Cuando volvía a casa después de hacer unas compras en Bedminster, no dejé de mirar por el espejo retrovisor para ver si el detective Walsh aún me seguía. Llegué a la conclusión de que no, porque no vi ni rastro del Chevrolet sedán negro. Recogí a Jack en la escuela, fuimos a casa, le hice lavarse la cara y las manos y le llevé a casa de su amigo, el Billy que no llora.
Carolyn Browne, la madre de Billy, me cayó bien enseguida. Debe de ser de mi edad, y tiene pelo oscuro y rizado, ojos marrones y un carácter alegre y cordial.
—Esta semana Billy y Jack se han hecho inseparables —me dijo—. Me alegra que tenga un amigo tan cerca, porque en esta calle no hay otros niños de su edad.
Carolyn me invitó a tomar un café con ella mientras los niños comían, pero yo me excusé, y dije que tenía que hacer algunas llamadas. A diferencia de ayer, cuando le puse la misma excusa a Marcella Williams, esta vez era verdad. Tenía que hablar con el doctor Moran. En California serían las diez de la mañana, una buena hora para llamar. Y también quería llamar a Kathleen. Ahora que a Martin empezaba a traicionarle la cabeza, ella era la única persona en quien podía confiar aparte del doctor Moran. El doctor Moran creía que debía haberle contado a Alex la verdad, en cambio Kathleen era de la opinión de que hay que olvidar el pasado.
Jack me dio un beso apresurado cuando me iba y, tras prometerle que volvería a por él a las cuatro, me fui. En cuanto llegué a casa, fui a comprobar el contestador. Ya me había fijado cuando llegué después de recoger a Jack del colegio en que la luz parpadeaba, pero tuve miedo de escuchar los mensajes por si era alguna de esas llamadas sobre Lizzie Borden y mi hijo lo oía.
El mensaje era del detective Walsh. Dijo que estaba deseando que repasáramos juntos mi declaración. Que seguramente me había equivocado respecto a la hora en que encontré el cadáver de Georgette, porque era imposible que alguien que no conocía el camino fuera de Holland Road a mi casa tan rápido.
«Entiendo que estaba usted traumatizada por lo que vio, señora Nolan —decía con voz melosa pero sarcástica—, pero espero que ahora podrá aclararnos la cuestión del tiempo algo mejor. Me gustaría hablar con usted».
Apreté el botón de borrar, aunque sabía que borrando su voz no lograría borrar lo que sus palabras insinuaban. Lo que me estaba diciendo es que le había mentido o bien sobre la hora a la que llegué a Holland Road o sobre el hecho de que no sabía cómo llegar hasta allí.
Mi inquietud por hablar con el doctor Moran iba en aumento. Me había dicho que le llamara cuando quisiera, de día o de noche, pero el caso es que no había vuelto a hablar con él desde mi boda. No quería tener que admitir que él tenía razón… no tendría que haberme casado con Alex sin antes sincerarme con él.
Descolgué el auricular del teléfono de la cocina y volví a dejarlo en su sitio y saqué mi móvil. Cuando estábamos en el apartamento, las facturas del teléfono de casa iban directamente a mi gestor, pero Alex me había dicho que cuando nos mudáramos haría que las enviaran a su despacho. Ya me lo imaginaba repasando la factura del teléfono y preguntando por curiosidad a quién había llamado en California. La factura de mi móvil seguía yendo a mi gestor.
El doctor Moran contestó al segundo tono.
—Celia —dijo con la misma voz cordial y tranquilizadora de siempre—. Últimamente pienso mucho en ti. ¿Cómo va todo?
—No muy bien, la verdad. —Le conté que Alex había comprado la casa, el acto de vandalismo, la muerte de Georgette, las extrañas llamadas y las amenazas del detective Walsh.
Con cada nueva pregunta que me hacía, su voz se iba volviendo más grave.
—Celia, tendrías que confiar en Alex y contarle la verdad ahora.
—No puedo, no todavía, no hasta que pueda demostrar que lo que dicen de mí no es cierto.
—Mira, Celia, si ese detective está tratando de relacionarte con la muerte de la mujer de la inmobiliaria es posible que indaguen en tu pasado y acaben por descubrir quién eres. Considero que tendrías que contratar un buen abogado e intentar protegerte.
—Los únicos abogados que conozco son como Alex, se mueven en el campo de las finanzas.
—¿Aún está en activo el abogado que te defendió cuando eras pequeña?
—No lo sé.
—¿Recuerdas su nombre? Si no, seguro que lo tengo en tu archivo.
—Se llamaba Benjamin Fletcher, y no me gustaba.
—Pero consiguió que te absolvieran. Y según tengo entendido, hizo un trabajo estupendo, teniendo en cuenta lo que declaró tu padrastro. ¿Tienes una guía de teléfonos a mano?
—Sí, la tengo.
