Cuando salí de la oficina de Benjamin Fletcher, estuve conduciendo sin rumbo fijo, preguntándome si no tendría que haberle dicho que soy Liza Barton, o incluso si había hecho bien al ir a verle. Aquella terrible afirmación de que mi madre tuvo una aventura con Ted estando casada con mi padre me había enfurecido, aunque tuve que reconocer la amarga verdad: cuando se casó con Ted estaba enamorada.
Lo bueno de contratar a Fletcher era que despreciaba profundamente a Paul Walsh y se emplearía a fondo para mantenerlo alejado de mí. Además, haber contratado a Fletcher me permitiría explicar con mayor facilidad a Alex mi negativa a cooperar con la oficina del fiscal. Podía decirle que, puesto que todo lo sucedido parecía estar relacionado con el caso de Liza Barton, acudí directamente a su abogado. Parecía lo más lógico.
Sabía que tarde o temprano tendría que decirle a Alex la verdad —y arriesgarme a perderle—, pero no quería hacerlo todavía. Si pudiera recordar exactamente lo que mi madre le gritó a Ted aquella noche eso me daría la clave para saber por qué él la arrojó contra mí y quizá me permitiría saber si le disparé deliberadamente o no.
En los dibujos que hice para el doctor Moran de pequeña, la pistola siempre estaba suspendida en el aire. No había ninguna mano que la sujetara. Sé que el impacto contra el cuerpo de mi madre hizo que se me cayera de las manos. Lo único que quiero es poder demostrar que cuando disparé contra Ted estaba en estado catatónico.
Zach tenía la clave para todas aquellas preguntas. Durante todos estos años jamás se me había ocurrido pensar que la muerte de mi padre quizá no fue un accidente. Pero ahora estoy tratando de recordar las últimas palabras de mi madre y no consigo encontrar las que me faltan.
«Me lo dijiste cuando estabas borracho… Zach te vio…».
¿Qué le dijo Ted a mi madre? ¿Qué vio Zach?
Solo eran las diez. Llamé a la redacción del Daily Record y me dijeron que todos los números antiguos estaban en microfilm en la biblioteca del condado, en Randolph Street. A las diez y media ya estaba yo en la sala de referencia de la biblioteca, pidiendo el microfilm de los periódicos, incluyendo el del 9 de mayo, el día que mi padre murió hace veintisiete años.
Evidentemente, en cuanto me puse a leer la edición del 9 de mayo, me di cuenta de que las noticias sobre la muerte de mi padre debieron de aparecer en los diarios del día siguiente. De todos modos, lo hojeé y reparé en una noticia sobre un concurso de tiro con armas antiguas que se iba a celebrar aquel día en Jockey Hollow. Iban a participar veinte coleccionistas de armas antiguas, entre ellos el eminente coleccionista del condado de Morris, Ted Cartwright.
Miré la fotografía de Ted. En aquel entonces rondaba los cuarenta, aún tenía el pelo oscuro y tenía un aire jactancioso y despreocupado. Estaba mirando a la cámara y llevaba en las manos la pistola que iba a utilizar en el concurso.
Pasé rápidamente al día siguiente. En la primera página aparecía la noticia de la muerte de mi padre: «Will Barton, arquitecto premiado, muere en accidente de equitación».
En la fotografía mi padre está exactamente como yo le recuerdo: los ojos reflexivos, siempre insinuando una sonrisa, la nariz y la boca aristocráticas, la mata de pelo rubio oscuro. Si no hubiera muerto, ahora tendría sesenta y algo. Me descubrí jugando el peligroso juego de pensar cómo habría sido mi vida si mi padre aún viviera, si aquella horrible noche no hubiera existido.
El relato del accidente que aparecía en el periódico coincidía con el de Zach Willet. Otras personas le oyeron decir que prefería adelantarse en lugar de esperar a que Zach sacara la piedra de la pezuña del caballo. Nadie vio a mi padre entrar en el camino peligroso, que estaba claramente señalizado. La opinión general era que algo había asustado al caballo y que «Barton, un jinete inexperto, no fue capaz de controlarlo».
Y entonces leí una frase que pareció ampliarse exponencialmente ante mis ojos: «Herbert West, un mozo de los establos que en aquellos momentos estaba ejercitando a un caballo en un camino cercano, dice haber oído un sonido muy fuerte parecido a un disparo en el momento en que el señor Barton debía de estar acercándose a la encrucijada que llevaba al camino peligroso».
«Un sonido muy fuerte parecido a un disparo».
Hice avanzar el microfilm hasta llegar a la sección de deportes de la edición de aquel día. Ted Cartwright sostenía un trofeo en una mano y una vieja Colt 22 en la otra. Había ganado el concurso de tiro, y el periódico decía que lo iba a celebrar comiendo con sus amigos en el club de Peapack y que luego saldría a montar. «He estado tan ocupado practicando para el concurso de tiro que hace semanas que no salgo a montar como Dios manda», le dijo al reportero.
