La mujer que llamó histérica al 911 para avisar de la muerte de Charley Hatch era Lorraine Smith. En el lugar no solo se personó la policía, sino también una ambulancia, el forense, la prensa y una representación de la oficina del fiscal, incluyendo al propio fiscal, Jeffrey MacKingsley.
Lorraine, de cincuenta años y madre de unas gemelas de dieciocho años, fue recuperando poco a poco la suficiente compostura para reunirse con el equipo de investigación en la salita de su casa de estilo federal en Sheep Hill Road.
—Charley llegó hacia la una —dijo a Jeff, Paul Walsh, Angelo Ortiz y Mort Shelley—. Viene todos los martes a cortarme el césped.
—¿Habló con él? —le preguntó Jeff.
—Hoy sí. Pero a veces puede pasar un mes entero sin que coincidamos. Él llega, descarga su material y se pone a trabajar. En un par de semanas tiene que… bueno habría tenido que arrancar la balsamina y las otras plantas anuales y preparar las plantas de otoño. Normalmente yo le ayudo. Pero, cuando se limita a cortar el césped no tenemos por qué hablar necesariamente.
Lorraine sabía que estaba hablando demasiado y deprisa. Dio un sorbo a su café y decidió serenarse y limitarse a contestar las preguntas del fiscal.
—¿Por qué ha hablado con él hoy?
—Porque ha llegado tarde y estaba molesta. Se supone que tiene que estar aquí a las nueve de la mañana. Hoy tenía invitados a la hora de comer. Estábamos en el patio y hemos estado oyendo todo el rato el dichoso cortacésped. Así que al final he salido y le he dicho que parara y volviera mañana.
—¿Y él qué ha dicho?
—Se ha reído y ha dicho algo así como «Sabe, señora Smith, no es tan horrible si estoy cansado y algún día me duermo. Será mejor que disfrute de mis servicios mientras puede».
—¿Y luego qué ha pasado?
—Ha sonado su móvil. —Lorraine Smith hizo una pausa—. O quizá debería decir uno de sus móviles.
—¿Tenía dos móviles? —preguntó Paul Walsh.
—A mí también me sorprendió. Se sacó un móvil del bolsillo de la camisa, pero seguía sonando, así que se sacó el que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón.
—¿Por casualidad no oiría el nombre de la persona que llamaba?
—No. En realidad, me ha parecido que no quería hablar delante de mí. Le dijo a la persona que llamaba que esperara un momento, y luego dijo «Recogeré mis cosas y me iré enseguida, señora Smith».
—¿Y eso fue a la una y media?
—Como muy tarde las dos menos veinticinco. Y volví a entrar. Mis amigos y yo terminamos de comer y se fueron hacia las dos y cuarto. Habían aparcado en la pequeña rotonda que hay delante de la casa, así que no me di cuenta de que la camioneta de Charley seguía en la parte de atrás, junto al garaje. Cuando la vi, fui a ver qué hacía.
—¿Y eso fue mucho después de que sus amigos se fueran, señora Smith? —preguntó Angelo Ortiz.
—Solo unos minutos. Vi que no estaba en el patio trasero, así que miré por la zona vallada donde están la piscina y la pista de tenis. Un poco más allá hay una hilera de setos que plantamos para tener más intimidad, porque por ese lado la casa mira a Valley Road. Charley estaba tendido en el pequeño espacio que queda entre dos setos, con los ojos abiertos, fijos, y tenía mucha sangre en el lado derecho de la cara. —La señora Smith se pasó la mano por la frente como si quisiera borrar aquel recuerdo.
—Señora Smith, cuando marcó el 911, dijo que «creía» que estaba muerto. ¿Hay alguna razón para que pensara que podía estar vivo cuando le encontró?
—La verdad, no creo que supiera ni lo que decía.
—Es comprensible. Antes ha mencionado una cosa, señora Smith. Charley le dijo que disfrutara de sus servicios mientras podía. ¿Tiene idea de lo que quería decir con eso?
—Charley era un hombre muy susceptible. Hacía muy bien su trabajo, pero nunca me pareció que le gustara. Ya sabe, hay jardineros a los que les encanta trabajar con plantas y verlas crecer. Pero para Charley solo era un trabajo, y creo que el hecho de que no le importara que me sintiera molesta con él significaba que iba a dejar de trabajar para nosotros.
—Entiendo. —Jeff se puso en pie—. Más tarde tendrá que hacer una declaración jurada, pero de momento, gracias por su colaboración. Nos ha facilitado mucho las cosas.
—Mamá, ¿qué pasa? ¿Estás bien?
Dos adolescentes idénticas, con el pelo rojizo como la madre y cuerpos atléticos, entraron corriendo en la habitación. Lorraine Smith se levantó de un salto cuando las dos chicas corrieron a abrazarla. Parecían muy asustadas.
—Cuando hemos visto a toda esa gente y la policía hemos pensado que te había pasado algo —dijo una de ellas.
—Es una suerte que no estuviera hablando con Charley Hatch cuando le han disparado —le comentó Mort Shelley a Jeff cuando se dirigían hacia la puerta—. ¿Usted qué opina?
—Creo que la persona que pagó a Charley para que provocara los destrozos en la casa de Old Mill Lane se puso nerviosa y temía que, si presionábamos a Charley, acabara diciéndonos para quién trabajaba.
La detective Lola Spaulding, de la policía científica, había estado recopilando pruebas. Se reunió con los cuatro hombres cuando salieron de la casa.
—Jeff, su cartera está en la camioneta. No parece que falte nada. No hay rastro de ningún móvil. Pero en su bolsillo hemos encontrado una cosa que creo que le interesará. Todavía no hemos comprobado las huellas.
La fotografía que le enseñó, al igual que la que encontraron en el bolso de Georgette Grove, había sido recortada de un periódico. En ella aparecía una mujer increíblemente atractiva de treinta y pocos años. Vestía con ropa de montar y sostenía un trofeo de plata.
—Estaba en el bolsillo del chaleco de Charley —dijo Lola—. ¿Alguna idea de quién puede ser?
—Sí —dijo Jeff—. Es Audrey, la madre de Liza Barton, y esta es una de las fotografías que los periódicos utilizaron la semana pasada, cuando hablaron de los destrozos en la casa de Old Mill Road.
Le devolvió la fotografía a Spaulding y caminó hasta el cordón policial que habían colocado para mantener a raya a la prensa. Audrey Barton vivía en la casa de Old Mill Lane, pensó. La clave de todo esto está en esa casa. Hay un psicópata suelto que ha matado a dos personas y va dejando fotografías. Y, o está jugando con nosotros o nos está pidiendo a gritos que le detengamos.
¿Qué estás tratando de decirnos?, le preguntó Jeff mentalmente al asesino mientras las luces del coche policial empezaban a destellar delante de él. ¿Cómo podemos detenerte antes de que vuelvas a matar?