—Pues busca el número.
Las guías estaban en el taquillón, bajo el teléfono. Cogí las Páginas Amarillas y busqué la sección de abogados.
—Sí, aquí está —le dije al doctor Moran—. Trabaja en Chester. Eso está solo a veinte minutos de aquí.
—Celia, creo que deberías consultarle. Todo lo que le digas quedará protegido por el secreto profesional. Si otra cosa no, al menos él podrá recomendarte a algún buen abogado.
—Le llamaré, doctor, lo prometo.
—¿Seguirás en contacto conmigo?
—Sí.
Después llamé a Kathleen. Ella siempre ha entendido que me resulte difícil llamarla «mamá». No podía ocupar el lugar de mi madre, pero la quiero mucho. Cada pocas semanas hablamos por teléfono. Se quedó muy preocupada cuando le conté lo de la casa, pero luego reconoció que seguramente podría convencer a Alex para que nos mudáramos a otro sitio.
—Y, por lo que se refiere a Mendham —dijo—, los antepasados de tu madre proceden de esa zona. Uno de ellos luchó en la guerra de la independencia junto a Washington. Tus raíces están ahí, aunque no lo puedas decir.
Cuando Kathleen contestó al teléfono, podía oír a Martin de fondo.
—Es Celia —le dijo.
Y oí lo que contestaba él. Se me heló la sangre.
—Se llama Liza —dijo él—. El otro nombre se lo ha inventado.
—Kathleen —dije con un hilo de voz—. ¿Va diciendo eso a todo el mundo?
—Ha empeorado mucho —me contestó ella también en un susurro—. Nunca sé lo que va a decir. Estoy que no puedo más. Lo llevé a un geriátrico que está solo a kilómetro y medio de aquí, pero él intuyó que estoy pensando en internarlo. Primero se puso a gritarme y, cuando llegamos a casa, se echó a llorar como un crío. Durante un rato estuvo perfectamente lúcido, y me suplicó que le dejara seguir en casa.
Le notaba la desesperación en la voz.
—Oh, Kathleen —dije, e insistí en que buscara alguien que la ayudara en la casa, que yo lo pagaría.
Creo que, para cuando la conversación terminó, había conseguido animarla un poco. Evidentemente, no le conté lo que estaba pasando en mi vida. Bastantes problemas tenía ya para que la agobiara también con los míos. Pero ¿y si Martin le contaba mi historia a alguien que había leído sobre el caso de la pequeña Lizzie Borden y esa persona lo contaba a otros o hablaba del tema en algún chat de internet?
Ya me imaginaba la conversación. «Hay un anciano vecino nuestro que tiene una hija adoptada. Está en los primeros estadios del Alzheimer, pero el caso es que va por ahí diciendo que es la pequeña Lizzie Borden, la niña que mató a su madre hace unos años».
Seguí la única opción viable. Marqué el número de Benjamin Fletcher. Contestó él personalmente. Le dije que era Celia Nolan. Que me lo habían recomendado y que quería cita para consultarle.
—¿Quién me ha recomendado, Celia? —preguntó, y por su risa era evidente que no me creía.
—Prefiero que lo hablemos cuando le vea.
—Perfecto. ¿Le va bien mañana?
—Sí, entre las nueve y las diez, mientras mi hijo esté en la escuela.
—Perfecto. A las nueve entonces. ¿Tiene la dirección?
—Si es la que está en la guía, sí.
—Es la misma, sí. Entonces, hasta mañana.
Oí el clic cuando el abogado colgó. Dejé el auricular en su sitio, preguntándome si me estaba equivocando. Al oír su voz, aunque con los años se había vuelto más ronca, lo vi con claridad en mi mente: aquel gigante del que me escondía cuando venía a verme al centro de detención juvenil.
Por unos momentos, me quedé indecisa en medio de la cocina. La noche anterior, otra noche de insomnio, había decidido hacer que aquella casa fuera más habitable hasta que pudiéramos marcharnos. Se lo debía a Alex. Con la excepción del piano, había vendido todo lo que tenía en su antiguo apartamento, porque decía que, cuando compráramos una casa, le encantaría que su mujer, una fabulosa diseñadora de interiores, empezara de cero.
Había decidido comprar algunos módulos para la biblioteca y algunas piezas más para la sala de estar, y encargar unas cortinas. Al menos intentaría adecentar el piso de abajo. Alex tenía razón, claro: incluso si encontrábamos otra casa, quizá pasarían meses antes de que pudiéramos mudarnos.
Pero no estaba de humor para ir de compras. Si salía, cuando mirara por el espejo retrovisor seguramente vería al detective Walsh detrás. Me acordé de la asistenta que Cynthia Granger me había recomendado tan encarecidamente y la llamé. Quedamos en que vendría a entrevistarse conmigo la semana siguiente.
