(No remitir la escasez)[3]
NOVIEMBRE 2050
María Deluca había pasado por el apestoso agujero en Pyrmont Bridge Road durante seis días seguidos, segura cada vez, al aproximarse, de que vería operarios arreglándolo. Sabía que ese año no había dinero para reparaciones de carretera y alcantarillado, pero una alcantarilla rota era un importante riesgo sanitario; no podía creer que lo ignorasen durante tanto tiempo. El séptimo día, el pestazo era tan insoportable a medio kilómetro de distancia que se metió en una calle lateral decidida a encontrar una ruta alternativa.
Aquella sección de Pyrmont era un espectáculo deprimente; no todos los almacenes estaban vacíos, no todas las fábricas abandonadas, pero todo mostraba el mismo aspecto de abandono, la misma pintura cayéndose y los mismos ladrillos que se desmoronaban… A media docena de calles al oeste, volvió a girar… para enfrentarse con la visión de un abundante jardín, estatuas de mármol, fuentes y olivares, extendiéndose en la distancia bajo un cielo azul.
María aceleró sin pensar… durante unos segundos, casi creyendo que por casualidad se había encontrado con un parque de algún tipo, un secreto guardado hasta lo imposible en aquella zona en decadencia de la ciudad. Luego, mientras la ilusión se desmoronaba —atacada tanto por la imposibilidad como por los defectos visibles— siguió pedaleando, como si esperase que las imperfecciones y las contradicciones desapareciesen por efecto de la velocidad. Frenó justo a tiempo, subiéndose a la estrecha acera al final del callejón sin salida, la rueda delantera de la bicicleta a medio centímetro de la pared del almacén.
De cerca, el mural no era nada impresionante, los trazos eran visibles, la perspectiva, evidentemente falsa. María se echó atrás y no tuvo que apartarse mucho para ver por qué la había engañado. A una distancia de unos veinte metros, el cielo pintado parecía fundirse con el de verdad; con un esfuerzo consciente, podía hacer que reapareciese el borde, pero era difícil evitar que la sutil diferencia de tono no se borrase de sus ojos… como si una parte de su córtex visual hubiese rechazado la noción improbable de una pared pintada de azul cielo y colaborase activamente en el engaño. Más atrás, la hierba y las estatuas comenzaban a perder su aspecto bidimensional de una pintura… y en la esquina por la que había entrado en el callejón, cada elemento de la composición se puso en su sitio, la avenida central del mural ahora convergiendo aparentemente al mismo punto de fuga que la carretera interrumpida.
Habiendo encontrado el punto de visión perfecto, se quedó allí un rato, apoyándose en la bicicleta. El sudor del cuello se enfrió bajo la ligera brisa, luego empezó a atacar el sol de la mañana. La visión era hipnótica… y era agradable pensar que los artistas locales se habían tomado tanto trabajo para aliviar la monotonía del vecindario. Al mismo tiempo, María no podía evitar sentirse estafada. No le importaba que la hubiese engañado brevemente; lo que le fastidiaba era que no podían engañarla de nuevo. Podía quedarse allí a admirar la perfección de la ilusión todo lo que quisiese, pero nada podía devolverle la oleada de júbilo que sintió cuando había sido engañada.
Se dio la vuelta.
En casa, María desempaquetó la comida del día, luego levantó la bicicleta y la colgó del techo del salón. La casa, de ciento cuarenta años de antigüedad, tenía la forma de una caja de cereales; dos pisos de alto, pero apenas lo suficientemente ancha para una escalera. Originalmente había formado parte de una fila de ocho; cuatro de un lado habían sido destripadas y remodeladas para las oficinas de una firma de arquitectura; las otras tres habían sido demolidas a principios de siglo para dejar paso a una carretera que nunca se había construido. La única superviviente era ahora intocable bajo alguna extraña legislación de patrimonio, y María la había comprado por un cuarto del valor de uno de los más baratos pisos modernos. Le gustaban las raras proporciones… y con más espacio estaba segura de que se sentiría menos controlada. Tenía una imagen mental tan clara de la distribución y contenido de la casa como de su propio cuerpo, y no podía recordar haber perdido nunca ni el objeto más pequeño. No podía haberla compartido con nadie, pero tenerla para ella sola parecía mantener el equilibrio entre sus necesidades territoriales y de organización. Además, creía que las casas había que considerarlas como vehículos —fijas físicamente, pero lógicamente móviles— y comparada con una cápsula espacial individual o un submarino, el tamaño era más que generoso.
