Aquel era el lugar donde me habían juzgado. Mientras caminaba por los pasillos, recordé aquellos días terribles. Recordé la mirada inescrutable del juez. El miedo y la desconfianza que me inspiraba mi abogado, y sin embargo me obligaban a sentarme con él. Recuerdo a los testigos que declararon que había matado a mi madre expresamente. Y cómo trataba de sentarme derecha, porque mi madre siempre me decía que no tenía que encorvar la espalda. Para mí era un problema, porque ya entonces era muy alta para mi edad.
Benjamin Fletcher me estaba esperando en la antesala de la oficina del fiscal. Iba mejor vestido que la vez que lo había visto en su despacho. Su camisa blanca parecía razonablemente limpia; el traje azul estaba planchado; la corbata estaba en su sitio. Cuando entré, me cogió la mano y durante un momento la sostuvo.
—Me parece que le debo una disculpa a una jovencita de diez años —dijo—. Conseguí que la exculparan. Pero reconozco que creí la versión de Cartwright.
—Lo sé —dije yo—, pero lo importante es que consiguió salvarme.
—El veredicto fue inocente —continuó diciendo—, pero se basaba únicamente en la duda razonable. La mayoría, incluyéndonos al juez y a mí, pensábamos que seguramente era culpable. Cuando logremos dejar atrás este último episodio, pienso asegurarme de que todo el mundo sepa por lo que ha tenido que pasar y entienda que siempre ha sido una víctima inocente.
Noté que los ojos se me humedecían, y creo que Fletcher también.
—Sin cobrarle —añadió—. Y le aseguro que me duele en el alma pronunciar esas palabras.
Me reí, que era lo que él quería. De pronto me sentí bien sabiendo que aquel septuagenario voluminoso cuidaría de mí.
—Soy Anna Maloy, la secretaria del señor MacKingsley. ¿Quieren hacer el favor de acompañarme, por favor?
Aquella mujer, que tendría unos sesenta años, tenía un rostro afable y paso firme y rápido. Mientras la seguía por el pasillo, tuve la sensación de que era una de esas secretarias maternales que piensan que lo saben todo mejor que sus jefes.
El despacho de Jeff MacKingsley, que ocupaba una esquina del edificio, era grande y agradable. El fiscal me había gustado instintivamente desde el principio, a pesar de lo poco que me agradó que se presentara sin avisar en mi casa. Cuando entramos, se levantó y se acercó para saludarnos. Yo había hecho lo posible para disimular los ojos hinchados con el maquillaje, pero me parece que no logré engañarlo.
Y así, con Benjamin Fletcher sentado a mi lado como un león dispuesto a saltar a la menor señal de peligro, le conté a Jeff todo lo que sabía de Zach. Le conté que, a los diez años, cuando estuve detenida, me sacudía de dolor al oír su nombre. Y le dije que hasta aquellas dos últimas semanas no había conseguido recordar claramente las últimas palabras de mi madre: «Me lo dijiste cuando estabas borracho. Tú mataste a mi marido. Me dijiste que Zach te había visto».
—Eso es lo que mi madre le gritó —le dije a Jeff.
En la habitación también estaban el detective Ortiz y una estenógrafa, pero no les hice caso. Quería que aquel hombre que había jurado velar por la seguridad de los ciudadanos del condado comprendiera que mi madre tenía motivos para temer a Ted Cartwright.
El fiscal me dejó hablar prácticamente sin interrupciones.
Creo que, a mi manera, estaba contestando a todas las preguntas que tenía pensado hacerme. Cuando le expliqué que fui a casa de Zach, llamé al timbre y luego lo encontré muerto en el coche, me preguntó por algunos detalles.
Cuando terminé, miré a Benjamin Fletcher y, sabiendo que no estaría de acuerdo, dije:
—Señor MacKingsley, quiero que me haga todas las preguntas que quiera sobre Georgette Grove y Charley Hatch. Creo que ya sabe por qué llegué a casa tan deprisa. Conocía el camino de cuando era pequeña. Mi abuela vivía cerca de allí.
—Un momento —me interrumpió Benjamin Fletcher—. Habíamos acordado que no se hablaría de estos casos.
—Tenemos que hacerlo —dije yo—. Tarde o temprano se sabrá que yo soy Liza Barton. —Miré a Jeff MacKingsley—. ¿Lo sabe ya alguien de la prensa?