Fue entonces cuando tomé la decisión que me hundiría en una pesadilla aún más horrible. Llamé al club de hípica Washington Valley, pedí que me pusieran con Zach y le pregunté si podía darme una clase a las dos.
Él accedió. Así que subí corriendo a mi habitación a cambiarme y me puse los pantalones, las botas y la camisa de manga larga que acababa de comprarme. Cuando saqué la chaquetilla de montar, pensé lo mucho que se parecía a la que utilizaba mi madre. Pensé con indiferencia que Zach Willet había sido la última persona con la que mi padre habló antes de morir. En cierto modo, amaba a mi padre por haber intentado superar su miedo a los caballos para complacer a mi madre. Pero, por otro lado, también me sentía furiosa con él, porque se fue solo sin esperar a Zach. Nunca sabríamos por qué hizo aquello, ni lo que pasó realmente.
Esa era la pregunta que seguía sin contestar. Seguramente mi madre quiso conocer las circunstancias exactas de la muerte de mi padre. No podía culpar a Zach Willet si mi padre se fue voluntariamente sin esperarle, ni por el hecho de que siguiera un camino peligroso. Pero entonces, ¿por qué le gritó su nombre a Ted Cartwright unos momentos antes de morir?
Tenía la sensación de que, si pasaba el tiempo suficiente con Zach, quizá recordaría las otras cosas que le oí gritar a mi madre aquella noche.
Llegué al club a las dos menos diez, y Zach me recibió con un gruñido de aprobación al ver mi nuevo atuendo. Salimos a montar, y pensé lo mucho que disfrutaba mi madre montando en tardes como aquella. Mientras pensaba en ella, la experiencia que adquirí a caballo de niña fue volviendo a mí, como una segunda naturaleza. Hoy Zach estaba mucho más callado, pero se le veía de buen humor. Cuando ya volvíamos, se disculpó por haber hablado tan poco, pero dijo que lo estaba haciendo muy bien, y que no había dormido bien la noche antes porque los críos del piso de abajo hicieron una fiesta.
Cuando dije con tono comprensivo que debe de ser difícil tener vecinos ruidosos, el hombre sonrió y dijo que no tendría que aguantarlos mucho tiempo, porque estaba pensando mudarse a una urbanización. Luego salimos a campo abierto, y ya veíamos el edificio del club de hípica a lo lejos.
—Vamos —dijo, y se lanzó al galope.
Galleta lo siguió de forma instintiva, y cabalgamos sobre la hierba hasta que llegamos a los establos.
Desmontamos y, cuando me miró, los ojos de Zach me parecieron cansados.
—Usted ya sabía montar —dijo categóricamente—. ¿Por qué no me lo había dicho?
—Ya le dije que mi amiga tenía un poni.
—Ya. Bueno, pues a menos que le apetezca tirar su dinero, ¿por qué no comprobamos hasta qué punto sabe y empezamos por ahí?
—Eso estaría muy bien, Zach —dije enseguida.
«Ted, has reconocido que Zach…».
De pronto oí la voz de mi madre… sí, aquella noche también le oí gritar esas palabras.
¿Qué había reconocido Ted? Tratando de no dejar que mi expresión me traicionara, musité que ya le llamaría y fui directa al coche.
Cuando pasaba por Sheep Hill Road, vi que había pasado algo en la casa de la esquina. Había pasado por allí hacía poco más de una hora y no había ninguna señal de actividad. En cambio ahora había coches patrulla y furgonetas de la prensa aparcados ante la casa, y había policías por los alrededores. No quería ver aquello, así que pisé el acelerador, luego traté de girar a la derecha, por Valley Road. Estaba cerrada al tráfico, y vi un coche de la funeraria y un grupo de gente reunida en una abertura de un seto. Seguí recto, sin preocuparme de adónde me llevaba la carretera, porque lo único que quería era dejar de ver los coches policiales y todos los arreos de la muerte.
Cuando llegué a casa eran las cuatro menos cuarto. Estaba deseando ducharme y cambiarme, pero no quería llegar tarde para recoger a Jack. Vestida todavía con la ropa de montar, fui a pie hasta la calle de al lado, le di las gracias a Carolyn, le pregunté a Billy si vendría a vernos un día para montar en el poni de Jack y luego volví a casa con Jack cogido de la mano.
Acabábamos de entrar y estábamos tomándonos un refresco en la cocina cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir con un nudo en la garganta. Incluso antes de abrir ya sabía que sería el detective Paul Walsh.
Y tenía razón. Pero esa vez, no solo venía acompañado del fiscal, sino de otros dos hombres que me presentó como los detectives Ortiz y Shelley.
Por la forma en que los cuatro me miraron comprendí que mi atuendo les había sorprendido. Más adelante descubriría que los cuatro me estaban comparando mentalmente con la fotografía de mi madre que habían encontrado en el bolsillo de la camisa de Charley Hatch.