Escaleras arriba, en el dormitorio que servía también de oficina, María encendió el terminal y miró un sumario de los veintiún elementos de correo que había recibido desde la última vez. Todos estaban clasificados como «Basura»; no había nada de nadie que conociese… ni nada que se pareciese remotamente a una oferta de trabajo. Ojo del camello, el software de clasificación, había identificado seis peticiones de donaciones para caridad (todas justas, pero María endureció su corazón); cinco invitaciones para participar en loterías y competiciones; siete catálogos (todos afirmando estar preparados a medida de su personalidad y «actuales requerimientos vitales»; pero Ojo del camello había examinado el contenido y no había encontrado nada que pudiese interesarle); y tres interactivos.
Los correos audiovisuales «tontos» estaban todos en un formato de datos estándar y transparente, pero los interactivos eran programas ejecutables, código máquina con datos muy cifrados, diseñados intencionadamente para que fuese fácil que un humano hablase con ellos pero difíciles de examinar por un software de clasificación. Ojo del camello había ejecutado los tres interactivos (en una máquina virtual de doble cuarentena: una simulación de un ordenador que ejecutaba una simulación de un ordenador) e intentó hacerles creer que hablaban con la verdadera María Deluca. Dos programas de venta —contribución de jubilación y seguro sanitario— habían caído en la trampa, pero el tercero había deducido de alguna forma su verdadera situación y se había apagado antes de revelar nada. En teoría, era posible que Ojo del camello analizase el programa y descubriese lo que hubiese dicho si hubiese sido engañado; en la práctica, eso llevaría semanas. La elección estaba entre borrarlo a ciegas o hablar con él en persona.
María ejecutó el interactivo. Apareció la cara de un hombre en la terminal; «él» la miró a los ojos y sonrió cálidamente, y ella vio de pronto que «él» tenía un ligero parecido con Aden. ¿Lo suficiente para que mostrase un gesto de reconocimiento que la máscara de sí misma creada por Ojo del camello no hubiese mostrado? María sintió una combinación de disgusto y admiración renuente. Nunca había compartido una dirección con Aden, pero sin duda las agencias de análisis de datos correlacionaban el uso de las tarjetas de crédito con restaurantes, o lo que fuese, para descubrir relaciones que no implicaban cohabitación. El mapeo de conexiones útiles entre consumidores llevaba décadas realizándose; pero emplear los datos de esa forma, como un test de realidad, era un giro nuevo.
El correo basura, ahora convencido de que hablaba con un ser humano, comenzó el discurso que se había negado a malgastar con su proxy digital.
—María, sé que su tiempo es valioso, pero espero que pueda emplear unos segundos en escucharme —hizo una pausa durante un momento, para hacerle creer que su silencio era algún tipo de asentimiento—. También sé que es una mujer muy inteligente y con criterio, sin ningún interés en las supersticiones confusas e irracionales del pasado, los cuentos de hadas que confortaron a la humanidad en su infancia —María adivinó lo que vendría a continuación; el interactivo lo vio en su cara, no se había molestado en ocultarse tras ningún filtro, y se apresuró a evitarlo—. Pero ninguna persona verdaderamente inteligente rechaza una idea sin tomarse la molestia de evaluarla, con escepticismo pero con justicia, y aquí en la Iglesia del Dios que No Representa Ninguna Diferencia…
María señaló con dos dedos al interactivo, y éste murió. Se preguntó si había sido su madre la que había puesto a la Iglesia tras ella, pero era improbable. Automáticamente debían de haberse dirigido a la familia de sus nuevos miembros; si le hubiesen consultado, Francesca les hubiese dicho que perdían el tiempo.
María invocó a Ojo del camello y le dijo:
—Actualiza mi máscara para que reaccione como lo he hecho yo en ese intercambio.
Siguió un breve silencio. María se imaginó los parámetros alterándose en la red neuronal de la máscara, mientras el algoritmo de aprendizaje buscaba los valores que garantizarían la respuesta adecuada. Mientras tanto pensó: si sigo haciendo esto, la máscara va a acabar siendo casi como una Copia completa. ¿Y qué sentido tiene ahorrarte el aburrimiento de hablar con el correo basura si… si no te lo ahorras? Era una noción profundamente desagradable… pero las máscaras eran órdenes de magnitud menos sofisticadas que las Copias: tenían tantas neuronas como un pez de colores, organizadas de una forma menos humana. Preocuparse de su «experiencia» sería tan ridículo como sentirse culpable por borrar un correo basura.
Ojo del camello, dijo:
—Terminado.
