El lunes me pasé toda la tarde tratando de decirle a Alex que quería contratar un abogado criminalista, pero las palabras no querían salir de mi boca. El agradable fin de semana en Spring Lake había suavizado parte de la tensión que había entre nosotros, pero me sentía lo bastante cobarde para querer que aquella sensación de bienestar durara un poco más.
Cuando volvía de la clase de equitación, tuve que parar a comprar comida. Kathleen, mi madre adoptiva, es de esas mujeres que saben preparar un manjar con lo que encuentra en la nevera. Yo no estoy a su altura, pero me gusta cocinar. Me relaja.
Jack y la canguro, Sue, se lo pasaron divinamente mientras yo estuve fuera. La chica lo llevó a pasear con el poni y Jack me habló entusiasmado de los niños que había conocido en la calle de al lado. Uno de ellos va a su clase.
—El Billy que no llora. Y acuérdate, mamá. Tienes que llamar a su madre para decirle que puedo ir a jugar con Billy mañana después del cole.
Jack me ayudó a mezclar la harina, la mantequilla y la leche para las galletas, giró el secador para secar la lechuga y me ayudó con la salsa de mostaza para el salmón, y él sólito puso los espárragos a escalfar.
Cuando Alex volvió a casa a las seis y media, nos sentamos todos juntos en la sala de estar. Alex y yo tomamos un vaso de vino y Jack bebió un refresco. Luego comimos nuestra primera cena en el comedor. Alex me habló de su clienta, una mujer muy mayor que finalmente había cambiado su testamento.
—Esta vez la nieta se queda con la casa de los Hampton. Eso va a provocar una auténtica guerra en la familia —dijo—. La verdad, creo que la vieja disfruta torturando a sus parientes. Pero si a ella no le importa pagarme por mi tiempo, yo encantado.
Alex se había cambiado de ropa y llevaba una camiseta de sport y unos pantalones chinos. Como siempre, me descubrí pensando el aspecto tan increíble que tiene. Me encanta la forma de sus manos, y sus dedos largos y delicados. Si me pidieran que dibujara las manos de un cirujano, dibujaría las suyas. Aunque sé que son muy fuertes. Si está en la cocina cuando yo intento abrir algún tarro, lo único que tengo que hacer es pasárselo a él. Con un sencillo movimiento, la tapa se abre.
La cena fue tranquila y agradable, una cena familiar normal. Y cuando Alex dijo que mañana por la tarde tenía que ir a Chicago para tomar una declaración para un caso que llevaba y que tendría que pasar allí al menos una noche, casi me sentí aliviada. Si se producía alguna de aquellas horribles llamadas, no tendría que preocuparme por si él contestaba al teléfono. Quería llamar al doctor Moran, que me había visitado cuando era pequeña. Ya estaba jubilado, pero tenía su teléfono. Necesitaba su consejo. La última vez que hablé con él fue cuando decidí casarme con Alex. Y ya entonces me advirtió del riesgo que corría al no ser sincera con Alex respecto a mi pasado. «Larry no tenía derecho a pedirte eso, Celia», me había dicho.
Si llamaba al doctor Moran y no le encontraba, no tendría que preocuparme si le dejaba un mensaje diciendo que me llamara él. Y podía pedir su opinión sobre cómo decirle a Alex que quería un abogado.
Todo esto lo pensaba yo mientras preparaba a Jack para acostarlo. Le leí un cuento, y luego dejé que él leyera otro. Luego apagué la luz.
La habitación de Jack, que en otro tiempo fue mi habitación, es grande, pero solo hay un sitio donde puede ir la cama… la extensa pared que hay entre las ventanas. Cuando vi que los de las mudanzas iban a poner la cama ahí, les pedí que la pusieran en la pared de enfrente, pero se veía fuera de sitio.
