De nuevo Alex y yo nos despedimos con prisas. Se iría directamente al aeropuerto desde la oficina del fiscal. La promesa de ponerlos «más derechos que velas» me dio a la vez esperanza y miedo. Si dejaban de hacerme preguntas, estupendo, pero si no lo hacían y yo me negaba a contestar, sabía que me convertiría en su principal sospechosa. Cuando besé a Alex, le susurré: —Haz que me dejen en paz.
—Puedes apostar a que lo haré —dijo él con tono inflexible, y eso me tranquilizó.
Además, había quedado con Benjamin Fletcher. Si le contaba que soy Liza Barton, estaría atado por el secreto profesional. Y quizá fuera la persona más adecuada para guiarme a través de aquella investigación… si sabía la verdad, claro. Decidí esperar a encontrarme cara a cara frente a él para tomar esa decisión.
Dejé a Jack en la escuela a las ocho y cuarto. Esa mañana no pensaba entrar en la cafetería, sobre todo porque tenía miedo de encontrarme al detective Walsh esperándome. Así que, en vez de eso, fui al cementerio, detrás de la iglesia. Quería visitar las tumbas de mi madre y mi padre, aunque tenía miedo que alguien se fijara y sintiera curiosidad. No había nadie, así que pude permanecer al pie de las dos tumbas donde estaban enterrados, uno junto al otro.
La lápida es muy sencilla, con un dibujo de una hoja sobre el mármol y las palabras «El amor es eterno» grabadas sobre la base. También aparecen los nombres de mis padres y las fechas de nacimiento y de muerte. Generaciones de mi familia están enterradas en otras zonas del cementerio, pero cuando mi padre murió, mi madre compró esta parcela e hizo erigir esta lápida. Recuerdo su funeral perfectamente. Yo tenía siete años y llevaba un vestido blanco. Tenía una rosa con el tallo largo en las manos, y me dijeron que tenía que dejarla sobre el ataúd. Era consciente de lo que significaba que mi padre hubiera muerto, pero no podía llorar. Estaba demasiado ocupada repitiendo las oraciones del cura y las respuestas de las personas congregadas.
En mi mente, yo trataba de alcanzar a mi padre, de oír su voz, de coger su mano y hacer que se quedara con nosotros. Mi madre mantuvo perfectamente la compostura durante la misa, y también después, ante la tumba. Pero finalmente, en el último momento, después de dejar su flor sobre el ataúd, gritó: «¡Quiero a mi marido! ¡Quiero a mi marido!», y se dejó caer de rodillas entre sollozos.
¿Es posible que mi recuerdo sea exacto y Ted Cartwright hiciera ademán de acercarse a ella para consolarla pero se contuviera?
Creo que el amor es eterno. Mientras estaba ante sus tumbas, recé por mis padres y les supliqué. Ayudadme, por favor, ayudadme. Dejad que supere esto. Guiadme. No sé qué tengo que hacer.
Las oficinas de Benjamin Fletcher están en Chester, a veinte minutos en coche de Mendham. Tenía hora con él a las nueve en punto. Fui directa allí desde el cementerio, aparqué y encontré un delicatessen a la vuelta de la esquina donde tomé un café y mordisqueé una porción de bagel.
En el aire se intuía ya el otoño. Yo llevaba un cardigan con trenzas, con un chal en un tono que estaba entre el teja y el cinamomo. El jersey daba calidez a mi cuerpo, que en aquellos últimos días había sentido frío incluso cuando el sol brillaba con fuerza. Sentía que el color alegre del jersey me animaba la cara, tan triste y atormentada.
Un minuto antes de las nueve, estaba yo subiendo las escaleras que llevaban a las oficinas de Benjamin Fletcher en el segundo piso. Entré en una pequeña antesala con una mesa vieja, de la secretaria, imaginé, si es que tenía. Las paredes necesitaban urgentemente una mano de pintura. Los suelos de parquet habían perdido el brillo y estaban rayados. Dos pequeños sillones forrados de vinilo estaban apoyados contra la pared de enfrente de la mesa. Entre ambos había una mesita auxiliar, con un montón desordenado de revistas muy manoseadas.
—Usted debe de ser Celia Nolan —gritó una voz desde el interior del despacho.
El solo hecho de oír su voz hizo que las manos empezaran a sudarme. Estaba segura de que había cometido un error al ir allí. Me dieron ganas de darme la vuelta y salir corriendo. Pero ya era tarde. Aquel gigante estaba en la puerta, ofreciéndome la mano, con una sonrisa tan falta de alegría y tan amplia como el día que le conocí, hacía tantos años. «¿Así que esta es la niña que tiene tantos problemas?», me dijo en aquella ocasión.
¿Por qué no me había acordado de aquello?
El hombre avanzó hacia mí y, tras cogerme la mano, dijo:
—Siempre es un placer ayudar a una bella dama en apuros. Pase.
No podía hacer nada, así que entré tras él en la habitación atestada que tenía por despacho. Él se instaló detrás de la mesa. Sus amplias caderas sobresalían por debajo de los reposabrazos, y tenía gotas de sudor en la cara, aunque la ventana estaba abierta. Supongo que aquella mañana se había puesto la camisa limpia, pero, con las mangas subidas y los botones del cuello desabrochados, parecía lo que sospecho que era: un abogado retirado que mantenía abierto su negocio porque no tenía ningún otro sitio a donde ir.
Pero Fletcher no era ningún estúpido. Me di cuenta en cuanto me senté a desgana en el asiento que me ofrecía y empezó a hablar.