Sólo eran las 8:15. Tenía todo el día por delante, sólo prometiéndole facturas. Sin ningún trabajo en los últimos dos meses, María había escrito media docena de programas de consumo, en su mayoría ampliaciones de seguridad casera, para las que se suponía que había gran demanda. Hasta ahora no había vendido ninguno; algunos miles de personas habían leído las entradas del catálogo, pero nadie se había decidido a bajárselos. La idea de embarcarse en otro proyecto similar no era exactamente electrizante, pero no tenía alternativa. Y una vez que pasase la recesión y la gente empezase a comprar de nuevo, sería tiempo bien empleado.
Primero, pensó, necesitaba alegrarse. Si trabajaba en el Autoverso, sólo media hora —hasta las nueve en punto como mucho— estaría lista para enfrentarse al resto del día…
Pero también, podría intentar enfrentarse al resto del día sin sobornarse a sí misma, sólo por una vez. El Autoverso era una pérdida de dinero, y una pérdida de tiempo; un hobby que podía justificar cuando las cosas iban bien, pero un lujo que no podía permitirse ahora.
María dio por terminada esa indecisión de la forma habitual. Entró en su cuenta de la Joint Supercomputer Network, pagando cincuenta dólares por el privilegio, dinero que ahora debía aprovechar. Se puso los guantes de fuerza y tocó un icono, la representación en líneas de un cubo, en la pantalla del terminal y el espacio de trabajo tridimensional, se activó frente a la pantalla, con los bordes delineados por una ligera red holográfica. Durante un segundo, sintió como si hubiese metido la mano en algún tipo de vórtex invisible: campos magnéticos agarraron y retorcieron los guantes, y las descargas de inicio activaron al azar los circuitos de las articulaciones… hasta que se estableció el equilibrio electrónico y apareció un mensaje parpadeante en medio del espacio de trabajo: AHORA PUEDE PONERSE LOS GUANTES.
Tocó otro icono, una explosión estelar llamada FIAT. El único efecto visible fue la aparición de una fila de menús en la parte baja del fondo, pero para el conjunto de programas que había invocado, el cubo de aire que tenía frente a su terminal correspondía ahora a un pequeño universo vacío.
María creó una única molécula de nutrosa, representada por bolas y líneas, y, con un golpe del índice, le impartió un pequeño movimiento de rotación. Los vértices del ondulante anillo hexagonal zigzagueaban por arriba y debajo del plano medio de la molécula; un vértice era un átomo divalente azul, enlazado sólo a sus vecinos en el anillo; los otros cinco eran verdes tetravalentes, con dos enlaces libres para otras uniones. Cada verde estaba unido a un pequeño y monovalente rojo —por la parte alta si el vértice estaba elevado, por la parte de abajo si estaba bajo— y cuatro de ellos también exhibían cortas púas horizontales hechas de un azul y un rojo, que apuntaban en dirección contraria al anillo. El quinto verde tenía en su lugar un conjunto de átomos: un verde con dos rojos, y su propia púa azul-rojo.
El software reproducía las moléculas con solidez plausible, teniendo en cuenta el efecto de la luz ambiental; María la observó girar por encima de la mesa, admirando su forma no del todo simétrica. Un químico del mundo real, pensó, le echaría un vistazo y diría: Glucosa. Verde es carbono, azul es oxígeno, rojo es hidrógeno… ¿no? No. Miraría un rato; se pondría los guantes y le daría un buen repaso al impostor; sacaría un transportador de la caja de herramientas y mediría un par de ángulos; invocaría tablas de energías de formación de enlaces y modos de vibración; quizás incluso exigiría ver algunos espectros de resonancia magnética nuclear (no disponible… o, para decirlo menos recatadamente, no aplicable). Finalmente, empezando a entender la blasfemia, separaría las manos de la máquina infernal, y saldría corriendo de la habitación gritando: «¡La única tabla periódica es la de Mendeleev! ¡La única tabla periódica es la de Mendeleev!».
El Autoverso era un universo de «juguete», un modelo de ordenador que obedecía a unas «leyes de la física» simplificadas, leyes más fáciles de tratar matemáticamente que las ecuaciones mecano cuánticas del mundo real. En aquel universo estilizado podían existir los átomos, pero eran sutilmente diferentes a sus equivalentes del mundo real; el Autoverso no era una simulación fiel del mundo real al igual que el ajedrez no era una simulación fiel de la guerra medieval. Pero era mucho más insidioso que el ajedrez a ojos de muchos químicos del mundo real. La falsa química que exhibía era demasiado rica, demasiado compleja, demasiado seductora.
María volvió a tocar el espacio de trabajo, detuvo el giro de la molécula, separó con destreza el rojo individual y la púa azul-rojo de uno de los verdes, luego los reconectó a la inversa, para que las púas apuntasen hacia dentro. La retroalimentación de fuerza táctil de los guantes, la imagen pintada con láser de la molécula y el ligero clic que podría ser de plástico sobre plástico mientras colocaba los átomos en su lugar, se combinaban para crear una impresión convincente de que manipulaba un objeto tangible hecho de esferas y barras sólidas.
