Liza, de diez años de edad, estaba en mitad de su sueño favorito, el del día que tenía seis años y ella y su padre estaban en la playa de Spring Lake, en Nueva Jersey. Estaban en el agua, cogidos de la mano, saltando cada vez que una ola rompía cerca de ellos. Y entonces vino una ola mucho más grande y su padre la cogió en brazos.
—Agárrate, Liza —le gritó, y un momento después estaban bajo el agua, a merced de la ola. A Liza le dio tanto miedo…
Aún podía sentir el golpe que se dio en la frente cuando la ola los arrojó contra la orilla. Había tragado agua, y tosía, los ojos le escocían, y no dejaba de llorar, pero su padre la sentó en su regazo.
—¡Eso sí que ha sido una ola! —Dijo, limpiándole la arena de la cara—. Pero juntos la hemos vencido, ¿verdad, Liza?
Esa era la mejor parte del sueño, cuando su padre la abrazaba y ella se sentía tan segura.
Pero antes de que llegara el verano siguiente su padre murió. Y ella nunca había vuelto a sentirse segura. Ahora siempre tenía miedo, porque mamá había echado de casa a Ted, su padrastro. Ted no quería el divorcio, y no dejaba de molestar a mamá para que le dejara volver. Liza sabía que ella no era la única que tenía miedo. Su madre también tenía miedo.
Liza trató de no escuchar. Quería volver al sueño donde estaba en brazos de papá, pero las voces no dejaban de despertarla.
Alguien estaba llorando y gritaba. ¿Había gritado mamá el nombre de papá? ¿Qué decía? Liza se incorporó y se levantó de la cama.
Mamá siempre dejaba la puerta de la habitación de Liza ligeramente entornada para que pudiera ver la luz del pasillo. Y, hasta que se casó con Ted un año antes, siempre le había dicho que si se despertaba y estaba triste podía ir a su habitación y dormir con ella. Pero desde que Ted llegó a la casa no había vuelto a dormir con su madre.
La que oía ahora era la voz de Ted. Le estaba gritando a mamá, y mamá chillaba:
—¡Suéltame!
Liza sabía que su madre le tenía miedo a Ted, y desde que lo echó siempre tenía la pistola de papá guardada en su mesita de noche. Corrió por el pasillo, descalza, moviéndose sin hacer ruido sobre el suelo enmoquetado. La puerta de la salita de mamá estaba abierta y vio que Ted tenía a su madre sujeta contra la pared y la estaba zarandeando. Liza corrió a la habitación de su madre. Rodeó la cama a toda prisa y abrió el cajón de la mesita de noche. Temblando, cogió la pistola y volvió a la salita.
Desde la puerta, apuntó a Ted con la pistola y chilló:
—Suelta a mi madre.
Ted se volvió, sujetando todavía a su madre, con los ojos muy abiertos y furiosos. Las venas se le marcaban en la frente. Liza vio las lágrimas que caían por las mejillas de su madre.
—Claro —gritó él.
Y, con un brusco movimiento, arrojó a su madre contra ella. Cuando chocaron, la pistola se disparó. Liza oyó una especie de borboteo y su madre se desplomó. Liza la miró, miró a Ted. Él empezó a avanzar hacia ella, pero esta le apuntó con la pistola y disparó. Y disparó otra vez y otra más, hasta que Ted cayó al suelo y tuvo que arrastrarse tratando de llegar hasta ella para quitarle el arma. Cuando no salieron más balas, Liza dejó caer la pistola, se tiró al suelo y rodeó a su madre por el cuello. No emitía ningún sonido, y supo que su madre estaba muerta.
Después de eso, Liza solo conservaba un recuerdo borroso de lo que sucedió. Recordaba la voz de Ted al teléfono, la policía y alguien que la arrancaba del lado de su madre.
Se la llevaron, y nunca volvió a ver a su madre.