El miércoles por la mañana, a las ocho y media Jeff MacKingsley estaba puntualmente en su despacho. Intuía que iba a ser un día muy largo, y no precisamente bueno. Tanto su abuela escocesa como su abuela irlandesa le habían advertido que las desgracias siempre vienen de tres en tres, sobre todo la muerte.
Primero Georgette Grove, luego Charley Hatch. El lado celta y supersticioso de Jeff le decía que el espectro de la muerte violenta aún se cernía sobre el condado de Morris, esperando para reclamar una tercera víctima.
A diferencia de Paul Walsh, que seguía empeñado en creer que Celia Nolan había matado a Georgette Grove porque estaba desequilibrada y que había tenido el motivo y la ocasión de matar a Charley Hatch, Jeff estaba convencido de que aquella mujer no era más que una víctima de las circunstancias.
Por eso, cuando Anna entró en su despacho y le dijo que un tal señor Alex Nolan estaba fuera e insistía en hablar con él, su instinto fue sentirse agradecido por poder hablar con el marido de Celia Nolan. Por otro lado, no quería que pudiera haber malentendidos.
—¿Mort Shelley está en su despacho? —le preguntó a Anna.
—Acaba de pasar con un vaso de café.
—Pues dígale que lo deje y venga aquí enseguida. Dígale al señor Nolan que espere cinco minutos y luego hágale pasar.
—Bien.
Cuando Anna se dio la vuelta para irse, Jeff añadió:
—Si Walsh pasa ante su mesa, no le diga que Alex Nolan está aquí. ¿Entendido?
A modo de respuesta, Anna arqueó las cejas y se llevó un dedo a los labios. Jeff sabía que Walsh no era santo de su devoción. Apenas un minuto más tarde, Mort Shelley entró.
—Siento haberle privado de su café, pero el marido de Celia Nolan está aquí, y necesito un testigo de nuestra entrevista —le dijo Jeff—. No tome notas delante de él. Tengo la sensación de que no será un intercambio agradable.
Desde el momento en que Alex Nolan entró en la habitación se hizo evidente que estaba furioso y quería pelea. Prácticamente no hizo caso cuando Jeff le saludó y le presentó a Shelley.
—¿Por qué está siguiendo uno de sus hombres a mi mujer? —preguntó con tono autoritario.
Jeff tenía que reconocer que, si él hubiera sido el marido de Celia Nolan, habría reaccionado exactamente igual. Incluso admitiendo que la fijación que tenía con Celia Nolan, Walsh se había excedido al seguirla abiertamente cuando estaba de compras. El hombre creía que, al ver que la vigilaba, se pondría tan nerviosa que confesaría el asesinato de Georgette. Y en vez de eso lo que había conseguido era su hostilidad y despertar la ira de su marido abogado.
—Señor Nolan, por favor, siéntese y deje que le explique una cosa —dijo Jeff—. Su casa fue objeto de un acto vandálico. La persona que se la vendió ha sido asesinada. Y tenemos pruebas que indican que el hombre que ayer murió de un tiro fue el responsable de ese acto de vandalismo. Voy a poner las cartas sobre la mesa. Evidentemente, ya conoce usted la historia de su casa: que hace veinticuatro años Liza Barton mató a su madre de un disparo e hirió a su padrastro. El día que se instalaron en la casa había una fotografía de la familia Barton pegada a un poste en el establo.
—¿La de la playa? —preguntó Alex.
—Sí. No había huellas, excepto las de su mujer, lo cual es normal, dado que fue ella quien la encontró y me la entregó a mí.
—Eso es imposible —protestó Alex Nolan—. La persona que la puso allí tuvo que dejar sus huellas.
—Ahí es justamente donde quería llegar. Alguien había limpiado las huellas de la fotografía. En su bolso, Georgette Grove llevaba una fotografía de su mujer a punto de desmayarse. La habían sacado del Star-Ledger. Tampoco había huellas. Y, finalmente, Charley Hatch, el jardinero que murió ayer de un disparo en el patio de una casa muy próxima al club de hípica Washington Valley, donde casualmente su mujer estaba tomando una clase de equitación, llevaba una fotografía de Audrey Barton en el bolsillo de su chaleco. Al igual que las otras, no tenía huellas.
—Sigo sin entender qué tiene que ver todo esto con mi mujer —dijo Alex llanamente.
—Quizá no tenga nada que ver con su mujer, pero sí tiene que ver con su casa, y tenemos que descubrir cuál es la conexión. Le aseguro que estamos investigando todas las posibilidades, y estamos interrogando a diferentes personas.
—Celia piensa que se está dando demasiada importancia al hecho de que volviera tan deprisa a casa tras encontrar el cadáver de Georgette Grove. Señor MacKingsley, estoy seguro de que conoce las cosas increíbles que la gente puede hacer cuando está sometida a un fuerte estrés. Recuerdo el caso de un hombre que levantó él solo un coche para rescatar a su hijo, que estaba atrapado debajo. Mi esposa es una mujer joven, y estaba muy alterada por el acto de vandalismo contra nuestra casa. Dos días después se encuentra con el cadáver de una mujer a la que apenas conocía en una casa en la que jamás había puesto los pies. Cabía la posibilidad de que la persona que había disparado a Georgette todavía siguiera en la casa. ¿No cree que, estando en estado catatónico y con la sensación de estar en peligro, su inconsciente supo encontrar el camino?