De pequeña yo tenía muebles blancos, perfectos para el dormitorio de una niña, y el cubrecama y los marcos de las ventanas estaban en azul y blanco. Los muebles de Jack son más apropiados para un chico, de madera de arce, muy fuertes. Sobre la cama tiene la colcha de patchwork que le hice cuando estaba embarazada. Es de colores muy vivos, rojo, amarillo, verde y azul. Cuando Jack se queda dormido y le arropo con ella pienso en la alegría con que la cosí, porque en aquella época creía que podía vivir como si fuera Celia Kellogg Foster.
Antes de bajar, me quedé un momento en la puerta, mirando la habitación, recordándome a mí misma cuando tenía la edad de Jack, en aquella habitación, leyendo mi libro, segura y feliz, ajena a lo que me deparaba el futuro.
¿Qué le deparaba a Jack el futuro? En mis sueños más disparatados, ¿podría haberme imaginado que, en unos pocos años, me iba a convertir en el instrumento, si no la causa, de la muerte de mi madre? Fue un accidente, pero aun así, he matado, y sé lo que significa presenciar el final de una vida. Los ojos de mi madre se quedaron muy fijos. Su cuerpo se puso flácido. Jadeó, profiriendo un leve borboteo. Y entonces, mientras la pistola seguía disparando y Ted se arrastraba tratando de llegar a mí, mi madre se desplomó sobre la moqueta y su mano cayó junto a mi pie.
Eran unos pensamientos absurdos y negros. Pero, cuando empiezo a bajar las escaleras, noto de nuevo la sensación abrumadora de que tengo que proteger a Jack. Le encanta contestar al teléfono. Corre para contestar en cuanto oye el primer timbrazo. ¿Y si oye la voz misteriosa hablando de la pequeña Lizzie? Después del episodio del poni, le hemos dicho que Lizzie era una niña muy mala. Sé que intuyó que había algo muy malo en esa idea. El acto de vandalismo contra la casa, la policía, la prensa y la ambulancia… todo eso tiene que haberle afectado. Parece que está bien, pero me gustaría saber qué pasa por esa cabecita suya tan inteligente. En un intento por recuperar la atmósfera agradable que había reinado durante la cena, me sacudí mentalmente, tratando de alejar las tinieblas de mi mente. Entré en la cocina. Alex se había ofrecido a recoger la mesa y poner los platos en el lavavajillas mientras yo acostaba a Jack.
—Justo a tiempo —me dijo con una sonrisa—. El exprés está listo. Podemos tomarlo en la sala de estar.
Nos sentamos frente a frente en los sillones que había ante la chimenea. Tenía la sensación de que Alex estaba buscando el momento más adecuado para decirme algo.
—¿A qué hora le has dicho a Jack que tiene que apagar la luz?
—A las ocho y media. Pero ya le conoces. Se habrá dormido mucho antes.
—Aún no acabo de acostumbrarme a eso de que los niños supliquen y supliquen que les dejes quedarse más tiempo y luego se queden dormidos en cuanto apoyan la cabeza en la almohada. —Y entonces me miró y supe que pasaba algo—. Ceil, el sábado traerán mi piano —dijo. Levantó una mano antes de que yo pudiera protestar—. Lo echo de menos. Hace seis meses que me fui de mi apartamento y lo dejé en un guardamuebles. A lo mejor encuentras otra casa mañana, o a lo mejor no encuentras nada hasta dentro de un año. Pero, incluso si la encuentras, lo más probable es que no esté disponible de manera inmediata.
—Quieres quedarte en esta casa, ¿verdad? —pregunté.
—Sí, quiero quedarme. Sé que, con tu talento, si la decoraras, sería maravillosa, además de cómoda. Podemos instalar una verja de seguridad para asegurarnos de que no se repita lo del otro día.
—Pero en la mente de todos esta siempre será la casa de la pequeña Lizzie —protesté.
