El miércoles por la mañana, Ted Cartwright se pasó por las oficinas de Urbanizaciones Cartwright. A las diez y media, entró en la recepción. Amy Stack le recibió con unos gorgoritos.
—¿Cómo van las cosas por el Polo Norte, Santa Claus?
—Amy —le dijo el hombre irritado—. No sé qué se supone que significa eso, ni me interesa. Tengo un día muy ocupado y encima he tenido que buscar un hueco para venir y hablar otra vez con Chris Brown. Por lo visto no le entra en la cabeza que no pienso pagar más horas extras a sus hombres.
—Lo siento, señor Cartwright —dijo Amy con tono de disculpa—. Es que no dejo de pensar que no es fácil encontrar personas tan generosas como usted, ni siquiera con alguien que le ha salvado la vida.
Cartwright estaba a punto de dirigirse a su despacho, pero se detuvo en seco.
—¿De qué hablas?
Amy le miró y tragó con nerviosismo. Le gustaba trabajar para Ted Cartwright, pero siempre tenía que andar con pies de plomo y tratar de hacerlo todo exactamente como él quería. A veces el hombre se mostraba relajado y divertido, pero enseguida comprendió que no tenía que haber bromeado sin antes asegurarse del humor que tenía esa mañana. Normalmente parecía satisfecho con su trabajo, pero las pocas veces que hacía algo mal, Cartwright la machacaba con su sarcasmo.
Y ahora le estaba pidiendo una explicación por aquella broma sobre el señor Willet.
—Lo siento —dijo. Tenía la sensación de que, dijera lo que dijese, el señor Cartwright no se daría por satisfecho. Quizá le molestaba que el señor Willet le hubiera contado la razón por la que iba a regalarle la casa—. El señor Willet no dijo que fuera un secreto que pensaba regalarle la casa piloto porque le salvó la vida hace unos años.
—¡Que me salvó la vida y por eso le regalo la casa piloto! ¿Me estás diciendo que Zach Willet te ha dicho eso?
—Sí, y si no es cierto, me temo que hemos perdido una venta. La pareja de Basking Ridge, los Matthew, llamaron hace un rato para preguntar y les dije que ya estaba vendida.
Cartwright siguió mirando a Amy fijamente, y su tez normalmente rubicunda perdió el color.
—El señor Willet llamó hace un rato. Dijo que pensaba instalarse el fin de semana —siguió diciendo Amy, tratando de animar, porque aquello no era culpa suya—. Le dije que, tratándose de la casa piloto, lo ideal sería que esperara unos meses, hasta que hayamos vendido el resto de casas, pero dijo que no sería posible.
Ted Cartwright estaba inclinado hacia delante, mirándola. Luego se puso derecho y permaneció un momento en completo silencio.
—Yo hablaré con el señor Willet —dijo muy pausado.
En el año que llevaba trabajando como agente de ventas para la empresa de Cartwright, Amy había tenido que aguantar los estallidos de su jefe por retrasos en la construcción y presupuestos que se desbordan, pero jamás había visto que se pusiera blanco de ira.
Y, entonces, inesperadamente, Ted Cartwright sonrió.
—Amy, tengo que confesar que, por unos momentos, me he quedado tan perplejo como tú. Todo esto no ha sido más que una broma. Una broma de mal gusto, lo reconozco. Zach y yo somos amigos desde hace muchos años. La semana pasada apostamos al partido entre los Yankees y los Red Sox. Él es un forofo de los Yankees, yo aposté por los Red Sox. Nos apostamos cien pavos, pero Zach dijo que si la diferencia en el marcador era de más de diez runs, le debía una casa. —Ted Cartwright chasqueó la lengua—. Yo lo tomé a broma, pero parece que Zach ha querido probar suerte. Siento que te haya hecho perder el tiempo.
—Vaya que si me hizo perder el tiempo —concedió Amy disgustada. Por culpa de Zach Willet, la noche antes había llegado tarde a su cita con su nuevo novio, y tuvo que oír sus quejas porque tenían que cenar a toda prisa si querían llegar a tiempo al cine—. Por la ropa que llevaba tendría que haber sabido que no podía permitirse esa casa. Pero la verdad, señor Cartwright, me molesta mucho pensar que podemos haber perdido una venta por su culpa.
—Ponte en contacto con los Matthew enseguida —le indicó Cartwright—. Si han llamado esta misma mañana, tal vez aún estemos a tiempo. Convéncelos y tendrás un regalo. En cuanto a Zach Willet, que esta historia quede entre nosotros, ¿de acuerdo? Haber picado de esta forma nos haría quedar a los dos como unos tontos.
—De acuerdo —concedió Amy, feliz ante la posibilidad de cobrar un incentivo—. Pero, señor Cartwright, cuando hable con el señor Willet, dígale que no tiene gracia, que esa clase de bromas no se gastan a los amigos.
—No, tienes toda la razón —dijo Cartwright—. Desde luego que no.