Dru Perry, periodista del Star-Ledger, iba conduciendo por la Ruta 24, de camino al juzgado del condado de Morris, cuando recibió aviso para que acudiera a cubrir un acto vandálico en la casa de la pequeña Lizzie. Dru, una mujer de sesenta y tres años y reportera veterana con cuarenta años de experiencia, era huesuda y tenía una melena canosa hasta los hombros que siempre parecía algo desordenada. Las grandes gafas acentuaban la mirada penetrante de sus ojos marrones.
En verano, su atuendo habitual era una blusa de manga corta de algodón, pantalones de color caqui y zapatillas de tenis. Ese día, como sabía que seguramente en la sala del tribunal el aire acondicionado estaría muy fuerte, había tenido la precaución de meter un suéter ligero en su bolso, donde también llevaba una libreta, el monedero, una botella de agua y la cámara digital que utilizaba para no olvidarse los detalles puntuales de cada historia.
—Dru, olvídate del tribunal. Sigue hasta Mendham —le ordenó su editor cuando la localizó en el teléfono del coche—. Ha habido otro acto de vandalismo en la casa que llaman de la pequeña Lizzie, en Old Mill Lane. Chris ya va de camino para hacer las fotografías.
La casa de la pequeña Lizzie, pensó Dru mientras pasaba por Morristown. El pasado Halloween, ella se encargó de cubrir la noticia cuando unos críos pusieron una muñeca con una pistola en el porche de la casa y pintaron unas palabras en el césped. La policía se había mostrado muy severa: los críos acabaron ante un tribunal de menores. Era increíble que hubieran tenido el descaro de intentarlo otra vez.
Dru echó mano de la botella de agua, su infatigable compañera de viaje, y bebió con aire pensativo. Pero ahora estaban en agosto, no en Halloween. ¿Por qué iban a hacer unos críos una gamberrada como aquella sin más ni más?
Supo la respuesta en cuanto llegó a Old Mill Lane y vio los camiones de mudanzas y los hombres entrando muebles en la casa. Quien ha hecho esto quería poner nerviosos a los nuevos propietarios, pensó. Y entonces se quedó sin respiración al ver la magnitud de los destrozos.
Aquello iba en serio, pensó. No creo que se puedan tapar esas tablillas. Habrá que pintarlas otra vez, y habrá que aplicar algún tratamiento a la piedra caliza, por no hablar del estropicio que han hecho en el césped.
Aparcó en la carretera, detrás de la furgoneta de la televisión local. Cuando iba a apearse, oyó el sonido de un helicóptero.
Vio que dos reporteros y un cámara corrían hacia la parte de atrás de la casa. Dru echó a correr también y les alcanzó. Sacó su cámara justo a tiempo para captar la imagen de Celia desmayándose.
Luego esperó junto con los otros periodistas, cada vez más numerosos, hasta que llegó la ambulancia y Marcella Williams salió de la casa. Los periodistas se arremolinaron a su alrededor y la acribillaron a preguntas.
Está en la gloria, pensó Dru mientras la señora Williams explicaba que la señora Nolan estaba mejor y que solo estaba algo alterada. Luego, mientras posaba para las fotografías y hablaba para el micrófono de la televisión, se puso a contar en detalle la historia de la casa.
—Yo conocí a los Barton. Will Barton era arquitecto, y restauró personalmente la casa. Fue una tragedia.
Era una tragedia que ella tuviera tantas ganas de recordárselo a la prensa con tanto detalle, incluyendo su opinión de que, a sus diez años, Liza Barton era plenamente consciente de lo que hacía cuando cogió la pistola de su padre. Dru se adelantó.
—No todo el mundo cree esa versión —dijo algo brusca.
—No todo el mundo conocía a Liza Barton tan bien como yo —le espetó Marcella a modo de respuesta.
Cuando Williams volvió adentro, Dru fue a la parte delantera para estudiar el cráneo y los dos huesos que habían grabado en la puerta. Con un sobresalto, se dio cuenta de que en las cuencas de los ojos de la calavera había unas iniciales… una L en la izquierda y una B en la derecha.
La persona que ha hecho esto es realmente perversa, pensó Dru. Aquello no era algo espontáneo. Un corresponsal del New York Post acababa de llegar y se puso a examinar la calavera y los huesos. Le hizo una seña a su cámara.
—Coge un primer plano de esto —le indicó—. Creo que ya tenemos la fotografía para la primera plana de mañana. Veré qué puedo averiguar de los nuevos propietarios.
Eso era exactamente lo que Dru pensaba hacer. Su siguiente parada sería en la casa de la vecina, Marcella Williams, pero una corazonada hizo que esperara un poco por si salía alguien en representación de los nuevos propietarios a hacer una declaración.
Su corazonada tuvo su recompensa. Diez minutos más tarde, Alex Nolan apareció ante las cámaras.
—Como podrán entender, esto es algo lamentable. Mi esposa está bien. Está agotada por el traslado y la impresión de este acto de vandalismo ha sido demasiado para ella. En estos momentos está descansando.
—¿Es cierto que le compró la casa como regalo de cumpleaños? —preguntó Dru.
—Sí, es verdad, y Celia está encantada.
—Ahora que conoce la historia de la casa, ¿cree que querrá quedarse?
—Eso depende de ella. Y ahora, si me disculpan. —Y, dicho esto, se dio la vuelta, entró en la casa y cerró la puerta.
Dru dio un largo trago de agua a la botella. Marcella Williams había dicho que vivía calle abajo. Iré a esperarla allí. Luego, cuando haya hablado con ella, decidió Dru, comprobaré todos los detalles que hay sobre el caso de la pequeña Lizzie. Me pregunto si las transcripciones del juicio estarán aún bajo secreto de sumario. Me gustaría escribir un artículo sobre el tema. Yo trabajaba con el Washington Post cuando pasó. ¿No sería increíble si consiguiera averiguar dónde está Liza Barton ahora y lo que ha sido de su vida? Si mató deliberadamente a su madre y trató de matar a su padrastro, lo más probable es que haya tenido problemas en algún momento.