—En realidad fue una periodista quien nos reveló la verdad, Dru Perry —reconoció el fiscal—. Quizá más adelante le gustaría hablar con ella. Creo que se mostrará muy comprensiva. —Y entonces añadió—: ¿Sabe su marido que es usted Liza Barton?
—No, no lo sabe. Sé que ha sido un error, pero le prometí al padre de Jack, mi primer marido, que no le revelaría a nadie mi pasado. Evidentemente, ahora tendré que decírselo. Espero que nuestra relación pueda superarlo.
Durante los siguientes minutos contesté a todas las preguntas que el fiscal me hizo sobre mi breve relación con Georgette Grove y mi absoluta falta de información sobre Charley Hatch. Hasta le hablé de las llamadas y los mensajes que había recibido sobre la pequeña Lizzie.
Cuando faltaban cinco minutos para las cinco, me puse en pie.
—¿Alguna cosa más? Tengo que irme —dije—. Mi hijo se inquieta si estoy fuera mucho rato. Si se les ocurre alguna otra pregunta, llámenme. La contestaré encantada.
Jeff MacKingsley, Fletcher y el detective Ortiz también se pusieron en pie. No sé por qué, pero me dio la sensación de que los tres me rodeaban como si pensaran que necesito protección. Fletcher y yo nos despedimos y salimos del despacho. Delante de la mesa de la secretaria había una mujer con el pelo canoso y desordenado. Estaba furiosa. La reconocí: estuvo en la casa el día que provocaron los destrozos, con los otros periodistas.
Estaba de espaldas a mí, y oí que decía:
—Le hablé a Jeff de Celia Nolan porque pensé que era mi obligación. Y ahora resulta que para compensarme pierdo mi exclusiva. El New York Post lo va a publicar todo en la página 3, seguramente con el título de «El regreso de la pequeña Lizzie», y prácticamente la van a acusar de los tres asesinatos.
De alguna forma conseguí llegar a mi coche y mantener la compostura cuando me despedí de Benjamin Fletcher. De alguna forma conseguí llegar a casa. Pagué a Sue, le di las gracias y rechacé su ofrecimiento de prepararnos la cena, cosa que hizo porque, según dijo, me veía muy pálida. Seguramente tenía razón.
Jack estaba algo apático. Creo que estaba empezando a resfriarse, o quizá mi pesimismo empezaba a afectarle. Pedí una pizza por teléfono y, antes de que la trajeran, le ayudé a ponerse el pijama y yo me cambié también.
Decidí que, en cuanto acostara a Jack, yo también me metería en la cama. Lo único que quería era dormir, dormir, dormir. Hubo varias llamadas de teléfono. La primera del señor Fletcher, luego del señor MacKingsley. No contesté a ninguna, y los dos hombres dejaron un mensaje diciendo lo preocupados que estaban por mí.
Por supuesto que estoy nerviosa, pensé. Mañana seré la protagonista de «El regreso de la pequeña Lizzie». A partir de ahora, por muy lejos que fuera o mucho que me escondiera, no podría escapar a mi fama como pequeña Lizzie.
Cuando la pizza llegó, cada uno nos comimos un par de porciones. Definitivamente, Jack había cogido algún virus. A las ocho lo subí a su cuarto.
—Mamá, quiero dormir contigo —me dijo con tono quejumbroso.
Me pareció bien. Cerré con llave y conecté la alarma. Y entonces llamé a Alex a su móvil. No contestó, pero ya lo esperaba. Me había comentado algo sobre una cena de negocios. Le dejé un mensaje diciendo que iba a desconectar el teléfono porque quería acostarme temprano, y que por favor me llamara a las seis de la mañana, hora de Chicago. Dije que tenía algo importante que decirle.
Me tomé un somnífero, me acosté y me dormí, con Jack acurrucado entre mis brazos.
No sé durante cuánto tiempo estuve dormida, pero estaba muy oscuro cuando noté que me levantaban la cabeza y una voz misteriosa me susurraba:
—Bebe esto, Liza.
Traté de cerrar los labios, pero una mano fuerte me obligó a abrirlos y me hizo beber un líquido amargo donde yo sabía que habían puesto somníferos.
De lejos, oí quejarse a Jack mientras alguien se lo llevaba.