El cuerpo de Zacharie Eugene Willet fue encontrado por un batería de dieciséis años, Tony Rap Corrigan, a las seis de la mañana. Cuando se estaba preparando para salir con su bicicleta a repartir periódicos.
—Pensé que el viejo Zach había pillado una buena curda —le explicó entusiasmado a Jeff MacKingsley y Angelo Ortiz, que acudieron al lugar de los hechos en cuanto la policía de Chester les informó de la llamada al 911—. Pero entonces vi toda esa sangre seca. Glup. Casi vomito.
Nadie de la familia Corrigan recordaba haber visto aparcar a Zach.
—Seguro que fue después de anochecer —dijo Sandy Corrigan, la madre de Rap, una mujer coqueta de unos cuarenta—. Lo sé porque había una furgoneta aparcada en ese sitio cuando llegué a casa después del trabajo, hacia las siete y cuarto. Trabajo como enfermera en el hospital de Morristown. Las niñas venían conmigo. Después de clase van a casa de mi madre, y yo las paso a recoger cuando vengo para casa.
Las tres niñas, de diez, once y doce años, estaban sentadas junto a su madre. En respuesta a la pregunta de Jeff, quedó claro que ninguna había visto nada inusual cuando volvieron a casa. Habían pasado a toda velocidad junto a la furgoneta y pasaron el resto de la noche viendo la televisión.
—Hacemos los deberes con la yaya —explicó la niña de doce años.
El marido de Sandy, Steve, un bombero, había llegado del trabajo a las diez.
—Me metí directamente en el garaje sin mirar siquiera a la calle —explicó—. Tuvimos un turno muy ajetreado, porque hubo un incendio en una casa que iban a derribar. Creemos que lo hicieron unos críos. Gracias a Dios, mis cuatro hijos son buenos. Y les animamos a que hagan amigos entre los niños de la zona. Rap es un estupendo batería. Practica continuamente.
—Zach iba a cambiarse de casa este fin de semana —explicó motu proprio Sandy Corrigan—. Siempre se estaba quejando de la batería de Rap, y de todos modos yo ya le había dicho que cuando terminara su contrato no pensaba renovárselo. Necesitamos el espacio. Esta casa pertenecía a mi suegra. Nos instalamos aquí cuando ella murió. En parte Zach me daba pena. Era un solitario. Pero la verdad, para mí fue una alegría cuando me dijo que se iba.
—Entonces, ¿no solía tener visitas?
—Nunca —dijo Sandy Corrigan con gran énfasis—. Llegaba aquí a las seis o las siete de la tarde y casi nunca volvía a salir. Los fines de semana si no tenía que ir a la hípica se quedaba arriba, aunque casi siempre estaba allí. Aquello era su verdadera casa.
—¿Le dijo dónde pensaba mudarse?
—Sí. Iba a instalarse en la casa piloto de la urbanización Cartwright, en Madison.
—¿Cartwright? —exclamó Jeff.
—Sí, Ted Cartwright, el promotor inmobiliario. Él es el constructor.
—¿Hay algo que no haya construido él? —preguntó su marido con acritud.
—Vaya, pues habría jurado que cualquiera de esas casas sería carísima —comentó Jeff, tratando de no demostrar la emoción que sentía.
Cartwright otra vez.
—Sobre todo si ya está amueblada y equipada —concedió Sandy Corrigan—. Zach decía que el señor Cartwright se la iba a regalar porque una vez le salvó la vida.
—Ayer vinieron dos de una casa de mudanzas para preparar las cosas de Zach, señor MacKingsley —apuntó Rap—. Hacia las tres. Yo les dejé pasar, y les dije que seguramente uno solo ya habría podido recogerlo todo en una hora. Zach no tenía gran cosa. No se quedaron mucho tiempo, y solo se llevaron un par de cajas que no pesaban mucho.
—¿Te dieron su tarjeta? —preguntó Jeff.
—Pues no. Iban vestidos con uniforme, y llevaban el camión. Y, de todos modos, ¿por qué iba a venir nadie a recoger las cosas de Zach si no era en serio?
Jeff y Angelo se miraron.
—¿Puedes describir a esos hombres? —preguntó Jeff.
—Uno era muy grandullón. Llevaba gafas oscuras y tenía el pelo rubio y muy divertido. Creo que era teñido. Era viejo… más de cincuenta. El otro era bajito, y tendría unos treinta. La verdad, no me fijé mucho.
—Entiendo. Bueno, si recuerdas algo, le voy a dejar mi tarjeta a tu madre. —Jeff se volvió hacia Sandy Corrigan—. ¿Tiene una copia de la llave del apartamento de Zach, señora Corrigan?