El modelo de esferas y barras virtual era fácil de manipular… pero el tranquilo comportamiento en sus manos no tenía nada que ver con la física del Autoverso, que se suspendía temporalmente. Sólo cuando la soltaba, la molécula podía expresar su verdadera dinámica, oscilando mientras las fuerzas introducidas por la alteración se distribuían de átomo a átomo, hasta que se alcanzaba un nuevo equilibrio.
María observó la respuesta retrasada con una sensación familiar de frustración; no podía realmente resignarse a aceptar las reglas de manipulación, por muy convenientes que fuesen. Había pensado en desarrollar una forma de interacción más autentica, que ofreciese la oportunidad de sentir cómo era «de verdad» agarrar una molécula del Autoverso, romper y rehacer los enlaces en lugar de hacer que todo se convirtiese en plástico simulado en cuanto lo tocaba. El problema era que si una molécula sólo seguía la física del Autoverso —la lógica interna de un modelo de ordenador auto contenido— entonces, ¿cómo podría María, desde fuera, interaccionar con ella? ¿Construyendo pequeñas manos sustitutas en el Autoverso que actuasen como manipuladores remotos? ¿Construirlas a partir de qué? No había moléculas lo suficientemente pequeñas para construir nada tan delicado a esa escala: el polímero rígido más pequeño que podría hacer de «dedo» tendría la mitad del grosor del anillo de nutrosa. En todo caso, aunque la molécula de destino podría interaccionar libremente con esas manos de acuerdo a la física pura del Autoverso, no habría nada auténtico en la forma en que las manos mismas seguirían mágicamente los movimientos de los guantes. María no podía ver qué interés tendría desplazar el punto en que se rompían las reglas; y había que romper las reglas en algún sitio. Manipular el contenido del Autoverso significaba violar sus leyes. Eso era evidente… pero aun así frustrante.
Guardó el azúcar modificado, llamándola con optimismo mutosa. Luego, cambiando la escala en un factor de un millón, estableció veintiún cultivos de Autobacterium lamberti, en soluciones que iban desde la nutrosa pura, una mezcla del cincuenta por ciento, hasta un ciento por ciento de mutosa.
Miró a la fila de placas de Petri que flotaban en el espacio de trabajo, con el contenido representado en colores que indicaban la salud de las bacterias. «Colores falsos»… pero la frase era tautológica. Cualquier visión del Autoverso era falsa: un mapa codificado en color que mostraba atributos seleccionados de la región en cuestión. Algunos puntos de vista eran más abstractos, más procesados que otros —en el sentido en que un mapa de la Tierra que mostrase en colores la salud de su gente sería más abstracto que uno que mostrase altitudes o precipitaciones— pero el ideal del mundo real de una visión sin adulterar a ojos desnudos era simplemente intraducible.
Algunos cultivos ya parecían definitivamente enfermos, al cambiar de azul a un marrón apagado. María llamó una gráfica tridimensional que mostraba población frente al tiempo para todo el rango de mezclas de nutrientes. Los cultivos con sólo trazas de la nueva sustancia crecían, como podía haberse predicho, casi al ritmo del control; con una sustitución mayor de mutosa se reducían gradualmente hasta que, alrededor del ochenta y cinco por ciento, la población se estabilizaba. Más allá, la trayectoria hacia la extinción era más evidente. En dosis pequeñas, la mutosa era simplemente irrelevante, pero en concentraciones lo suficientemente altas era insidiosa: lo suficientemente similar a la nutrosa —la comida usual del A. lamberti— para recorrer a medias el proceso metabólico, compitiendo por las mismas enzimas, ocupando valiosos recursos bioquímicos… pero finalmente llegaba a un punto en el que la púa azul-rojo invertida formaba una barrera insuperable para la geometría de la reacción, dejando a la bacteria con un producto biológico inútil y una pérdida neta de energía. Un cultivo con un noventa por ciento de mutosa era un mundo en el que el noventa por ciento de la fuente de comida no tenía ningún valor nutritivo pero que había que ingerir indiscriminadamente con el diez por ciento bueno. Consumir diez veces más para obtener lo mismo no era una solución viable; para sobrevivir a largo plazo, A. lamberti tendría que encontrar la forma de rechazar la mutosa antes de malgastar energía en ella… o, mejor aún, encontrar una forma de convertirla de nuevo en nutrosa, transformando el veneno virtual en una fuente de alimento.