Mi padre murió a las tres en punto… Ted tuvo tiempo de sobra de comer y salir a montar por el camino que lleva a las pistas del Washington Valley. ¿Es posible que se encontrara con mi padre, el hombre que le había arrebatado a su novia, y lo viera debatiéndose por controlar el caballo?
Es posible, sí, pero no era más que una conjetura. Solo había una forma de averiguar la verdad, y era Zach Willet.
Imprimí los artículos, el del accidente de mi padre y el de la victoria de Ted en el concurso de tiro. Tenía que ir a recoger a Jack. Salí de la biblioteca, subí al coche y me dirigí a Saint Joe's.
Por la cara de desolación de Jack enseguida comprendí que aquella mañana no le había ido bien. No quiso decirme qué le había pasado pero, cuando ya estábamos sentados a la mesa de la cocina, comiendo, me lo contó.
—Uno de los niños de mi clase dice que en la casa donde vivo una niña mató a su madre. ¿Es verdad, mamá? —me preguntó.
Rápidamente mi mente se adelantó al día en que quizá supiera que esa niña era yo. Respiré hondo y dije:
—Mira, Jack, por lo que yo sé, esa niña vivía en esta casa con su mamá y su papá y era muy muy feliz. Y entonces su padre murió y una noche una persona trató de hacerle daño a su madre y ella intentó salvarla.
—Si alguien tratara de hacerte daño, yo te salvaría —me prometió Jack.
—Lo sé, cielo. Así que si tu amigo te vuelve a hablar de esa niña, dile que fue muy valiente. No pudo salvar a su madre, pero eso era lo que intentaba.
—Mamá, no llores.
—No quiero llorar, Jack —le dije—. Pero es que me da mucha pena esa niña.
—A mí también me da pena —decidió Jack.
Le dije que, si le parecía bien, Sue se quedaría un rato con él y yo me iría a otra clase de equitación. Vi una sombra de duda en su cara y me apresuré a decir:
—Sue te está enseñando a montar a ti, y yo tengo que hacer clases para estar a tu altura.
La explicación pareció convencerle, pero cuando se terminó su sándwich, echó su silla hacia atrás, rodeó la mesa y me tendió los brazos.
—¿Puedo sentarme un rato contigo? —preguntó.
—Pues claro. —Lo cogí y lo abracé—. ¿Quién piensa que eres un niño perfecto? —le pregunté.
Era un juego que teníamos entre nosotros. Vi que esbozaba una sonrisa.
—Tú —dijo él.
—¿Quién te quiere con locura?
—Tú, mamá.
—Qué listo eres —dije asombrada—. No puedo creer que seas tan listo.
Jack estaba riendo.
—Te quiero, mamá.
Mientras lo abrazaba, pensé en la noche que la limusina me golpeó. En aquel terrible momento antes de que perdiera la conciencia, lo único que podía pensar era qué pasaría con Jack si yo me moría. Cuando me desperté en el hospital, fue lo primero que pensé. Kathleen y Martin eran sus padrinos, pero Kathleen tenía setenta y cuatro años y Martin se había convertido en una obligación para ella. Incluso si se mantenía sana otros diez años, cuando ella tuviera ochenta y cuatro años, Jack solo tendría catorce. Por eso fue un alivio tan grande que Alex estuviera allí, saber que iría a mi apartamento y se quedaría con Jack. En estos últimos seis meses, me he sentido muy segura sabiendo que Alex sería el tutor legal de Jack. Pero ¿y si Alex nos deja cuando descubra quién soy? ¿Cómo afectará eso a Jack?
Mi pequeño se durmió en mis brazos, una pequeña siesta de veinte minutos. Me pregunté si a mi lado se sentía igual de seguro que yo con mi padre aquel día que la ola nos arrastró a la orilla. Le recé a mi padre para que me ayudara a descubrir la verdad sobre su muerte.
Pensé en lo que Benjamin Fletcher había dicho de Ted Cartwright y de mi madre. En mi madre, cuando se dejó caer de rodillas en el funeral de mi padre. «Quiero a mi marido. Quiero a mi marido».
«Me lo dijiste cuando estabas borracho. Tú mataste a mi marido. Me dijiste que Zach te había visto».
¡Eso es lo que mi madre gritó aquella noche! Tan seguro como que tenía a mi hijo en mis brazos. Finalmente las piezas habían encajado. Durante un buen rato estuve sentada, asimilando aquellas palabras. Aquello explicaba por qué mi madre echó a Ted. Por qué le tenía miedo. Y explica que él estuviera dispuesto a matarla para salvarse.
¿Por qué no acudió mi madre a la policía? ¿Tenía miedo de lo que yo pudiera pensar si sabía que otro hombre había matado a mi padre por ella?
Cuando Sue llegó, salí para mi última clase de equitación con Zach Willet.