Lena Santini, la ex esposa del difunto Charley Hatch, accedió a hablar con el detective Angelo Ortiz a las once en la casa de Charley en Mendham. Era una mujer delgada de unos cuarenta y cinco años, con un llamativo pelo rojo que no era el suyo natural. Parecía realmente apenada por la muerte de su ex marido.
—No puedo creerme que le hayan disparado. No tiene sentido. ¿Por qué iba nadie a querer dispararle? Nunca se metió con nadie.
»Lo siento por él, no por mí —explicó—. No puedo fingir que hubiera ya nada entre nosotros. Nos casamos hace diez años. Yo ya había estado casada, pero no había funcionado. Mi marido era un bebedor. Entre Charley y yo las cosas podían haber ido mejor. Yo soy camarera. Tengo un sueldo respetable y me gusta mi trabajo.
Estaban sentados en la sala de estar. Lena dio una calada al cigarrillo.
—Mire este sitio —dijo agitando la mano con desdén—. Está tan desordenado que se me pone la piel de gallina. Pues cuando estaba conmigo era igual. Yo siempre le decía que no se tarda ni un nanosegundo en poner la ropa interior y los calcetines en la cesta de la ropa sucia, pero no, él siempre tenía que dejarlos tirados en el suelo. ¿Y no adivina quién iba siempre detrás recogiendo? Yo le decía: «Charley, cuando picas algo de comer, lo único que tienes que hacer es aclarar el plato, el vaso y el cuchillo o lo que sea y meterlos en el lavavajillas». Pero nunca lo hacía. Charley lo dejaba todo en la mesa, o en la alfombra, donde se había sentado. Y se quejaba. La verdad, a quejica no le ganaba nadie. Apuesto a que si hubiera ganado diez millones de pavos en la lotería, se hubiera puesto furioso porque la semana anterior el premio había sido diez veces mayor. Yo ya no podía más y nos separamos hace un año.
La expresión de Lena se suavizó.
—Pero tenía un gran talento con las manos. Tallaba unas figuras muy bonitas. Yo siempre le decía que montara un negocio, pero no me hacía caso. Solo le apetecía hacer figurillas de vez en cuando. Oh, bueno, que Dios lo acoja en su seno. Espero que le guste el cielo. —Una sonrisa apareció fugazmente en sus labios—. ¿No sería gracioso si san Pedro lo nombra jardinero mayor del cielo?
Ortiz, que estaba sentado en el borde de la tumbona de Charley, escuchaba con gesto comprensivo. En aquel momento decidió que ya era hora de iniciar el interrogatorio.
—¿Veía con frecuencia a Charley desde que se divorciaron?
—No mucho. Vendimos la casa y dividimos el dinero que habíamos ahorrado. Yo me quedé con los muebles y él con el coche. Mitad y mitad. De vez en cuando me llamaba y tomábamos un café por los viejos tiempos. Me parece que no salía con muchas mujeres.
—¿Sabe si estaba muy unido a su medio hermana, Robin Carpenter?
—¡A esa! —Lena levantó los ojos al techo—. Eso era otra cosa. Las personas que adoptaron a Charley eran buena gente. Fueron muy buenos con él. El padre murió hará unos ocho años. Cuando la madre se estaba muriendo, le dio a Charley fotografías de cuando era pequeño y le dijo cuál era su verdadero nombre. La verdad, no se imagina lo emocionado que estaba. Supongo que esperaba que su verdadera familia tuviera mucho dinero. ¡Qué chasco se llevó! Su verdadera madre ya se había muerto y su padre no quería saber nada de él. Pero conoció a su medio hermana, Robin, y desde entonces ella no ha dejado de jugar con él.
Ortiz se puso tenso y se irguió pero, no queriendo que la mujer se diera cuenta de la importancia de lo que decía, volvió a relajar su postura.
—Entonces, ¿se veían con frecuencia?
—¡Vaya que sí! «Charley ¿me puedes bajar a la ciudad?» «Charley, ¿te importa llevar mi coche a que le hagan una revisión?».
—¿Y le pagaba?
—No, pero hacía que se sintiera importante. Supongo que ya la conoce. Es de las que sabe atraer a los hombres. —Lena le echó un vistazo a Ortiz—. Usted es un hombre atractivo. ¿No se le ha insinuado ya?
—No —contestó el detective sinceramente.
—Dele tiempo. Bueno, el caso es que a veces llevaba a Charley a cenar con ella a Nueva York. Eso le hacía sentirse especial. Ella no quería que por aquí la gente supiera que era su medio hermano, ni que los vieran juntos, porque tiene un novio rico. Oh, y escuche esto. Charley le dijo que a veces se quedaba a dormir en las casas que cuidaba cuando los dueños estaban fuera. Que tenía la llave y conocía los códigos de seguridad y podía entrar y salir cuando quería. Y Robin tuvo la cara de pedirle que le dejara usar esas casas cuando estaba con su novio. ¿Se lo imagina?
—Señora Santini, ¿está enterada de lo que sucedió en Old Mill Lane la semana pasada?
—¿En la casa de la pequeña Lizzie? Pues claro, todo el mundo lo sabe.
—Tenemos motivos para creer que Charley fue el responsable.
—Bromea, ¿no? —dijo la mujer atónita—. Charley nunca haría algo así. No tiene ni pies ni cabeza.
—¿Y lo haría si le pagaran?
—¿Quién iba a pedirle que hiciera una cosa tan absurda? —Lena Santini estrujó la colilla de su cigarrillo en el cenicero y sacudió otro cigarrillo del paquete sobre la mesa—. Ahora que lo pienso, la única persona que podría lograr que Charley hiciera algo tan estúpido es Robin.
—Robin Carpenter nos dijo que no había visto a Charley desde hacía tres meses.
—¿Y entonces cómo es que cenó con él en Nueva York hace poco, en el restaurante Patsy's, en la Calle 56 Oeste?
—¿Por casualidad no recordará la fecha exacta?
—Era el sábado del día del trabajador. Lo recuerdo porque era el cumpleaños de Charley y le llamé para ver si quería cenar conmigo. Me dijo que Robin iba a llevarle a Patsy's.
De pronto los ojos de Lena destellaron.
—Si ya ha terminado, tengo que irme. Charley me dejó esta casa. No es que valga mucho, y encima está hipotecada. Le he pedido que nos encontráramos aquí porque quería coger un par de las figurillas de Charley para ponerlas en el ataúd con él, pero han desaparecido.
—Las tenemos nosotros —le dijo Ortiz—. Por desgracia son una prueba, así que tenemos que quedárnoslas.