María mostró un histograma de las mutaciones que se producían en los tres genes de la nutrosa epimerasa de la bacteria: la enzima que codificaban esos tres genes era lo más cerca que la A. lamberti estaba de tener una herramienta para convertir la mutosa en digestible; aunque ninguna, en su forma original, podía hacerlo. Ningún mutante había persistido por más de un par de generaciones; todos los cambios hasta ahora habían sido más dañinos que beneficiosos. Secuencias parciales de los genes mutantes pasaban por una pequeña ventana. María miró la confusión de cordones, y mentalmente animó el proceso, si no directamente a la meta (ya que no tenía ni idea de cuál podría ser) al menos hacia… delante, a ciegas, al espacio de todos los errores posibles.
Era una idea agradable. El único problema era que ciertas porciones de los genes eran especialmente sensibles a ciertos errores de copia, así que la mayoría de los mutantes «exploraban» los mismos callejones sin salida una y otra vez.
Hacer que la A. lamberti mutase era fácil; como una bacteria del mundo real, cometía errores frecuentes cada vez que duplicaba su análogo del ADN. Persuadirla para que mutase de forma «útil» era algo muy distinto. El propio Max Lambert —inventor del Autoverso, creador de la A. lamberti, héroe de una generación de fanáticos de los autómatas celulares y la vida artificial— había empleado la mayor parte de los últimos quince años intentando descubrir por qué las sutiles diferencias entre la bioquímica del mundo real y la del Autoverso hacía que la selección natural fuese tan común en un sistema y tan elusiva en el otro. Expuestas a las condiciones duras que la E. coli hubiese explotado en una docena de generaciones, cepa tras cepa de A. lamberti se habían limitado a morir.
Sólo unos pocos entusiastas tozudos continuaban la obra de Lambert. María sólo conocía a setenta y dos personas que tendrían algo más que una ligera idea de lo que significaría si tuviese éxito. El mundo de la vida artificial, ahora, estaba dominado por el estudio de las Copias; criaturas a trozos, mosaicos de decenas de miles de diferentes reglas ad hoc… la antítesis de todo lo que representaba el Autoverso.
La bioquímica del mundo real era demasiado compleja para simularla hasta el último detalle para una criatura del tamaño de un mosquito, y menos aún para un ser humano. Los ordenadores podían simular todos los procesos de la vida, pero no a todas las escalas, desde átomos a organismos, todo al mismo tiempo. Así que la disciplina se había dividido en tres caminos. En un bando, los bioquímicos moleculares tradicionales seguían ampliando sus cuidadosos cálculos, resolviendo la ecuación de Schródinger con mayor o menor exactitud para sistemas cada vez mayores, subiendo desde zonas completas de ADN replicante, completos sistemas mitocondriales, zonas significativas de las paredes celulares como enormes verjas de carbohidratos… pero consumiendo cada vez más potencia de ordenador para obtener resultados menores.
Al otro lado de la escala estaban las Copias: refinamientos elaborados a partir de simulaciones médicas de cuerpo entero, diseñadas originalmente para ayudar a entrenar a los cirujanos con operaciones virtuales, y para ocupar el lugar de animales en las pruebas de medicamentos. Una copia era como un escán TAC de alta resolución dotado de vida, ligado a una enciclopedia médica que indicaba cómo debería comportarse cada tejido y cada órgano… caminando por el interior de una avanzada simulación arquitectónica. Una Copia no poseía ni átomos ni moléculas individuales; cada órgano en su cuerpo virtual venía en forma de subprogramas especializados que sabían (en detalle enciclopédico pero no atómico) cómo funcionaba un hígado, cerebro o glándula tiroides de verdad… pero que no podían ni resolver la ecuación de Schródinger para una sola molécula. Todo fisiología, nada de física.
Lambert y sus seguidores habían ido a por el punto medio. Habían inventado una nueva física, lo suficientemente simple para que varios miles de bacterias encajasen en una simulación informática moderada, con una jerarquía continua y consistente de detalles que iban hasta la escala subatómica. Todo estaba dirigido desde abajo, por el nivel más bajo de las leyes físicas, justo como en el mundo real.
El precio de esa simplicidad era que una bacteria del Autoverso no se comportaba necesariamente como su equivalente en el mundo real. A. lamberti tenía el hábito de confundir expectativas tradicionales de formas extrañas e imprevisibles… y para la mayoría de los microbiólogos eso era más que suficiente para hacerla inútil.
Para los fanáticos del Autoverso, eso era exactamente lo bueno.
