—Lo siento mucho, señora Nolan —dijo Georgette tartamudeando—. Yo misma acabo de llegar. He avisado a la policía.
La miré. La mujer estaba tratando de arrastrar una manguera por el sendero de sulfato de cobre, imagino que con la esperanza de eliminar parte de los destrozos del césped y la casa.
La casa estaba situada a unos treinta metros de la carretera. En el césped habían pintado en grandes letras rojas las palabras:
CASA DE LA PEQUEÑA LIZZIE
¡CUIDADO!
Había salpicaduras de pintura en las tablillas y la piedra caliza de la fachada de la casa. Vi que habían grabado una calavera y dos huesos cruzados en la puerta de caoba. Y habían apoyado una muñeca de paja con una pistola de juguete en la mano contra la puerta. Supongo que esa era yo.
—¿Qué significa todo esto? —espetó Alex.
—Seguramente habrán sido los niños. Lo siento —explicó Georgette Grove muy nerviosa—. Haré que vengan a limpiarlo enseguida, y avisaré al jardinero. Arrancará el césped y lo replantará hoy mismo. No puedo creerme que…
Cuando nos miró, se quedó sin voz. Era un día caluroso y sofocante. Los dos vestíamos con ropa informal, camisetas de manga corta y pantalones. Yo llevaba el pelo hacia atrás, suelto sobre los hombros. Menos mal que llevaba gafas de sol. Estaba junto al Mercedes, con la mano apoyada en la puerta. Alex estaba furioso y preocupado, y era evidente que no pensaba conformarse con aquel ofrecimiento de limpiar el destrozo. Quería saber por qué había pasado aquello.
Yo te lo diré, Alex, pensé yo. Aguanta, me dije a mí misma desesperada. Sabía que si dejaba de apoyarme en la puerta del coche me caería. El sol de agosto caía a plomo, y hacía brillar la pintura roja.
Sangre. No era pintura. Era la sangre de mamá. Me sentía los brazos, el cuello y la cara pegajosos a causa de la sangre.
—Celia, ¿estás bien? —Alex me había puesto la mano en el brazo—. Cariño, lo siento. No entiendo por qué iba a querer nadie hacer algo así.
Jack se había apeado del coche.
—Mamá, ¿estás bien? ¿Estás mareada?
La historia se repite. Jack, que solo tiene un vago recuerdo de su padre, sintió el miedo instintivo a perderme a mí también.
Me obligué a concentrarme en él, en su necesidad de que lo tranquilizara. Luego vi la preocupación y la angustia del rostro de Alex. Una terrible posibilidad me pasó por la cabeza. ¿Lo sabe? ¿Es esto una broma cruel y horrible? Pero descarté la idea en cuanto apareció. Por supuesto que Alex no tenía ni idea de que yo había vivido allí. El de la inmobiliaria, Henry Paley, me había dicho que Alex iba a ver otra casa que estaba tres manzanas más allá cuando vio el cartel de SE VENDE en el césped. Fue una de esas cosas terribles que a veces pasan, una espantosa coincidencia. Pero, Dios mío, ¿qué hago?
—No pasa nada —le dije a Jack, obligando a salir las palabras, porque me sentía los labios entumecidos y torpes.
Jack fue corriendo hasta el césped.
—Sé leerlo —dijo con orgullo—. P-p-peque-ña L-l-li-z-lizzie…
—Ya basta, Jack —dijo Alex con firmeza. Miró a Georgette—. ¿Tiene alguna explicación para esto?
—Traté de explicárselo la primera vez que vimos la casa —se disculpó la mujer—. Pero no pareció interesarle. Hace casi veinticinco años aquí hubo una tragedia. Una niña de diez años, Liza Barton, mató accidentalmente a su madre y le disparó a su padrastro. Y, debido al parecido de su nombre con el de la infame Lizzie Borden, la prensa sensacionalista la bautizó como «la pequeña Lizzie Borden». Desde entonces, de vez en cuando se produce algún incidente en la casa, pero nunca había pasado nada parecido. —Georgette estaba a punto de echarse a llorar—. Tendría que haber insistido.
El primero de los camiones de las mudanzas acababa de entrar en el camino de acceso. Dos hombres se apearon de un salto y corrieron a la parte de atrás para abrir las puertas y empezar a descargar.
—Alex, diles que paren —exigí, y entonces tuve miedo, porque me di cuenta de que mi voz era casi un chillido—. Diles que den media vuelta y vuelvan a Nueva York ahora mismo. No puedo vivir en esta casa. —Demasiado tarde, me di cuenta de que Alex y la agente inmobiliaria me miraban con expresión perpleja.
