Jeff MacKingsley fue muy callado en el coche de camino a la oficina y Angelo Ortiz lo conocía demasiado bien y prefirió no molestarle. Era evidente que su jefe estaba muy preocupado, y él sabía por qué. Celia Nolan parecía al borde del colapso.
Cuando llegaron, el equipo de la policía científica les estaba esperando.
—Tenemos unas bonitas huellas para usted, Jeff —le anunció con gran satisfacción Dennis, el experto en huellas del laboratorio criminalístico—. Una bonita huella del índice del timbre y una del pulgar del coche.
—¿Había alguna en el apartamento de Zach?
—Montones y montones de huellas de Zach. Y de nadie más. Según tengo entendido, entraron unos hombres para una mudanza. Y seguro que lo pusieron todo patas arriba. Es curioso… debían de llevar guantes.
—¿Le parece curioso? —preguntó Jeff.
—Sí, jefe. ¿Cuándo se ha visto que un empleado de una compañía de mudanzas utilice guantes?
—Dennis, tengo dos grupos de huellas que quiero que compruebes —dijo Jeff. Vaciló un momento y entonces, con tono firme, añadió—: y contrástalas con las que has encontrado en el coche y el timbre de Zach.
Jeff no dejaba de debatirse consigo mismo. Si las huellas que Clyde había conservado de Liza Barton coincidían con las de la fotografía del cobertizo, tendría una prueba concluyente de que Liza Barton era Celia Nolan. Y si las huellas coincidían también con las que se habían encontrado en el coche y el timbre de Zach Willet, también tendrían una prueba concluyente de que Celia había estado en la escena del crimen.
Las huellas de un menor son pruebas conservadas de forma irregular, se recordó Jeff, lo que significa que no podría utilizarlas ante un tribunal. Pero no importa, pensó con obstinación. No creo que Celia Nolan haya tenido nada que ver con la muerte de Zach Willet.
Dennis volvió a verle media hora más tarde.
—Señor fiscal, tenemos una coincidencia. Las tres huellas pertenecen a la misma persona.
—Gracias, Dennis.
Jeff se quedó sentado en silencio durante casi veinte minutos, agitando un lápiz mientras sopesaba los pros y los contras de la decisión que estaba a punto de tomar. Luego, con un movimiento decidido, partió el lápiz y llenó su mesa de trocitos.
Cogió el teléfono y, sin pasar por Anna, llamó a información para pedir el número de Benjamin Fletcher, abogado.