María echó a un lado el diagrama que le tapaba la visión de las placas de Petri, luego hizo zoom hacia un cultivo floreciente, hasta que una única bacteria ocupó todo el espacio de trabajo. Con un código de color para «salud», era una masa azul sin detalles; pero incluso cuando cambió al mapa químico estándar no se veía ninguna estructura real, aparte de la pared celular; nada de núcleo, ni orgánulos, ni flagelo; A. lamberti no era mucho más que un saco de protoplasma. Jugó con la representación, haciendo que apareciesen los finos hilos de cromosomas enrollados; estaban marcadas las zonas en las que se estaba produciendo la síntesis de proteínas; haciendo visible los gradientes de concentración de nutrosa y sus metabolitos inmediatos. Puntos de vista computacionalmente muy caros; se maldijo a sí misma (como siempre) por malgastar dinero, pero fracasó (como siempre) en desconectarlo todo menos el software esencial de análisis (y el mismo Autoverso), fracasó al quedarse mirando a las musarañas mientras esperaba pacientemente por un resultado.
En su lugar, amplió más, cambió a colores atómicos (pero dejó las invisibles y dominantes moléculas de aqua), detuvo momentáneamente el tiempo para congelar el movimiento térmico, luego amplió aún más hasta que las borrosas chispas esparcidas por el espacio de trabajo se convirtieron en las madejas de los lípidos de cadena larga, polisacáridos, peptidoglicanos. Nombres robados a sus análogos del mundo real… pero maldición, ¿quién quería pasarse la vida inventando una nomenclatura bioquímica completamente distinta? María estaba suficientemente impresionada de que Lambert hubiese conseguido treinta y dos colores distintos, y nombres precisos para los átomos del Autoverso.
Buscó por el mar de moléculas complejas; todas ellas sintetizadas por A. lamberti a partir de nutrosa, aqua, pneuma y algunos elementos menores. Incapaz de encontrar ninguna molécula de mutosa, invocó al Diablo de Maxwell y le pidió que le encontrase una. El retraso perceptible antes de que el programa respondiese siempre le hacía recordar la ingente cantidad de información con la que jugaba; y la forma en que estaba organizada. Una simulación bioquímica tradicional hubiese seguido a cada molécula, y podría haberle dicho la posición exacta del azúcar alterado más cercano casi instantáneamente. Para una simulación tradicional, ese catálogo de moléculas hubiese sido la «verdad definitiva», nada «existiría» sino en virtud de estar presente en la Gran Lista. En contraste, la «verdad definitiva» del Autoverso era una vasta disposición de celdas cúbicas de dimensiones subatómicas y el software principal sólo trataba con esas celdillas, ignorante de las estructuras mayores. Los átomos en el Autoverso eran como los huracanes en un modelo atmosférico (sólo que más estables); se producían como consecuencia de las reglas simples que controlaban los elementos más pequeños del sistema. No había necesidad de calcular explícitamente su comportamiento; las leyes de las celdas individuales dirigían lo que sucedía a niveles superiores. Por supuesto, un enjambre de diablos podía haberse empleado para compilar y mantener una especie de censo molecular; con mucho gasto computacional, lo cual prácticamente le quitaba todo el sentido.
María centró el punto de vista en la molécula de mutosa, luego volvió a dejar correr el tiempo y todo menos ese hexágono se difuminó hasta hacerse translúcido. La molécula sólo estaba ligeramente difuminada; la convención representativa actual hacía que las posiciones medias de los átomos fuesen claramente visibles, con las desviaciones producidas por las vibraciones de los enlaces simplemente sugeridas por medio de débiles rayas fantasmales.
Amplió hasta que la molécula llenó el espacio de trabajo. No sabía qué esperaba ver: ¿cómo una enzima mutante de epimerasa con éxito saltaba súbitamente sobre el anillo y de pronto cambiaba la punta de azul-rojo a posición horizontal? Dejando de lado la probabilidad, hubiese ocurrido antes de que ella se hubiese dado cuenta. Eso era fácil de arreglar: instruyó al Diablo de Maxwell para que conservase un buffer de unos pocos millones de pasos de reloj de la historia de la molécula, y que lo reprodujese a un ritmo razonable si se producía algún cambio estructural.
Introducido en un organismo «vivo», el anillo de mutosa tenía exactamente el mismo aspecto que el prototipo que había manejado minutos antes: bolas de billar rojas, verdes y azules, unidas por delgadas barras blancas. Parecía incluso un insulto que hasta una bacteria estuviese compuesta de moléculas de cómic como aquélla. El software de visión inspeccionaba continuamente esa pequeña región del Autoverso, identificando las estructuras que formaban átomos, comprobando los solapamientos entre ellos para decidir cuál estaba enlazado con cuál, y luego mostraba una imagen bonita, limpia y estilizada de sus conclusiones. Como las reglas útiles que aceptaban esa representación como real, era una ficción útil, pero…
María redujo la velocidad del reloj del Autoverso en un factor de diez mil millones, luego activó el menú de visión y le dio al botón marcado ORIGINAL. El ordenado conjunto de esferas y barras se fundió en una corona irregular de metal líquido burbujeante policromático, ondas de color que se alejaban de los vértices para chocar, mezclarse, fluir hacia atrás, volutas extendiéndose en el espacio.