—Le comprendo —dijo Jeff con franqueza—. Pero el hecho es que sigue habiendo dos muertos, y nosotros tenemos que investigar a cualquier persona que pueda saber algo y ayudarnos a resolver los dos crímenes. Sabemos que la señora Nolan tuvo que pasar con el coche por delante de la casa de Sheep Hill Road donde mataron a Charley Hatch. Sabemos que estaba en esa calle hacia la hora de la muerte. Lo hemos comprobado con el club. Llegó allí aproximadamente a las dos menos ocho minutos. Quizá vio algún coche al pasar, o a alguien que caminaba por la calle. Ayer nos dijo que nunca había visto a Charley Hatch. ¿No le parece razonable que la interroguemos por si inconscientemente ha reparado en algún detalle importante?
—Estoy seguro de que Celia quiere ayudarles en lo que pueda —dijo Alex Nolan—. Evidentemente, no tiene nada que ocultar. Dios, si ni siquiera conocía este pueblo hasta que yo la traje el día de su cumpleaños… Pero insisto, que ese tal Walsh la deje en paz. No pienso tolerar que la acose y la atosigue. Ayer por la noche, cuando estábamos cenando fuera, Celia se derrumbó. Desde luego, no se puede negar que he sido un estúpido al comprar una casa sin habérsela enseñado primero.
—Sí, es una cosa bastante inusual en los tiempos que corren —comentó Jeff.
En la sonrisa fugaz de Alex Nolan no había ni una pizca de alegría.
—Más que inusual, yo diría idealista —dijo—. Celia ha tenido que vivir situaciones muy duras en los últimos años. Su anterior marido estuvo un año en estado terminal antes de morir. Hace ocho meses la atropello una limusina y sufrió un fuerte traumatismo. Su padre tiene Alzheimer y ayer mismo se enteró de que su estado degenera muy deprisa. Tenía muchas ganas de marcharse de la ciudad y venir a esta zona, pero nunca encontraba el momento para que viniéramos a mirar casas. Quería que lo hiciera yo. Cuando vi la que compré, pensé que era perfecta para ella. Es justamente lo que estábamos buscando: una casa antigua, bonita y espaciosa, con habitaciones grandes, bien conservada y con terrenos.
Jeff se dio cuenta de que la mirada de Alex se suavizaba al hablar de su mujer.
—Ceil me habló de una casa muy bonita que había visitado hacía unos años, y era exactamente como la nuestra. ¿Tenía que haberla llevado a verla antes de comprarla? Sí, por supuesto. ¿Tenía que haberme parado a escuchar la historia de la casa? Pues sí. Pero no estoy aquí para justificarme, ni para explicar por qué estamos en la casa. Estoy aquí para asegurarme de que sus hombres no molestan a mi mujer. —Se puso en pie y le ofreció la mano—. Señor MacKingsley, ¿me da su palabra de que el detective Walsh se mantendrá alejado de mi mujer?
Jeff se levantó.
—Se la doy —dijo—. Tengo que preguntarle por la hora en que pasó ante la casa en que mataron a Charley Hatch en Sheep Hill Road, pero lo haré yo mismo.
—¿Considera que mi mujer es sospechosa de alguno de esos dos crímenes?
—Basándonos en las pruebas que tenemos, no.
—En ese caso, le diré a mi esposa que hable con usted.
—Gracias. Le estaría muy agradecido. Me gustaría que quedáramos para hoy mismo. ¿Estará usted por aquí, señor Nolan?
—No, voy a estar fuera unos días. He estado en Chicago, tomando declaraciones en un caso relacionado con un testamento. Y desde aquí me tengo que ir directo al aeropuerto.
La puerta acababa de cerrarse detrás de Nolan cuando Anna entró.
—Eso sí es un hombre atractivo —dijo—. Todas las empleadas de menos de cincuenta no han dejado de preguntar si está soltero. Les he dicho que lo olviden. Parecía mucho más relajado al salir que cuando ha llegado.
—Sí, creo que lo estaba —concedió Jeff, aunque no estaba muy seguro de haber sido del todo sincero con el marido de Celia Nolan. Miró a Mort Shelley—. ¿Qué opina, Mort?
—Estoy de acuerdo con usted, no creo que la mujer sea sospechosa, pero sé que hay algo que no nos ha dicho. De verdad, ayer, cuando nos abrió la puerta y la vi con aquella ropa de montar, por un momento pensé que era la mujer de la fotografía que encontramos en el bolsillo de Charley Hatch.
—Yo tuve la misma impresión pero, evidentemente, si comparamos a la mujer de la fotografía con la señora Nolan, la diferencia es evidente. Nolan es más alta, tiene el pelo más oscuro, la forma de la cara es distinta. Fue una casualidad que llevara una ropa casi idéntica a la que llevaba la señora Barton en la fotografía. Hasta llevaba el pelo arreglado de una forma parecida.
La diferencia era evidente, pensó Jeff, pero seguía habiendo algo en Celia Nolan que le recordaba a Audrey Barton. Y no era solo que las dos fueran bellas mujeres con ropa de montar.