—Señora Nolan, no tiene que pensar de ese modo —protestó Georgette Grove—. Lamento muchísimo que haya pasado esto. No sabe lo mucho que lo siento. Estoy segura de que ha sido una broma pesada de algún crío. Pero no les va a hacer tanta gracia cuando la policía los encuentre.
—Cielo, estás exagerando un poco —se quejó también Alex—. Es una casa muy bonita. Lamento no haber escuchado a Georgette cuando me dijo lo que había pasado aquí, pero hubiera comprado la casa de todos modos. No dejes que unos críos estúpidos te lo estropeen. —Me puso las manos en el rostro—. Mírame. Te prometo que antes de que el día se acabe, todo este desorden habrá desaparecido. Ven a la parte de atrás. Quiero enseñarle a Jack la sorpresa que tengo para él.
Uno de los hombres de las mudanzas se dirigía hacia la casa, y Jack iba correteando a su lado.
—Ven, Jack, vamos al granero —le gritó Alex—. Venga, Ceil —me apremió—. Por favor.
Yo quería protestar, pero entonces vi las luces intermitentes de un coche patrulla que venía a toda velocidad por la carretera.
Cuando me apartaron del cadáver de mi madre, me hicieron sentarme en el coche patrulla. Iba en camisón, y alguien me dio una manta y me arropó en ella. Y entonces llegó la ambulancia y se llevaron a Ted en una camilla.
—Venga, cielo —insistió—. Vamos a enseñarle a Jack su sorpresa.
—Señora Nolan, yo me ocupo de hablar con la policía —se ofreció Georgette Grove.
No soportaba la idea de encontrarme cara a cara con la policía así que, para evitarlos, me fui a toda prisa con Alex. Nos dirigimos hacia los extensos terrenos que había en la parte de atrás. Me di cuenta de que las hidrangeas azules que mamá había plantado siguiendo la línea de los cimientos de la casa habían desaparecido. Y me sorprendió comprobar que, en el mes que había pasado desde la vez anterior, se había habilitado un cercado para poder montar.
Alex le había prometido a Jack que le compraría un poni. ¿Ya lo había traído? Seguramente Jack se estaba preguntando lo mismo, porque fue corriendo hasta el cobertizo. Abrió la puerta, y entonces oí que gritaba de alegría:
—Es un poni, mamá —gritó—. ¡Alex me ha comprado un poni!
Cinco minutos más tarde, con los ojos brillando de alegría y los pies asegurados en los estribos de su nueva silla de montar, Jack iba a lomos del poni por el cercado, con Alex a su lado. Yo me quedé del otro lado de la verja, observándolos, contemplando la expresión de felicidad de Jack y la sonrisa de satisfacción de Alex. Me di cuenta de que mi hijo había reaccionado ante su regalo como Jack esperaba que yo reaccionara con la casa.
—Esta es otra de las razones por las que sabía que este sitio sería perfecto, cariño —dijo Alex cuando pasaron delante de mí—. Jack tiene las cualidades que necesita para convertirse en un excelente jinete. Ahora podrá montar todos los días, ¿verdad, Jack?
Oí que alguien se aclaraba la garganta detrás de mí.
—Señora Nolan, soy el sargento Earley. Lamento mucho el incidente. Esta no es la forma de darle la bienvenida a Mendham.
No había oído acercarse al policía y a Georgette Grove. Me volví a mirarlos sobresaltada.
Él debía de rondar los sesenta, y tenía la complexión de un hombre que ha vivido siempre al aire libre, con pelo ralo y rojizo.
—Sé muy bien a qué niños tengo que preguntar —dijo con aire sombrío—. Confíe en mí. Sus padres pagarán cualquier arreglo que sea necesario en la casa o el césped.
Earley, pensé. Conozco ese nombre. La semana pasada, cuando empaqueté mis archivos, leí de nuevo el que tengo escondido, el que empezaba la noche que maté a mi madre. En el artículo se mencionaba a un agente que se llamaba Earley.
—Señora Nolan, llevo más de treinta años en la policía de este pueblo —siguió diciendo—. Y es tan acogedor como el que más.
Alex, al ver al sargento y a Georgette Grove, dejó a Jack con el poni y vino a reunirse con nosotros. Grove le presentó al sargento.
