software fisiológico; pero, aun así, alguien tenía que ser el primero en romper el tabú implícito.
Alguien tenía que hacer una Copia de alta resolución de todo el cerebro, y permitir que despertase y hablase.
En el 2024, John Vines, un neurocirujano de Boston, ejecutó una Copia completamente consciente de él mismo en una tosca Realidad Virtual. Después de menos de tres horas de tiempo real (aumento del pulso, hiperventilación, elevado nivel de hormonas de estrés) las primeras palabras de la primera Copia fueron: «Esto es como estar enterrado vivo. He cambiado de opinión. Sácame de aquí».
Su original complaciente lo desconectó; pero luego repitió la demostración varias veces, sin variaciones, con el razonamiento de que era imposible causarle daño adicional ejecutando exactamente la misma simulación más de una vez.
Cuando Vines lo anunció públicamente, la idea de un avance en la investigación neurológica no fue ni mencionada; en veinticuatro horas —a pesar del testimonio desalentador de la Copia— los titulares trataban todos de la inmortalidad, migración en masa a una Realidad Virtual y la deserción inminente del mundo físico.
En aquella época Paul tenía veinticuatro años, y ni idea de qué hacer con su vida. Su padre había muerto el año anterior, dejándole un modesto imperio de negocio, centrado en una próspera cadena de tiendas que no le interesaba administrar. Había pasado siete años viajando y estudiando —ciencia, historia, filosofía—, yéndole bien en lo que intentaba, pero incapaz de encontrar nada que le produjese verdadera pasión intelectual. Sin ninguna preocupación por delante sobre la seguridad financiera, se había estado hundiendo con tranquilidad en un estado de perpleja complacencia.
La noticia de la Copia de John Vines le sacó de la indiferencia. Era como si todas las promesas dudosas que la tecnología había hecho sobre la transformación de la vida humana estuviesen a punto de cumplirse, con creces. La longevidad sólo sería el principio; las Copias podrían evolucionar en formas casi imposibles para los seres orgánicos modificando sus mentes, redefiniendo sus metas, transmutándose a sí mismas eternamente. Las posibilidades eran embriagadoras; incluso cuando quedaron claros los costes e inconvenientes de las primeras versiones, incluso cuando se produjo la inevitable reacción en contra, Paul era un hijo del milenio; estaba listo para aceptarlo todo.
Pero cuanto más tiempo pasaba meditando sobre lo que Vines había hecho, más extrañas parecían las implicaciones.
El debate público que el experimento había desencadenado era acalorado, pero superficial. Se volvieron a repetir los argumentos de décadas anteriores sobre lo que un programa de ordenador podría tener en común con un ser humano (psicológica, moral, metafísicamente o desde el punto de vista de la teoría de la información…) o incluso si las Copias podían ser o no «verdaderamente» inteligentes, «verdaderamente» conscientes. Al repetir los investigadores el resultado de Vines, las Copias empezaron pronto a pasar el test de Turing: ningún panel de expertos interrogando a un grupo de humanos y Copia —por vídeo retrasado para ocultar la diferencia de ritmo temporal— podía asegurar quién era quién. Pero algunos filósofos y psicólogos se guían insistiendo en que eso no demostraba más que la «consciencia simulada», y que las Copias no eran más que programas capaces de fingir una detallada vida interior que realmente no existía.
Los defensores de la hipótesis de la IA Fuerte insistían en que la consciencia era una propiedad de ciertos algoritmos: un resultado de procesar la información de cierta forma, sin que importase qué órgano o máquina se empleaba para realizar la tarea. Un modelo de ordenador que manipulase datos sobre sí mismo y lo que le «rodeaba» esencialmente de la misma forma que un cerebro orgánico debería poseer esencialmente los mismos estados mentales. «Consciencia simulada» era una expresión tan oximorónica como «suma simulada».
Los contrarios replicaban que cuando uno modelaba un huracán nadie se mojaba. Cuando se modelaba una planta de fusión, no se producía energía. Cuando se modelaba la digestión y el metabolismo, no se consumía ningún nutriente, no se producía una digestión real. Por tanto, cuando se modelaba un cerebro humano, ¿por qué esperar que se produjesen pensamientos reales? Un ordenador ejecutando una Copia podría producir descripciones plausibles del comportamiento humano en escenarios hipotéticos —e incluso aparentar mantener una conversación prediciendo correctamente lo que un humano hubiese hecho en la misma situación— pero eso apenas hacía que la máquina en sí misma fuese consciente.