Redujo el tiempo cien veces más, casi congelando la agitación, y luego amplió en el mismo grado. Las celdillas cúbicas individuales que formaban el Autoverso eran ahora visibles, cambiando de estado más o menos una vez por segundo. El «estado» de cada celda —un número entero entre cero y doscientos cincuenta y cinco— se recalculaba cada ciclo de reloj, según un conjunto simple de reglas aplicadas al estado anterior, y a los estados de las celdillas vecinas en la matriz tridimensional. El autómata celular que era el Autoverso no hacía otra cosa sino aplicar esas reglas uniformemente a cada celda; aquéllas eran sus «leyes físicas» fundamentales. Aquí no había desalentadoras ecuaciones mecano cuánticas con las que luchar; sólo un puñado de operaciones aritméticas triviales, realizadas con enteros. Y, sin embargo, las leyes increíblemente crudas del Autoverso eran capaces de dar lugar a «átomos» y «moléculas» con una química lo suficientemente rica para mantener la «vida».
María siguió el destino de un grupo de celdas doradas que se extendía por las rejillas —las células mismas no se movían por definición, pero la estructura avanzaba— infiltrándose y conquistando regiones de azul metálico, sólo para ser invadida y consumida a continuación por una ola de magenta.
Si el Autoverso tenía una apariencia «verdadera», era aquélla. La paleta que asignaba un color a cada estado seguía siendo «falsa» —todavía completamente arbitraria— pero al menos esa vista mostraba el elaborado juego de ajedrez tridimensional que era la base de todo lo demás.
Todo menos el hardware, el ordenador en sí mismo.
María volvió a la velocidad estándar del reloj, y una visión macroscópica de las veintiuna placas de Petri, justo cuando un mensaje saltó.
JSN lamenta informarle de que sus recursos han sido dirigidos a un licitador mayor. Una imagen de su trabajo ha sido conservada en almacenamiento masivo, y estará disponible la próxima vez que se conecte. Gracias por usar nuestros servicios.
María se quedó sentada maldiciendo enfadada durante medio minuto; luego se detuvo y enterró la cabeza entre las manos. Para empezar no debía haber estado conectada. Era una locura, malgastar los ahorros jugando con una A. lamberti mutante; pero seguía haciéndolo. El Autoverso era tan seductor, tan hipnótico… tan adictivo.
Quien la hubiese echado de la red le había hecho un favor; e incluso le habían devuelto los cincuenta dólares de conexión, ya que la habían echado por completo, no reducido su velocidad al ritmo de un caracol.
Curiosa por conocer la identidad de su benefactor involuntario, se conectó directamente a la Bolsa de TIPS: el mercado en el que se vendía y compraba la potencia informática. La conexión con JSN había pasado por la Bolsa de forma transparente; su terminal estaba programada para pujar automáticamente al precio de mercado hasta un cierto límite. Ahora mismo, sin embargo, algo llamado Operación Mariposa compraba TIPS —trillones de instrucciones por segundo— a seiscientas veces ese límite, y se las había arreglado para conseguir un ciento por ciento de toda la potencia de ordenador a la venta en el planeta.
María estaba anonadada; nunca había visto nada parecido. El gráfico de tarta de licitadores con éxito —normalmente un caleidoscopio cambiante de miles de trozos delgados como agujas— era un disco sólido y estático de azul. Los aviones no se caerían, el comercio mundial no se detendría… pero decenas de miles de investigadores académicos e industriales dependían cada día de la Bolsa para tareas para las que no valía la pena poseer el hardware. Por no mencionar a unas pocas miles de Copias. No tenía precedentes que un único usuario entrase y superase a todos los demás. ¿Quién necesitaba tanta potencia informática? ¿Grandes negocios, grandes investigaciones, los militares? Todos ellos tenían su hardware privado; normalmente más de lo necesario. Si comerciaban, era para vender la capacidad extra.
¿Operación Mariposa? El nombre le era vagamente familiar. María conectó con un sistema de noticias y buscó artículos que mencionasen la frase. El más reciente era de tres meses atrás:
Kuala Lumpur — Lunes, ocho de agosto, 2050: Una reunión de los ministros de Medio Ambiente de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ANSA) acordó hoy proceder con la fase final de la Operación Mariposa, un plan controvertido para intentar limitar los daños y pérdidas de vidas causados en la región por los tifones producidos por el efecto invernadero.