—Sargento, estoy seguro de que comparto la opinión de mi esposa si le digo que no quiero que empecemos nuestra vida aquí poniendo una queja contra los hijos de ningún vecino —dijo—. Pero espero que cuando encuentre a esos vándalos les haga comprender que tienen mucha suerte de que seamos tan generosos. De hecho, pienso vallar la propiedad e instalar cámaras de seguridad inmediatamente. Así, si a algún otro niñato se le ocurren más gamberradas, no llegará muy lejos.
Earley, pensé yo. En mi cabeza estaba repasando los artículos que la prensa sensacionalista escribió sobre mí, los que me hicieron sentirme tan mal cuando los releí hacía solo una semana. Había una fotografía de un policía echándome una manta sobre los hombros en la parte de atrás del coche patrulla. Su nombre era Earley. Luego comentó a la prensa que nunca había visto a una niña tan compuesta como yo. «Estaba cubierta con la sangre de su madre, y sin embargo, cuando la arropé con la manta me dijo "Muchas gracias, señor policía", como si le acabara de dar un helado».
Y ahora tenía ante mí al mismo hombre, y seguramente esperaba que volviera a darle las gracias por el servicio que iba a realizar por mí.
—Mamá, me encanta mi poni —me gritó Jack—. Quiero que se llame Lizzie, como ponía en el césped. ¿No te gusta?
¡Lizzie!
Antes de que pudiera contestar, oí que Georgette Grove musitaba con horror:
—Oh, Dios, tendría que haberlo imaginado, aquí viene doña cotilla.
Al poco me estaban presentando a Marcella Williams. La mujer me estrechó la mano y dijo:
—Hace veintiocho años que vivo aquí al lado, y me complace darles la bienvenida. Estoy deseando poder conocerles a usted, a su marido y su hijo.
Marcella Williams. ¡Aún vive aquí! Testificó contra mí. Los miré a todos, uno a uno: Georgette Grove, la agente inmobiliaria que le había vendido la casa a Alex; el sargento Earley, que hace mucho tiempo me arropó con una manta y luego, como si nada, declaró ante la prensa que yo era una especie de monstruo insensible; Marcella Williams, que corroboró todo cuanto Ted dijo al tribunal, ayudándole a conseguir una compensación económica que me dejó prácticamente sin nada.
—Mamá, ¿te gusta si le llamo Lizzie? —me gritó mi hijo otra vez.
Tengo que protegerle, pensé. Esto es lo que me pasará si se enteran de quién soy. Por un momento, el sueño que a veces tengo de estar en el océano y tratar de salvar a Jack me vino a la cabeza. Estoy otra vez en el océano, pensé histérica.
Alex me miraba con expresión desconcertada.
—Ceil, ¿te parece bien si Jack llama Lizzie al poni?
Podía sentir los ojos de mi marido, del policía, la vecina y la agente inmobiliaria clavados en mí. Me dieron ganas de salir corriendo. De esconderme. Jack, inocentemente, quería ponerle a su poni el nombre de la niña infame por quien se me tenía.
Tenía que deshacerme de mis recuerdos. Tenía que hacer el papel de una recién llegada preocupada por un acto de vandalismo. Eso y nada más. Me obligué a esbozar una sonrisa.
—No dejemos que unos niños estúpidos nos estropeen el día —dije—. Me parece bien. No quiero firmar una queja. Y Georgette, por favor, haga que arreglen los desperfectos cuanto antes.
Tenía la sensación de que el sargento Earley y Marcella Williams me estaban evaluando. Se estaría preguntando alguno de los dos: «¿A quién me recuerda?». Me di la vuelta y me apoyé contra la verja.
—Puedes llamar a tu poni como quieras, Jack —le dije.
Tengo que ir adentro, pensé. El sargento Earley y Marcella Williams… ¿cuánto tiempo pasará antes de que empiece a resultarles familiar?
Uno de los hombres de las mudanzas, de veintipocos años, con hombros anchos y cara de niño, se acercó corriendo por el césped.
—Señor Nolan —dijo—, han venido los de la prensa. Quieren tomar fotografías de los desperfectos. Uno es reportero de una cadena de televisión, y quiere que usted y la señora Nolan hagan una declaración ante la cámara.
—¡No! —Miré a Alex con gesto suplicante—. Definitivamente no.
—Tengo una llave de la puerta de atrás —se apresuró a decir Georgette Grove.
Pero era demasiado tarde. Cuando traté de escapar, los periodistas aparecieron por la esquina de la casa. Los flashes se dispararon y, mientras levantaba los brazos para cubrirme la cara, noté que las rodillas me cedían y un manto de oscuridad me envolvió.