Paul decidió rápidamente que todo el debate era una distracción. Para cualquier humano, la demostración absoluta de la capacidad de sentir de una Copia era imposible. Para cualquier Copia, la verdad era evidente: cogito ergo sum. Final de la discusión.
Pero para cualquier humano dispuesto a conceder a las Copias la misma consciencia que le suponía a los otros seres humanos —y para cualquier Copia dispuesta a hacer lo contrario— el verdadero problema era éste:
Había preguntas sobre la naturaleza de esa condición compartida que la existencia de las Copias iluminaba más claramente que cualquier otra cosa antes. Preguntas que había que explorar, antes de que la especie humana pudiese empezar con confianza a legar su cultura, recuerdos, propósito e identidad a sus sucesores.
Preguntas que sólo una Copia podía responder.
Paul estaba sentado en su estudio, en su sillón favorito (no estaba del todo convencido de que hubiesen reproducido exactamente la textura de la superficie), reconfortándose todo lo que podía en el innegable absurdo de temer seguir experimentando consigo mismo. Ya había «sobrevivido» a la «transición» desde la carne al modelo fisiológico informático; con diferencia, la fase más radical del proyecto. En comparación, alterar algunos de los parámetros del modelo casi parecería trivial.
Durham apareció en la terminal, que en los demás aspectos seguía sin funcionar. Paul ya estaba empezando a considerarlo un geniecillo mandón atrapado en la pantalla más que una vasta deidad omnipotente que se paseaba por los pasillos de la Realidad tirando de las cuerdas. El tono de su voz era más que suficiente para destruir cualquier aura de poder y grandeza.
Chillido.
—Experimento uno, prueba cero. Datos de base. Resolución temporal un milisegundo, estándar del sistema. Sólo cuenta hasta diez, a intervalos de un segundo, todo lo regular que puedas. ¿Vale?
—Creo que puedo hacerlo —él mismo lo había planeado todo, no necesitaba instrucciones de cada paso. La imagen de Durham se desvaneció; durante el experimento no podía haber indicaciones del mundo real.
Paul contó hasta diez. El geniecillo regresó. Mirando la cara en la pantalla, Paul comprendió que se sentía tentado de considerarla «la suya». Quizás ése era el legado al haberse distanciado de las primeras Copias. O quizá la imagen mental de sí mismo nunca se había parecido demasiado a su apariencia real; y ahora, en defensa de su cordura, se estaba alejando aún más.
Chillido.
—Vale. Experimento uno, prueba uno. Resolución temporal cinco milisegundos. ¿Estás listo?
—Sí.
El geniecillo se desvaneció. Paul contó.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez.
Chillido.
—¿Algo de qué informar?
—No. Es decir, no puedo evitar sentirme algo aprensivo, al saber que estás alterando mi… infraestructura. Pero aparte de eso, nada.
Los ojos de Durham ya no se perdían mientras esperaba la respuesta; o había ganado autocontrol, o —más probable— había interpuesto algún software inteligente de edición para ocultar el aburrimiento.
Chillido.
—No te preocupes por la aprensión. Estamos ejecutando un control, ¿recuerdas?
Paul hubiese preferido que no se lo hubiesen recordado. Sabía que Durham lo había copiado, y que estaba alimentando exactamente con los mismos datos sensoriales a ambas Copias, mientras sólo realizaba cambios en la resolución temporal del modelo en una de ellas. Era una parte esencial del experimento, pero no deseaba profundizar en el asunto. Un tercer yo, imitando sus pensamientos, era ya demasiado para lo que ya tenía encima.
Chillido.
—Prueba número dos. Resolución temporal diez milisegundos.
Paul contó. Lo más fácil del mundo, pensó, cuando estás hecho de carne, cuando estás hecho de materia, cuando los quarks y los electrones hacen lo que está en su naturaleza. Los seres humanos estaban formados, al final, por campos de partículas elementales, incapaces, claro, de ser otra cosa que ellas mismas. Las Copias estaban formadas por memorias de ordenador como vastos conjuntos de números. Números que seguro que podían interpretarse como un cuerpo humano sentado en una habitación… pero era difícil ver esa interpretación como intrínseca, como necesaria, cuando se habían tomado decenas de miles de decisiones arbitrarias sobre la forma de codificar el modelo. ¿Esto de aquí es mi azúcar… o mi nivel de testosterona? ¿Es esto el ritmo de disparo de una neurona motor cuando levanto la mano derecha… o una señal que viene de la retina cuando me observo haciéndolo? Cualquiera al que se le diese acceso a los datos en sí, pero sin saber cuáles eran las convenciones, podría pasar una vida repasando los números sin descifrar lo que significaban.