—Por supuesto.
—¿Puede dejármela, por favor? Gracias por su colaboración.
El equipo de la policía científica estaba cubriendo de polvo el picaporte de la puerta del apartamento de Zach y el timbre.
—Oh, aquí tenemos una muy clara —comentó Dennis, del laboratorio criminalístico—. Y hemos sacado una parcial de la puerta del coche. Alguien trató de limpiarla.
—Todavía no había tenido ocasión de decírselo —le dijo Jeff a Angelo cuando giró la llave de la puerta del porche y la abrió de un empujón—. Ayer a las cinco hablé con Zach Willet por teléfono.
Empezaron a subir por la escalera, que crujía bajo el peso de sus pies.
—¿Y qué clase de persona le pareció?
—Un engreído. Muy seguro de sí mismo. Cuando le pregunté si podía venir a verle para hablar con él, me dijo que, en realidad, tenía pensado concertar una entrevista conmigo. Que tenía algunas cosas interesantes que contarme, aunque aún tenía que aclarar algunos detalles. Dijo que, entre nosotros tres, estaba seguro de que podríamos llegar a un acuerdo.
—¿Nosotros tres? —preguntó Angelo.
—Sí, nosotros tres: Celia Nolan, Zach y yo.
Al final de la escalera había un estrecho pasillo.
—La antigua disposición de las casas —comentó Jeff—. Todas las habitaciones salen del vestíbulo. —Caminaron unos pasos y miraron a lo que se suponía que era una sala de estar.
—Cuánto desorden —dijo Angelo.
El sofá y las sillas habían sido acuchillados. El relleno se salía de la tapicería. Habían enrollado la alfombra y la habían tirado a un lado. Todo lo que había en las estanterías estaba tirado sobre una manta.
Los dos hombres entraron en silencio en la cocina y la habitación. Por todas partes lo mismo: el contenido de cajones y armarios tirado sobre toallas o mantas. El colchón estaba totalmente destrozado. En el cuarto de baño habían vaciado el armarito con los medicamentos en la bañera. Había baldosas sueltas amontonadas en el suelo.
—Los hombres de las mudanzas —dijo Jeff pausado—. Parece más bien un escuadrón de derribos.
Volvieron a la habitación. Había diez o doce álbumes de fotografías tirados en un rincón. Era evidente que habían arrancado algunas páginas.
—Yo diría que el primero es de la época en que inventaron la cámara de fotos —comentó Ortiz—. Nunca he comprendido la fijación de la gente por las fotos antiguas. Cuando la gente se muere, la siguiente generación conserva las fotografías por motivos sentimentales. La tercera generación conserva algunas de los bisabuelos para demostrar que tienen antepasados, y a las otras, puerta.
—Junto con las medallas y los premios que los abuelos guardaban como un tesoro —dijo Jeff completamente de acuerdo—. Me pregunto si los hombres que estuvieron aquí encontraron lo que buscaban.
—¿Vamos a hablar con la señora Nolan? —preguntó Angelo.
—Se está protegiendo detrás de su abogado, pero quizá acceda a contestar algunas preguntas si él está presente.
Volvieron a pasar por la sala de estar.
—El niño de abajo dice que los hombres se llevaron algunas cajas. ¿Qué cree que había en ellas?
—¿Qué diría usted que falta aquí?
—A saber.
—Papeles —dijo Jeff escuetamente—. ¿Ve alguna factura o alguna carta o algún pedazo de papel por algún sitio? Yo creo que los hombres que estuvieron aquí no encontraron lo que buscaban. Quizá estaban buscando el resguardo de alguna caja de seguridad o un guardamuebles.
—¿Qué es esta porquería? —Preguntó Ortiz secamente levantando el marco roto de un espejo—. Parece que era el espejo que presidía el sofá, y Zach quitó el espejo e hizo esta monstruosidad. —En medio del marco había una gran caricatura de Zach Willet, rodeada por docenas de fotografías con dedicatorias. Ortiz leyó lo que ponía bajo la caricatura—. «Para Zach, con ocasión de sus veinticinco años en el Washington Valley». Apuesto a que esa noche todo el mundo tuvo que entregar su fotografía y anotar en ella un sentimiento. Y apuesto que hasta le cantaron «Es un muchacho excelente» al pobre.
—Nos lo llevamos con nosotros —dijo Jeff—. Quizá encontremos algo interesante. Y ahora, son más de las ocho, no creo que sea temprano para que hagamos una pequeña visita a la señora Nolan.
Una pequeña visita a Liza Barton, pensó corrigiéndose mentalmente.