—Celia Nolan, del número 1 de Old Mill Lane, en Mendham —dijo—. Tiene usted una dirección muy emocionante.
Cuando le pedí cita, le había dado mi nombre y mi número de teléfono, nada más.
—Sí, lo es —concedí—. Por eso estoy aquí.
—He leído todo lo que se ha escrito. Su marido le compró la casa como un regalo sorpresa. Menuda sorpresa, ¿verdad? Me parece que su marido no entiende muy bien a las mujeres. Y entonces llega usted y se encuentra con aquel estropicio, y un par de días más tarde se encuentra con el cadáver de la mujer que les vendió la casa. Están pasando muchas cosas en su vida. Y bien, ¿quién le ha hablado de mí y por qué está aquí?
Antes de que tuviera ocasión de contestar, el hombre levantó la mano.
—Pero no queramos empezar la casa por el tejado. Cobro tres cincuenta la hora más gastos, y un depósito de diez mil dólares si quiere llegar al «Ayúdeme abogado, porque he pecado».
Sin decir palabra, saqué mi talonario y le firmé un cheque. Benjamin Fletcher no lo sabía, pero al buscar información sobre mí me había proporcionado la protección que yo quería sin necesidad de decirle que soy Liza.
Tratando de moverme entre lo que quería que supiera y lo que no, dije:
—Me alegro de que haya comprobado mi identidad. Seguro que entiende lo desagradable que es que la oficina del fiscal me esté acusando prácticamente del asesinato de Georgette Grove.
Hasta ese momento, los párpados de Fletcher habían permanecido fijos en mitad de los ojos, pero entonces se levantaron.
—¿Por qué iban a pensar algo así?
Le hablé de las tres fotografías sin huellas que habían encontrado, de mi precipitado regreso a casa cuando encontré el cadáver de Georgette, de la posibilidad de que hubiera pasado delante de la casa de Sheep Hill Road hacia la hora aproximada en que mataron al jardinero.
—No conocía a Georgette Grove hasta el día en que me mudé a mi casa —protesté—. No sabía ni que existía ese jardinero hasta que el fiscal me preguntó por él, pero sé que piensan que de alguna forma estoy implicada, y todo es por culpa de la casa.
—Sin duda a estas alturas ya conoce la historia —dijo Fletcher.
—Por supuesto. Lo que pienso es que a causa de esas tres fotografías, en la oficina del fiscal creen que todo esto tiene que ver con la casa o con la familia Barton. —No sé cómo, pero el caso es que pronuncié mi apellido con total indiferencia, y eso que le estaba mirando a los ojos.
Y entonces él dijo algo que me heló la sangre.
—Siempre he pensado que esa niña, Liza, volvería algún día y mataría a su padrastro. Pero es absurdo que esos memos de la oficina del fiscal la molesten a usted, una desconocida que tuvo la mala suerte de recibir esa casa como regalo de cumpleaños. Celia, se lo prometo, nos ocuparemos de ellos, porque, ¿sabe lo que pasará? Yo se lo diré. Usted empezará a contestar a sus preguntas, y ellos la confundirán y tergiversarán sus palabras de tal manera que al final acabará creyendo que mató a esa gente simplemente porque no le gustaba la casa.
—¿Quiere decir que no debería contestar a sus preguntas? —pregunté.
—Eso es exactamente lo que digo. Conozco a Paul Walsh. Quiere labrarse un nombre. ¿Ha leído algo de filosofía?
—Hice varios cursos de filosofía en la universidad.
—Supongo que no conocerá a Tomás Moro. Era abogado, canciller del reino de Inglaterra. Y escribió un libro que se llama Utopía. En él escribió: «No hay abogados en el cielo», y aunque Walsh es detective, las palabras de Moro también se le pueden aplicar. Ese tipo siempre barre para su casa, y que nadie se interponga en su camino.
—Está haciendo que me sienta un poco mejor —dije.
—A mi edad se dicen las cosas como son. Por ejemplo, el lunes por la tarde, esa señora del Star-Ledger, Dru Perry, vino a verme. Escribe para una serie de reportajes bajo el nombre de «La historia que hay detrás de la noticia». Y, debido a la publicidad que se ha dado por lo sucedido en su casa, ahora está escribiendo sobre el caso Barton. Le di toda la información que pude. Sospecho que la mujer simpatiza con Liza, pero le dije que estaba perdiendo el tiempo. Liza sabía muy bien lo que hacía cuando siguió disparando y disparando contra Ted Cartwright. El hombre había estado cortejando a su madre desde antes de que se casara con Will Barton.
La frase bíblica «De mi boca te vomitaré» me vino a la cabeza, y sentí el fuerte impulso de levantarme, quitarle el cheque que acababa de firmarle y romperlo. Pero necesitaba a aquel hombre. Así que dije:
—Señor Fletcher. Estoy casada con un abogado. Y tengo una idea bastante exacta de lo que significa el pacto de confidencialidad entre abogado y cliente. Así que, si tengo que contratarle, quiero que dejemos una cosa bien clara. No quiero un abogado que vaya contando chismes sobre la familia de una clienta, aunque sea un cuarto de siglo más tarde.
—La verdad no son chismes, Celia —me dijo—, pero la entiendo. Bueno, si Jeff MacKingsley o Paul Walsh o cualquiera de los otros trata de interrogarla, mándemelos a mí. Yo me ocuparé. Y, escuche, no he dicho nada malo de la pequeña Lizzie. La pobre niña nunca quiso matar a su madre, y ese desgraciado de Ted Cartwright tuvo lo que se merecía.