Y, sin embargo, ninguna Copia sometida a los datos mismos —ignorando o no los detalles— tendría el más mínimo problema para darles sentido en un instante.
Chillido.
—Prueba número tres. Resolución temporal de veinte milisegundos.
—Uno. Dos. Tres.
Para que el tiempo pasase para una Copia, los números que la definían tenían que cambiar de un momento a otro. Recalculada una y otra vez, una Copia era una secuencia de instantáneas, fotogramas de una película… o cuadros de una animación por ordenador.
Pero… ¿exactamente cuándo producían las instantáneas el pensamiento consciente? ¿Mientras se las calculaba? ¿O en los breves interludios cuando se encontraban en la memoria del ordenador, sin cambiar, sin hacer nada sino representar un instante estático de la vida de una Copia? Cuando ambas cosas sucedían miles de veces por segundo subjetivo, parecía que apenas importaba, pero muy pronto…
Chillido.
—Prueba número cuatro. Resolución temporal de cincuenta milisegundos.
¿Qué soy? ¿Los datos? ¿El proceso que los genera? ¿Las relaciones entre los números?
¿Todo lo anterior?
—Cien milisegundos.
—Uno. Dos. Tres.
Paul escuchaba su voz mientras contaba… como si medio esperase empezar a notar la invasión del silencio, empezar a percibir los intervalos en sí mismo.
—Doscientos milisegundos.
Una quinta parte de segundo.
—Uno. Dos —¿estaba ahora apareciendo y desapareciendo de la existencia a cinco hercios subjetivos? Ni la película más tosca de celuloide habría parpadeado a ese ritmo—. Tres. Cuatro —agitó la mano frente a la cara; el movimiento parecía perfectamente suave, perfectamente normal. Y claro que lo era; no lo estaba observando desde fuera—. Cinco. Seis. Siete —una súbita e intensa ola de náusea le recorrió, pero luchó por contenerla y siguió—. Ocho.
Nueve. Diez.
El geniecillo apareció y emitió un breve y preocupado chillido.
—¿Qué pasa? ¿Quieres dejarlo por un rato?
—No, estoy bien. —Paul miró a la inocente habitación bañada por el sol y rió. ¿Cómo manejaría Durham la situación si el control y el sujeto acababan de dar dos respuestas diferentes? Intentó recordar su planes para esa eventualidad, pero no podía… y tampoco le importaba. Aquél ya no era su problema.
Chillido.
—Prueba número siete. Resolución temporal quinientos milisegundos.
Paul contó, y la verdad era que no se sentía diferente. Y un poco incómodo, sí, pero eliminando los remilgos, todo en la experiencia parecía exactamente igual. Y eso tenía sentido, al menos a la larga porque no se omitía nada, a la larga. El modelo de su cerebro simplemente estaba siendo descrito por completo a intervalos de medio segundo (tiempo del modelo)… pero cada descripción todavía contenía los resultados de todo lo que «hubiese sucedido» en medio. Cada medio segundo su cerebro acababa exactamente en el mismo estado en que hubiese estado si nada se hubiese dejado fuera.
—Mil milisegundos.
Pero… ¿qué sucedía en medio? Las ecuaciones que controlaban el modelo eran demasiado complejas para resolverlas en un único paso. En el proceso de calcular las soluciones, se generaban y se descartaba vastas matrices de resultados parciales. En cierta forma, esos resultados parciales implicaban —aunque no los representasen directamente— sucesos que tenían lugar en los intervalos entre dos descripciones completas sucesivas. Y cuando todo el modelo era arbitrario, ¿quién podía afirmar que esos sucesos implícitos, ocultos algo más profundamente en el torrente de datos, eran «menos reales» que los que se describían directamente?
—Dos mil milisegundos.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Si le parecía que decía cada número (y se oía decirlo) era porque el efecto de haber dicho «tres» (y haberse oído diciéndolo) estaba implícito en los detalles para calcular cómo su cerebro evolucionaba desde el momento en que había dicho «dos» al momento en que acababa de decir «tres».