El fin a largo plazo del proyecto es utilizar el llamado Efecto Mariposa para desviar tifones lejos de las áreas pobladas vulnerables; o quizás evitar que se formen.
María dijo:
—Definir «Efecto Mariposa».
Apareció una segunda ventana frente a la noticia:
Efecto Mariposa: Este término fue acuñado por el meteorólogo Edward Lorenz a finales de los años setenta para ejemplificar la inutilidad de intentar realizar predicciones meteorológicas a largo plazo. Lorenz señaló que los sistemas meteorológicos eran tan sensibles a las condiciones iniciales que una mariposa agitando las alas en Brasil podía ser suficiente para determinar si habría o no un tornado en Tejas un mes más tarde. Ningún modelo informático podría incluir jamás detalles tan pequeños, por lo que todo intento de predecir el tiempo más allá de unos días estaba condenado al fracaso.
Sin embargo, en los años noventa el término empezó a perder sus connotaciones originales pesimistas. Ciertos investigadores descubrieron que aunque el efecto de pequeñas influencias al azar convertía a los sistemas caóticos en imprevisibles, en ciertas circunstancias esa misma sensibilidad podía explotarse deliberadamente para dirigir al sistema en una dirección determinada. El mismo tipo de procesos que magnificaba el aleteo de la mariposa hasta convertirlo en tornados podía también amplificar los efectos de una intervención sistemática, permitiendo cierto grado de control en una proporción muy superior a la energía empleada.
El Efecto Mariposa se refiere ahora comúnmente al principio de controlar un sistema caótico con una fuerza mínima, por medio de un conocimiento detallado de su dinámica. Esa técnica se ha aplicado en varios campos, incluyendo la ingeniería química, manipulación del mercado de valores, aeronáutica electrónica, y el sistema de control meteorológico ANSA, Operación Mariposa.
Había más, pero María cogió la idea y volvió al artículo.
Los meteorólogos han previsto salpicar las aguas del Pacífico occidental y el Mar del Sur de China con una red de cientos de miles de plataformas de «control climático»: dispositivos a energía solar diseñados para alterar la temperatura local a voluntad bombeando agua a distintas profundidades. Los modelos teóricos sugieren que un número suficiente de plataformas, bajo un complicado control informático, podría emplearse para influir en los patrones climáticos a gran escala.
En océano abierto se han probado ocho prototipos diferentes de plataformas, pero antes de que los ingenieros elijan un diseño para la producción masiva, se realizará un amplio estudio de viabilidad. Durante un período de tres años, cualquier tifón potencialmente amenazador se analizará con una simulación informática de la mayor resolución posible, y en el modelo se incluirán los efectos de distintos números y tipos de plataformas todavía inexistentes. Si esas simulaciones demuestran que la intervención podía haber dado lugar a un ahorro significativo en vidas y propiedades, el consejo ministerial de la ANSA tendrá que decidir si gasta o no los sesenta mil millones de dólares que se estima serán necesarios para convertir el proyecto en realidad. Otras naciones siguen el experimento con interés.
María se alejó de la pantalla impresionada. Una simulación informática de la mayor resolución posible. Y lo decían literalmente. Habían comprado toda la potencia disponible; pagando una pequeña fortuna, pero sólo una fracción de lo que costaría comprar todo el hardware directamente.
¡Empujar tifones! Todavía no, realmente no… ¿pero quién podría no ver con buenos ojos el breve monopolio de la Operación Mariposa para un experimento tan grandioso? María sintió una emoción de orgullo ante la escala de la empresa… y luego una mezcla de culpa y resentimiento por ser una simple observadora. No tenía cualificaciones en física atmosférica u oceánica, ni un doctorado en teoría del caos, pero en un proyecto de semejante tamaño debía de haber un centenar de trabajos para simples programadores. Cuando saliesen de la red, probablemente ella estaría ocupada en algún contrato de mierda para mejorar la calidad táctil de la arena de playa para visitantes de Costa Dorada Virtual… Eso, o jugando con el genoma de A. lamberti intentando ser la primera persona en el mundo en obligar a una bacteria simulada a exhibir selección natural.
No estaba claro cuánto tiempo pasaría Operación Mariposa vigilando cada tifón, pero podía olvidarse por hoy de volver al Autoverso.
Renuente, se desconectó del servicio de noticias —luchando contra la tentación de esperar los primeros informes sobre el tifón en cuestión, o la respuesta de otro usuario de superordenador a la gran compra de procesamiento— y comenzó a repasar sus planes de un nuevo paquete de vigilancia de intrusos.