—Mira, Ceil, yo conozco la forma de poner freno a eso. He estado hojeando algunos de los libros que se han escrito sobre el tema en la zona. Antiguamente, muchos de los propietarios de las grandes casas de campo solían poner nombre a sus casas. Originariamente nuestra casa se llamó Knollcrest. Volvamos a llamarla así, pongamos una señal con el nombre en la entrada. Luego, cuando estemos listos, podemos dar una fiesta, poner una fotografía de la casa en la invitación e invitar a la gente a visitarnos en Knollcrest. Creo que el nombre empezaría a calar en la gente. ¿Qué piensas?
Creo que la expresión de mi cara fue respuesta suficiente.
—Bueno, no importa —dijo Alex—. Seguramente era una idea estúpida. —Y luego, mientras se ponía de pie, añadió—: Pero pienso seguir adelante y hacer que me traigan mi piano el sábado.
*****
A la mañana siguiente, Alex me dio un apresurado beso de despedida cuando se iba.
—Salgo un rato a montar. Me ducharé y me vestiré en el club. Te llamo esta noche desde Chicago.
No sé si sabía que había pasado la mayor parte de la noche en vela. Él subió a acostarse alrededor de una hora más tarde que yo, muy sigiloso. Imagino que pensó que yo estaría dormida, así que se acostó en su lado de la cama sin darme siquiera el beso obligado que se estaba convirtiendo en una rutina en nuestra vida nocturna.
Cuando dejé a Jack en la escuela, volví a la cafetería. Cynthia Granger, la mujer que había estado charlando conmigo la semana antes, estaba sentada a una mesa próxima con otra mujer. Cuando me vio entrar, se puso en pie y me invitó a sentarme con ellas. No era lo que más me apetecía, pero Cynthia me gustaba, y pensé que sería una buena ocasión de comprobar lo que la gente de la localidad decía sobre la muerte de Georgette… y sobre el hecho de que hubiera sido yo quien la encontró.
Tras expresarme su consternación por el trauma que debía de haber supuesto para mí la experiencia de Holland Road, Cynthia me dijo que la opinión general era que Ted Cartwright estaba implicado en la muerte de Georgette.
—Aquí todo el mundo ha visto siempre a Ted como un mafioso —me explicó Cynthia—. No digo que sea de la mafia, claro. Pero, a pesar de sus maneras tan acarameladas, siempre da la sensación de que por debajo es un hombre muy duro. Tengo entendido que el viernes por la tarde alguien de la oficina del fiscal estuvo en su despacho.
Durante un rato, bastante corto, por cierto, sentí que quizá todo iría bien. Si el fiscal pensaba que Ted Cartwright estaba relacionado con la muerte de Georgette, tal vez me equivocaba con respecto al detective Walsh. Quizá después de todo para ellos solo era la víctima de un acto de vandalismo, una señora de Nueva York que había tenido la mala suerte de comprar una casa estigmatizada y luego encontrarse con la víctima de un asesinato.
Lee Woods, la mujer que estaba sentada con Cynthia, se había mudado desde Manhattan el año antes. Curiosamente, un año antes de casarme con Larry yo había decorado el apartamento de una amiga suya, Jean Simons, y la mujer se deshizo en elogios.
—Entonces usted es Celia Kellogg —dijo—. Me encantó lo que hizo en la casa de Jean, y a ella también. Qué coincidencia. Cuando quise redecorar mi apartamento, le pedí su teléfono, pero su ayudante me dijo que acababa de tener un bebé y de momento no aceptaba nuevos clientes. ¿Sigue sin aceptar trabajos?
—No por mucho tiempo —dije—. Tarde o temprano pienso reabrir el negocio por aquí.
Era maravilloso volver a ser Celia Kellogg, la diseñadora de interiores. Cynthia y Lee hasta me hablaron de una asistenta que pronto estaría disponible, porque su actual jefa estaba a punto de irse a vivir a Carolina del Norte. Yo anoté su nombre agradecida. Pero, cuando ya nos levantábamos para irnos, de pronto tuve la sensación de que me observaban. Me di la vuelta y vi al hombre que había sentado a una mesa cercana.
Era el detective Paul Walsh.