—Cinco mil milisegundos.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.
Además, oír palabras que nunca había dicho «realmente» no era mucho más extraño que el que una Copia oyese algo. Incluso el ritmo estándar de un milisegundo de su mundo era demasiado grueso para producir todos los tonos audibles. El sonido no se representaba en el modelo por medio de fluctuaciones en los valores de la presión del aire —que no podían cambiar con la suficiente rapidez— sino en términos de un espectro de potencia: perfiles de intensidad frente a frecuencia. Veinte kilohercios eran simplemente un número, una etiqueta; nada podía oscilar a ese ritmo. Los oídos reales descomponían las ondas de presión en componentes de tonos diferentes; Paul sabía que a su cerebro se le alimentaba directamente con los valores preexistentes de un espectro de potencia, sacado del aire inexistente por medio de un burdo parche en el modelo.
—Diez mil milisegundos.
—Uno. Dos. Tres.
Una caída libre de diez segundos entre fotograma y fotograma.
Luchando con el vértigo, todavía contando, Paul se tocó el corte superficial que se había hecho en el antebrazo con el cuchillo de cocina. Le escocía, muy convincentemente. ¿Entonces de dónde venía la experiencia? Una vez que pasasen los diez segundos, su cerebro descrito completamente recordaría todo aquello… pero eso no explicaba lo que sucedía ahora. El dolor era algo más que el recuerdo del dolor. Luchó por imaginar el entramado de miles de millones de cálculos intermedios, «dándoles sentido» de alguna forma, cubriendo el intervalo.
Y se preguntó: ¿Qué pasaría si alguien apagase el ordenador, tirase del enchufe, justo ahora?
Pero no sabía lo que eso significaba. Sólo sabía en sus propios términos lo que era «justo ahora».
—Ocho. Nueve. Diez.
Chillido.
—Paul… percibo una ligera caída de tensión sanguínea. ¿Estás bien? ¿Cómo te sientes?
Mareado… pero dijo:
—Igual que siempre —y si no era exactamente cierto, sin duda el control había dicho la misma mentira. Suponiendo…
—Dime, ¿cuál era yo? ¿El control o el sujeto?
Chillido.
Durham contestó.
—No puedo contestar a eso: todavía estoy hablando con vosotros dos. Pero te diré algo: los dos sois todavía idénticos. Hay algunas leves discrepancias transitorias, pero ahora han desaparecido completamente… y cuando los dos estabais en representaciones comparables todas las estructuras activadas de más de un par de neuronas eran iguales.
Paul gruñó desdeñoso; no tenía la intención de permitir que Durham supiese lo trastornante que había sido el experimento.
—¿Qué esperabas? Resuelve el mismo conjunto de ecuaciones de dos formas diferentes y claro que obtienes el mismo resultado, exceptuando algunas diferencias menores en redondeo por el camino. Así es. Es una certidumbre matemática.
Chillido.
—Oh, estoy de acuerdo —el geniecillo escribió con un dedo en la pantalla.
(1 + 2) + 3 = 1 + (2 + 3)
Paul dijo:
—Entonces ¿por qué molestarse con esta fase? Lo sé: quería ser riguroso. Quería establecer cimientos sólidos. Pero la verdad es que se trata de malgastar recursos. ¿Por qué no saltarse lo evidente y pasar a un experimento en el que la conclusión no se conozca de antemano?
Chillido. Durham frunció el ceño desaprobador.
—No me había dado cuenta de que te habías vuelto tan cínico tan pronto.
La IA no es una rama de la matemática pura; es una ciencia empírica. Las suposiciones hay que demostrarlas. Confirmar lo considerado «obvio» no es tan deshonroso, ¿no? Y si todo es normal, ¿por qué deberías tener miedo?
—No tengo miedo: simplemente quiero acabar. Pero… adelante. Demuestra lo que creas que debes demostrar, y luego podremos seguir.
Chillido.
—Ése es el plan. Pero creo que ahora nos vendría bien un descanso a los dos. Activaré tus comunicaciones: sólo para datos entrantes —se dio la vuelta, se movió fuera de la pantalla y le dio a un par de teclas en otra terminal.
Luego volvió a la cámara, sonriendo… y Paul supo exactamente lo que iba a decir.
Chillido.
—Por cierto, acabo de borrar a uno de vosotros. No podía permitirme manteneros a los dos corriendo, cuando todo lo que vas a hacer es estar ocioso.
Paul le devolvió la sonrisa, aunque en su interior algo gritaba.
—¿Cuál has borrado?
Chillido.
—¿Importa? Te lo dije, erais idénticos. Y tú todavía estás aquí, ¿no? Seas quien seas. Quienquiera que fueses.
Fuera habían pasado tres semanas desde el escán, pero no le llevó mucho tiempo a Paul ponerse al día sobre el estado del mundo; la mayor parte de los detalles pequeños se habían convertido en irrelevantes por sucesos posteriores, y muchos de los flujos se habían cancelado entre sí. Israel y Palestina habían estado cerca de otra guerra, todo sobre supuestas violaciones de los tratados de agua en ambos bandos… pero una marcha conjunta por la paz había llevado a más de un millón de personas a la llanura vidriosa de lo que había sido Jerusalén, y los dos gobiernos se habían visto obligados a ceder. El antiguo presidente de Estados Unidos Martin Sandover todavía se defendía de una extradición a Palau, para enfrentarse a cargos producidos por su papel en el sangriento coup d’etat del treinta y cinco; la Corte Suprema había retirado finalmente una decisión muy antigua que le concedía inmunidad a todas las leyes extranjeras, y durante un día o dos las cosas habían parecido prometedoras… pero para entonces su equipo legal había descubierto todo un nuevo conjunto de tácticas de dilación. En Canberra, otro desafío al liderazgo había llegado y se había ido, y el Primer Ministro seguía en su puesto. En un reportaje de una semana antes, un periodista lo describía, con la cara seria, como «drama en la cumbre». Paul pensó: Supongo que hay que estar ahí. La inflación había caído en medio punto; el desempleo se había incrementado en la misma proporción.
Paul pasó rápido por encima de los viejos reportajes, leyendo rápidamente artículos y viendo a cámara rápida escenas que estaba seguro de que habría estudiado escrupulosamente si hubiesen sido recientes. Sentía un curioso sentimiento de resentimiento, por haberse «perdido» tanto… lo tenía frente a él, ahora, pero no era para nada lo mismo.
Y, sin embargo, se preguntó, ¿no debería alegrarse de no haber malgastado el tiempo en detalles tan efímeros? El hecho de que ahora no le interesasen demostraba lo poco que importaban, a la larga.
Pero claro, ¿qué importaba? La gente no habitaba en el tiempo geológico. La gente vivía en horas y días; tenían que preocuparse de cosas en esa escala de tiempo.
Gente.
Paul se conectó a televisión en tiempo real, y vio un episodio de La familia Unclear pasar frente a él en menos de dos minutos, la banda sonora tan incomprensible como un gemido. Un concurso. Una película de guerra. Las noticias de la noche. Era como si estuviese en el espacio profundo y se acercase a gran velocidad a la Tierra atravesando un mar de emisiones con distorsión Doppler. Las imágenes le eran extrañamente confortadoras; después de todo, su situación no era tan extraña, si los seres humanos de carne y hueso podían llegar a encontrarse con la misma relación con el mundo que él. Nadie diría que el desplazamiento Doppler pudiese quitarle a alguien su humanidad.
La noche caía sobre la ciudad grabada. Se comió un bistec de soja hecho en el microondas; preguntándose si había alguna buena razón, moral o de otro tipo, para seguir siendo vegetariano.
Escuchó música hasta después de medianoche. Tsang Chao, Michael Nyman, Philip Glass. No representaba ninguna diferencia que cada nota durase «realmente» diecisiete veces más de lo que debiera, y que el ROM de audio en el lector «realmente» no tuviese ninguna micro estructura, o que el «sonido» estuviese siendo alimentado a su cerebro por medio de un juego de manos informático que no se parecía en nada al proceso normal de oír. El clímax del Mishima de Glass todavía le llenaba de la misma emoción.
¿Y si los cálculos tras todo aquello hubiesen sido realizados durante milenios por personas moviendo cuentas en ábacos, se hubiese sentido exactamente igual?
Era indignante admitirlo, pero la respuesta tenía que ser sí.
Se tendió en la cama, preguntándose: ¿Todavía quiero despertarme de este sueño?
Pero la pregunta era retórica; todavía no tenía elección.